Nota del autor

 

 

 La «pieza de oro» utilizada aquí como unidad monetaria normal es el aureus latino, moneda de 100 sestertii de valor, o sea 25 denarii de plata («piezas de plata»). Puede considerársela como equivalente a una libra esterlina o cinco dólares norteamericanos (de preguerra). La «milla» es la milla romana, unos treinta pasos más cortas que la inglesa. Las fechas marginales han sido dadas, por conveniencia, de acuerdo con los cómputos cristianos; el cómputo griego utilizado por Claudio contaba los años a partir de la primera Olimpiada, que se llevó a cabo en el año 776 a. de C. También por conveniencia se han utilizado los nombres geográficos más familiares. De tal modo, «Francia», y no «Galia trasalpina», porque Francia abarca aproximadamente la misma zona territorial, y porque sería incoherente dar a ciudades como Nimes y Boulogne y Lyon sus nombres modernos —los clásicos no serían reconocidos en términos populares—, ubicándolos a la vez en Gallia Transalpina o, como la denominaban los griegos, Galatia. (Los términos geográficos griegos se prestan a confusión: Germania era denominada «el país de los celtas».) En forma similar, se han utilizado los modos más familiares de los nombres propios: «Livio», en lugar de Titus Livius, «Cimbelino» en lugar de Cunobelinus, «Marco Antonio» en lugar de Marcus Antonius. Claudio escribe en griego, el idioma erudito de su época, cosa que permite entender su cuidadosa explicación de los chistes latinos y su traducción de un pasaje de Ennio citado por él en el original.

 Algunos críticos de Yo, Claudio, el volumen introductorio de Claudio, el Dios, sugirieron que al escribirlo no había hecho más que consultar Los anales de Tácito y los Doce Césares de Suetonio, uniéndolos luego y ampliando el resultado con mi propia «imaginación vigorosa». Esto no fue así, y tampoco lo es en este volumen. Entre los escritores clásicos en los cuales me he basado para la composición de Claudio, el Dios se encuentran Tácito, Dion Casio, Suetonio, Plinio, Varrón, Valerio Máximo, Orosio, Frontino, Estrabón, César, Columela, Plutarco, Josefo, Diodoro Sículo, Focio, Jifilino, Zonaras, Séneca, Petronio, Juvenal, Filón, Celso, los autores de Los hechos de los apóstoles y de los evangelios apócrifos de Nicodemo y Santiago, y el propio Claudio, en sus cartas y discursos que han llegado hasta nuestro días. Muy pocos incidentes se dan aquí que no tengan un respaldo total de algún tipo de autoridad histórica, y espero que ninguno de ellos sea históricamente increíble. No se ha inventado personaje alguno. La parte más difícil de redactar, debido a la escasez de referencias contemporáneas, ha sido la derrota de Caractato por Claudio. Además, para una visión plausible del druidismo británico, he tenido que complementar las pocas noticias clásicas que existen al respecto con datos tomados de obras arqueológicas, de la antigua literatura celta y de relatos de la moderna cultura megalítica de las Nuevas Hébridas, donde los dólmenes y los menhires todavía se utilizan para las ceremonias. He tenido particular cuidado, en mi narración respecto del cristianismo primitivo, de no inventar nuevos libelos; sin embargo, se citan algunos antiguos, porque el propio Claudio no tenía muy buena disposición para con la iglesia y extraía la mayor parte de su información, en materia de la religión del Cercano Oriente, de su antiguo condiscípulo Herodes Agripa, el rey judío que ejecutó a Santiago y encarceló a San Pedro.

 Vuelvo a agradecer a Miss Laura Riding por su cuidadosa lectura del manuscrito y sus muchas sugestiones acerca de ciertos aspectos de congruencias literarias; y al aviador T. E. Shaw por la lectura de las pruebas. Miss Jocelin Toynbee, catedrática de historia clásica en el colegio Newnham, de Cambridge, me ha proporcionado ayuda por la cual le quedo sumamente agradecido. Y debo reconocer también mi deuda para con la monografía del señor Arnaldo Momigliano acerca de Claudio, recientemente publicada en traducción por la Oxford University Press.