Capítulo 22

 

 

AÑO 44

 

 

 Celebré mi triunfo en Año Nuevo. El Senado tuvo la bondad de votarme otros cinco honores. Primero me votó una Corona Cívica. Era una coronita de hoja de roble de oro, que primitivamente sólo se concedía a un soldado que, en el combate, acudía en ayuda de un camarada que había sido desarmado y que se encontraba a merced de un oponente; y que entonces mataba a éste y defendía el terreno. Este honor era ahora conquistado más raramente de lo que creería, porque un testigo necesario era el hombre que había sido salvado y que tenía el deber de entregar la corona a su salvador. Era muy difícil hacer confesar a un soldado romano que había estado a merced de un campeón enemigo y que sólo debía su vida a la fuerza y la valentía superiores de un camarada. Lo más probable era que se quejara de haber resbalado y que estaba a punto de volver a ponerse de pie para terminar con su rival cuando el otro ambicioso individuo se interpuso oficiosamente y le arrebató la victoria. Más tarde el honor también se concedió a los comandantes de regimiento o de ejército que con su heroísmo o capacidad de mando salvaban las vidas de las tropas a sus órdenes. A mí se me dio la corona por eso, y creo que la merecí por no haber escuchado los consejos de mi estado mayor. Llevaba la inscripción Por salvar las vidas de conciudadanos. Se recordará que cuando fui proclamado emperador la guardia de palacio me obligó a usar una coronita similar, aquella con la cual Calígula se había honrado a sí mismo por sus victorias germanas. Entonces yo no tenía derecho a ella, y me avergoncé mucho de usarla (aunque en verdad Calígula tampoco tenía derecho a ella), de modo que me resultó un gran placer llevarla ahora que era mía por derecho. El segundo honor fue una Corona Naval. Esta, adornada con proas de barcos, era concedida por valentía en el mar; por ejemplo, a un marinero por ser el primero en abordar un barco enemigo o a un almirante por destruir una flota enemiga. Me la votaron porque había puesto en peligro mi vida al hacerme a la mar con tiempo peligroso, con el objeto de llegar Bretaña lo antes posible. Más tarde colgué ambas coronas en el pináculo de la entrada principal de palacio.

 El tercer honor que me concedió el Senado fue el título hereditario de Británico. Mi hijo era conocido ahora con el nombre de Druso Británico, o simplemente Británico, y en adelante me referiré a él llamándolo así. El cuarto honor fue la construcción de dos arcos triunfales en conmemoración de mis victorias: uno en Boulogne, porque la ciudad había sido la base de mi expedición, y el otro en la propia Roma, en la Via Flaminia. Estaban revestidos de mármol, decorados a ambos lados con trofeos y bajorrelieves ilustrativos mi victoria, y coronados con carrozas triunfales, de bronce. El quinto honor era un decreto que hacía que el día de mi triunfo fuese un festival anual para todos los tiempos, Aparte de esos cinco honores hubo otros dos, complementarios, concedidos a Mesalina, a saber: el derecho a ocupar un asiento en la fila delantera del teatro con las vírgenes vestales, los cónsules, los magistrados y los embajadores extranjeros, y el derecho a usar una carroza cubierta, de gala. Se le habían votado a Mesalina todos los honores que le fueron concedidos a mi abuela Livia en vida, pero yo continuaba oponiéndome a que le concedieran el título de Augusta.

 El sol consintió en brillar con fuerza el día del triunfo, después de varios días de tiempo incierto, y los jefes de manzana y otros funcionarios se habían ocupado de que Roma estuviese tan fresca y alegre y venerable y digna como puede estarlo una ciudad. Se habían lavado los frentes de todos los templos y casas, las calles habían sido barridas y dejadas tan limpias como el piso del Senado, flores y objetos de vivos colores adornaban todas las ventanas, y delante de todas las puertas se habían colocado mesas atestadas de alimentos. Los templos estaban todos abiertos de par en par, los altares y estatuas adornados con guirnaldas, el incienso ardía en todos los altares. Toda la población estaba ataviada con sus mejores ropas.

 Yo no había entrado aún en la ciudad, ya que pasé la noche en el campamento de la guardia. Al alba ordené allí una formación general de las tropas que iban a participar en el triunfo, y distribuí el dinero que, según calculaba, se les debía por la venta del botín que habíamos tomado en Colchester y Londres y otros lugares, y por la venta de prisioneros. El dinero sumaba treinta piezas de oro para cada soldado y proporcionalmente más para los oficiales superiores. Ya había enviado dinero en la misma escala para los soldados de Bretaña que no podían volver para el triunfo. Al mismo tiempo concedí condecoraciones: collares de cadena por conducta distinguida en el campo de batalla, en cantidad de 1.000; 400 frontales (medallones de oro en forma de amuletos frontales de caballos) reservados para valientes hombres de caballería o de infantería que habían logrado matar a un jinete o conductor de carros enemigos; cuarenta brazaletes de oro macizo en recompensa por actos de notable arrojo —cuando los entregué leí un relato de cada una de las hazañas por las cuales los habían merecido—; seis guirnaldas de olivo, concedidas a los hombres que habían contribuido a la victoria, aunque no hubiesen estado presentes en ella (el comandante del campamento de base y el almirante de la flota se encontraban entre los que conquistaron ese honor); tres Coronas de Baluarte, para los primeros hombres en trasponer la empalizada y penetrar en un campamento enemigo; y una Lanza sin Punta —la de Pósides—, que se concedía, como la Corona O'vica, por salvar vidas de compañeros, y que él había ganado repetidas veces.

 El Senado, por mi recomendación, había votado ornamentos triunfales a todos los hombres de rango senatorial que participaron en la campaña, es decir, a todos los comandantes de regimiento y a todos los oficiales superiores de estado mayor. Fue una lástima que Aulo no hubiera podido venir, ni Vespasiano, pero todos los demás habían venido. Hosidio Geta y su hermano Lucio Geta, que había dirigido los ocho batallones de la guardia en Bretaña, fueron honrados. Creo que fue la primera vez en la historia de Roma en que dos hermanos conquistaron adornos triunfales el mismo día. Lucio Geta se convirtió en mi nuevo comandante de la guardia, o más bien fue nombrado junto con un hombre llamado Crispino a quien Vitelio había designado temporalmente en mi ausencia. Porque Justo, el ex comandante, había muerto. Mesalina me envió un mensaje urgente, que me llegó en vísperas de la batalla de Brentwood, para decirme que Justo había estado sondeando a varios oficiales de la guardia en cuanto a su disposición a ponerse de su parte en una revuelta armada. Como confiaba por entero en Mesalina y no quería correr riesgos, envié una orden inmediata para su ejecución. Pasaron años antes de que me enterase de la verdad: que Justo se había enterado de lo que sucedía durante mi ausencia en el ala de palacio en que vivía Mesalina y preguntó a uno de sus coroneles qué podía hacer al respecto: si debía escribirme o esperar a que yo regresara. El coronel era uno de los confidentes de Mesalina, de modo que aconsejó a Justo que esperase, por temor de que la mala noticia me distrajera de mis deberes militares. Y luego fue a ver a Mesalina para contárselo. La muerte de Justo, cuya causa se conoció muy pronto en toda la ciudad, fue una advertencia general para que no se me comunicara un secreto que finalmente conocieron todos, menos yo mismo... ¡incluso mis enemigos de Britania y Partía, si quieren creérmelo! Mesalina iba de mal en peor. Pero no necesito analizar aquí su conducta, en detalle porque hasta ese momento yo la ignoraba por completo.. Fue a verme a Genova, a mi regreso de Francia, y lo caluroso de su recibimiento fue una de las cosa que me hizo sentirme tan feliz. Además, en seis meses el pequeño Británico y su hermanita habían crecido tanto, que casi estaban irreconocibles; estaban hermosísimos.

 Adviértase cuánto significó ese día para mí. Supongo que no hay en el mundo nada tan glorioso cómo un triunfo romano. No se parece al triunfo celebrado por algún monarca bárbaro sobre un rey rival a quien ha vencido. Es un honor conferido por un pueblo libre a uno de ellos, por un gran servicio que les ha prestado. Yo sabía que lo había ganado con justicia y que finalmente había logrado destruir la mala opinión que mi familia tenía de mí, de que era una persona inútil, nacida bajo la cólera del cielo, un imbécil, un débil, una deshonra para mis gloriosos antepasados. Esa noche, dormido en el campamento de la guardia, soñé que mi hermano Germánico venía a mí, me abrazaba y me decía, con su voz grave.

 —«Querido hermano, has actuado excelentemente bien; mejor, lo confieso, de lo que te habría creído capaz. Has restaurado el honor de las armas romanas.» —Cuando desperté, por la mañana temprano, decidí derogar la ley dictada por Augusto, que. limitaba los triunfos al emperador y a sus hijos o nietos. Si Aulo continuaba la campaña en Bretaña y triunfaba en la tarea que le había impuesto de dominar permanentemente toda la parte sur de la isla, convencería al Senado de que le ofreciera un triunfo. En mi opinión, el hecho de ser el único a quien se podía conceder legalmente un triunfo, desmerecía el valor de éste, en lugar de aumentar la gloria. La prohibición de Augusto había sido destinada a impedir que sus generales incitaran a las tribus fronterizas a la guerra, en la esperanza de conquistar un triunfo gracias a ellas. Pero sin duda, pensé, existían otros medios de refrenar a los generales, aparte del de hacer que el triunfo, que otrora había estado abierto para todos, fuese un simple rito familiar de los Césares.

 Terminada la ceremonia de la condecoración, ofrecí tres audiencias: la primera a todos los gobernadores de provincias, para cuya visita temporal a Roma había pedido permiso al Senado; la segunda a los embajadores que me enviaron los reyes aliados, y la última a los exiliados. Porque había logrado la autorización del Senado para que los exiliados volviesen de su lugares de destierro, pero sólo por la duración de. las festividades triunfales. Esta última audiencia fue muy triste para mí, porque muchos de ellos parecían muy débiles y enfermos, y todos me rogaron que revisara sus sentencias. Les dije que no desesperasen, porque yo mismo revisaría todos los casos, y si decidía que la sentencia debía ser anulada o mitigada en bien de los intereses públicos, intercedería ante el Senado en favor suyo. Así lo hice luego, y a muchos de aquellos cuyo regreso no pude recomendar se les permitió por lo menos cambiar de lugar de destierro... y en todos los casos el cambio fue para mejor. Ofrecí a Séneca un cambio, pero lo rechazó, diciendo que mientras continuara pesando sobre él el desagrado del César no deseaba ninguna mejora de su suerte. Los hielos permanentes que (según las fábulas de los viajeros) cubrían las tierras de los brutales fineses, el calor permanente que quemaba las arenas del desierto, al otro lado del Atlas (donde los ejércitos del César habían penetrado en desafío a la naturaleza, para ampliar el mapa del mundo conocido), los estuarios pantanosos y plagados de fiebres de Bretaña, ahora subyugados, al igual que las fértiles llanuras y los valles de esa distante y famosa isla, por el destacado genio militar de César... No, incluso el pestífero clima de Córcega, donde el infortunado Séneca, el autor de ese memorial, languidecía desde hacía dos años —¿o eran dos siglos?;—; ese hielo, ese fuego y humedad, serían males apenas advertidos por el exiliado, de mentalidad estoica, cuyo único pensamiento consistía en soportar el aplastante peso de la desgracia bajo la cual se encontraba, y hacerse digno del perdón del César si alguna vez, aunque no se animaba a esperarlo, se le concediera ese supremo don. Yo estaba dispuesto a enviarlo a su España natal, pero él insistió en quedarse en Córcega; pues que se quedara entonces en Córcega. Narciso se enteró por los funcionarios del puerto de Ostia que, entre los recuerdos de su visita a Roma, ese valiente estoico se llevó en su equipaje vasos para vino, de oro, incrustados de piedras preciosas, almohadas de plumón, especias de la India, costosos ungüentos, mesas y divanes de la fragante madera de sandáraca, de África, con taracea de marfil, láminas que habrían encantado a Tiberio, cantidades de Falerno añejo y (aunque esto se encuentra en una categoría distinta a todo lo demás) un juego completo de mis obras publicadas.

 A las diez llegó la hora de ponerme en camino. La procesión entró en la ciudad desde el nordeste, por la Puerta Triunfal, y pasó por la Via Sacra. Su orden era el que sigue. Primero venía el Senado, a pie, con sus mejores vestimentas, encabezado por los magistrados. Luego, un cuerpo selecto de trompeteros adiestrados para tocar triunfantes melodías de marcha al unísono. Las trompetas debían llamar la atención hacia el botín, que seguía luego en una serie de carros adornados, tirados por muías y escoltados por los germanos del batallón imperial, ataviados con su librea. Esos despojos consistían en montañas dé monedas de oro y plata, armas, armaduras, muebles, joyas y adornos de oro, lingotes de estaño y plomo, ricos recipientes para vino, cubos de bronce adornado y otro muebles del palacio de Cimbelino en Colchester, numerosas muestras de exquisitos trabajos en esmalte de los británicos del norte, postes totémicos de madera tallada y pintada, collares de azabache y ámbar y perlas, tocados de plumas, túnicas druídicas bordadas, remos tallados y muchísimos otros objetos hermosos, extraños o de valor. Detrás de los carros venían doce carros de guerra británicos capturados, los mejores que pudimos elegir, tirados por ponies. Cada uno de ellos llevaba un cartel, clavado sobre estacas encima de la cabeza del conductor, en el que figuraba el nombre de una de las doce tribus vencidas. Luego venían más carros, tirados por caballos, que contenían modelos, en madera pintada o en arcilla, de las ciudades y fortalezas que habíamos capturado, y grupos animados que representaban el sometimiento de varios dioses de ríos a nuestras tropas, cada grupo con un enorme lienzo atrás, que representaba el respectivo combate. El último de la serie era un modelo del famoso templo de piedra del Dios Sol, acerca del cual ya he hablado.

 Después seguía un cuerpo de tocadores de flauta que ejecutaban una suave música. Precedían a los toros blancos, cuidados por los sacerdotes de Júpiter, que rugían furiosamente y provocaban muchos problemas. Sus cuerpos estaban dorados y llevaban fajas rojas y guirnaldas, para demostrar que estaban destinados al sacrificio. Los sacerdotes llevaban hachas y cuchillos. Después seguían los acólitos de Júpiter, con fuentes doradas y otros instrumentos. Luego venía un ejemplar interesante: una morsa viva. Esa foca parecida a un toro, con grandes colmillos de marfil, había sido capturada dormida, en una playa, por los guardias de nuestro campamento de base. La morsa era seguida por ganado salvaje y ciervos británicos, el esqueleto de una ballena encallada en la costa y un tanque transparente lleno de castores. Después iban las armas e insignias de los jefes capturados, y luego los jefes mismos, con todos los miembros de sus familias que habían caído en nuestras manos, seguidos por todos los cautivos inferiores, engrillados. Lamenté que Caractato no figurase en la procesión, pero en cambio estaban Catigerno y su esposa, y un hijo pequeño de Caractato, y treinta jefes de importancia.

 Después seguía una compañía de esclavos públicos, de a dos en fondo, llevando sobre un cojín las coronas de oro que me habían enviado los reyes y Estados aliados en prueba de agradecido respeto. Luego veinticuatro soldados, ataviados de púrpura, cada uno con un hacha atada a un manojo de varillas, el hacha coronada de laureles. En seguida una cuadriga construida por orden del Senado, de plata y ébano. Aparte de su forma tradicionalmente singular y de las escenas repujadas en sus costados, que representaban dos batallas y una tormenta en el mar, no se diferenciaba de la carroza que había hecho destrozar en la calle de los Joyeros por demasiado lujosa. Era tirada por cuatro caballos blancos y en ella iba el autor de esta historia —no «Clau-Clau-Claudio» o «Claudio el idiota» o «Ese Claudio» o «Claudio el tartamudo» o aun el «Pobre tío Claudio», sino el victorioso y triunfal Tiberio Claudio Druso Nerón César Augusto Germánico Británico, emperador, Padre de la Patria, Sumo Pontífice, Protector del Pueblo por cuatro años consecutivos, tres veces cónsul, Corona Cívica y Naval, que había recibido ornamentos triunfales en tres ocasiones anteriores, y otros honores, civiles y militares, demasiado numerosos para ser mencionados. Este exaltado y dichoso personaje estaba ataviado con una túnica floreada, bordada de oro, y llevaba en la mano derecha, que temblaba un poco, una rama de laurel, y en la izquierda un cetro de marfil coronado por un ave de oro. Una guirnalda de laurel de Delfos le sombreaba la frente y, en resurrección de una antigua costumbre, su cara, brazos, cuello y piernas (todo lo que se veía de su cuerpo) estaba pintado de un rojo vivo. En la carroza del Vencedor iba su hijito Británico, gritando y aplaudiendo, su amigo Vitelio, con la Corona de Olivo, que había gobernado el Estado en ausencia del Vencedor, su hijita Octavia, en brazos del joven Silano, que había sido elegido como su futuro esposo y que, en compañía del joven Pompeyo, casado con la hija Antonia del Vencedor, había llevado al Senado el despacho adornado de laureles. A Silano se le habían votado vestiduras triunfales, lo mismo que al joven Pompeyo, que también iba en la carroza y que tenía al pequeño Británico sobre su rodilla. Al lado de la carroza cabalgaba el padre del joven Pompeyo, Craso Frugi, quien había usado dos veces las vestiduras triunfales, la primera después de la derrota de los chatias por Galba. Y no debemos olvidar al esclavo público que permanecía de pie en la carroza, sosteniendo sobre la cabeza del Vencedor una corona etrusca de oro, adornada de joyas, regalo del pueblo romano. Su deber consistía en susurrar al oído del vencedor, de vez en cuando, la antigua fórmula: «¡Mira hacia atrás; recuerda que eres un mortal!», prevención de que los dioses se mostrarían celosos si se comportaba con altanería divina y no dejarían de humillarlo. Y para alejar el mal de ojo de los espectadores, del frente de la carroza pendía un amuleto fálico, una campanilla y un látigo.

 Luego venía Mesalina, la esposa del Vencedor, en un carruaje de gala. Después, a pie, los comandantes a quienes se había concedido el privilegio de usar vestimentas triunfales. Después los ganadores de la Corona de Olivo. Luego los coroneles, capitanes, sargentos y otros oficiales que habían sido condecorados por su valentía. Luego los elefantes. Luego los camellos, uncidos de a dos y arrastrando carros sobre los cuales iban montadas las seis máquinas de truenos y rayos inventadas por Calígula, que con tanta eficacia empleó Pósides. Después aparecía el rey Garza sobre sus zancos, con un collar de oro. Se me dice que, después de mí, el rey Garza fue el que conquistó más aplausos. Detrás de él caminaba Pósides, con su Lanza sin Punta, y el oculista español, con una túnica, porque había sido recompensado con la ciudadanía romana. A continuación, la caballería romana, y la infantería en orden de marcha, con las armas adornadas de laureles. Los soldados más jóvenes gritaban: «¡Io Triunfe!» y entonaban himnos de victoria, pero los veteranos ejercían el derecho de libertad de palabra, de que gozarían durante todo el día, y se dedicaban a sarcásticas bromas a expensas del Vencedor. Los veteranos del Vigésimo habían compuesto una bonita canción para la ocasión:

 

        Claudio fue un famoso erudito,

        Claudio derramó menos sangre que tinta.

Cuando combatió contra los britanos,

de la pelea no se apartó.

Pero las armas de su elección fueron

cuerdas y zancos y hedor de camellos.

        ¡Oh, oh, oh!

Cuerdas y zancos y hedor de camellos

conmovieron a las británicas huestes.

Huyeron todos ellos, con gritos de terror,

y sus gritos a los muertos hubieran despertado...

más ruidosos que los que lanza Claudio

cuando tiene dolor de barriga.

¡Oh, oh, oh!

 

 Me dicen que en la cola de la columna se cantaban canciones obscenas acerca dé Mesalina, pero yo no las escuché desde donde estaba. En verdad, si las hubiesen entonado los soldados que caminaban ante mí tampoco las habría escuchado, porque la multitud armaba un espantoso alboroto. Después de la infantería venían destacamentos de auxiliares, encabezados por los baleares y los nubios.

 Con eso terminaba la procesión propiamente dicha, pero ésta era seguida por una chusma que reía y aplaudía, en fingido triunfo a Baba, el payaso de Alejandría, que había ido a Roma para tratar de mejorar su suerte. Viajaba en un carro público, de trasporte de estiércol, al cual habían sido uncidos en una una cabra, una oveja, un cerdo y un zorro. Estaba pintado de azul, con la hierba pastel británica, y ataviado en una fantástica parodia de vestimenta triunfal. Su capa era una colcha de retazos y su túnica un saco viejo adornado con sucias cintas de colores. Su cetro era un corazón de col, con un murciélago muerto atado al extremo y su rama de laurel un abrojo. Nuestro más famoso payaso nativo, Augurino, había consentido recientemente en compartir el gobierno de la Sociedad de Vagabundos con Baba. Se afirmaba que Baba se me parecía mucho, y por lo tanto siempre hacía el papel de César en las funciones teatrales que los dos ofrecían constantemente en las calles apartadas de la ciudad. Augurino hacía el papel de Vitelio, o del cónsul del año, o de un coronel de la guardia, o de uno de mis ministros, según las circunstancias. Tenía un gran talento para la parodia. En esa ocasión representó al esclavo que sostenía la corona sobre la cabeza de Baba (una bacinilla invertida en la que, de vez en cuando, desaparecía la cabeza de Baba) y le hacía continuamente cosquillas con una pluma de gallo. La túnica de arpillera de Baba estaba rasgada en la espalda y dejaba ver su trasero, pintado de azul-con audaces marcas rojas para que pareciese un rostro humano sonriente. La mano de Baba temblaba todo el tiempo; sacudía la cabeza en una caricatura de mi tic nervioso y hacía rodar los ojos, y cada vez que Augurino le molestaba, le golpeaba con el abrojo o el murciélago muerto. En otro carro de estiércol, que iba atrás, reclinada bajo un raído dosel, iba una gigantesca negra desnuda, con un anillo de bronce en la nariz, acariciando a un lechoncito. El botín de este triunfo rival era exhibido en carretillas empujadas por harapientos buhoneros : desperdicios de cocina, camas rotas, sucios colchones, hierros oxidados, cacharros desventrados y toda clase de basura por el estilo; y los prisioneros eran enanos, gordos, flacos, albinos, tullidos, ciegos, hidrocefálicos y hombres que sufrían de espantosas enfermedades o que habían sido elegidos por su sorprendente fealdad. El resto de la procesión era similar. Me dicen que los modelos y láminas que ilustraba las victorias de Baba eran las cosas más graciosas, en tono obsceno, que jamás se hayan visto en Roma.

 Cuando llegamos al monte Capitolino, desmonté e hice lo que exigía la costumbre, pero que me resultó físicamente abrumador: subí los escalones del templo de Júpiter, humildemente, de rodillas. El joven Silano y Pompeyo me sostenían, uno de cada lado. En ese momento era costumbre llevar a mi lado a los jefes enemigos capturados, para ejecutarlos en la cárcel, adjunta al templo. Esta costumbre era la supervivencia de un antiguo rito de sacrificios humanos en acción de gracias por la victoria. Yo omití el sacrificio basándome en exigencias de política pública. Decidí mantener a esos jefes en Roma, vivos, a fin de ofrecer una demostración de clemencia a los otros jefes de Bretaña que todavía se resistían contra nosotros. Los britanos sacrificaban a los prisioneros de guerra, pero sería absurdo conmemorar nuestra intención de civilizar su isla con un acto de barbarie primitiva. Concedería a esos jefes y sus familias pequeñas pensiones de los fondos públicos, y los instaría a romanizarse, de modo que más tarde, cuando se formaran regimientos de auxiliares británicos, hubiese para mandarlos oficiales capaces de actuar en amistosa colaboración con nuestras propias fuerzas.

 Aunque no sacrifiqué los jefes a Júpiter, no dejé de sacrificar los toros blancos, ni de dar al dios una ofrenda del botín (lo más selecto de los ornamentos de oro del palacio de Cimbelino), o de colocar en el regazo de su sagrada imagen la corona de laurel que ceñía mi frente. Luego yo y mis compañeros de triunfo, y Mesalina, fuimos agasajados por el Colegio de los Sacerdotes de Júpiter con un banquete público, en tanto que las tropas se dispersaban y eran agasajadas por la ciudad. Una casa cuya mesa no fuese honrada por la presencia de un héroe triunfante, por lo menos, era, en verdad, una casa infortunada. La noche anterior me había enterado, extraoficialmente, de que el Vigésimo planeaba otra orgía de ebriedad como aquella a la que se había lanzado durante el triunfo de Calígula. Tenía la intención de atacar la calle de los Joyeros, y si encontraban cerradas las puertas de las tiendas usarían el fuego o arietes. Al principio pensé en defender la calle con un cuerpo de Custodios, pero eso sólo habría significado derramamiento de sangre, de modo que se me ocurrió la mejor idea de llenar la cantimplora de los soldados con una ración gratuita de vino, que debían beber a mi salud. Las cantimploras fueron llenadas antes de que se iniciara la procesión, y mis órdenes fueron de que no se bebiera hasta que las trompetas dieran la señal de que el sacrificio ya había terminado. Era buen vino, pero el que entregué al Vigésimo tenía un agregado de semillas de amapolas. Bebieron a mi salud, y se quedaron tan profundamente dormidos, que para cuando se despertaron el triunfo había terminado. Lamento decir que un nombre no despertó nunca. Pero por lo menos no hubo ninguna seria perturbación del orden ese día.

 Por la noche fui llevado a palacio por una larga procesión de antorchas encendidas, acompañado por el cuerpo de flautistas y seguido por una enorme multitud de ciudadanos que cantaban y me vitoreaban. Me sentí cansado, y después de quitarme la pintura roja me fui derecho a la cama, pero las festividades continuaron toda la noche y no me dejaron dormir. A medianoche me levanté, y sólo con Narciso y Palas como compañeros salí a la calle a oír lo que pensaba verdaderamente la gente de mí... Nos mezclamos a la multitud. Las escalinatas del templo de Castor, y Polux estaban cubiertas de grupos de personas que descansaban y conversaban, y allí encontramos asientos. Todos hablaban sin ceremonias. Me alegré de que la libertad de palabra hubiese vuelto por fin otra vez a Roma, después de su larga supresión por Tiberio y Calígula, aunque algunas de las cosas que escuché no me satisfacieron del todo. La opinión general parecía ser que se trataba de un triunfo muy bueno, pero que habría sido mejor si hubiese distribuido el dinero a los ciudadanos, así como a los soldados, y les hubiera aumentado la ración de cereales. (Los cereales habían vuelto a escasear ese invierno, si bien no por culpa mía.) Sentí ansiedad por escuchar lo que decía un capitán cubierto de cicatrices, del Decimocuarto. Estaba con un hermano a quien en apariencia no había visto durante dieciséis años. Al principio no quiso hablar de la batalla, aunque su hermano lo instó a hacerlo, y sólo se avino a hablar de Bretaña como de un acantonamiento militar. Le parecía que con un poco de suerte podía contar con un buen botín. Pronto podría retirarse, por lo menos así lo esperaba, con el rango de caballero. Había reunido bastante dinero durante los últimos diez años, vendiendo exenciones a los hombres de su compañía y «en el Rhin no hay muchas posibilidades de gastar dinero... no es como en Roma». Pero al cabo dijo:

 —Hablando con franqueza, los oficiales del Decimocuarto no tenemos gran opinión del combate de Brentwood. El emperador nos lo facilitó demasiado. Es un hombre maravillosamente listo, el emperador. Uno de esos estrategas. Lo saca todo de los libros. Eso de la cuerda fue una estratagema típica. Y el enorme pájaro que aleteaba y lanzaba sonidos fantásticos. Y. eso de reunir los camellos en el, flanco para asustar a los ponies del enemigo con su hedor. Un estratega de primera clase. Pero estrategia no es lo que llamo yo combatir. El viejo Aulo Plaucio se hubiera lanzado directamente contra la empalizada central, y al diablo con las consecuencias. El viejo Aulo es un soldado. Nos habría concedido una batalla mucho más buena, con más sangre, si hubiese estado en sus manos. A los oficiales del Decimocuarto nos gusta una buena batalla sangrienta, antes que una estrategia inteligente. Para eso vivimos, para una batalla encarnizada, y si tenemos muchas bajas, pues esa es la suerte del soldado y significa promociones para los sobrevivientes. Esta vez no hubo ninguna promoción para el Decimocuarto. Un par de cabos muertos. Eso es todo. No, lo hizo demasiado fácil. Lo pasé mejor que la mayoría, por supuesto; me metí entre los carros, con mi pelotón, y maté a una buena cantidad de britanos, y conquisté esta cadena, de modo que no puedo quejarme, pero hablando del regimiento en su conjunto, la batalla no estuvo a la altura de las normas de las otras dos que libramos antes de que viniera el emperador. El combate de Medway fue también bueno, nadie lo negará.

Intervino una anciana.

 —Bien, capitán, eres muy valiente, y todos te estamos muy agradecidos y orgullosos de ti, por supuesto, pero por mi parte, tengo a dos hijos sirviendo en el Segundo, y si bien lamento que no tuvieran licencia para venir hoy, estoy contenta de que se encuentren con vida. Quizá si tu general Aulo se hubiese salido con la suya, estarían allí, en la colina de Brentwood, para que los cuervos se cebaran en ellos.

 Un viejo convino con ella.

 —Por mi parte, capitán, no me interesa cómo se gana una batalla, siempre que se gane bien. Esta noche escuché a dos oficiales como tú, que analizaban la batalla. Y uno de ellos dijo: «Sí, buena estrategia, pero demasiado inteligente. Huele a estudio.» Y lo quejo digo es: ¿Conquistó el emperador una espléndida victoria o no? La conquistó. Pues viva el emperador.

 Pero el capitán dijo:

 —Huele a estudio, dijeron, ¿no es cierto ? Muy bien dicho. Una victoria estratégica. Pero huele a estudio. El emperador es demasiado inteligente para ser un buen soldado. Por mi parte, agradezco a los dioses el que jamás he leído un libro en mi vida.

 Le dije tímidamente a Narciso, cuando volvíamos a casa:

 —Tú no estás de acuerdo con ese capitán, ¿no es cierto?

 —No, César —dijo Narciso—. ¿Y tú? Pero me pareció que habló como un hombre valiente y honrado, y como es solamente un capitán, quizá tendrías que sentirte satisfecho. No necesitas en el ejército capitanes que sepan demasiado o piensen demasiado. Y por cierto que te concedió todo el mérito de la victoria, ¿No es cierto?

 —O soy un imbécil absoluto, o soy demasiado inteligente —gruñí yo, sin embargo.

 El triunfo duró tres días. El segundo día presentamos espectáculos en el Circo y en el anfiteatro, en forma simultánea. Al principio hubo carreras de cuadrigas, diez en total, y competencias atléticas, y combates entre cautivos británicos y osos. Y jóvenes del Asia Menor ejecutaron la danza nacional de las espadas. Al otro día se montó una reproducción del ataque y saqueo de Colchester, y de la rendición de los jefes enemigos, y libramos un combate entre trescientos catuvelaunios y trescientos trinovantes, con carros e infantería. En la mañana del tercer día hubo más carreras de caballos y un combate entre esgrimistas catuvelaunios y una compañía de lanceros númidas, capturados por Geta el año anterior. Los catuvelaunios ganaron fácilmente. El último espectáculo se realizó en el teatro: obras, interludios y danzas acrobáticas. Mnester estuvo espléndido ese día, y el público lo hizo ejecutar tres veces su danza del triunfo de Orestes y Pílades; él era Pllades. Se negó a salir por cuarta vez. Asomó la cabeza por el telón, y anunció, con tono de broma:

 —No puedo salir, señores. Orestes y yo estamos acostados juntos.

 Más tarde Mesalina me dijo:

 —Quiero que hables con Mnester con suma severidad, queridísimo esposo. Es demasiado independiente para un hombre de su profesión y origen, aunque es un actor maravilloso. Durante tu ausencia fue muy grosero conmigo en dos o tres ocasiones. Cuando le pedí que hiciera que su compañía ensayase un ballet favorito mío para un festival —ya sabes que he estado dirigiendo todos los Juegos y Espectáculos, porque a Vitelio le resultaba demasiado pesado—, y luego descubrí que Harpócrates, el secretario, había estado comportándose con deshonestidad y tuvimos que hacerlo ejecutar, y Feronacto, a quien puse en su lugar, se ha mostrado bastante lento en aprender sus funciones. Bien, de cualquier manera, las cosas fueron muy difíciles para mí, y Mnester, en lugar de facilitármelas más, se mostró espantosamente obstinado. Oh, no, dijo, no podía presentar Ulises y Circe porque no tenía a nadie capaz de hacer el papel de Circe junto al Ulises de él, y cuando sugerí el Minotauro, dijo que Teseo era un papel que le desagradaba mucho, pero que por otra parte estaría por debajo de su dignidad bailar en el papel menos importante del rey Minos. Este es el tipo de obstáculos que me ha presentado continuamente. Se niega a entender que yo soy tu representante, que simplemente debe hacer lo que le ordeno. Pero no lo castigué porque me pareció que tú no lo querrías.

 Llamé a Mnester.

 —Escucha, pequeño griego —le dije—, esta es mi esposa, Valeria Mesalina. El Senado de Roma tiene de ella tan alta opinión como yo. Le ha rendido clavadísimos honores. En mi ausencia se ha ocupado de algunos de mis deberes, en mi nombre, y los ha ejecutado a mi entera satisfacción. Ahora se queja de que tú te has mostrado muy insolente y que has colaborado muy poco con ella. Quiero que entiendas lo siguiente: si Mesalina te dice que hagas algo, a pesar de que la obediencia pueda herir tu vanidad profesional, tienes que obedecerla. Cualquier cosa, entiéndelo, pequeño griego, y nada de discusiones. Cualquier cosa y todas las cosas.

 —Obedezco, César —respondió. Mnester cayendo a mis plantas con exagerada docilidad—, y pido perdón por mi estupidez. No entendí que debía obedecer a Mesalina en todas las cosas, sino sólo en algunas.

 —Bien, ahora lo entiendes.

 Y así terminó mi triunfo. Las tropas regresaron a su acantonamiento en Bretaña, y yo volví a mi vestimenta civil y a mis obligaciones en Roma. Es probable que no le vuelva a suceder a nadie jamás en el mundo, como es seguro que jamás le sucedió a nadie antes, esto de librar su primer combate a la edad de 53 años, sin haber prestado nunca servicios militares en su juventud; conseguir una victoria aplastante y no volver a salir al campo de batalla durante el resto de su vida.