Capítulo 28

 

AÑO 48

 

 

 Una mañana de agosto, el año del censo, Mesalina entró temprano en mi dormitorio y me despertó. Siempre necesito mucho tiempo para concentrarme cuando me despierto, en especial si no he podido dormir entre la medianoche y el alba, como me sucede a menudo. Se inclinó sobre mí, me besó, me acarició el cabello y me dijo, en tono de la mayor preocupación, que tenía terribles noticias para mí. Le pregunté, todavía adormilado y más bien malhumorado, de qué se trataba.

 —Barbilo el astrólogo... sabes que jamás comete un error, ¿no es cierto? Bien, le pedí ayer que leyese mis estrellas, porque no lo había hecho durante dos o tres años, y ayer por la noche las observó, ¿y sabes qué ha venido a decirme hace un momento?

 —Por supuesto que no lo sé. Dímelo de una vez y déjame seguir durmiendo; he pasado una noche espantosa.

 —Querido, no me atrevería a molestarte de esta manera si no fuese terriblemente importante. Me dijo: «Mesalina, una terrible suerte le espera a alguien cercano a ti. Se trata, una vez más, de la maléfica influencia de Saturno. Saturno está en su aspecto más maligno. El golpe caerá en los próximos treinta días, no más tarde de los Idus de septiembre». Le pregunté a quién se refería, pero no quiso decírmelo. Continuó haciendo insinuaciones, y al cabo le sonsaqué la verdad por medio de amenazas de hacerle azotar. ¡Y adivina qué dijo!

 —Me molesta adivinar cuando estoy medio dormido.

 —Pero yo no te lo quiero decir en forma directa, es tan aterrador. Dijo: «Mesalina, tu esposo morirá de muerte violenta».

 —¿Dijo eso, de veras?

 Ella asintió con solemnidad.

 Me incorporé, con el corazón palpitando fuertemente. Sí, Barbilo siempre tenía razón en sus prediciones. Y eso significaba que no sobreviviría á mi tentativa de introducción de la nueva constitución en más de unos pocos días. Había planeado mi discurso para el 7 de septiembre, el aniversario de mi victoria en Brentwood, pero todo el asunto lo mantuve en secreto; ni siquiera se lo revelé a Mesalina, para quien, por lo demás, no tenía secretos. Dije:

 —¿No se puede hacer nada? ¿No podemos engañar la profecía de alguna manera?

 —No se me ocurre nada. Eres mi esposo, ¿no es cierto? A menos de que... Escucha, ¡se me ocurre una idea! Supongamos que sólo durante el próximo mes no seas mi esposo.

 —Pero lo soy, no puedo fingir que no lo soy.

 —Puedes divorciarte de mí, ¿no es cierto? Nada más que por un mes. Y casarte otra vez conmigo cuando Barbilo informe que Saturno se ha alejado a una distancia segura.

 —No, eso no es posible. Si me divorcio de ti no podremos volver a casarnos legalmente, a menos de que haya habido un matrimonio intermedio.

 —No había pensado en eso. Pero no nos dejemos derrotar por un simple tecnicismo. Supongamos, entonces que me caso con alguien, cualquiera, como simple formalidad. Un cocinero, o un portero, o uno de los guardias de palacio. Sólo la cuestión ceremonial del matrimonio, por supuesto. Entraríamos en la alcoba nupcial por una puerta y saldríamos de inmediato por la otra. Esa no es una mala idea, ¿verdad? Pensé que había algo de cieno en eso, pero era evidente que tenía que casarse con alguien de rango e importancia, o si no crearía una mala impresión. Primero sugerí a Vitelio, y ella replicó, sonriente, que Vitelio ya se mostraba tan sentimental con respecto a ella, que sería cruel casarse con él y no permitirle pasar la noche con ella. Además, ¿qué había de la profecía? Yo no querría condenar a Vitelio a una muerte violenta, ¿no es cierto?

 Por lo tanto analizamos varios esposos para ella. El único acerca del cual nos pusimos de acuerdo fue Silio, el cónsul electo, hijo de aquel Silio, el general de mi hermano Germánico a quien Tiberio acusó de alta traición y obligó a suicidarse. Yo no lo apreciaba mucho porque había dirigido la oposición en el Senado contra mi medida para la ampliación de las franquicias de la ciudadanía, y porque se había mostrado muy insolente conmigo. Después de mi discurso sobre la franquicia se le pidió que diese su opinión. Dijo que le parecía extraño que se mantuviera a nuestras antiguas aliadas, las nobles e ilustres ciudades griegas de Licia, despojadas de su libertad (yo había anexionado Licia cinco años antes, debido a continuos disturbios políticos que estallaban allí, y también a la cercana isla de Rodas, donde habían empalado a algunos ciudadanos romanos), mientras que los bárbaros celtas del norte eran admitidos a los más amplios derechos de la ciudadanía romana. Cuando me llegó el momento de contestar a esta objeción, que fue casi la única que se presentó, lo hice en la forma más agradable posible. Comencé diciendo:

 —En verdad hay un largo trecho donde la famosa Licia, a el lúcido torrente de Janto, donde, según las palabras del poeta Horacio, que oímos cantar el año pasado en los Juegos Seculares, Apolo se complace en lavar sus cabellos, hasta Francia y el enorme y oscuro río Ródano, el enorme y oscuro río Ródano... del cual no aparece mención alguna en las leyendas clásicas, aparte de una dudosa visita de Hércules, en el curso de su Décimo Trabajo, cuando iba a robar los toros de Gerion. Pero no creo...

 Fui interrumpido por unas risitas que pronto se convirtieron en carcajadas estentóreas. Parece que cuando repetí «el enorme y oscuro río Ródano» y vacilé un momento, en busca de la frase, Silio había dicho con voz audible, aunque por mi lado sordo, de modo que no escuché la interrupción: «Sí, el enorme y oscuro río Ródano, donde, si los historiadores no mienten Claudio se complace en lavar sus cabellos».

 Era una referencia a la ocasión en que fui lanzado desde un puente al río, por orden de Calígula y casi me ahogué. Se imaginarán cuan furioso me sentí cuando Narciso me explicó a qué obedecían las risas. Está muy bien hacer bromitas personales en una cena privada o en los baños, u otras más ruidosas durante el Festival de los Inocentes, de Saturno (al cual, de paso, volví a incorporarle el quinto día eliminado por Calígula), pero por mi parte jamás se me habría ocurrido hacer ninguna broma personal en el Senado que pudiese provocar risas poco bondadosas contra un colega. Me sentó muy mal el que un cónsul electo lo hubiese hecho a mi costa, y en presencia, además, de un grupo de destacados franceses a quienes había invitado al Senado. Grité:

 —Señores, los invité a dar sus opiniones respecto de mi moción, pero por el ruido que están haciendo, cualquiera creería que esta es una taberna de las más vulgares. Por favor, cumplan con las reglas del Senado. ¿Qué pensarán estos caballeros franceses de nosotros?

 El ruido cesó en el acto. Siempre cesaba cuando veían que me encolerizaba.

 Mesalina dijo que le gustaría mucho casarse con Silio, no sólo por su grosería hacia mí, que indudablemente merecía la venganza astral, sino también porque la manera en que la miraba la hacía sentirse segura de que su insolencia se basaba en un sentimiento de celos, y de que estaba apasionadamente enamorado de ella. Sería un buen castigo para su presunción, si le decía que se divorciaba de mí y que se casaría con él, y si sólo después, en el último momento, le permitía descubrir que era un matrimonio sólo en la forma.

 Por consiguiente elegí a Silio y ese mismo día firmé un documento repudiando a Mesalina como esposa y permitiéndole volver a su techo paterno. Intercambiamos muchas bromas al respecto. Mesalina fingió pedir permiso para quedarse, cayó de rodillas ante mí y me pidió perdón por sus errores. También abrazó llorando, a los niños, quienes no sabían qué sucedía.

 —¿Deben sufrir estos pobrecitos por los errores de una madre, hombre cruel?

 Le contesté que sus pecados eran imperdonables. Era demasiado joven, inteligente e industriosa para permanecer conmigo una hora más. Fijaba a las demás esposas una norma imposible de alcanzar, y me convertía en el objeto de los celos universales. Me susurró al oído:

 —Si llego una noche a palacio, la semana que viene, y cometo adulterio contigo, ¿me desterrarás? Es posible que sienta la tentación de hacerlo.

 —Sí, te desterraré, en efecto, y me desterraré a mí mismo. ¿Adonde iremos? Me gustaría visitar Alejandría. Dicen que es un lugar ideal para los destierros.

 —¿Y nos llevaremos también a los niños ? Les encantaría.

 —No creo que el clima les convenga. Tendrían que quedarse aquí con tu madre.

 —Mamá no sabe nada acerca de la forma adecuada de educar niños. ¡Mira cómo me educó a mí! Si no quieres llevar a los chicos no vendré a cometer adulterio contigo.

 —Entonces me casaré con Lolia Paulina, nada más que para darte celos.

 —Pues entonces asesinaré a Lolia Paulina. Le enviará tortas envenenadas, como las que Calígula solía enviar a la gente que lo había convertido en su herrero.

 —Bien, aquí tienes tu documento de divorcio, firmado y sellado, ramera. Ahora has recuperado todos los derechos y privilegios de una mujer soltera.

 —Besémonos, Claudio, antes de separarnos.

 —Me recuerda la hermosa despedida de Héctor y Andrómaca, del sexto Libro de La lliada:

 

Tu princesa se aleja con profetice suspira,

        a desgana se aleja, y a menudo vuelve la mirada

        henchida por las lágrimas,

        luego, lenta,

        entra en su palacio y se prodiga a su pena.

 

 Vaya, no tengas tanta prisa por irte corriendo con tu divorcio, Mnester podría darte unas cuantas lecciones privadas de actuación escénica.

 —Ahora soy mi propia dueña, y si no tienes cuidado me casaré con Mnester.

 Se suponía que Silio era el noble más guapo de Roma, y hacía tiempo que Mesalina se sentía fascinada por él. Pero Silio no era en modo alguno una víctima fácil de su pasión. En primer lugar, era un hombre virtuoso, o por lo menos se enorgullecía de su virtud. Además estaba casado con una mujer noble de la familia Silano, una hermana de la primera esposa de Calígula, y finalmente, si bien Mesalina lo atraía físicamente, y ello en el más alto grado, estaba enterado de la indiscriminada generosidad con que había concedido sus favores a nobles, gente del' pueblo, gladiadores, actores, soldados de la guardia, e incluso a uno de los embajadores de Partía, y no sé consideraba especialmente honrado por el hecho de que se le pidiese que se incorporara al numeroso grupo. De modo que ella tuvo que echar sus anzuelos con gran astucia. La primera dificultad residía en convencerlo de que la visitase en privado. Lo invitó varias veces, pero él se excusó. A la postre lo consiguió por medio del comandante de los Custodios, un ex amante suyo, quien invitó a Silio a cenar y luego lo hizo pasar a una habitación donde ella lo esperaba con cena para dos. Una vez que estuvo allí ya no pudo escaparse, y ella era lista. No habló de amor al principio, ¡sólo habló de política revolucionaria! Le recordó a su padre asesinado y le preguntó si podía soportar el hecho de que el sobrino del asesino, un tirano aún más sanguinario, apretase cada vez más el yugo de la esclavitud sobre el cuello de un pueblo otrora libre. (Ese tirano era yo mismo, por si no me reconocen.) Luego le dijo que su vida corría peligro, porque me había hecho constantes reproches por no haber restablecido la república, y por mis crueles asesinatos de hombres y mujeres inocentes. Dijo, además, que yo despreciaba su belleza y prefería a criadas y prostitutas comunes, y que sólo me había sido infiel en venganza por mi desprecio. Su promiscuidad era el resultado de una extrema desesperación y soledad. El, Silio, era el único hombre que conocía lo bastante virtuoso para ayudarla en la tarea a la que ahora había dedicado su vida: el restablecimiento de la república. ¿Perdonaría la inocente treta que había empleado para atraerlo a esa habitación?

 Francamente, no puedo censurar a Silio por dejarse engañar. Ella me engañó día tras día durante nueve años. Recuérdese que era muy hermosa y, además, puede suponerse también que había puesto alguna droga en el vino de Silio. Como es natural, éste trató de consolarla, y antes de que pudiera darse cuenta de lo que sucedía, estaban echados el uno en brazos del otro, en el diván, mezclando la palabra «amor» y «libertad» con besos y suspiros. Ella le dijo que sólo ahora sabía lo que significaba el verdadero amor, y él le juró que con su ayuda restablecería la república en la primera oportunidad, y ella le juró permanecer eternamente fiel a su amor si se divorciaba de su esposa, quien, según se sabía, le era secretamente infiel, y además era estéril. —Silio no debía permitir que su familia se extinguiera—, etc., etc. Lo había pescado, y de inmediato utilizó todas sus artes contra él.

 Pero Silio era tan cauteloso como virtuoso, y no se sintió lo bastante fuerte como para iniciar una revuelta armada. Se divorció de su esposa, pero le dijo a Mesalina, que pensándolo bien, sería mejor que esperara a que yo muriera para restablecer la república. Entonces se casaría con ella y adoptaría a Británico, y esto haría que la ciudad y el ejército lo considerasen como su dirigente natural. Mesalina vio que tendría que actuar por sí misma. Por lo tanto utilizó conmigo la treta de la profecía, tal como la he descrito, y Silio (si lo que después me dijo era verdad) no sabía nada acerca del divorcio, hasta que ella fue a verlo con el documento, sin explicarle cómo lo había conseguido, y le dijo, gozosa, que ahora podrían casarse y vivir felices para siempre, pero que no debía decírselo a nadie hasta que ella le concediera permiso.

 En Roma todos se asombraron ante la noticia del divorcio de Mesalina, en especial porque parecía que a mí no me importaba. Continué mostrándole tanto respeto como antes, o incluso más, y ella prosiguió su labor política en palacio. Pero todos los días visitaba a Silio en su casa, abiertamente, con todo un cortejo. Cuando le sugerí que estaba llevando la broma demasiado lejos, me dijo que le resultaba un tanto difícil conseguir que se casara con ella.

 —Me temo que sospecha que hay alguna trampa en todo esto, y se muestra muy cortés y reservado, ¡pero por debajo hierve de pasión por mí, el animal!

 Después de unos días me informó, alborozada, que Silio había consentido y se casaría con ella el 10 de diciembre. Me pidió que oficiara de Sumo Pontífice, para divertirme.

 —¿No será encantador contemplar su rostro desconcertado cuando descubra que ha sido engañado?

 Para entonces yo había comenzado a arrepentirme de todo el asunto, en especial de esta broma pesada contra Silio, aunque volvió a insultarme en el Senado con otra interrupción descarada. Decidí que no habría debido tomar la profecía en serio, y que sólo lo hice porque estaba semidormido cuando Mesalina me habló de ella. Y si la profecía era realmente cierta, ¿cómo era posible eludirla por medio de un matrimonio fingido? Se me ocurrió que ningún matrimonio es reconocido como tal por la ley hasta que se ha consumado físicamente. Traté de convencer a Mesalina de que abandonase todo el plan, pero me dijo que yo tenía celos de Silio, y que le parecía que estaba perdiendo el sentido del humor y convirtiéndome en un tonto aguafiestas y pedante.

 En la mañana del 5 de septiembre fui a Ostia, para inaugurar allí un enorme granero nuevo. Le había dicho a Mesalina que no volvería hasta la mañana siguiente. Ella dijo que quería ir también, y se dispuso que fuéramos juntos. Pero en el último momento tuvo uno de sus famosos dolores de cabeza y se vio obligada a quedarse. Me sentí desilusionado, pero era demasiado tarde para cambiar de plan, ya que se había preparado una recepción cívica para mí en Ostia y yo había prometido realizar un sacrificio en el templo de Augusto. Desde la ocasión en que perdí los estribos con la gente de Ostia por no haberme recibido de manera adecuada, tuve sumo cuidado en no volver a herir sus sentimientos. Esa tarde, temprano, cuando entraba en el templo para realizar el sacrificio, Euodo, uno de mis libertos, me entregó una nota. El deber de Euodo consistía en protegerme de inoportunas peticiones del público. Todas las notas le eran entregadas a él. Si las consideraba frívolas o tontas o indignas de mi atención, no me molestaba con ellas. Es sorprendente la cantidad de pamplinas que la gente escribe en las peticiones. Euodo dijo:

 —Perdóname, César, pero no puedo leer esto. Una mujer me la entregó. ¿Quizá pueda molestarte para que la leas?

 Para mi sorpresa, estaba escrita en etrusco, un lenguaje extinguido que sólo conocen cuatro o cinco personas vivientes, y decía: «Grandes peligros para Roma y para ti. Ven a mi casa en el acto. No pierdas un instante.»

 Me intrigó y sobresaltó. ¿Por qué en etrusco? ¿La casa de quién? ¿Qué peligro? Y pasaron uno o dos minutos antes de que entendiera. Debía de ser de Calpurnia, la muchacha —se recordará— que había vivido conmigo antes de que me casara con Mesalina. Yo me divertí enseñándole el etrusco, mientras compilaba mi historia de Etruria. Es probable que Calpurnia me hubiese enviado la nota en etrusco, no sólo porque resultaría ininteligible para cualquiera que no fuese yo, sino porque además sabría que provenía de ella. Le pregunté a Euodo:

 —¿Viste a la mujer?

 Dijo que parecía una egipcia, y que tenía la frente con marcas de viruela, pero que en otros sentidos era muy bien parecida. Reconocí a Cleopatra, la amiga de Calpurnia que compartía la casa con ella.

 Tenía que ir a los muelles inmediatamente después del sacrificio, y no podía postergar el compromiso. Se pensaría que me interesaba más visitar a un par de prostitutas que dedicarme a los asuntos imperiales. Y sin embargo sabía que Calpurnia no pertenecía a la clase de personas que podía enviar un mensaje ocioso, y mientras continuaba con el sacrificio decidí que debía enterarme a toda costa, de lo que ella tenía que decirme. Quizá pudiera fingirme enfermo. Por fortuna el dios Augusto vino en mi ayuda: las entrañas del carnero que le sacrifiqué fueron las más poco propicias que jamás haya visto. Parecía un magnífico animal, pero su interior estaba tan podrido como un queso viejo. Me era claramente imposible llevar a cabo ningún asunto público ese día, y menos uno tan serio como la inauguración del granero más gigantesco del mundo, como era ése. De modo que me excusé y todos convinieron en que mi decisión era la más adecuada. Fui a mi propia casa de campo e hice saber que descansaría allí durante el resto del día, pero que me alegraría asistir al banquete a que había sido invitado esa noche, siempre que no tuviese carácter oficial. Luego hice llevar mi litera a la entrada trasera de la casa, y pronto me trasportaron en ella, con las cortinas corridas, a la hermosa casa de Calpurnia, situada en una colina, en las afueras de la ciudad. Calpurnia me saludó con una mirada de preocupación tan ansiosa, que supe en el acto que había sucedido algo muy grave.

 —¡Dímelo en seguida! —le dije—. ¿Qué sucede?

 Ella rompió a llorar. Jamás la había visto llorar antes, salvo, una vez, en la famosa ocasión en que tuve que ir a palacio a medianoche, por orden de Calígula, y ella creyó que iba a mi ejecución. Era una muchacha serena, sin los modales y las tretas de las prostitutas comunes, y «tan recta como una espada romana», según afirma el proverbio.

 —¿Prometes escucharme? Pero no querrás creerme. Querrás hacerme torturar y azotar. Yo tampoco quisiera decírtelo, pero nadie se atreve, de modo que es preciso que lo haga. Les prometí a Narciso y a Palas que te lo diría. En otros tiempos fueron buenos amigos míos, cuando todos éramos pobres. Dijeron que no les creerías ni a ellos ni a nadie, pero yo les afirmé que me parecía que me creerías a mí, porque en una ocasión te demostré que era tu verdadera amiga, cuando estuviste en aprietos. Te entregué todos mis ahorros, ¿no es cierto? Jamás fui codiciosa, ni celosa, ni deshonesta, ¿no es verdad?

 —Calpurnia, en mi vida sólo he conocido a tres mujeres realmente buenas, y te diré sus nombres: una fue Cypros, una princesa judía; otra fue la anciana Briséis, la criada de mi madre, y la tercera eres tú. Y ahora dime lo que tienes que decirme.

 —Has omitido a Mesalina.

 —A Mesalina ni siquiera hay que mencionarla. Muy bien, entonces, cuatro mujeres realmente buenas. Y no pienses que insulto a Mesalina vinculándola a una princesa oriental, a una liberta griega y a una prostituta de Padua. El tipo de bondad a que me refiero no es la prerrogativa de...

 —Si pusiste a Mesalina en la lista, omíteme a mí —dijo ella con voz entrecortada.

 —¿Modesta, Calpurnia? No necesitas serlo, lo digo en serio.

 —No, modesta no.

 —Entonces, no entiendo.

 Calpurnia dijo, lenta y dolorosamente:

 —Lamento tener que herirte, Claudio, pero digo la verdad. Quiero decir que si Cypros hubiese sido una típica princesa de la familia de Herodes; si hubiese sido sanguinaria y ambiciosa e inescrupulosa y carente de frenos morales; y si Briséis hubiera sido una típica criada... si hubiese sido una ladrona y una mujer de pensamientos viles, y vaga, y astuta para encubrir sus huellas; y si tu Calpurnia hubiera sido una prostituta típica... si hubiese sido vana, codiciosa, promiscua y avara, y si hubiera usado mi belleza como el medio para dominar y arruinar a los hombres... y si ahora tú quisieras hacer una lista de los tres peores tipos de mujeres que conocieras y nos eligieses a nosotras como ejemplos convenientes...

 —¿Entonces qué? ¿Qué quieres decir? Hablas con tanta lentitud...

 —Entonces, Claudio, tendrías razón en unir a Mesalina a la lista y decirme: «A Mesalina ni siquiera hay que mencionarla».

 —¿Estoy loco yo, o lo estás tú?

 —Yo no.

 —¿Y entonces qué quieres decir? ¿Qué ha hecho mi pobre Mesalina para ser atacada de esta manera tan violenta y extraordinaria? No creo que tú y yo sigamos siendo amigos mucho tiempo, Calpurnia.

 —¿Saliste de la ciudad esta mañana a las siete?

 —Sí. ¿Qué tiene que ver?

 —Yo me fui a las diez. Había estado allí con Cleopatra, haciendo algunas compras. Estuve presente durante la boda. Una hora curiosa del día para una boda, ¿no es cierto? Se divertían en grande. Todos borrachos; maravilloso espectáculo. Toda la casa adornada con hojas de vid y hiedra, y enormes racimos de uva, y cubas de Vino y lagares. El festival de la vendimia; esa era la supuesta celebración.

 —¿Qué boda? Habla con sensatez.

 —La boda de Mesalina con Silio. ¿No fuiste invitado? Ella estaba allí, bailando y agitando un tirso en la cuba de vino más grande que pudo encontrar, ataviada con una corta túnica blanca, manchada de vino, y con uno de los pechos al aire, y el cabello suelto. Sin embargo, parecía casi decente, en comparación con las otras mujeres. Las otras sólo tenían puestas pieles de leopardo, porque eran bacantes. Silio era Baco. Estaba coronado con hojas de hiedra y llevaba puestos coturnos; parecía incluso más borracho que Mesalina. Movía continuamente la cabeza, al compás de la música, y sonreía como un imbécil.

 —Pero... pero... —dije estúpidamente—. La boda es el 10. Yo oficiaré en ella.

 —Se las arreglan perfectamente sin ti. De modo que fui a ver a Narciso, a palacio, y cuando me vio me dijo: «Gracias a Dios que estás aquí, Calpurnia. Eres la única a quien le creerá.» Y Palas...

 —No lo creo. Me niego a creerlo.

 Calpurnia golpeó las manos.

 —¡Cleopatra, Narciso! —Éstos entraron y cayeron a mis pies—. ¿Es cierto lo de la boda? Admitieron que era cierto.

 —Pero yo sé de qué se trata —dije con tono débil—, no es una boda verdadera, amigos. Es una especie de broma que Mesalina y yo hemos planeado. No se acostará con él al final de la ceremonia. Todo esto es muy inocente.

 —Silio la agarró —dijo Narciso— y le arrancó la túnica, y comenzó a besarle el cuerpo, en presencia de todos los demás, y ella chilló y rió, y entonces él se la llevó a la cámara nupcial, y se quedaron allí casi una hora, antes de volver a salir para beber un poco más y seguir bailando. Eso no es inocente, César, sin duda.

 —Y a menos que actúes de inmediato, César —dijo Calpurnia—, Silio será el amo de Roma. Todos lo que me he encontrado me dijeron que Mesalina y Silio han jurado por sus propias cabezas restablecer la república, y que tienen a todo el Senado tras de sí, y a la mayor parte de los guardias.

 —Tengo que saber algo más —dije—, no sé si reír o llorar. No sé si echar oro en sus regazos o azotarles hasta que se les vean los huesos.

 Me contaron mucho más, pero Narciso sólo quiso hablar a condición de que le perdonase por ocultarle los crímenes de Mesalina durante tanto tiempo. Dice que cuando tuvo conocimiento de ellos por primera vez, yo le parecí feliz en mi inocencia, y decidió ahorrarme el dolor de la desilusión, mientras Mesalina no hiciese nada que pusiese en peligro mi vida o la seguridad del país. Abrigaba la esperanza de que ella se corrigiera, o bien de que yo me enterase por mi propia cuenta de lo que hacía. Pero a medida que transcurría el tiempo y la conducta de Mesalina se hacía cada vez más desvergonzada, le resultó más y más difícil decírmelo. En rigor no podía creer que yo no supiese para entonces lo que sabían toda Roma, y todas las provincias, y nuestros enemigos del otro lado de la frontera. En el transcurso de nueve años parecía imposible que no me hubiese enterado de las orgías de ella, que eran asombrosas por su descaro.

 Cleopatra me contó la historia más horrible y ridícula. Durante mi ausencia en Bretaña, Mesalina lanzó un desafío al Gremio de Prostitutas, para que le enviasen una representante que compitiera con ella en palacio, a fin de ver cuál de las dos agotaba a más cortejantes en el curso de una noche. El Gremio mandó a una famosa siciliana llamada Escila, bautizada con el nombre del remolino del estrecho de Messina. Cuando llegó el alba, Escila se vio obligada a confesarse derrotada con el vigesimoquinto amante, pero Mesalina continuó, por bravuconada, hasta que el sol estuvo muy alto en el cielo. Y lo peor era que la mayor parte de la nobleza fue invitada a concurrir a la prueba, y muchos hombres participaron en ella; y Mesalina convenció a tres o cuatro mujeres para que compitiesen también.

 Yo permanecí llorando, con la cabeza entre las manos, tal como había hecho Augusto, unos cincuenta años antes, cuando sus nietos Cayo y Lucio le contaron lo mismo acerca de Julia, su madre, y con las mismas palabras de Augusto dije que jamás había oído nada ni abrigado la más leve sospecha de que Mesalina no fuese la mujer más casta de Roma. Y como Augusto, tuve la intención de encerrarme en una habitación y no ver a nadie durante varios días. Pero no me lo permitieron. Dos versos de una comedia musical que la compañía de Mnester había representado unos días antes, no me acuerdo el nombre ahora, me martilleaban absurdamente el cerebro:

 

        No conozco sonido tan risible, tan risible y triste,

como el de un anciano que llora por su esposa,

una mujer que se ha vuelto mala.

 

 Le dije a Narciso:

 —En los primeros Juegos que presencié (actuaba entonces como presidente junto con mi hermano Germánico) —Juegos en honor de mi padre, ¿sabes ?—, vi cómo a un esgrimista español le cortaban el brazo del escudo, desde el hombro. Estaba cerca de mí, y le vi el rostro. Qué expresión tan estúpida cuando vio lo que había sucedido; y todo el anfiteatro lanzó una enorme carcajada. A mí me pareció gracioso, que Dios me perdone.