Capítulo 27

 

AÑO 46

 

 Para señalar el comienzo de cada nuevo ciclo o edad de los hombres, se celebran en Roma juegos expiatorios, llamados Tarentinos o Seculares. Adquieren la forma de un festival de tres días y tres noches, en honor de Piutón y Proserpina, los dioses del Mundo Inferior. Los historiadores convienen en que estos juegos fueron establecidos formalmente, por primera vez, por Publicóla, un Valeriano, en el año 250 después de la fundación de Roma... que fue también el año en que los Claudios llegaron a Roma desde el país sabino. Pero fueron celebrados 110 años antes como ritual de familia de los Valerio, de acuerdo con un oráculo del Apolo de Delfos. Publicóla juró que serían ejecutados al comienzo de cada nuevo ciclo, desde entonces, mientras la ciudad se mantuviese en pie. Desde su época hubo cinco celebraciones, pero a intervalos irregulares, debido a diferencias de opinión en cuanto al momento en que debía comenzar cada nuevo ciclo. A veces se ha considerado que el ciclo es el ciclo natural de tiempo de ciento diez años, que es el antiguo método etrusco de cálculo, y a veces como el ciclo civil romano de cien años, y en ocasiones los Juegos se celebraron cuando resultó evidente que no sobrevivía nadie que hubiese participado en la celebración anterior. La más reciente celebración, en tiempos de la república, fue en el año 607 a contar de la fundación de la ciudad, y la única celebración que se realizó desde entonces fue la de Augusto, en el año 736. El año de la celebración de Augusto no podía ser justificado como indicativo del centésimo, o el centésimo décimo año de la celebración anterior, ni como indicativo de la muerte del último hombre que había participado en ella. Tampoco se lo podía considerar como una fecha estimada por cálculo desde la época de Publicóla, contando en plazos de 100 ó 110 años. Augusto, o más bien la Junta de Quince, sus consejeros religiosos, se basaban, para sus cálculos, en una supuesta primera celebración de sus Juegos en el año 97 a contar de la fundación de la ciudad. Admito que en mi historia de las reformas religiosas he aceptado esta fecha como la correcta, pero sólo porque el hecho de criticarlo en este punto importantísimo me habría creado serios problemas con mi abuela Livia. El hecho es que sus cálculos eran incorrectos (para no entrar en el asunto en detalle), incluso aunque la primera celebración se hubiese realizado cuando él dijo que se realizó, cosa que no era así. Yo tomé como punto de partida para el cálculo el festival de Publicóla, con ciclos naturales de 110 años (porque es indudable que esto era lo que significaba un ciclo para Publico- Año 46 la), hasta llegar al año 690 a contar de la fundación de la ciudad. En esa fecha habría debido realizarse la última celebración, y luego, la siguiente, en el año 800, fecha a que acabamos de llegar en este relato, es decir, el séptimo, año de mi propia monarquía.

 Ahora bien, cada ciclo tiene cierto carácter fatal, que le es proporcionado por los acontecimientos del año inaugural. El primer año del ciclo anterior había sido señalado por el nacimiento de Augusto, la muerte de Mitrídates el Grande, la victoria de Pompeyo sobre los fenicios y su captura de Jerusalén, la infructífera tentativa de Catilina de llevar a cabo una revolución popular y la asunción por César de su Sumo Sacerdocio. ¿Será necesario señalar la importancia de cada uno de estos acontecimientos? ¿Qué para el ciclo siguiente nuestras armas estaban destinadas a lograr grandes triunfos en el exterior, y que el imperio se ampliaría grandemente, las libertades populares quedarían suprimidas y los Césares serían los mediadores de los dioses? Mis intenciones eran expiar los pecados y los delitos de ese antiguo ciclo, e inaugurar uno nuevo con solemnes sacrificios, porque en ese año soñaba con completar mi labor de reforma. Luego entregaría el gobierno de una nación, ahora próspera y bien organizada, al Senado y al Pueblo, a los cuales le había sido durante tanto tiempo arrebatado.

 Tenía elaborado todo el plan en detalle. Resultaba claro que el gobierno por el Senado, bajo cónsules elegidos anualmente, ofrecía grandes desventajas. El período de un solo año no era lo bastante prolongado. Y el ejército no deseaba que su comandante en jefe cambiara constantemente. Mi plan, en pocas palabras, consistía en regalar a la nación la Lista Civil, salvo la parte de la misma que fuese necesaria para mantenerme como ciudadano privado, y las tierras imperiales, incluso Egipto, e introducir una ley que estipulase un cambio de gobierno cada cinco años. Los ex cónsules del período quinquenal anterior, junto con ciertos representantes del Pueblo y de los Caballeros, formarían un gabinete para aconsejar y colaborar con uno de ellos —elegido por suertes religiosas y conocido con el título de Cónsul en Jefe— en el gobierno del país. Cada miembro del gabinete sería responsable ante el cónsul en jefe por un departamento correspondiente a los que yo había establecido con la dirección de mis libertos, o por el gobierno de una de las provincias de frontera. Los cónsules del año actuarían como un vínculo entre el cónsul en jefe y el Senado, y ejecutarían sus obligaciones habituales de jueces de apelación. Los Protectores del Pueblo actuarían como vínculo entre el cónsul en jefe y el Pueblo. Los cónsules serían elegidos en la orden senatorial, por elección popular, y en los casos de emergencia natural se recurriría a un plebiscito. Se me habían ocurrido una cantidad de ingeniosas salvaguardias para esta constitución, y me felicitaba de que fuese un modelo funcional. Mis libertos seguirían siendo funcionarios permanentes, encargados del personal de escribientes, y el nuevo gobierno se beneficiaría con sus consejos. De tal modo, se conservarían las mejores características del gobierno monárquico, sin perjuicios para la libertad republicana. Y para mantener al ejército satisfecho incluiría en la nueva constitución una medida que estableciera una compensación en dinero, que sería pagada cada cinco años en proporción del éxito de nuestras armas en el exterior y del aumento de las riquezas en el país. Las gobernaciones de las provincias serían distribuidas entre caballeros que hubiesen ascendido a altos puestos en el ejército, y entre los senadores.

 Por el momento no le hablé a nadie de mis planes, sino que continué trabajando alborozado. Estaba convencido de que en cuanto demostrara, por medio de una renuncia voluntaria a la monarquía, que mis intenciones jamás habían sido tiránicas y que las ejecuciones sumarias que ordené fueron prácticamente obligatorias, se me perdonarían todos los errores de menor cuantía, en vista de la gran labor de reformas que había cumplido, y que todas las sospechas quedarían olvidadas. Me dije: «Augusto siempre dijo que renunciaría y restablecería la república, pero nunca lo hizo a causa de Livia. Y Tiberio, siempre dijo lo mismo, pero nunca lo hizo porque temía el odio que había conquistado con su crueldad y tiranía. Pero yo voy a renunciar realmente; no hay nada que me lo impida. Mi conciencia está clara, y Mesalina no es Livia.»

 Los Juegos Seculares se celebraron, no en el verano, como en ocasiones anteriores, sino el 21 de abril, festival de los Pastores, porque era en ese día cuando Rómulo y sus pastores fundaron Roma, 800 años antes, seguí el ejemplo de Augusto, en el sentido de no hacer que los dioses del Mundo Inferior fuesen las únicas deidades festejadas, aunque el Tarento, una grieta volcánica del campo de Marte, que era un lugar tradicional para las celebraciones y del cual se decía que era una de las entradas al Infierno, fue convertido en un teatro temporal e iluminado con luces de colores, y el hecho el centro del Festival. Unos meses antes había enviado heraldos a convocar a todos los ciudadanos (con la antigua fórmula) a un espectáculo «que nadie ahora con vida ha presenciado jamás, y que nadie ahora con vida volverá a ver». Esto provocó algunas burlas, porque la celebración de Augusto, 64 años antes, era recordada por gran cantidad de ancianos y ancianas, algunos de los cuales, incluso habían participado en ella. Pero era la antigua fórmula, y estaba justificada por el hecho de que la celebración de Augusto no se había llevado a cabo en el momento correcto.

 En la mañana del primer día, la Junta de Quince distribuyó a todos los ciudadanos libres, desde la escalinata del templo de Júpiter, en el monte Capitolino, y del de Apolo, en el Palatino, antorchas, azufre y betún, los instrumentos de la purificación. También trigo, cebada y habas, parte para servir como ofrenda a las Parcas, y parte para ser entregada como pago a los actores que participasen en el festival. A la mañana temprano se habían ofrecido sacrificios, simultáneamente, en todos los principales templos de Roma, a Júpiter, Neptuno, Juno, Minerva, Venus, Apolo, Mercurio, Ceres, Vulcano, Marte, Diana, Vesta, Hércules, Augusto, Latona, las Parcas, y a Plutón y Proserpina. Pero el principal acontecimiento del día era el sacrificio de un toro blanco a Júpiter y de una vaca blanca a Juno en el Capitolio y se esperaba que todos concurriesen. Luego fuimos en procesión al teatro de Tárente y entonamos coros en honor de Apolo y Diana. La tarde fue ocupada con carreras de cuadrigas y cacerías de animales salvajes y luchas a espada en el circo y en los anfiteatros, y juegos escénicos en honor de Apolo en el teatro de Pompeyo.

 Esa noche, a las nueve, después de quemar grandes cantidades de azufre y de salpicar con aguas sagradas, en consagración de todo el Campo de Marte, sacrifiqué tres terneros a las Parcas en tres altares subterráneos construidos en la orilla del Tíber, en tanto que una muchedumbre de ciudadanos que me acompañaba agitaba sus antorchas encendidas, ofrecía su trigo, su cebada y sus habas, y cantaba un himno de arrepentimiento por los errores pasados. La sangre de los corderos fue salpicada en los altares, y sus cadáveres quemados. En el teatro de Tarento se entonaron entonces más himnos, y la parte expiatoria del festival trascurrió con una apropiada solemnidad. Luego se representaron escenas de la leyenda romana, incluso un ballet ilustrativo de la lucha entre los tres hermanos Horacios y los tres hermanos Curiacios, que según se decía había ocurrido muy cerca del día de la primera celebración de los Juegos por la familia Valerio.

 Al día siguiente las matronas más nobles de Roma, encabezadas por Mesalina, se reunieron en el Capitolio y efectuaron súplicas a Juno. Los Juegos continuaron como el día anterior; trescientos leones y cien osos fueron muertos en el anfiteatro, para no hablar de los toros y de numerosos gladiadores. Esa noche sacrifiqué un cerdo y un lechón negro a la Madre Tierra. El último día se entonaron himnos griegos y latinos, en coro, en el santuario de Apolo, por trescientos hermosos jóvenes y doncellas, y se sacrificaron bueyes blancos. Apolo era honrado de esta manera porque su oráculo había ordenado primitivamente la institución del festival. Los himnos eran para implorar la protección de Apolo, de su hermana Diana, de su madre Latona, de su padre Júpiter, para todas las ciudades, pueblos y magistrados de todo el imperio. Uno de ellos era la famosa obra de Horacio, compuesta en honor de Apolo y Diana, que no tenía que ser puesta al día, como se hubiera supuesto. En rigor, uno de los versos del himno era más adecuado que cuando fue compuesto por primera vez:

 

        Movida por la solemne voz de la oración,

        ambas deidades harán de Roma su gran preocupación.

        Benignas alejarán los cuidados

        de hambres y pestes y llantos y guerras.

        A Roma a César librarán de ellos,

        para descargarlos sobre

        el británico enemigo...

 

 Horacio lo había escrito en un momento en que Augusto tenía la intención de librar una guerra contra Bretaña, pero nunca la llevó a cabo, de modo que los británicos no eran oficialmente nuestros enemigos como lo eran ahora.

 Más sacrificios a todos los dioses, más carreras de cuadrigas, luchas de gladiadores, cacerías de animales salvajes, pruebas atléticas. Esa noche, en Tarento, sacrifiqué a Plutón y Proserpina un cordero negro, una oveja negra, un toro negro, una vaca negra, un jabalí negro, una puerca negra.

 Y terminó el festival hasta dentro de 110 años. Había transcurrido sin un solo error, sin que se informase de augurio maligno de especie alguna. Cuando le pregunté a Vitelio si le había satisfecho el festival, me dijo:

 —Fue excelente, y te deseo que este día vuelva a repetirse muchas veces.

 Estallé en carcajadas y él se disculpó por su distracción. Había identificado inconscientemente el nacimiento de Roma con el mío, explicó, pero esperaba que la frase resultase ser un presagio de vida prolongada, para mí, hasta llegar a una vejez notable y vigorosa. Pero Vitelio sabía ser muy insincero. Creo ahora que el retruécano se le había ocurrido muchas semanas antes.

 Para mí el momento más orgulloso del festival fue la tarde del tercer día, cuando los Juegos de Troya fueron realizados en el campo de Marte y mi pequeño Británico, que entonces sólo tenía seis años de edad, participó en la escaramuza con chicos que le doblaban en edad, y manejó su poney y sus armas como un Héctor o un Caractato. La gente reservó sus más estruendosas ovaciones para él. Comentó su extraordinario parecido con mi hermano Germánico y le profetizó espléndidos triunfos en cuanto tuviese Suficiente edad para ir a la guerra. Un sobrino-nieto mío también participó en los juegos, un chico de once años, hijo de mi sobrina Agripinila. Se llamaba Lucio Domicio{*}, y ya lo he mencionado antes, pero sólo al pasar. Ahora ha llegado el momento de hablar más de él.

 Era hijo de Domicio Enobarbo (o barba de bronce), mi primo materno, que tenía reputación de ser el hombre más sanguinario de Roma. El carácter sanguinario era de familia, como la barba roja, y se decía que no era extraño que tuviesen barbas de bronce, que hacían juego con sus caras de hierro y corazones de cuero. De joven, Domicio Enobarbo había servido en el estado mayor de Cayo César, en Oriente, y matado a uno de sus libertos encerrándolo en una habitación, sin agua para beber, y nada más que pescado salado y pan seco para comer, nada más que porque se negó a emborracharse como correspondía en el banquete de su cumpleaños. Cuando Cayo se enteró de esto, le dijo a Domicio que sus servicios no eran ya necesarios y que no lo contaba entre sus amigos. Domicio volvió a Roma, y en el viaje de regreso, en un acceso de mal humor, espoleó de pronto a su caballo, a lo largo de una calle de aldea, en la Vía Apia, y pisó deliberadamente a una niña que jugaba en la carretera con su muñeca. Otra vez, en la plaza del Mercado, buscó pendencia a un caballero a quien le debía dinero, y le saltó un ojo con el pulgar. En los últimos años de su reinado mi tío Tiberio trabó amistad con Domicio porque cultivaba deliberadamente la amistad de los hombres más crueles y viles, con el objeto, según se supone, de sentirse un tanto virtuoso en comparación. Casó a Domicio con su nieta adoptiva, mi sobrina Agripinila, y el matrimonio tuvo un hijo, este Lacio. Felicitado por su amigo durante el nacimiento de un heredero, Domicio respondió, ceñudo:

 —Ahórrense las felicitaciones, estúpidos. Si tuviesen algún verdadero patriotismo irían hasta la cuna y estrangularían al niño en el acto. ¿No se dan cuenta de que Agripinila y yo conocemos todos los vicios existentes, humanos e inhumanos, y que él está destinado a crecer y convertirse en el demonio más detestable que jamás haya asolado a nuestro desdichado país? Y esto no son conjeturas. ¿Alguno de ustedes ha visto su horóscopo? Es suficiente para hacerle' estremecerse a uno.

 Domicio fue arrestado por la doble acusación de traición e incesto con su hermana Domicia. Por supuesto, eso no significaba nada en época de Tiberio; no era más que una formalidad. Tiberio murió oportunamente y él fue (liberado por Calígula. No mucho después de eso murió el propio Domicio, de hidropesía. Había incluido a Calígula en su testamento, como coheredero del joven Lucio, y le dejaba dos tercios de sus propiedades. Cuando Agripinila , fue desterrada a su isla, Calígula se apoderó también del resto de la herencia, de modo que Lucio era ahora prácticamente un huérfano, y no tenía medio alguno de subsistencia. (Pero su tía Domicia lo cuidó. (No hay que confundirla con su hermana Domicia Lépida, madre de Mesalina.) Era una mujer que se entregaba por entero a los placeres, y que sólo se preocupó por el joven Lucio debido a una profecía que indicaba que algún día sería emperador. Quería granjearse su simpatía. El hecho de que los tres instructores a quienes confió el cuidado de Lucio fuesen un ex bailarín sirio de ballet, que compartía los favores de Domicia con un ex gladiador tirolés; este mismo ex gladiador y su peluquero griego, constituye un comentario en cuanto al carácter de Domicia. Entre los tres le proporcionaron una espléndida educación popular.

 Dos años más tarde, cuando Agripinila regresó, experimentó tan pocos sentimientos maternos por su hijo, que dijo a Domicia que podía muy bien quedarse con él un par de años más. Pagaría porque le quitara la responsabilidad de las manos. Yo intervine e hice que Agripinila se lo llevase a casa. Se llevó también a los instructores, porque Lucio no quería ir sin ellos, y Domicia tenía otros amantes. Agripinila llevó, además, al esposo de Domicia, un ex cónsul, pero pronto riñeron y se separaron. El acontecimiento siguiente en la vida de Lucio fue un intento de asesinato mientras dormía su siesta de la tarde. Dos hombres entraron por la puerta delantera, sin que los detuviese el portero, que también dormía la siesta, subieron, no encontraron a nadie en los corredores, vagaron un rato, hasta que vieron a un esclavo durmiendo frente a la puerta de un dormitorio, que decidieron debía ser la que buscaban, entraron y encontraron a Lucio dormido en su cama, extrajeron sus dagas y se aproximaron en puntillas de pie. Un momento más tarde salieron corriendo, gritando: «¡La serpiente, la serpiente!» Aunque la casa fue alarmada por el ruido, no se hizo esfuerzo alguno por detenerlos, y lograron huir. Lo que los asustó fue la visión de una piel de cobra en la almohada de Lucio. Había estado usándola envuelta en torno a la pierna, como remedio contra el escrófula, del cual había sufrido mucho de niño, y supongo que jugó con ella mientras se dormía. En la habitación sumida en penumbra, parecía una cobra viva. Desde entonces he supuesto que los asesinos fueron enviados por Mesalina, quien odiaba a Agripinila pero que, por uno u otro motivo, no se atrevía a presentar ninguna acusación contra ella. Sea como fuese, circuló el rumor de que dos cobras montaban guardia ante la cama de Lucio, y Agripinila estimuló el rumor. Montó la piel de cobra en un brazalete de oro, con formas de serpiente, para que él la usara, y les dijo a los amigos que en verdad la habían encontrado sobre la almohada y que debía de haber sido dejada allí por una cobra. Lucio dijo a sus amigos que efectivamente tenía una cobra como centinela, pero que probablemente era una exageración afirmar que era una doble guardia. Solía beber de su jarro de agua. No se hicieron más tentativas de asesinato.

 Lucio, como Británico, se parecía a mi querido hermano Germánico, que era su abuelo, pero en este caso era una semejanza odiosa. Las facciones eran casi idénticas, pero el carácter franco, noble, generoso, modesto, que irradiaba del rostro de Germánico estaba reemplazado aquí por la astucia, la vileza, la ruindad, la vanidad. Y sin embargo, la mayoría de la gente no percibía esto debido al degenerado refinamiento que había hecho de la belleza de su abuelo. Poseía una belleza afeminada que hacía que los hombres se sintieran atraídos hacia él, como se hubieran sentido atraídos hacia una mujer. Y conocía perfectamente el poder de su belleza y se pasaba mucho tiempo, todas las mañanas, en su tocador, en especial dedicándose al cuidado de su cabello, que usaba muy largo, como su madre o su tía. Su instructor, el peluquero, cuidaba su belleza con tanto celo como el jardinero en jefe de los jardines de Lúculo cuidaba los frutos de los famosos durazneros o del singular cerezo de frutos blancos que Lúculo había traído desde el mar Negro. Era extraño contemplar a Lucio en el campo de Marte, haciendo ejercicios militares con espada, escudo y lanza. Los manejaba con bastante corrección, como le había enseñado su gladiador tirolés, pero sin embargo, era menos un ejercicio militar que un ballet. A la misma edad, cuando Germánico realizaba sus ejercicios, uno siempre podía escuchar, en la imaginación, el estrépito del combate, las trompetas, los gemidos y los gritos, y ver los borbotones de sangre germana. En el caso de Lucio, sólo se oían los aplausos del público de un teatro, y se veían rosas y monedas de oro que caían en lluvia sobre el escenario.

 Pero basta de Lucio por el momento. Un tópico más agradable es el de mi perfeccionamiento del alfabeto romano. En mi libro anterior he explicado algo acerca de las tres nuevas letras que sugerí como necesarias para el uso moderno: la u consonante, la vocal intermedia entre la i y la u, correspondiente a la ypsilon griega, y la consonante que hasta ahora habíamos expresado por bs o ps. Había tenido la intención de introducirlas después de mi triunfo, pero postergué el asunto hasta que comenzara el nuevo ciclo. Anuncié mi proyecto en el Senado, el día después de los Juegos Seculares, y fue recibido de manera favorable. Pero dije que se trataba de una innovación que afectaba personalmente a todos los hombres del imperio y que no quería imponer mis propias ideas al pueblo romano contra su voluntad o de prisa, de modo que propuse que el asunto fuese sometido a un plebiscito, en el plazo de un año. Entretanto publiqué una circular que explicaba y justificaba mi plan. Señalé que si bien a uno se lo educaba de modo que considerase el alfabeto como una serie no menos sagrada e inalterable que los meses del año o el orden de los numerales o los signos del Zodíaco, en realidad no era así. En este mundo todo estaba sujeto a cambio y mejora. Julio César había reformado el calendario; se había ampliado y alterado la convención para la escritura de los numerales; se habían modificado los nombres de las constelaciones; y ni siquiera las estrellas que las componían eran inmortales... Desde la época de Homero, las siete Pléyades se habían convertido en seis debido a la desaparición de la estrella Sterope, o, como a veces se la llamaba, Electra. Lo mismo sucedía con el alfabeto latino. No sólo habían cambiado las formas lineales de las letras, sino también el significado de las letras como denotativas de ciertos sonidos hablados. El alfabeto latino había sido tomado en préstamo de los griegos dóricos en la época del sabio rey Evandro, y los griegos lo recibieron originariamente de Cadmo, quien lo trajo consigo cuando llegó con la flota fenicia, y los fenicios lo recibieron de los egipcios. Era el mismo alfabeto, pero sólo de nombre. El hecho es que la escritura egipcia comenzó en forma de figuras de animales y otros objetos naturales, y que éstos se formalizaron gradualmente en letras jeroglificas, y que los fenicios las tomaron prestadas y las modificaron, y que los griegos tomaron prestadas y modificaron estas alteraciones y que finalmente los latinos tomaron prestadas y modificaron estas modificaciones de modificaciones. El primitivo alfabeto griego contenía sólo 16 letras, pero se lo aumentó hasta que tuvo 24, y en algunas ciudades 27. El primer alfabeto latino contenía sólo 20 letras, porque las tres consonantes griegas aspiradas y la letra Z parecían innecesarias. Pero unos quinientos años después de la fundación de Roma se introdujo la G para complementar a la C, y en fecha más reciente había retornado la Z. Y en mi opinión el alfabeto todavía no era perfecto. Quizá sería un poco incómodo al principio, si el país votaba en favor del cambio, recordar la utilización de estas convenientes formas nuevas en lugar de las antiguas, pero la inconveniencia desaparecería muy pronto y una nueva generación de niños a quienes se enseñara a leer y escribir en el nuevo estilo no lo sentiría en absoluto. La inconveniencia del cambio introducido en el calendario, ni siquiera cien años antes, en que un año tuvo que ampliarse a quince meses y por lo tanto modificar la cantidad de días de cada mes, y el nombre de cada uno de los meses debió ser también modificado... eso, en verdad, fue algo digno de quejarse, ¿pero acaso no había terminado todo bien? Era indudable que nadie querría volver al antiguo estilo.

 Bien, todos analizaron el asunto sabiamente, pero quizá nadie se preocupó mucho por el asunto, en uno o en otro sentido, o por lo menos no tanto como yo. Eventualmente se realizó la votación y hubo un abrumador pronunciamiento en favor de las nuevas letras, pero más bien como un cumplido personal hacia mí, creo, que por una verdadera comprensión del problema. De modo que el Senado votó su inmediata introducción, y ahora aparecen en todos los documentos oficiales y en todos los tipos de literatura, desde los poemas, tratados científicos y comentarios legales, hasta los anuncios de subastas, pedidos de pago de deudas, cartas de amor y garabatees pornográficos, con tiza, en las paredes de los edificios.

 Y ahora, haré un breve relato respecto de varias obras públicas, reformas, leyes y decretos míos, que datan de la última parte de mi monarquía. De tal manera, por así decirlo, dejaré libre la mesa de trabajo para escribir los últimos y dolorosos capítulos de mi vida. Porque ahora he llegado a un punto de viraje de mi narración: «El descubrimiento», como lo llaman los dramaturgos, después del cual, si bien continué cumpliendo con mis deberes de emperador, lo hice con un espíritu muy distinto que hasta entonces.

 Terminé de construir los acueductos. También construí muchos cientos de kilómetros de nuevas carreteras y reparé las antiguas. Prohibí que los prestamistas hicieran préstamos a los jóvenes necesitados, en espera de la muerte de los padres de éstos. Era un tráfico desagradable; el interés resultaba siempre extorsivo, y con más frecuencia de lo natural el padre moría muy poco después. Esta medida era también un modo de protección de los padres honrados contra los hijos pródigos. Pero también proporcioné una protección a los hijos honrados contra los padres pródigos. Exceptué la herencia legal de un hijo, del secuestro de la propiedad de un padre por deudas o delitos. También legislé en favor de las mujeres, liberándolas de la irritante tutela de sus parientes paternos, y prohibí que las dotes fueran ofrecidas como garantía por las deudas de su esposo. Por sugestión de Palas presenté en el Senado una moción, que fue adoptada como ley, en el sentido de que toda mujer que se casara con un esclavo sin el conocimiento y consentimiento del amo de éste, se convertía a su vez en una esclava, pero que si lo hacía con el conocimiento y consentimiento de aquél, permanecía libre, y sólo sus hijos nacidos del matrimonio eran esclavos. Hubo una divertida secuela a mi introducción de esta moción. Un senador, que por casualidad era el cónsul electo, había ofendido a Palas unos años antes y previo dificultades para cuando volviese a ocupar su puesto si no reconquistaba la buena voluntad de Palas. No digo que estuviese justificado en lo referente a que Palas le demostrara rencor, porque Palas es menos víctima de este defecto que yo, pero por lo menos tenía la conciencia intranquila, de modo que propuso que se concediese a mi liberto una magistratura honoraria de primera clase y la suma de 150.000 piezas de oro por haber ejecutado un gran servicio al país al redactar esa ley y convencer al Senado de que la aprobara. Escipión, el viudo de Popea, se puso de pie de un salto y habló con irónica reminiscencia de Galo y Haterio, en el reinado de mi tío Tiberio:

 —Apoyo esa moción. Y propongo que también se ofrezca un agradecimiento público a este hombre extraordinario. Porque algunos de nosotros, los genealogistas aficionados, hemos descubierto en fecha reciente que desciende directamente del rey Palas de Arcadia, antepasado de ese rey Evandro, literario recientemente mencionado por nuestro gracioso emperador, quien dio su nombre al monte Palatino. Agradecimiento público, digo, que habría que ofrecerle no sólo por sus servicios al crear esta ley, sino también por su modesta magnanimidad al ocultar su ascendencia real... por ponerse a disposición del Senado, como un simple cualquiera, y por dignarse incluso a ser conocido como el secretario liberto del emperador.

 Nadie se atrevió a oponerse a esta moción, de modo que yo me hice el inocente y no interpuse el veto. Habría sido injusto para Palas. Pero en cuanto el Senado suspendió la sesión, le llamé y le hablé acerca de la moción. Enrojeció, sin saber si encolerizarse por el insulto o si sentirse complacido por el hecho de que se reconocía públicamente el papel importante que representaba en los asuntos públicos. Me preguntó si debía responder, y yo le dije:

 —¿Necesitas el dinero?

 —No, César, estoy muy bien.

 —¿Hasta qué punto? Vamos, dinos cuanto dinero tienes, y no me enojaré.

 —Unos tres millones de piezas, la última vez que revisé mis cuentas.

 —¿Qué? ¿Piezas de plata?

 —No, de oro.

 —¡Cielos! ¿Y todo eso honestamente ganado?

 —Hasta la última moneda. La gente siempre presenta peticiones o pide favores y yo siempre digo: «¡No puedo prometerte nada!» Y entonces me dicen: «Oh, nunca esperamos promesas, pero por favor, acepta este pequeño regalo en dinero, como reconocimiento de tu bondad al recibirnos». De modo que deposito el dinero en el banco y les sonrió con simpatía. Es todo tuyo, César, si lo quieres, ya lo sabes.

 —Ya lo sé, Palas, pero nunca imaginé que fueras tan rico.

 —Jamás tengo tiempo de gastar nada, César.

Palas trabajaba como un galeote. Era cierto. Entonces le dije que baria que el Senado no terminara riéndose de él. Le aconsejé que aceptara el puesto honorario pero que rechazara el dinero. Consintió, y entonces aseguré gravemente al Senado que Palas estaba satisfecho con el rango honorario que le habían concedido tan bondadosamente, y que continuaría viviendo con su anterior pobreza.

 Escipión no quiso dejarse derrotar. Introdujo una moción por la que me rogaba que suplicase a Palas que cediese a las súplicas del Senado y que aceptara la donación. La moción fue aprobada, pero Palas y yo continuamos rechazando. Por consejo mío, rechazó mis súplicas y las del Senado, y la farsa quedó completada por otra moción más introducida por Escipión y aprobada por el Senado, según la cual se felicitaba a Palas por su primitiva parsimonia. Estas felicitaciones fueron incluso grabadas en una tablilla de bronce. Creo que se convendrá en que no fuimos Palas y yo quienes hicimos el papel de tontos, sino Escipión y el Senado.

 Limité los honorarios de los abogados a cien piezas de oro por caso. Esta limitación estaba directamente dirigida contra hombres como Suilio, el fiscal de Asiático, quien podía hacer que un jurado condenara o absolviera con tanta seguridad como un granjero lleva sus cerdos al mercado. Suilio aceptaba cualquier caso, por desesperado que fuese, siempre que recibiera todos sus honorarios, que eran de 4.000 por caso. Y lo que influía sobre el jurado era lo impresionante del honorario, tanto como la seguridad y elocuencia con que se dirigía al tribunal. Es claro que de vez en cuando ni el propio Suilio podía abrigar esperanzas de triunfar en un caso porque la culpabilidad de su cliente resultaba demasiado clara como para ser ocultada. Pero para no perder méritos ante el tribunal, que necesitaría en casos futuros, cuando hubiera por lo menos una posibilidad de luchar, prácticamente obligaba al jurado a que decidiese contra su cliente. Una vez hubo un escándalo en este sentido. Un rico caballero, acusado de robar a la viuda de uno de sus libertos, había pagado a Suilio sus honorarios y fue luego traicionado por él de ese modo. Fue a verlo y le pidió que le devolviera el dinero. Suilio dijo que había hecho todo lo posible y lamentó no poder devolver el dinero... sería un precedente peligroso. El caballero se suicidó a las puertas de la casa de Suilio.

 Al reducir los honorarios de los abogados, que en la Roma republicana habían sido decretados ilegales, herí su prestigio ante los jurados, que en adelante se sintieron más inclinados a emitir veredictos correspondientes a los hechos del caso. Libré una especie de guerra contra los abogados. A menudo, cuando tenía que juzgar un caso, solía advertir al juzgado, con una sonrisa: «Soy un anciano, y mi paciencia se agota fácilmente. Es probable que mi veredicto vaya en favor de la parte que presente sus pruebas en la forma más breve, sincera y lúcida, aunque sea un tanto incriminadora, y no a la parte que arruine un buen caso ofreciendo un espectáculo inadecuadamente brillante.»

 Y citaba a Homero:

 

        Sí, cuando los hombres hablan, al que más detesto,

es al que encierra la verdad adentra de su pecho.

 

 Estimulé la aparición de un nuevo tipo de abogados, sin gran experiencia legal, pero con sentido común, voz clara y talento para reducir los casos a sus elementos más sencillos. El mejor de ellos era Agatón. Siempre le concedía el beneficio de la duda, cuando presentaba un caso ante mí en su forma agradable, cómoda y exacta, a fin de estimular a otros para que lo emulasen.

 El Instituto Forense y Legal de Telegonio, «el sapientísimo y elocuente orador y jurista», fue cerrado hace unos tres años. Sucedió como sigue. Telegonio, obeso, agitado y con los cabellos al rape, apareció un día ante el tribunal que yo presidía, y presentó un caso propio. Un magistrado lo había obligado a pagar una fuerte multa con el pretexto de que había incitado a uno de sus esclavos a matar a un valioso esclavo de Vitelio. Parece que el esclavo de Telegonio, en una barbería, se había dado insoportables aires de abogado y orador. Estalló una disputa entre este individuo y el esclavo de Vitelio, quien esperaba su turno para ser afeitado y al que se conocía como el mejor cocinero de toda Roma, aparte del mío, y que valía por lo menos 10.000 piezas de oro. Con ofensiva elocuencia, el esclavo de Telegonio comparó la importancia artística de la oratoria y la cocina. El cocinero de Vitelio no era pendenciero, pero hizo algunas desapasionadas afirmaciones, tales como las de que no se podía esclarecer una adecuada comparación entre los practicantes domésticos de espléndidas artes y los espléndidos practicantes de artes domésticos; que esperaba, si no deferencia, por lo menos cortesía de los esclavos de menos importancia que él; y que valía por lo menos cien veces más que su oponente. El orador, encolerizado por las simpatías que el cocinero despertó en los otros parroquianos, arrebató la navaja de mano del barbero y cortó la garganta al cocinero, exclamando:

 —Te enseñaré a discutir con uno de los hombres de Telegonio.

 Por lo tanto Telegonio fue multado en todo el valor del cocinero asesinado, debido a que la violencia del esclavo se debía a una obsesión de infalibilidad argumenta! inculcada por el instituto a todos sus empleados. Telegonio apeló sobre la base de que el esclavo no había sido incitado al asesinato con violencia, porque el lema del Instituto era: «La lengua es más poderosa que la espada», que constituía una sugestión directa a atenerse a aquella arma en toda disputa. También afirmó que había sido un día muy caluroso, que el esclavo fue sometido a un grosero insulto por la sugerencia de que no valía más que unas miserables cien piezas de oro —el valor más bajo que podía asignarse a sus servicios de trabajador especializado sería de cincuenta piezas de oro anuales—, y que por lo tanto la única opinión correcta era la de que el cocinero había provocado el asesinato por su conducta.

 Vitelio compareció como testigo.

 —César —dijo—, yo veo la cosa de esta manera. Este esclavo de Telegonio ha matado a mi cocinero en jefe, una persona suave y digna, y un perfecto artista a su manera, como tú mismo admitirás, ya que con frecuencia elogiaste sus salsas y pasteles. Me costará por lo menos 10.000 piezas de oro reemplazarlo, y aun así, puedes estar seguro, no podré conseguir alguien que sea ni la mitad de bueno que él. Su asesino usó frases en alabanza de la oratoria y en desprecio de la cocina, y se ha demostrado que aparecen, palabra por palabra, en los manuales de Telegonio. Y además he demostrado que en los mismos manuales, en los apartados dedicados a la «libertad», aparecen muchos pasajes violentos que tratan de justificar que una persona recurra a la fuerza armada cuando fracasan los argumentos y la razón.

 Telegonio interrogó a Vitelio, y debo admitir que había conseguido anotarse varios tantos en su favor cuando un visitante casual al tribunal introdujo una sorpresa. Se trataba de Alejandro el Alabarca, quien estaba por casualidad en Roma y que había entrado en el tribunal para divertirse. Hizo que me entregaran una nota:

 

 La persona que se llama Telegonio de Atenas y Roma es un esclavo fugitivo mío, llamado Joannes, nacido en Alejandría, en mi propia casa, de madre siria. Lo perdí hace 25 años. Encontraras una letra A, dentro de un círculo, grabada en su cadera izquierda, que es la marca de mi casa.

 Firmado: ALEJANDRO, ALABARCA

 

 Interrumpí el caso mientras llevaban a Telegonio afuera y lo identificaban en realidad como propiedad del alabarca. Imagínense: ¡durante veinte años había estado haciéndose pasar por ciudadano romano! Toda su propiedad hubiera debido pasar al Estado, salvo las 10.000 piezas de oro que se le concedieron a Vitelio. Pero permití que el alabarca se quedara con la mitad de esa suma. En compensación, el alabarca me regaló a Telegonio, a quien entregué a Narciso para que hiciera lo que quisiera con él. Narciso lo puso a trabajar en la útil tarea de asentar las actas del tribunal.

 Esta, pues, era la forma en que gobernaba. Y amplié en gran escala la ciudadanía romana, con la intención de que ninguna provincia cuyos habitantes fueran leales y pacíficos permaneciese durante mucho tiempo inferior en rango cívico al de Roma y el resto de Italia. La primera ciudad de Francia del norte a la que le concedí la ciudadanía fue Autun.

 

 

 

AÑO 48

 

 Luego hice realizar el censo de los ciudadanos romanos.

 La cantidad de ciudadanos romanos, incluidos mujeres y niños, era ahora de 5.984.072, en comparación con los 4.937.000 que daba el censo del año en que murió Augusto, y con la de 4.233.000 que daba el censo realizado al año siguiente de la muerte de mi padre, escritos brevemente en una página, estos números no son impresionantes, pero piénsese en ellos en términos humanos. Si todos los ciudadanos romanos desfilasen ante mí a paso vivo, lo mas cerca posible los unos de los otros, pasarían dos años antes de que apareciera el último. Estos eran sólo los ciudadanos verdaderos. Si desfilara toda la población del imperio, más de 70.000.000, ahora que había que contar con Bretaña, Marruecos y Palestina, llevaría doce veces más tiempo, es decir, 24 años, para que pasaran, y en 24 años hay tiempo para que nazca toda una nueva generación, de modo que podría quedarme sentado toda una vida, y el torrente continuaría pasando, se destilaría y pasaría con un perpetuo fluir, y la misma cara no aparecería dos veces seguidas. Los números son una pesadilla. Pensar que el primer Festival de Pastores de Rómulo fue festejado por no más de 3.300 almas. ¿Dónde terminará todo esto?

 Lo que quiero subrayar, antes que nada, en estos relatos de mis actividades como emperador, es el hecho de que hasta ese momento por lo menos había actuado, en la medida en que me era posible, por el bien del pueblo, en el más amplio sentido posible. No era un revolucionario irreflexivo, ni un cruel tirano, ni un reaccionario obstinado. Trataba de combinar la generosidad con el buen sentido, cada vez que me era posible, y nadie puede acusarme de no haber hecho lo que pude.

 

 Dos documentos que ilustran la práctica legislativa de Claudio, y también su estilo epistolar y oratorio

 

EDICTO DE CLAUDIO ACERCA DE CIERTAS TRIBUS TIROLESAS Año 46

 

Publicado en la residencia de Baias, en el año del consulado de Marco Junio Silano y de Quinto Sulpicio Camerio, en el decimoquinto día de marzo, por orden de Tiberio Claudio César Augusto Germánico.

 Tiberio Claudio César Augusto Germánico, Sumo Pontífice, Protector del Pueblo por sexta vez, emperador, Padre de la Patria, cónsul electo por cuarta vez, emite la siguiente declaración oficial:

 En relación con ciertas antiguas controversias, cuya solución había quedado pendiente desde hace algunos años, cuando mi tío Tiberio era emperador: Mi tío había mandado a cierto Pinario Apolinaris a investigar aquellas controversias relacionadas con los comercios (por lo que recuerdo) y los bergalios, pero no otros. Y este Pinario descuidó su cometido debido a la obstinada ausencia de mi tío de Roma. Y luego, cuando mi sobrino Cayo fue emperador y no le pidió tampoco informe alguno, no se lo ofreció —no fue ningún tonto, dadas las circunstancias—, y después de eso yo recibí un informe de Camurio Estatuto en el sentido de que gran parte de las tierras agrícolas y forestales de esas regiones estaban en realidad bajo mi propia jurisdicción... De modo que, para llegar al momento actual, en fecha reciente envié a mi buen amigo Planta Julio allí y, cuando convocó una reunión de gobernadores, tanto los locales como aquellos cuyos distritos se encontraban a alguna distancia, examinó a fondo todos esos problemas y extrajo su conclusión. Ahora apruebo la redacción del siguiente edicto que —justificado previamente con un lúcido informe— ha presentado para mi firma, si bien contiene decisiones más amplias de las que Pinario podía tomar: «En lo que respecta a la posición de los anaunianos, los tuliasianos y los sindunianos, entiendo, según fuentes autorizadas, que algunos de éstos han sido incorporados al gobierno del Tirol del sur, aunque no todos. Ahora bien, aunque observo que las pretensiones de estas tribus a la ciudadanía romana no reposan sobre cimientos muy seguros, sin embargo, como puede decirse que han entrado en posesión de ella por derecho de colonización y se han mezclado en forma tan estrecha con los tiroleses del sur, que no pueden ser separados de ellos ahora sin inferir un daño grave a ese distinguido cuerpo de ciudadanos, concedo por la presente, voluntariamente, permiso para que continúen gozando de los derechos que han asumido. Lo hago con tanto más placer, cuanto que una gran cantidad de los hombres cuya situación legal está afectada, sirven en la división de la guardia —algunos de ellos han ascendido al mando de compañías— y algunos de sus compatriotas han sido jurados en Roma y cumplen allí con sus deberes.

 Este favor incluye la sanción legal retrospectiva de cualesquier acción que hayan ejecutado y cualesquiera contratos que hayan firmado bajo la impresión de que eran ciudadanos romanos, ya sea entre sí mismos o con los tiroleses del sur, o en cualesquiera otra circunstancias. Y los nombres que hasta ahora hayan llevado, como si fuesen ciudadanos romanos, les autorizo por la presente a conservarlos.»

 

 

FRAGMENTOS DEL DISCURSO DEL CLAUDIO AL SENADO PROPONIENDO

LA EXTENSIÓN DE LA CIUDADANÍA ROMANA

A LOS FRANCESES DEL DISTRITO DE AUTUN AÑO 48

 

 Debo pedirles por anticipado, señores, que corrijan su primera impresión escandalizada al escuchar la proposición que estoy a punto de hacer, en el sentido de que es una proposición revolucionaria. Preveo que tales sentimientos serán el más. fuerte obstáculo que encontraré hoy. Quizá la mejor forma de trasponer este obstáculo sería la de recordarles cuántos cambios se han introducido en nuestra constitución en el curso de la historia romana, y cuan altamente plástica, en verdad, ha resultado ser desde el comienzo mismo.

 En una ocasión Roma fue gobernada por reyes, y sin embargo la monarquía nunca llegó a ser hereditaria. Algunos desconocidos conquistaron la corona, e incluso extranjeros, como por ejemplo el sucesor de Rómulo, el rey Numa, que era nativo de Sabino (entonces era un Estado extranjero, si bien se encontraba cerca de Roma), y Tarquino el Primero, quien sucedió a Anco Marcio. Tarquino estaba muy lejos de ser de cuna distinguida —su padre fue Demarato, un corintio; su madre era tan pobre, que, si bien provenía de la noble familia de los Tarquino, se vio obligada a hacer un casamiento inferior a su condición social—, de modo que, no pudiendo ocupar un puesto honorable en Corinto, Tarquino vino aquí y fue elegido rey. El y su hijo, o quizá su nieto —los historiadores no concuerdan ni siquiera en este sentido—, fueron reemplazados por Servio Tulio quien, de acuerdo con los relatos romanos, era hijo de Ocresia, una mujer cautiva. Los documentos etruscos lo designan como el fiel compañero del etrusco Cele Vipinas, cuyos infortunios compartió. Dicen que cuando Cele fue derrotado, Servio Tulio salió de Etruria con los restos del ejército de Cele y se apoderó de la colina Celia, a la que dio el nombre de su antiguo comandante. Luego cambió su nombre etrusco —era Macstrna— por el de Tulio, y conquistó la corona romana, y fue además un buen rey. Más tarde, cuando Tarquino el Soberbio y sus hijos comenzaron a ser odiados por su conducta tiránica, el pueblo de Roma, obsérvenlo, por favor, se cansó del gobierno monárquico, y tuvimos cónsules; magistrados elegidos anualmente, en lugar de reyes.

 ¿Tengo que recordarles la dictadura, que nuestros antepasados consideraban una forma aún más enérgica de gobierno que el poder consular, en tiempos difíciles de guerra o discordia política? ¿O el nombramiento de los Protectores del Pueblo para defender los derechos de los comunes contra la usurpación? ¿O la Junta de los Diez, que durante un tiempo arrebató el gobierno a los cónsules? ¿O la división del poder consular entre varias personas? ¿O el irregular nombramiento de coroneles del ejército en el puesto de cónsules... esto sucedió siete u ocho veces? ¿O la concesión, a miembros del común, no sólo de las más altas magistraturas, sino también la admisión al sacerdocio? Sin embargo, no me demoraré en las primeras luchas -de nuestros antepasados y en cuál ha sido el resultado de todo ello. Podrían ustedes sospechar que trato de convertir inmodestamente esta ojeada histórica en una excusa para jactarme de nuestra reciente ampliación del imperio, más allá de los mares del norte...

 Fue voluntad de mi tío, el emperador Tiberio, que las principales colonias y ciudades provinciales de Italia tuviesen representantes sentados en este Senado. Y en verdad pudieron encontrarse representantes con las necesarias calificaciones de carácter y riqueza. «Sí —dirán ustedes—, pero hay una gran diferencia entre un senador italiano y un senador del extranjero». Y bien, cuando comience a justificar esta parte de mi acción como censor, en lo referente a ampliar la plena ciudadanía romana a las provincias, les demostraré lo que siento al respecto. Pero permítanme que diga brevemente que no creo que debiéramos prohibir a los provincianos que ocupen un escaño en este Senado, cuando lo merezcan, nada más que porque son provincianos. La renombrada y espléndida colonia de Vienne, en Francie, nos ha enviado senadores durante mucho tiempo, ¿no es cierto? Mi querido amigo Lucio Vestino proviene de Vienne y es uno de los miembros más distinguidos de su noble Orden de los Caballeros, y yo lo empleo aquí como ayudante de mis tareas administrativas. (De paso, tengo que pedirles un favor para los hijos de Vestino: quiero que les concedan los más elevados honores del sacerdocio... confió en que más tarde conquistarán distinciones por sus propios méritos, para agregarlas a las que se les concedan por méritos de su padre.) Pero hay un francés cuyo nombre omitiré de este discurso, que fue un granuja y ladrón, y odio incluso la mención de su nombre. Fue una especie de prodigio de escuela de lucha y se llevó un consulado a su colonia, antes de que a la misma se k hubiese concedido siquiera la ciudadanía romana. Tengo una opinión igualmente baja de su hermano, un desdichado tan miserable e indigno de confianza, que no podría ser de ninguna utilidad para ustedes como senador.

 Pero ya es hora, Tiberio Claudio Germánico, que reveles al Senado el tema de tu discurso; ya has llegado a las fronteras del sur de Francia... este Senado no debería avergonzarse de estos nobles caballeros que ahora están ante mí, si se les elevara al rango de senadores, lo mismo que mi distinguido amigo Perisco no se avergonzó cuando descubrió el nombre francés de Alobrogico entre las máscaras funerarias de sus antepasados. Si convienen en que todo esto es como lo digo, ¿qué más quieren de mí? ¿Quieren que les pruebe con un mapa, poniendo el dedo en el lugar mismo, que ya estamos recibiendo senadores de más allá de la frontera de Francia del sur, que en rigor no se sintió vergüenza alguna cuando se me introdujo a mí en la orden de ustedes, habiendo nacido en Lyton? Oh, señores, confieso que me aventuro con la máxima timidez más allá de los familiares límites de Francia del sur. Sin embargo, la causa del resto de este gran país debe ser defendida ahora definitivamente. Les concedo que los franceses lucharon contra Julio César (ahora deificado) durante diez años, pero también ustedes deben concederme que durante todo un siglo, desde entonces, han mostrado hacia nosotros una lealtad más abnegada, incluso en épocas de desorden, de lo que jamás habríamos creído posible. Cuando mi padre Druso se dedicó a 1a conquista de Germania, todo el país de Francia permaneció en paz, en su retaguardia. Y eso precisamente en momentos en que tuvo que interrumpir la tarea de hacer un censo de los propietarios... una experiencia nueva e inquietante para los franceses. ¡Pero si incluso hoy, como tengo buenos motivos para saberlo por experiencias personales, este asunto de realizar un censo es una tarea de las más arduas, a pesar de que no significa ahora más que un análisis público de nuestros recursos materiales...!