Capítulo 25
Año 45
Al año siguiente de la muerte de Herodes celebré el primer festival anual en honor del triunfo británico, y recordando las quejas que había escuchado esa noche en las escalinatas del templo de Castor y Polux, distribuí dinero al populacho: tres piezas de oro por cabeza, y media de oro más por cada hijo de la familia que no hubiese llegado a la mayoría de edad.
En un caso tuve que pagar 12 1/2 piezas de oro, pero eso fue porque había varios mellizos en la familia. El joven Silano y el joven Pompeyo me ayudaron en la distribución. Cuando digo que había eliminado todos los impuestos extraordinarios de Calígula y devuelto a los hombres lo que éste les había robado, y que continuaban los trabajos en el plan del puerto de Ostia y en los acueductos y en el sistema de drenaje del lago Fucino, y que, sin defraudar a nadie, pude pagar esas piezas de oro y todavía quedar con una buena cantidad de dinero en el Tesoro público, se admitirá, según creo, que había trabajado bastante bien en estos últimos cuatro años.
El astrónomo Barbilo (a quien me referí en mi carta a los alejandrinos) hizo algunos abstrusos cálculos matemáticos y me informó que en el día de mi cumpleaños se produciría un eclipse de sol. Esto me causó alguna alarma, porque un eclipse es uno de los presagios más infortunados que pueden ocurrir en vida de una persona, y si se producía en mi cumpleaños, que era también un festival en honor de Marte, inquietaría grandemente a la gente y proporcionaría a todos los que deseasen asesinarme una gran confianza en cuanto al éxito. Pero pensé que si prevenía al pueblo de antemano que el eclipse debía ocurrir, tendría una idea muy distinta al respecto. No se mostraría desalentado, sino incluso contento de saber lo que estaba por venir y de entender la mecánica del fenómeno. Publiqué una proclama:
Tiberio Claudio Druso Nerón César Augusto Germánico Británico, emperador, Padre de la Patria, Sumo Pontífice, Protector del Pueblo durante el quinto año sucesivo, tres veces cónsul, al Senado, al Pueblo y a los Aliados de Roma, salud.
Mi buen amigo Tiberio Claudio Barbilo, de la ciudad de Efeso, efectuó el año pasado ciertos cálculos astronómicos, confirmados desde entonces por algunos colegas astrónomos de la ciudad de Alejandría, donde florece esa ciencia, y descubrió que un eclipse de sol, total en algunas partes de Italia, parcial en otras, tendrá lugar el primer día de agosto próximo. Ahora bien, no quiero que sientan alarma alguna en este sentido, si bien en el pasado este fenómeno natural ha despertado terrores supersticiosos. En las épocas antiguas era un acontecimiento repentino e inexplicable, y se lo consideraba como una advertencia de los propios dioses, en el sentido de que la dicha quedaría eliminada de la tierra durante algún tiempo, del mismo modo que los rayos del sol, dadores de vida, desaparecían durante un tiempo. Pero ahora entendemos tan bien los eclipses, que podemos llegar a profetizar: «En tal o cual día se producirá un eclipse». Y creo que todos deben sentirse a la vez orgullosos y aliviados por el hecho de que los antiguos terrores hayan sido eliminados por fin por la fuerza del razonamiento humano inteligente.
La que sigue, pues, es la explicación que dan mis sabios amigos. La luna, que gira en su órbita debajo del sol, ya sea inmediatamente debajo de él o quizá con los planetas Mercurio y Venus entre uno y otro —este es un punto en discusión y no afecta a la argumentación—, tiene un movimiento longitudinal, como el sol, y un movimiento vertical, como también probablemente lo tiene el sol. Pero además tiene un movimiento latitudinal, que el sol jamás efectuó en circunstancia alguna. Por lo tanto, debido a este movimiento latitudinal, la luna se coloca en línea directa con el sol, sobre nuestras cabezas, y pasa, invisible, bajo su ardiente disco... invisible, porque el sol es tan luminoso, que de día, como se sabe, la luna se convierte en una simple nada; entonces los rayos que normalmente parten del sol hacia la tierra son oscurecidos por la interposición de la luna. Para algunos de los habitantes de la tierra, este oscurecimiento dura más que para otros, según su posición geográfica, y algunos no son afectados por ella en nada. El hecho es que el sol jamás pierde en realidad su luz, como suponen los ignorantes, y que por consiguiente aparece en su total esplendor a todas las personas entre las cuales y el sol no pasa la luna.
Esta es una explicación sencilla, pues, de un eclipse del sol... un asunto tan sencillo como si cualquiera de ustedes cubriese la llama de una vela o de una lámpara de aceite con la mano, y dejase toda la habitación sumida en una oscuridad temporal. (De paso, el eclipse de luna es causado por el hecho de que la luna se ubica en el cono de sombra arrojado por la tierra cuando el sol está debajo de ella; sólo sucede cuando la luna pasa a través del punto medio, en su movimiento latitudinal.) Pero en los distritos más afectados por el eclipse, que están indicados en el mapa adjunto, deseo que todos los magistrados y otras autoridades responsables tomen todas las precauciones posibles contra el pánico popular, o contra el robo a cubierto de la oscuridad, y que impidan que la gente contemple el sol durante su eclipse, a no ser a través de trozos de cuerno o de vidrio oscurecidos con humo de vela, porque para los que tienen la vista débil hay peligro de ceguera.
Creo que debo de haber sido el primer gobernante, desde la creación del mundo, que haya emitido una proclama de esta especie. Y tuvo muy buen efecto, si bien, por supuesto, la gente del campo no entendió palabras como «longitudinal» y «latitudinal». El eclipse ocurrió exactamente tal como se había previsto, y el festival se llevó a cabo como de costumbre, aunque se ofrecieron sacrificios especiales a Diana, como diosa de la luna, y a Apolo, como dios del sol.
Gocé de perfecta salud durante todo el año siguiente, nadie trató de asesinarme, y la única revolución que se intentó terminó en forma ignominiosa para su principal promotor. Este era Asinio Gallo, nieto de Asinio Polio e hijo de la primera esposa de Tiberio, Vipsania, y de Galo, con quien luego se casó, y a quien Tiberio odiaba tanto que al cabo lo hizo morir lentamente de hambre. Resulta curioso lo adecuados que son los nombres de algunas personas. Gallus significa gallo, y Asinus significa burro, y Asinio era el más absoluto burro-gallo, por su jactanciosidad y estupidez, que pudiese encontrarse en un mes de búsqueda por toda Italia. ¡Imagínense: no había reunido tropas ni fondos para su revolución, sino que creía que la fuerza de su personalidad, respaldada por la nobleza de su nacimiento, le conquistarían inmediatos adherentes!
Un día apareció en la Plataforma de las Oraciones, en la plaza del Mercado, y comenzó a perorar ante la multitud que muy pronto se reunió, describiéndole los males de la tiranía, analizando el asesinato de su padre por Tiberio, y diciendo cuan necesario era desarraigar de Roma a la familia de César y entregar la monarquía a quien fuese digno de ella. Por sus misteriosas insinuaciones la muchedumbre entendió que se refería a sí mismo, y comenzó a reír y aplaudir. Era un pésimo orador y el hombre más feo del Senado; no tenía más de 1,45 de estatura, hombros caídos, una cara larga, cabellos rojizos y una minúscula naricita roja y brillante (sufría de indigestión), y sin embargo se consideraba un Hércules y un Adonis. Creo que no hubo una sola persona en la plaza del Mercado que lo tomase en serio, y empezaron a circular todo tipo de bromas como: «Asinus in tegulis» y «Asinus ad lyram» y «Ex Gallo lac et ova». (Un burro sobre las baldosas del tejado es una expresión proverbial para describir cualquier repentina aparición grotesca, y un burro tocando la lira representa una ejecución absurdamente incompetente, y la leche de gallo y los huevos de gallo representan esperanzas carentes de sentido.) Pero continuaron aplaudiendo todas las frases para ver qué absurdo vendría después. Y en efecto, cuando terminó su discurso trató de conducir a todo el populacho a palacio, para deponerme. Lo siguieron en larga columna, de a ocho en fondo, hasta llegar a veinte pasos de la puerta exterior de palacio, y de pronto se detuvieron y lo dejaron avanzar solo, cosa que hizo. Los centinelas de la puerta le permitieron pasar sin interrogarlo, porque era un senador, y avanzó en los terrenos de palacio durante un trecho, lanzando amenazas contra mí, antes de advertir que estaba solo. (Las muchedumbres pueden ser a veces muy ingeniosas y crueles, así como muy estúpidas y cobardes.) Pronto fue arrestado, y si bien todo el asunto era tan ridículo, yo no podía pasarlo por alto. Lo desterré, pero no más lejos de Sicilia, donde tenía fincas de su familia.
—Vete a cacarear en tu propio estercolero, o a rebuznar en tu propio abrojal, como prefieras, pero no quiero oírte —dije al hombrecito feo y excitable.
El puerto de Ostia no estaba terminado, ni con mucho, y ya me había costado seis millones de piezas de oro. La mayor dificultad técnica residía ahora en la construcción de la isla entre las extremidades de los dos grandes malecones, y quizá no se me quiera creer, pero la solucioné yo. Se recordará el gran barco-obelisco de Calígula que llevó los elefantes y camellos a Bretaña y los trajo de vuelta. El barco estaba otra vez en Ostia, y había sido usado dos veces, desde entonces, para viajes a Egipto, a traer mármoles de colores para el templo de Venus en Sicilia. Pero el capitán me dijo que ya no navegaba muy bien, y que no quería arriesgarse a hacer otro viaje con él. De modo que una noche, mientras permanecía despierto, se me ocurrió que sería una buena idea llenarlo de piedras y hundirlo como cimiento para la isla. Pero rechacé la idea, porque sólo podríamos llenarlo de piedras hasta la cuarta parte antes de que el agua llegase a las. bordas, y cuando se pudriese se disgregaría en pedazos. Entonces pensé: «¡Si tuviésemos una cabeza de Gorgona a mano, para convertirlo en una enorme roca sólida!» Y esa tonta fantasía, del tipo de las que a menudo me cruzan por el pensamiento cuando estoy demasiado cansado, dio nacimiento a una idea realmente brillante: ¿Por qué no llenar el barco hasta donde se pudiera con polvo de cemento, que es relativamente liviano, y luego cerrar las escotillas, hundirlo y dejar que el cemento fraguara bajo el agua? Eran aproximadamente las dos de la mañana cuando se me ocurrió esta idea, di unas palmadas para llamar a un liberto, y lo envié en el acto a buscar al ingeniero en jefe. Una hora después éste llegó desde el otro lado de la ciudad, con gran prisa y temblando con violencia. Sin duda esperaba ser ejecutado por alguna negligencia. Le pregunté, excitado, si mi idea era practicable, y me sentí grandemente desilusionado al enterarme de que el cemento no fraguaría satisfactoriamente en el agua del mar. Pero le concedí diez días para que encontrara algún medio para que fraguara.
—Diez días —repetí con solemnidad—, o si no...
Era una amenaza, pero si hubiese fracasado le habría explicado mi bromita, que era «O si no tendremos que abandonar la idea.» El temor le hizo aguzar el ingenio, y luego de ocho días de frenéticas experimentaciones, inventó un polvo de cemento que fraguaba como piedra cuando entraba en contacto con el agua del mar. Era una mezcla de polvo común de cemento, de las canteras de Cuma, con un tipo especial de polvo de las colinas, de las vecindades de Puteoli, y las formas de ese obelisco-barco están ahora eternizadas en la más dura piedra imaginable, en la boca del puerto de Ostia. Hemos construido una isla sobre él, utilizando grandes piedras y el mismo cemento. Y hay un alto faro en la isla, con una luz de trementina, que brilla todas las noches en su cúspide. Hay reflectores de acero bruñido, en la máscara del faro, que duplican la luz del fuego y la envían al estuario en un haz continuado. Se necesitaron diez años para terminar el puerto, que costó 12.000.000 de piezas de oro. Y todavía hay hombres trabajando para mejorar el canal. Pero es un gran tesoro para la ciudad, y mientras dominemos los mares, jamás nos moriremos de hambre.
Ahora todo parecía ir bien para mí y Roma. El país estaba próspero y contento, y nuestros ejércitos triunfaban en todas partes. Aulo consolidaba mis conquistas en Bretaña por medio de una serie de brillantes victorias sobre las tribus belgas todavía, no sometidas en el sur y el suroeste; las observancias religiosas se ejecutaban regular y puntualmente; no había inquietudes ni siquiera en los barrios más pobres de la ciudad. Conseguí ponerme al día en mi trabajo en los tribunales, y encontré medios de disminuir la cantidad de casos. Mi salud era buena, Mesalina estaba más encantadora que nunca. Mis hijos crecían fuertes y sanos, y el pequeño Británico mostraba la extraordinaria precocidad que (si bien lo confieso, me pasó a mí por alto), ha sido siempre una característica de la familia Claudia. Lo único que me molestaba ahora era una invisible barrera que existía entre el Senado y yo, y que no me era posible derribar. Todo lo que podía hacer, en cuanto a rendir tributo a la orden senatorial, en especial a los cónsules en funciones y a los magistrados de primera clase, lo hice, pero siempre me encontraba con una mezcla de obsequiosidad y suspicacia, que me resultaba difícil de explicar y de encarar. Decidí revivir el antiguo oficio de Censor, que había sido incorporado a la Dirección de moral del Imperio, y en este puesto de características populares reformar una vez más el Senado y eliminar todos los miembros inútiles y obstruccionistas. Hice circular en el Senado una advertencia por la que se pedía que todos los miembros considerasen sus propias circunstancias y decidiesen si todavía estaban calificados para servir bien a Roma en su papel de senadores; si decidían que no estaban calificados, ya sea porque no pudiesen permitírselo, o porque no se sentían suficientemente dotados, podían renunciar. Insinué que los que no renunciaran serían deshonrosamente expulsados y apresuré las cosas enviando notificaciones privadas a aquellos a quienes me proponía expulsar si no renunciaban. De tal modo aligeré la orden en unos cien nombres, y los que quedaron fueron recompensados por mí con la concesión del rango patricio a sus familias. Esta ampliación del círculo de los patricios tuvo la ventaja de proporcionar más candidatos a las órdenes superiores del sacerdocio y de conceder una mayor amplitud para la selección de novios y novias a los miembros de las familias patricias sobrevivientes. Porque las cuatro creaciones patricias sucesivas de Rómulo, Lucio Bruto, Julio César y Augusto habían quedado prácticamente extinguidas. Cualquiera hubiese creído que cuanto más rica y poderosa la familia, más rápida y poderosamente procrearía. Pero esto nunca ha sucedido en Roma.
Pero ni siquiera esta purificación del Estado produjo un efecto apreciable. Los debates seguían siendo una simple farsa. En una ocasión, durante mi cuarto consulado, cuando presenté una medida en cuanto a ciertas reformas judiciales, el Senado se mostró tan indiferente, que me vi obligado a hablar con la máxima claridad:
—Si aprueban honradamente estas proposiciones, señores, háganme la bondad de decirlo en el acto y con sencillez. Pero si no las aprueban, entonces sugieran enmiendas, pero háganlo aquí y ahora. Y si necesitan tiempo para meditar, tómenselo, pero no olviden que deben tener sus opiniones listas para ser emitidas en el día fijado para el debate. No es en modo alguno adecuado a la dignidad del Senado que el cónsul electo repita las frases exactas de los cónsules como su propia opinión y que cada uno, cuando le llegue el turno, diga simplemente «Estoy de acuerdo con eso» y ninguna otra cosa más y que luego cuando el Senado haya suspendido las sesiones, las minutas digan: «Se produjo un debate...».
Entre otras señales de respeto al Senado, incorporé a Grecia y Macedonia a la lista de provincias senatoriales; mi tío Tiberio las había convertido en provincias imperiales. Y devolví al Senado el derecho de acuñar monedas de cobre para circular en las provincias, como en la época de Augusto. No hay nada que imponga tanto respeto por la soberanía como las monedas: las de oro y plata tenían acuñada mi cabeza, porque a fin de cuentas yo era el emperador y el hombre responsable de la mayor parte del gobierno; pero las familiares «S.C.» del Senado volvieron a aparecer en el cobre, y la moneda de cobre es a la vez la más antigua, la más útil y, cuantitativamente, la más importante.
La causa inmediata de mi decisión de purgar al Senado fue el alarmante caso de Asiático. Un día Mesalina vino a verme y me dijo:
—¿Recuerdas que el año pasado te pregunté si no había algo más en el fondo de la renuncia de Asiático al consulado, aparte del motivo que dio: que el pueblo estaba celoso y sospechaba de él porque era su segundo período de consulado ?
—Sí, no me pareció motivo suficiente.
—Bien, te diré algo que habría debido decirte hace mucho tiempo. Asiático ha estado violentamente enamorado, durante algún tiempo, de la esposa de Cornelio Escipión. ¿Qué opinas de eso?
—Oh, sí, Popea, una mujer bien parecida, de nariz recta y una forma audaz de mirar a los hombres. ¿Y qué piensa ella de eso? Asiático no es un individuo bien parecido como Escipión. Es calvo y más bien obeso, pero, por supuesto, es el hombre más rico de Roma, ¡y qué jardines maravillosos tiene!
—Popea, me temo, se ha comprometido totalmente con Asiático. Bien, te lo diré, es mejor ser franca. Popea vino a verme algún tiempo —sabes qué buenas amigas somos, o más bien, solíamos ser—, y me dijo: «Queridísima Mesalina, quiero pedirte un gran favor. Prométeme que no le dirás a nadie lo que te he pedido». Por supuesto, se lo prometí. Entonces me dijo: «Estoy enamorada de Valerio Asiático y no sé qué hacer. Mi esposo es terriblemente celoso, y si se enterara me mataría. Y lo malo es que estoy casada con él en la forma más estricta y ya sabes cuan difícil es conseguir un divorcio con un casamiento estricto, si al marido se le ocurre poner obstáculos. Para empezar, eso significa que una pierde los hijos. ¿Te parece que podrías hacer algo para ayudarme? ¿Podrías pedirle al emperador que me concediese el divorcio, a fin de que Asiático y yo pudiéramos casarnos?»
—Espero que no le hayas dicho que había alguna posibilidad de que yo aceptase. De veras, estas mujeres...
—No, no, queridísimo, por el contrario, le dije que si jamás volvía a mencionar el asunto, intentaría, por nuestra amistad, olvidar lo que había oído, pero que si me enteraba me llegaba apenas un susurro de algo inconveniente en las relaciones entre ella y Asiático, iría a verte en el acto.
—Muy bien, me alegro de que le hayas dicho eso.
—Poco después Asiático renunció, ¿y recuerdas que entonces pidió al Senado permiso para visitar sus fincas de Francia?
—Sí, y estuvo ausente mucho tiempo. Tratando de olvidar a Popea, supongo. En el sur de Francia hay muchas mujeres bonitas.
—No lo creas. He estado averiguando algunas cosas respecto de Asiático. Lo primero es que últimamente ha entregado grandes cantidades de regalos en dinero a los capitanes y sargentos y abanderados de la guardia. Dice que lo hace por gratitud a la lealtad de ellos para contigo. ¿Te parece aceptable eso?
—Bien, tiene demasiado dinero y no sabe qué hacer con él.
—No seas ridículo; nadie tiene tanto dinero que no sepa qué hacer con él. Luego, lo segundo, que él y Popea siguen encontrándose con regularidad, cada vez que el pobre Escipión está fuera de la ciudad, y pasan la noche juntos.
—¿Dónde se encuentran?
—En la casa de los hermanos Petra; son primos de ella. Lo tercero es que Sosibio me dijo el otro día que le parecía imprudente que hubieras permitido que Asiático hiciera una visita tan prolongada a sus propiedades de Francia. Cuando le pregunté qué quería decir, me mostró una carta de un amigo suyo, de Vienne: el amigo escribía que Asiático había pasado en realidad muy poco tiempo en sus fincas, que fue a visitar a las personas más influyentes de la provincia e incluso hizo una gira por el Rhin, donde mostró gran generosidad a los oficiales de la guarnición. Luego, por supuesto, te hago recordar que Asiático nació en Vienne; y Sosibio dice...
—Llama a Sosibio en seguida.
Sosibio era el hombre que había elegido como instructor de Británico, de modo que podrán imaginar que tenía la máxima confianza en su juicio. Era un griego de Alejandría, pero hacía tiempo que se había interesado en el estudio de los primitivos autores latinos y era la principal autoridad en cuanto a los textos de Enio. Estaba tan a sus anchas en lo referente al período republicano, que conocía mucho mejor que ningún historiador romano, incluso yo mismo, que consideré que sería una constante inspiración para mi hijito. Sosibio apareció, y cuando le interrogué contestó con suma franqueza. Sí, creía que Asiático era ambicioso y capaz de planear una revolución. ¿Acaso no se había presentado una vez como candidato a la monarquía, en oposición a mí?
—Olvidas, Sosibio —dije—, que esos dos días han sido borrados de los registros de la ciudad por una amnistía.
—Pero Asiático estuvo en la conspiración contra tu sobrino, el extinto emperador, e incluso se jactó de ello en la plaza del Mercado. Cuando un hombre como ése renuncia a su consulado sin motivos válidos y se va a Francia, donde ya tiene grandes influencias, y allí trata de ampliar esas influencias distribuyendo dinero, y sin duda dice que se vio obligado a renunciar a su consulado debido a tus celos, o porque discutió contigo por los derechos de sus compatriotas franceses...
—Es perfectamente claro —dijo Mesalina—. Le prometió a Popea casarse con ella, y la única forma en que puede hacerlo es librándose de ti y de mí. Recibirá permiso para irse otra vez a Francia, y allí iniciará su revuelta con los regimientos nativos, y luego incorporará a los regimientos del Rhin. Y los guardias estarán tan dispuestos a aclamarlo emperador como lo estuvieron de aclamarte a ti. Significará otras doscientas piezas de oro para cada uno de ellos.
—¿Quién otro crees que está en la conjura?
—Averiguamos todo lo relacionado con los hermanos Petra. A ese abogado Suilio se le acaba de pedir que se encargue de la defensa de un caso en su nombre. Y es uno de mis mejores agentes secretos. Si hay algo contra ellos, aparte de que han ofrecido un dormitorio a Popea y Asiático, Suilio lo descubrirá, puedes estar seguro de ello.
—No me gusta el espionaje; tampoco me gusta Suilio.
—Tenemos que defendernos, y Suilio es la herramienta más práctica que tengo a mano.
De modo que mandamos llamar a Suilio, y una semana más tarde presentó su informe, que confirmó la sospecha de Mesalina. Era indudable que los hermanos Petra estaban en la conspiración. El mayor de ellos había hecho circular en privado una visión que se le apareció una mañana temprano, en un duermevela, y que los astrólogos interpretaron en una forma alarmante. En la visión, mi cabeza estaba seccionada en el cuello y coronada de hojas de vid blancas. La interpretación era que moriría violentamente al final del otoño. El hijo menor había estado actuando como intermediario de Asiático con los guardias, de los cuales era coronel. Vinculados en apariencia con Asiático y los hermanos Petra había dos antiguos amigos míos, Pedo Pompeyo, que solía a menudo jugar a los dados conmigo de noche, y Asario, tío materno de mi yerno, el joven Pompe-yo, quien también tenía libre acceso a palacio. Suilio sugirió que éstos habían recibido naturalmente la tarea de asesinarme durante un amistoso partido de dados. Después estaban las dos sobrinas de Asario, las hermanas Tristonia, que tenían relaciones adúlteras con los hermanos Petra.
No había más remedio: decidí golpear antes que cilios. Envié a mi comandante de la guardia, Crispino, con una compañía de guardias cuya lealtad parecía fuera de discusión, a la casa de Asario en Baias, y allí arrestaron a Asiático. Lo esposaron y engrillaron, y lo trajeron ante mí, en palacio. Para hacer las cosas bien habría debido acusarlo ante el Senado, pero no podía estar seguro de la amplitud que tenía la conspiración. Era posible que hubiese una demostración en su favor, y no deseaba que tal cosa ocurriese. Lo juzgué en mi propio estudio, en presencia de Mesalina, Vitelio, Crispino, el joven Pompeyo y mis secretarios principales. Suilio actuó como fiscal público, y yo pensé, cuando Asiático le hizo frente, que si alguna vez la culpabilidad estuvo escrita en las facciones de un hombre estaba escrita en las de Asiático. Pero debo decir que Crispino no le había advertido de cuáles eran las acusaciones contra él —yo ni siquiera se lo dije a Crispino—, y hay muy pocos hombres que, cuando son arrestados de repente, sean capaces de enfrentar a sus jueces con una absoluta serenidad de conciencia. Así exactamente me sentí yo, en una ocasión, cuando fui arrestado por orden de Calígula, acusado de refrendar un testamento falsificado. Suilio era en verdad un acusador terrible e implacable. Tenía un rostro delgado, helado, cabellos blancos, ojos negros y un largo índice que hurgaba y amenazaba como una espada. Comenzó con una larga lluvia de cumplidos y bromas que todos reconocimos como el preludio para una espantosa tormenta de cólera e invectivas. Primer, pre^.-ntó a Asiático, en tono fingidamente amistoso, qué se propuso exactamente cuando volvió a visitar sus fincas francesas... ¿fue antes de la vendimia?
¿Y qué opinaba de las condiciones agrícolas de las vecindades de Vienne, y cómo podía compararlas con las del valle del Rhin...?
—Pero no te molestes en contestar a mis preguntas —dijo—. En realidad no quiero saber qué altura llega a alcanzar la cebada de Vienne, o cuan fuerte es el cacareo de los gallos, lo mismo que tampoco tú deseabas saberlo.
Y luego en cuanto a sus regalos a sus guardias. ¡Cuan leal se había mostrado Asiático! ¿Pero no existía quizás el peligro de que un militar un poco simplón entendiese mal esos regalos?
Asiático comenzaba a sentir ansiedad y a respirar jadeando. Suilio se acercó unos pasos más a él, como un cazador de animales salvajes en la liza, alguna de cuyas flechas, disparadas desde lejos, han dado en el blanco. Se acerca cada vez más porque el animal está herido, y blande la lanza de caza.
—Y pensar que alguna vez te consideré mi amigo, que cené en tu mesa, que me dejé engañar por tus maneras afables, tu noble ascendencia, el favor y confianza que conquistaste falsamente de nuestro gracioso emperador y de todos los ciudadanos honrados. ¡Eres un animal, una sucia bestia, un sátiro! Turbio corruptor de los corazones leales y los cuerpos viriles de los ciudadanos a cuyo cuidado están confiados la sagrada persona de nuestro César, la seguridad de la nación, el bienestar del mundo. ¿Dónde estuviste la noche del cumpleaños del emperador, que no pudiste concurrir al banquete al que habías sido invitado? Enfermo, ¿no es cierto? Muy enfermo, sin duda. Pronto presentaré al tribunal una selección de tus compañeros de invalidez, jóvenes soldados de la guardia, que se contagiaron de ti, porquería.
Hubo mucho más por el estilo. Asiático había palidecido por completo, y grandes gotas de sudor le perlaban la frente. La cadena tintineó cuando se las enjugó. Las reglas del tribunal le prohibían responder una palabra hasta que le llegase el momento de hacer su defensa, pero al cabo estalló:
—¡Pregúntales a tus propios hijos, Suilio! Admitirán que soy un hombre.
Fue llamado al orden. Suilio continuó hablando del adulterio de Asiático con Popea, pero puso muy poco énfasis en esto, como si fuese el punto más débil del caso, aunque en realidad era el más fuerte. De tal modo logró que Asiático hiciese un rechazo de todos los cargos en general. Si Asiático hubiese sido prudente habría admitido el adulterio y negado las otras acusaciones. Pero lo negó todo, de modo que su culpabilidad parecía demostrada. Suilio llamó a sus testigos, en su mayoría soldados. Al principal testigo, un joven recluta del sur de Italia, se le pidió que identificara a Asiático. Supongo que se le había enseñado a que lo reconociera por su calva, porque eligió a Palas como el hombre que tan antinaturalmente había abusado de él. Estallaron grandes carcajadas. Se sabía que Palas compartía conmigo un odio real contra este tipo de vicios, y, además, todos sabían que había actuado como anfitrión durante mi banquete de cumpleaños. Pero reflexioné que los testigos pueden tener mala memoria para los rostros —yo mismo la tengo—, y que las otras acusaciones no quedaban refutadas por el hecho de no haber podido identificar a Asiático. Mas cuando le pedí a Asiático que, respondiera a las acusaciones de Suilio punto por punto, lo hico en forma más suave. Así lo hizo, pero no logró explicar a satisfacción sus movimientos en Francia, y por cierto que cometió perjurio en relación con el asunto de Popea. Consideré que no estaba demostrada la acusación de corrupción a los guardias. Los soldados declararon de manera formal, pomposa, que sugería que habían aprendido el texto del testimonio de memoria, previamente, y cuando los interrogué no hicieron otra cosa que repetir las mismas evidencias. Pero por lo demás, nunca he oído a un hombre de la guardia atestiguar con otro tono; todo lo ensayan. Ordené que salieran todos de la habitación, menos Vitelio, el joven Pompeyo y Palas —Me-salina había estallado en lágrimas, y salido a la carrera unos minutos antes—, y les dije que no sentenciaría a Asiático sin obtener primero la aprobación de ellos. Vitelio dijo que, francamente, parecía no haber dudas razonables en cuanto a la culpabilidad de Asiático, pero que se sentía tan escandalizado y apenado como yo. Asiático era un viejo amigo suyo; había sido un favorito de mi madre Antonia, que utilizó su influencia en la corte para encumbrarlos a ambos. Además, tuvo una carrera muy distinguida y jamás regateó sus esfuerzos cuando los deberes patrióticos lo llamaban. Fue uno de los primeros que acudieron a Bretaña conmigo, y si bien no llegó a tiempo para el combate, la culpa ia tuvo la tormenta, y no ninguna cobardía por su parte. De modo que si ahora había enloquecido y traicionado su propio pasado, no sería demostrar mucha clemencia permitir que fuese su propio verdugo. Por supuesto que, en términos estrictos, merecía ser arrojado desde la cima de la roca Tarpeya y que su cadáver fuese arrastrado con un gancho clavado en la boca y arrojado al Tíber. Vitelio también me dijo que Asiático había confesado prácticamente su culpabilidad al enviarle un mensaje en cuanto fue arrestado, pidiéndole, en nombre de su antigua amistad, que obtuviese su absolución, o, si las cosas llegaban a lo peor, el permiso para suicidarse. Vitelio agregó:
—Sabía que le concederías un juicio justo; nunca has dejado de concedérselo a nadie, y entonces, ¿cómo podría esperarse que mi intercesión lo ayudara? Si es culpable, pues tiene que ser declarado culpable; o si es inocente, será absuelto.
El joven Pompeyo protestó que no había que mostrar clemencia alguna con Asiático. Pero quizá pensaba en su propia seguridad. Asario y las hermanas Tristonia, sus parientes, habían sido mencionadas como cómplices de Asiático, y él quería demostrar su propia lealtad.
Envié a Asiático un mensaje para informarle que suspendía el juicio por veinticuatro horas, y que mientras tanto quedaba libertado de sus grilletes. Sin duda entendería el mensaje. Mientras tanto Mesalina corrió a ver a Popea para decirle que Asiático estaba a punto de ser condenado, y le aconsejó que impidiese su propio juicio y ejecución por medio de un suicidio inmediato. Yo no supe nada de esto.
Asiático murió con bastante valentía; pasó su último día solucionando sus asuntos, comiendo y bebiendo como de costumbre, y paseando por los jardines de Lúculo —como todavía se los llamaba—, dando órdenes a los jardineros en cuanto a los árboles y flores y estanques de peces.
Cuando descubrió que habían colocado su pira funeraria cerca de una hermosa avenida de carpes, se indignó y multó al liberto responsable por elegir ese lugar, con una cuarta parte de su paga.
—¿No te diste cuenta, idiota, que la brisa llevaría las llamas al follaje de esos hermosos árboles antiguos y arruinaría todo el aspecto de los jardines?
Sus últimas palabras a su familia, antes de que el cirujano le seccionara una arteria de la pierna y lo dejara desangrarse hasta morir en un baño tibio, fueron:
—Adiós, mis queridos amigos, habría sido menos ignominioso morir por causa de los negros artificios de Tiberio o la furia de Calígula, en lugar de caer ahora, sacrificado ante la imbécil credulidad de Claudio, traicionado por la mujer que amé y por el amigo en quien confié.
Porque ahora estaba convencido de que Popea y Vitelio habían tramado el proceso.
Pocos días después le pedí a Escipión que cenara conmigo y le pregunté por la salud de su esposa, como una forma diplomática de indicarle que si todavía amaba a Popea y estaba dispuesto a perdonarla no tomaría yo medida alguna en el asunto.
—Ha muerto, César —respondió, y comenzó a sollozar con la cabeza entre las manos.
La familia de Asiático, los Valeriano, para demostrar que no querían relacionarse con las palabras traicioneras de aquél, se vieron obligados entonces a regalar a Mesalina los jardines de Lúculo, como una ofrenda de paz; aunque, por supuesto, yo no lo sospeché entonces, éstos fueron la verdadera causa de la muerte de Asiático. Juzgué a los hermanos Petra y los hice ejecutar, y las hermanas Tristonia se suicidaron luego. En cuanto a Asario, parece que firmé su sentencia de muerte, pero no lo recuerdo. Cuando le dije a Palas que lo presentase para el juicio, me informó que ya había sido ejecutado y me mostró el mandamiento, que por cierto no estaba falsificado. La única explicación que puedo ofrecer es la de que Mesalina, o posiblemente Polibio, quien era su instrumento, deslizaran la sentencia de muerte entre otros documentos sin importancia que yo tenía que firmar, y que la firmé sin leerla. Ahora sé que este tipo de jugarreta me la hacían constantemente; que se aprovechaban de lo mal que volvía a andar mi vista (tanto, que había tenido que dejar de leer con luz artificial), a fin de leer como informes y cartas oficiales para mi firma, improvisaciones que no correspondían en modo alguno a los documentos escritos.
Por esa época Vinicio murió envenenado. Unos años más tarde me enteré que se había negado a acostarse con Mesalina y que el veneno fue administrado por ella. Por cierto que murió al día siguiente de cenar en palacio. Es muy posible que la historia sea cierta; de modo que ahora Vinicio, Viniciano y Asiático, los tres hombres que se habían ofrecido como emperadores en mi lugar, estaban todos muertos, y sus muertes parecían serme imputables. Sin embargo, yo tenía la conciencia limpia en ese sentido; era indudable que Viniciano y Asiático eran traidores, y Vinicio, según me pareció, había muerto de resultas de un accidente. Pero el Senado y el Pueblo conocían a Mesalina mejor que yo, y me odiaban a causa de ella. Esa era la barrera invisible que existía entre ellos y yo, y nadie tuvo la valentía de derribarla.
A consecuencia de un enérgico discurso que pronuncié sobre Asiático, en una sesión en que a Sosibio y Crispino se les votaron regalos en dinero por sus servicios, el Senado me concedió voluntariamente el poder de dar a sus miembros permiso para abandonar Italia con cualquier pretexto.