Mi preocupación inmediata en el exterior era la frontera del Rhin. A finales del reinado de Tiberio, los germanos del norte habían sido alentados, por informes de la inactividad de éste en general, a hacer incursiones a través del río, a lo que llamamos la Provincia Inferior. Pequeños grupos cruzaban a nado, en los lugares no vigilados, de noche, para atacar casas o villorrios aislados, asesinar a los ocupantes y saquear el oro y las joyas que pudiesen encontrar. Luego regresaban nadando, al alba. Habría sido difícil impedirles que lo hicieran, incluso aunque nuestros hombres hubiesen estado constantemente alertas—y en el norte, por lo menos lo estaban— porque el Rhin es un río inmensamente largo y difícil de patrullar. La única medida eficaz contra las incursiones habría sido la represalia, pero Tiberio negó el permiso para ninguna expedición punitiva a gran escala. Escribía: «Si las avispas lo molestan a uno, hay que quemar el avispero. Pero si solo se trata de mosquitos, no hay que prestarles atención». En cuanto a la Provincia Superior, se recordará que durante su expedición a Francia, Calígula mandó llamar a Gaetúlico, el comandante de los cuatro regimientos del Rhin superior, y lo ejecutó por una acusación infundada de conspiración; que cruzó el río con un enorme ejército y avanzó unos pocos kilómetros, sin que los germanos ofreciesen resistencia; que de pronto se sintió alarmado y volvió sobre sus pasos. El hombre a quien designó como sucesor de Gaetúlico era el comandante de las fuerzas auxiliares francesas de Lyon. Se llamaba Galba{}, y era uno de los hombres de Livia. Esta lo había destacado en sus preferencias cuando todavía era un joven, y él justificó ampliamente la confianza que le brindó. Era un soldado valiente y un magistrado lleno de discernimiento, trabajaba con intensidad y tenía un carácter privado ejemplar. Había llegado a ser cónsul seis años antes. Cuando Livia murió, le dejó un legado especial de 500.000 piezas de oro. Pero Tiberio, como ejecutor de Livia, dictaminó que debía de tratarse de un error. La suma había sido escrita en números, no en letras, y decidió que la testadora había querido decir 50.000. Corno no pagó uno solo de los legados de Livia, esto no tenía mayor importancia en esos momentos. Pero cuando Calígula llegó a ser emperador y pagó los legados de Livia, Galba tuvo la mala suerte de que Calígula no se diese cuenta del fraude de Tiberio. No insistió para que le pagasen los 500.000, y quizá fue mejor para él que no lo hiciera, porque de lo contrario Calígula habría recordado el incidente, cuando se encontró sin fondos, y en lugar de concederle ese importante comando en el Rhin, probablemente lo habría acusado de formar parte en la conspiración de Gaetúlico. La elección de Galba por Calígula es parte de una curiosa historia. Un día había ordenado un gran desfile en Lyon, y cuando terminó convocó ante sí a todos los oficiales que habían participado en él y les ofreció una disertación en cuanto a la necesidad de mantenerse en buen estado físico.
—Un soldado romano —dijo— debe ser resistente como el cuero y duro como el hierro. Y todos los oficiales tienen que dar un magnífico ejemplo a sus soldados en ese sentido. Me interesa ver cuántos de ustedes sobrevivirán a una sencilla prueba que les impondré ahora. Vamos, amigos, hagamos una pequeña carrera en dirección de Autun.
Estaba sentado en su carroza, con un par de magníficos capones franceses en las varas. Su cochero hizo restallar la fusta y partieron. Los oficiales, que ya estaban sudorosos, se precipitaron tras él, con sus pesadas armas y corazas. El se mantuvo a la suficiente distancia de ellos como para no perderlos de vista, pero no dejaba que sus caballos anduviesen al paso, por temor a que los oficiales siguieran el ejemplo. Continuó avanzando durante mucho tiempo. La línea se fue alargando Muchos de los corredores se desmayaron y uno cayó muerto. A los 32 kilómetros se detuvo finalmente. Sólo uno de los hombres había sobrevivido a la prueba: Galba. Calígula dijo:
—¿Prefieres volver corriendo, general, o quieres sentarte a mi lado?
A Galba le quedaba suficiente aliento para contestar que como soldado no tenía preferencias; estaba acostumbrado a obedecer las órdenes. De modo que Calígula le permitió volver caminando pero al día siguiente le dio su nombramiento. Agripinila se sintió grandemente interesada en Galba cuando lo conoció en Lyon; quiso casarse con él, aunque él ya estaba casado con una mujer de la casa de Lépido. Galba estaba muy a gusto con su esposa y se comportó tan fríamente con Agripinila como se lo permitía su lealtad hacia Calígula. Agripinila insistió en sus atenciones, y un día hubo un gran escándalo, en una recepción ofrecida por la suegra de Galba, a la que Agripinila concurrió sin haber sido invitada. La suegra de Galba la encaró en frente de todos los nobles allí reunidos, la insultó profusamente, llamándola mozuela desvergonzada y lasciva, y llegó a propinarle algunos puñetazos en la cara. Galba lo habría pasado mal si Calígula no hubiese decidido al día siguiente que Agripinila estaba complicada en la conspiración contra su vida y si no la hubiera desterrado como ya he descrito. Cuando Calígula huyó de vuelta a Roma, aterrorizado por una presunta incursión germana a través del Rhin (mentira humorísticamente difundida por sus soldados), sus fuerzas se encontraban todas concentradas en un punto. Grandes extensiones del río quedaron sin vigilancia. Los germanos se enteraron de eso en el acto, y también de la cobardía de Calígula. Aprovecharon la oportunidad para cruzar el Rhin con todas sus fuerzas y establecerse en nuestro territorio, donde provocaron grandes daños. Los que cruzaron eran hombres de las tribus Chatia, que significa gatos montañeses. El Gato era su insignia de tribu. Tenían fortalezas en el país montañoso ubicado entre el Rhin y el Weser superior. Mi hermano Germánico siempre los había considerado los mejores combatientes de Germania. Mantenían su formación en el combate, obedecían a sus jefes casi como romanos y de noche solían cavar trincheras y colocar pozos avanzados, precaución que muy pocas veces tomaba ninguna otra tribu germánica. Galba necesitó varios meses y considerables pérdidas en hombres para desalojarlos y expulsarlos otra vez al otro lado del Rhin.
Galba era un estricto disciplinario. Gaetúlico había sido un soldado capaz, pero demasiado tolerante. El día que Galba llegó a Maguncia para hacerse cargo de su comando, los soldados presenciaban unos juegos que se celebraban en honor de Calígula. Un cazador había mostrado gran habilidad en su lucha contra un leopardo, y los hombres rompieron a aplaudir. Las primeras palabras que pronunció Galba al entrar en el palco del general fueron:
—¡Mantengan las manos bajo las capas, soldados! Ahora soy yo el comandante, y no permito negligencias.
Continuó hablándoles en el mismo estilo, y se hizo muy popular, a pesar de ser un comandante tan severo. Sus enemigos lo consideraban mezquino, pero eso es injusto. Era simplemente abstemio, rechazaba la extravagancia en su estado mayor y exigía una estricta cuenta de gastos a sus subordinados. Cuando llegaron noticias del asesinato de Calígula, sus amigos lo instaron a marchar sobre Roma, a la cabeza de su cuerpo, diciendo que era ahora la única persona adecuada para regir el imperio. Y Galba replicó:
—¿Marchar sobre Roma y dejar el Rhin desguarnecido? ¿Qué tipo de romano creen que soy? —Y continuó—: Además, por lo que se sabe, este Claudio es un hombre trabajador y modesto, y aunque algunos de ustedes parecen considerarlo un tonto, yo vacilaría en tener por tonto a miembro alguno de la familia imperial que haya sobrevivido con éxito los reinados de Augusto, Tiberio y Calígula. Creo que en las circunstancias la elección es buena, y me agradaría ofrecer el juramento de fidelidad a Claudio. Me dicen ustedes que no es un soldado. Tanto mejor, la experiencia de la campañas no es a veces una cosa imprescindible para un comandante en jefe. El dios Augusto —hablo con todo el respeto— se sintió inclinado, de viejo, a poner obstáculos ante sus generales, al darles consejos y órdenes excesivamente detalladas. La última campaña de los Balcanes no se habría prolongado tanto como se prolongó, si él no se hubiese mostrado tan ansioso por volver a librar, desde la retaguardia, las batallas que había librado a la cabeza de sus tropas unos cuarenta años antes. Creo que Claudio no saldrá al campo de batalla a su edad, ni se sentirá tentado a anular las decisiones de sus generales en asuntos de los cuales es ignorante. Pero al mismo tiempo es un historiador erudito y, según se me dice, conoce los principios estratégicos generales, hasta tal punto, que muchos comandantes en jefe con experiencia en el combate podrían envidiarle.
Esas observaciones de Galba me fueron posteriormente trasmitidas por uno de los hombres de mi personal, y le envié una carta de agradecimiento por su buena opinión. Le dije que podía contar conmigo, que pensaba dejar las manos libres a mis generales en las campañas que ordenase o autorizase. Pensaba decidir simplemente si la expedición debía ser de conquista o si tendría un carácter simplemente punitivo. En el primer caso, el rigor sería dulcificado por el humanitarismo. Se inferirían los menores daños posibles a las aldeas y ciudades capturadas, y a las cosechas; los dioses locales no tendrían que ser humillados, no se permitiría carnicería alguna una vez que las líneas enemigas hubiesen sido quebradas en el combate. Pero en el caso de una expedición punitiva no se mostraría piedad alguna. Se inferirían todos los daños posibles a las cosechas, aldeas, ciudades y templos, y los habitantes que no fuesen dignos de ser capturados como esclavos tendrían que ser diezmados. También indicaría la cantidad máxima de reservas que podían convocarse y la cantidad máxima de bajas Romanas que se permitirían. Decidiría, de antemano, en consulta con el propio general, los objetivos exactos del ataque y le pediría que informase cuántos días o meses necesitaría para tomarlos. Dejaría todas las disposiciones estratégicas y tácticas a su cargo, y sólo ejercería mi derecho de tomar el comando personal de la campaña, si los objetivos no hubiesen sido alcanzados dentro del plazo fijado, o si las bajas romanas subiesen más allá de la cifra estipulada. Porque tenía pensado enviar a Galba en una campaña contra los chatias. Tenía que ser una expedición punitiva. No pensaba ampliar el imperio más allá de la frontera natural y evidente del Rhin, pero cuando los hombres de las tribus de Chatia y del norte, los istevonios, no respetaban esas fronteras, era preciso afirmar con vigor la dignidad romana. Mi hermano Germánico solía decir siempre que la única forma de conquistar el respeto de los germánicos era la de tratarlos con brutalidad, y que era la única nación en el mundo acerca de la cual podía decir eso. Los españoles, por ejemplo, se mostraban impresionados por la cortesía de un conquistador, los francos por su riqueza, los griegos por su respeto a las artes, los judíos por su integridad moral, los africanos por su porte sereno y autoritario. Pero el germano, que no se impresiona por ninguna de estas cosas, debe ser siempre derribado y vuelto a derribar cuando se levanta, y golpeado cuando yace gimiendo. «Mientras le duelan las heridas, respetará la mano que las ha inferido.» Al mismo tiempo que Galba avanzaba, había que llevar a cabo otra expedición punitiva contra los incursores istevonios, mandada por Gabinio, el general que comandaba los cuatro regimientos del Rhin inferior. La expedición de Gabinio me interesaba mucho más que la de Galba, porque su objetivo no era simplemente punitivo. Antes de ordenarla sacrifiqué en el templo de Augusto e informé en privado al dios que estaba decidido a completar una tarea que mi hermano Germánico no había podido terminar, y que era, lo sabía, una tarea en la que el mismo estaba interesado. Se trataba del rescate de la tercera y última de las águilas perdidas de Varo, que todavía se encontraba en manos germanas después de treinta años. Le recordé que mi hermano Germánico había recapturado un águila al año siguiente a Su Deificación, y otra en la campaña posterior. Pero Tiberio lo llamó a Roma antes de que pudiese vengar a Varo, en la última batalla aplastante, y reconquistar el Águila que todavía faltaba. Por lo tanto rogaba al dios que favoreciese mis armas y restableciese el honor de Roma. Cuando se elevó el humo del sacrificio, pareció que las manos de la estatua de Augusto se movían en una bendición y su cabeza asentía. Puede que sólo haya sido un efecto del humo, pero yo lo consideré un augurio favorable.
El hecho es que ahora me sentía seguro de conocer con exactitud en qué punto de Germania se encontraba oculta el Águila, y orgulloso por la forma en que había descubierto este secreto.
Mis predecesores habrían podido hacer lo que yo hice, si se les hubiese ocurrido; pero jamás se les ocurrió. Siempre resultaba placentero demostrarme que no era en modo alguno el tonto que todos me consideraban, y que en verdad podía hacer algunas cosas mejor que ellos. Se me ocurrió que en mi batallón privado, compuesto de tribeños capturados de casi todos los distritos de Germania, tenía que haber por lo menos media docena de hombres que supiesen dónde estaba oculta el Águila. Y sin embargo, una ve2 que Calígula les formuló la pregunta, con un ofrecimiento de libertad y una gran suma de dinero en compensación por la información dada, todos los rostros se tornaron inmediatamente inexpresivos. Parecía que nadie sabía nada. Yo intenté un método completamente distinto de persuasión. Un día les ordené que. salieran todos a formar, y les hablé con acento bondadoso. Les dije que como recompensa de sus fieles servicios le haría un favor sin precedentes: enviaría de vuelta a Alemania —a la querida patria acerca de la cual todas las noches cantaban melancólicas y desafinadas canciones— a todos los miembros del batallón que hubiesen completado veinticinco años de servicios en él. Dije que me habría gustado enviarlos con regalos de oro, armas, caballos y demás, pero por desgracia no podía hacerlo, ni siquiera permitirles que llevasen consigo posesión alguna que hubiesen adquirido durante su cautiverio. El obstáculo seguía siendo el Águila que todavía faltaba. Hasta que tuviésemos de vuelta el sagrado emblema, el honor de Roma seguiría maculado, y crearía una mala impresión en la ciudad si yo recompensaba con algo que no fuese la simple libertad a los hombres que en su juventud habían participado en la matanza del ejército de Varo. Pero para los verdaderos patriotas la libertad era mejor que el oro, y estaba seguro de que ellos aceptarían el presente en el espíritu en que se hacía. No les pedía, dije, que me revelasen el paradero del Águila, porque sin duda se trataba de un secreto que habían jurado a sus dioses no revelar, y no pediría que ningún hombre se convirtiese en perjuro nada más que por un regalo, como había hecho mi predecesor. Prometí que en el plazo de dos días los veteranos con veinticinco años de servicios volverían al otro lado del Rhin, con salvoconducto.
Luego les ordené romper filas. La secuela fue la que había previsto. Los veteranos estaban aún menos ansiosos por volver a Alemania de lo que los romanos capturados por los partos en Carras lo estaban por volver a Roma cuando, treinta años después, Marco Vipsanio Agripa convino con el rey el intercambio de esos prisioneros. Los romanos de Partia se habían establecido, casado, formado familia, enriquecido y olvidado por completo su pasado. Y estos germanos de Roma, si bien técnicamente seguían siendo esclavos, hacían una vida fácil y placentera, y su pena por el hogar no era una emoción sincera, sino apenas una excusa para derramar lágrimas cuando estaban completamente borrachos. Se presentaron todos juntos ante mí y me solicitaron permiso para continuar a mi servicio. Muchos de ellos eran padres, y aun abuelos, casados con esclavas vinculadas al palacio, y todos tenían un cómodo pasar. Calígula les había hecho de vez en cuando magníficos regalos. Fingí encolerizarme, los llamé ingratos y ruines por rechazar un don tan inapreciable como la libertad, y dije que no quería tenerlos más a mi servicio. Me preguntaron por último si les concedía el perdón y, por lo menos, el derecho a llevarse consigo sus familias. Rechacé el ruego y volví a mencionar el Águila. Uno de ellos, un hombre de Querusco, exclamó:
—La culpa de que tengamos que irnos de esta manera la tienen esos malditos de Chaucia Como ellos juraron mantener el secreto, nosotros, los germanos inocentes, tenemos que sufrir.
Eso era lo que quería. Hice salir a todos menos a los representantes de las tribus de Chaucia Mayor y Menor. (Los hombres de Chaucia vivían en la costa germana del norte, entre los lagos holandeses y el Elba. Habían sido confederados de Hermann.) A éstos les dije:
—No tengo intención de preguntarles dónde está el Águila, pero si alguno de ustedes no ha jurado no revelarlo, que me lo diga en el acto.
Los de Chaucia Mayor, la mitad occidental de la nación, declararon todos que no habían hecho juramento alguno. Les creí, porque la segunda Águila que mi hermano Germánico conquistó había sido encontrada en un templo de ellos. Era improbable que esta tribu hubiese sido recompensada con dos Águilas en la distribución del botín que siguió a la victoria de Hermann.
Luego me dirigí al jefe de los hombres de Chaucia Menor:
—No te pido que me digas dónde está el Águila, o a qué dios hiciste tu juramento. Pero quizá quieras decirme en qué ciudad o aldea hiciste el juramento. Si me lo dices, suspenderé mi orden para tu repatriación.
—Incluso decir eso sería una violación de mi juramento, César.
Pero entonces utilicé con él una treta acerca de la cual había leído en mis estudios históricos. En una ocasión, cuando cierto juez fenicio visitaba una aldea de su jurisdicción, quiso saber dónde había escondido un hombre una copa de oro que robara hacía poco, y le dijo al hombre que no lo creía capaz de robo y que lo absolvería.
—Ven, demos un paseo amistoso, y quizá me muestres tu interesante aldea.
El hombre lo guió por todas las calles menos una. Luego, por interrogatorios, el juez descubrió que una de las casas de esa calle estaba ocupaba por la novia del hombre. Y la copa fue descubierta, oculta entre las pajas del techo. Entonces, de la misma manera, yo dije:
—Muy bien, no insistiré. —Luego me volví hacia otro hombre de la tribu que también parecía, por su aspecto hosco e incómodo, estar en el secreto, y le pregunté, con negligencia:— Díme en qué ciudad o aldea de tu territorio se erigen templos al Hércules germano.
Era probable que las águilas hubiesen sido dedicadas a ese dios. Me dio una lista de siete nombres que yo anoté.
—¿Eso es todo? —pregunté.
—No recuerdo ningún otro. Recurrí a los de Chaucia Mayor.
—Sin duda tiene que haber más de siete templos en un territorio tan importante como Chaucia Menor... entre los grandes ríos Weser y Elba.
—Oh, sí, César —contestaron—. No ha mencionado el famoso templo de Bremen, en la orilla oriental del Weser.
De tal modo que pude escribir a Gabinio: «Creo que encontrarás el Águila oculta en algún lugar del templo del Hércules germano, en Bremen, en la orilla oriental del Weser. Al principio no pierdas mucho tiempo en castigar a los istevonios. Atraviesa en formación cerrada su territorio y el de los ansibarios, rescata el Águila, y a tu regreso puedes quemar, matar y saquear.»
Antes de que me olvide, hay otra historia que quiero contarles acerca de un tazón de oro robado, y tanto da que la cuente ahora como en cualquier otro momento. En una ocasión invité a cenar a una cantidad de caballeros provincianos, y créanme, uno de los pillastres, un hombre de Marsella, se fue con la copa de vino, de oro, que le había puesto delante. No le dije una palabra, sino que lo invité a cenar al día siguiente, y esa vez sólo le di una copa de piedra. En apariencia esto lo asustó, porque al día siguiente la copa de oro fue devuelta con una repugnante nota de disculpa, en la que explicaba que se había tomado la libertad de llevarse prestada la copa por dos días a fin de hacer que el cincelado de la misma, que tanto admiraba, fuese copiado por un joyero. Deseaba perpetuar el recuerdo del enorme honor que le había hecho, bebiendo todos los días, durante el resto de sus días, de una taza de oro similarmente repujada. En respuesta le envié la copa de piedra, pidiéndole, a cambio de ella, la reproducción de la de oro como un recuerdo del encantador incidente.
Fijé una fecha de mayo para la partida de las expediciones de Galba y Gabinio, aumenté las fuerzas de ambos con levas en Francia e Italia, hasta llegar a seis regimientos para cada uno —dejando dos regimientos para retener el Rhin superior y dos para el inferior—, les concedí a cada uno un máximo de 2.000 bajas y les di como plazo hasta el primero de julio para terminar sus operaciones y regresar. El objetivo de Galba era una línea de tres ciudades de Chatia, originariamente construida cuando el país se encontraba bajo dominio romano —Nuaesio, Gravionario y Melo-cavo— paralelas al Rhin, a unos 160 kilómetros tierra adentro, a contar desde Maguncia.
Me conformaré con decir que ambas campañas fueron un éxito completo. Galba incendió unas 150 aldeas, destruyó miles de hectáreas de cosecha, mató a gran cantidad de germanos armados e inermes y ai mediados de junio saqueó las tres ciudades indicadas. Tomó unos 2.000 prisioneros de ambos sexos, incluso hombres y mujeres de rango, para retenerlos como rehenes del buen comportamiento de los chatias. Perdió 1.200 hombres, muertos o incapacitados, de los cuales 400 eran romanos. Gabinio tenía la tarea más difícil y la cumplió con la pérdida de sólo 800 hombres. Aceptóen el último momento una sugestión mía, que consistía en no dirigirse directamente hacia Bremen, sino invadir el territorio de los angrivarios, que viven al sur de los de Chaucia Menor, y de ahí enviar una columna volante de caballería contra Bremen, en la esperanza de capturar la ciudad antes que a los de Chaucia les pareciese oportuno llevarse el Águila a algún escondrijo más seguro. Todo salió exactamente de acuerdo con el plan; la caballería de Gabinio, que mandaba él en persona, encontró el Águila donde yo suponía, y se sintió tan satisfecho consigo que llamó al resto de sus fuerzas y atravesó Chaucia Menor de extremo a extremo, quemando los altares de madera del Hércules germano, uno detrás de otro, hasta que no quedó uno en pie. Su destrucción de cosechas y aldeas no fue tan metódica como la de Galba, pero en el viaje de regreso, dio a los istevonios muchos motivos para recordarlo. Se llevó 2.000 prisioneros.
La noticia del rescate del Águila llegó a Roma simultáneamente con la del exitoso saqueo de Galba en las ciudades de Chaucia, y el Senado me votó de inmediato el título de emperador, que esta vez no rechacé. Consideré que me lo había ganado por mi ubicación del Águila y por sugerir la incursión de caballería de larga distancia, y por el cuidado que había tomado en hacer de ambas campañas una sorpresa. Nadie supo nada acerca de ellas hasta que firmé la orden ordenando que las levas francesas e italianas estuviesen bajo las armas y en marcha hacia el Rhin en el término de tres días.
Galba y Gabinio recibieron ornamentos triunfales. Habría debido concederles triunfos si las campañas hubiesen sido algo más que simples expediciones punitivas. Pero convencí al Senado de que honrase a Gabinio con el apodo hereditario de «Chaucia», en conmemoración de su hazaña. El Águila fue llevada en solemne procesión al templo de Augusto, donde yo ofrecí un sacrificio y le agradecí su divina ayuda. Y le dediqué las puertas de madera del templo donde se había encontrado el Águila. (Gabinio me las envió como un regalo.) No pude dedicarle a Augusto el Águila misma, porque en el templo de Marte Vengador había un soporte preparado desde hacía mucho tiempo para su recepción, junto con las otras dos Águilas rescatadas. Más tarde la llevé allí y la dediqué, con el corazón lleno de orgullo.
Los soldados compusieron baladas acerca del rescate del Águila. Pero esta vez, en lugar de agregarlas a la balada original de «Las tres penas del señor Augusto», las convirtieron en una balada nueva intitulada «Claudio y el Águila». No era en modo alguno elogiosa para mí, pero me gustaron algunos de los versos. El tema afirmaba que yo era un tonto absoluto en algunos sentidos, y que hacía las cosas más ridículas: removía el potaje con el pie, me afeitaba con un peine, y cuando iba a los baños bebía el aceite que me entregaban para frotarme y me frotaba con el vino que me daban para beber. Sin embargo tenía una erudición sorprendente. Conocía los nombres de cada una de las estrellas del cielo y podía recitar todos los poemas que jamás se habían escrito, y había leído todos los libros de todas las bibliotecas del mundo. Y el fruto de esa sabiduría era que fui el único que pudo decir a los romanos dónde estaba el Águila perdida desde hacía tantos años, y que resistió a todos los esfuerzos para encontrarla.
La primera parte de la balada contenía un relato dramático de mi aclamación como emperador por la guardia del palacio, y citaré tres estrofas para demostrar que tipo de balada era:
Claudio se escondió detrás de una cortina,
Grato la apartó.
«Sé nuestro jefe —dijo el audaz Grato—,
y todas tus órdenes obedeceremos.»
«¡Sé nuestro jefe —dijo el audaz Grato—,
Sabio Claudio, ten valor!
Hay un Águila que rescatar,
en bien del dios Agusto.»
El sabio Claudio sintió sed
y bebió un frasco de tinta.
«¿Búho, dijiste, o águila?
Creo que puedo rescatar ambas cosas.»
A principios de agosto, veinte días después de que se me votara el título de emperador, Mesalina me dio un hijo. Era un niño, y por primera vez experimenté todo el orgullo de la paternidad. Por mi hijo Drusilo, a quien perdí unos veinte años antes, a la edad de once, no había experimentado sentimiento paternal alguno, y muy pocos por mi hija Antonia, si bien era una niña de buen corazón. Esto se debía a que mis casamientos con Urgulanila, la madre de Drusilo, y con Elia, la madre de Antonia (de quienes me divorcié en cuanto la situación política me permitió hacerlo), me habían sido impuestos. No tenía amor para ninguna de las dos mujeres, en tanto que estaba apasionadamente enamorado de Mesalina y pocas veces, supongo, nuestra diosa romana Lucina, que preside los partos, fue tan persistentemente cortejada con oraciones y sacrificios, como lo fue por mí en los últimos dos meses del embarazo de Mesalina. Era un magnífico niño rebosante de salud, y como era mi hijo único recibió todos mis nombres, según lo imponía la costumbre. Pero hice saber que se lo conocería con el nombre de Druso Germánico. Sabía que esto tendría muy buen efecto sobre los germanos. El primer Druso Germánico en hacer que ese nombre fuese terrible al otro lado del Rhin —más de cincuenta años antes— había sido mi padre. Y el siguiente mi hermano, veinticinco años después. Y yo también era un Druso Germánico, ¿y acaso no acababa de reconquistar la última de las águilas capturadas? Dentro de otro cuarto de siglo, mi pequeño Druso Germánico repetiría la historia, y mataría a unas veintenas de miles más de ellos. Los germanos son como las zarzas al costado del camino. Crecen con rapidez y tienen que ser constantemente contenidos con el acero y el fuego, para impedirles que invadan el campo. En cuanto mi hijo tuvo unos meses de edad y pude levantarlo sin temor de lastimarlo, solía llevarlo conmigo, en brazos, por los terrenos del palacio, para mostrarlo a los soldados. Todos lo querían casi tanto como yo. Les recordé que era el primero de los Césares, desde el Gran Julio, que había nacido César, y no simplemente adoptado por la familia, como lo fueron Augusto, Marcelo, Cayo, Postumo, Tiberio, Castor, Nerón, Druso, Calígula, cada uno por turno. Pero aquí, en rigor, mi orgullo me llevó a una inexactitud. Calígula, a diferencia de sus hermanos Nerón y Druso, había nacido dos o tres años después de que su padre, mi hermano Germánico, fue adoptado por Augusto (un César en virtud de su adopción por Julio) como hijo suyo. O sea que en realidad había nacido César. Lo que me engañó fue el hecho de que Calígula no había sido adoptado por Tiberio (César en virtud de su adopción por Agusto) como su hijo, hasta que tuvo 23 años de edad.
Mesalina no alimentó a nuestro pequeño Germánico de su propio pecho, como yo quería que lo hiciera, sino que le buscó una nodriza. Estaba demasiado atareada para criar a un niño, dijo. Pero alimentar a un niño es un seguro casi indudable contra la preñez renovada, y el embarazo obstaculiza la salud y la libertad de acción de una mujer mucho más de lo que la obstaculiza la crianza. De modo que Mesalina tuvo la mala suerte de volver a quedar embarazada, tan poco después, que sólo once meses habían transcurrido entre el nacimiento de Germánico y el de nuestra hija Octavia.
Ese verano hubo una mala cosecha, y una provisión tan escasa de cereales en los graneros públicos, que me alarmé y reduje la ración gratuita de trigo, que los ciudadanos pobres habían llegado a considerar como su derecho, y aun la mantuve en esa proporción tan mezquina sólo gracias a la medida de confiscar o comprar trigo en todas las fuentes posibles. El pueblo tiene el corazón en el estómago. A mediados del invierno, antes de que comenzaran a llegar los cargamentos de Egipto y África (donde por suerte la nueva cosecha fue particularmente buena), hubo frecuentes disturbios en los barrios más pobres de la ciudad, y muchas conversaciones revolucionarias.