Mi hija Antonia estaba casada desde hacía unos años con Pompeyo el joven, pero hasta entonces no habían tenido hijos. Una noche la visité en su casa, en ausencia de Pompeyo, y pensé que parecía desconsolada y aburrida. Sí, admitió, estaba aburrida, y muy aburrida, y más que aburrida. De modo que le sugerí que se sentiría mucho más dichosa si tuviese un hijo, y le dije que creía que era su deber, como mujer joven y sana, con criados y dinero, no tener sólo un hijo sino varios. Con una familia numerosa jamás podría quejarse de aburrimiento. Se encolerizó, y dijo:
—Padre, sólo un tonto podría esperar que brotase un trigal allí donde no se han echado simientes. No culpes al suelo, culpa al granjero. El granjero siembra sal, no semilla.
Y para mi asombro me explicó que el matrimonio jamás se había consumado. Y no sólo eso, sino que mi yerno la había usado en la forma más ruin posible. Le pregunté por qué no me había hablado de ésto antes, y me respondió que no pensaba que yo fuese a creerla, porque en realidad jamás la había amado, por lo menos como amé a sus hermanastros. Y que Pompeyo se había jactado ante ella de que ahora tenía conmigo tan buenas relaciones, que podía obligarme a hacer cualquier cosa y a creer cualquier cosa que me dijese. ¿Y qué posibilidades tenía ella entonces? Además existiría la vergüenza de tener que declarar ante un tribunal, y revelar las horribles cosas que él le había hecho, y eso no podría enfrentarlo.
Me enojé, como se habría enojado cualquier padre, y le aseguré que la quería muchísimo, y que principalmente por ella había tratado a Pompeyo con tanto respeto y confianza. Juré por mi honor que si sólo la mitad de lo que me había dicho era cierto, me vengaría de inmediato contra el pillastre. Y que su modestia no sufriría ninguna mengua, el asunto jamás llegaría a los tribunales. ¿De qué serviría ser emperador si no podía utilizar los privilegios de mi posición, de vez en cuando, para buenos motivos privados, como leve compensación de las responsabilidades y trabajos y fatigas que el puesto implicaba ? ¿ Y a qué hora se esperaba que volviera Pompeyo?
—Llegará a casa más o menos para la medianoche —dijo Antonia, entristecida—, y a la una estará en su habitación. Antes beberá unos tragos. Hay nueve probabilidades contra diez de que se lleve a ese desagradable Licidas a la cama con él. Lo compró en la subasta de Asiático, por 20.000 piezas de oro, y desde entonces no ha tenido ojos para nadie. En cierta medida, ello ha representado un gran alivio para mí, de modo que ahora sabes cuan mal deben haber estado las cosas cuando digo que prefiero infinitamente que se acueste con Licidas y no conmigo. Sí, otrora estuve enamorada de Pompeyo; el amor es una cosa extraña, ¿no es cierto?
—Muy bien entonces, mi pobre, pobre Antonia. Cuando Pompeyo esté en su habitación y se disponga a pasar la noche, enciende un par de lámparas de aceite y ponías en el alféizar de la ventana de esta habitación, a modo de señal. Y deja el resto en mis manos.
Puso las lámparas de petróleo en el alféizar de la ventana, una hora antes del alba, y luego hizo que el portero abriera la puerta del frente. Yo me encontraba allí. Hice entrar en la casa, conmigo, a Geta y a un par de sargentos de la guardia, y los envié arriba mientras esperaba en el vestíbulo, abajo, con Antonia. Ella había hecho salir a todos los criados, salvo al portero, que había sido esclavo mío de niño. Lloró un poco, y nos estrechamos las manos mientras escuchábamos con ansiedad para ver si percibíamos el ruido de gritos y forcejeos en el dormitorio. No se escuchó un solo sonido, y pronto Geta bajó con los sargentos e informó que mis órdenes habían sido obedecidas. Pompeyo y el esclavo Licidas habían sido muertos con un solo golpe de jabalina.
Esa fue la primera vez que utilicé mi poder de emperador para vengar un daño personal. Pero si no hubiese sido emperador habría sentido lo mismo y hubiera hecho lo que estuviese en mis manos para destruir a Pompeyo. Y aunque la ley que penaba las ofensas contra natura había caído en desuso desde hacía muchos años, porque ningún jurado parecía dispuesto a condenar a los acusados, legalmente Pompeyo merecía morir. Mi única falta consistió en que lo ejecuté sumariamente, pero esa era la forma más limpia de tratarlo. Cuando un jardinero encuentra un insecto comiéndose el corazón de una de sus mejores rosas, no lo lleva al tribunal, ante un jurado de los jardineros. Lo aplasta allí mismo, entre los dedos. Unos meses después casé a Antonia con Fausto, descendiente del dictador Sila, un hombre modesto, capaz y trabajador, que resultó ser un excelente yerno. Hace dos años fue cónsul. Tuvieron un hijo, un niño, pero era muy débil y murió; Antonia no ha podido tener otro, debido al daño que le causó una partera negligente en el momento del parto. Poco después de esto ejecuté a Polibio, que ahora era mi ministro de Artes, porque Mesalina me proporcionó pruebas de que vendía ciudadanías en su propio beneficio. Fue para mí un gran golpe cuando descubrí que Polibio había estado jugando conmigo. Lo había adiestrado en mi servicio desde niño y confié en él siempre, implícitamente. Acababa de ayudarme a terminar la autobiografía oficial que el Senado me pidió que escribiese para los archivos nacionales. En rigor lo trataba en forma tan familiar que un día, cuando él y yo nos paseábamos por los terrenos de palacio, discutiendo no sé qué problema de la antigüedad, no lo despedí cuando se acercaron dos cónsules a ofrecerme sus acostumbrados saludos matinales. Esto les ofendió en su dignidad, pero si yo no era demasiado orgulloso para caminar junto a Polibio y escuchar sus opiniones, ¿por qué habrían de serlo ellos? Le permití las más grandes libertades y nunca supe que abusara de ellas, si bien en una ocasión se mostró demasiado libre con su lengua, en el teatro. Representaban una comedia de Menandro, y un actor acababa de pronunciar el verso: Un flagelador próspero no es tolerable.
Alguien, entre bambalinas, rió significativamente al escuchar esto. Debe haber sido Mnester. Sea como fuere, todos se volvieron y contemplaron a Polibio, quien como mi ministro de Artes tenía la tarea de mantener el orden entre los actores. Si un actor demostraba demasiada independencia, Polibio se ocupaba en mi nombre de que fuera severamente azotado.
Polibio respondió a gritos:
—Sí, y Menandro dice en su Tesalia: Los que otrora fueron cabreros boy tienen poderes reales.
Ese fue un golpe contra Mnester, que había comenzado su vida como cabrero en Tesalia, y a quien ahora se conocía como el principal amante de Mesalina.
Yo no lo sabía entonces, pero Mesalina había tenido relaciones sexuales también con Polibio, y éste fue lo bastante estúpido como para sentir celos de Mnester. De modo que ella se libró de él, como ya he contado. Mis otros libertos tomaron la muerte de Polibio como una afrenta contra ellos; habían formado una confraternidad muy sólida, se protegían los unos a los otros con lealtad, y jamás competían por mi favor o mostraban celos los unos de los otros. Polibio no había dicho nada en su defensa, ya que no quería, según supongo, incriminar a sus compañeros de hermandad, muchos de los cuales habían estado implicados en el mismo deshonroso tráfico de ciudadanías.
En cuanto a Mnester, sucedió que en varias ocasiones, cuando estaba comprometido a bailar, no se presentó a hacerlo. Por lo general esto provocaba alborotos en el teatro. Yo debo de haber sido muy estúpido; aunque su ausencia siempre coincidía con un dolor de cabeza de Mesalina, que también le impedía concurrir, jamás se me ocurrió extraer la conclusión evidente. En varias ocasiones tuve que disculparme ante el público y comprometerme a que eso no volviese a ocurrir. En una ocasión dije:
—Señores, no pueden acusarme de ocultarlo en palacio.
Esta observación provocó exagerada risotada. Todos, aparte de yo mismo, sabían dónde estaba Mnester. Cuando llegaba a Palacio, Mesalina solía mandar a buscarme, y la encontraba en la cama, en una habitación sumida en penumbra, con una tela húmeda sobre los ojos. Entonces me decía con voz débil:
—Qué, querido mío, ¿quieres decir que Mnester volvió a dejar de presentarse en el espectáculo? Entonces, a fin de cuentas, no me he perdido nada. He estado echada aquí, ardiendo de envidia. En una ocasión me levanté y comencé a vestirme para ir, pero el dolor fue tan espantoso, que tuve que volver a acostarme. ¿La obra fue muy aburrida sin él?
—De veras, debemos insistir en que cumpla con sus compromisos —respondí yo—. No es posible tratar a la ciudad de este modo, una y otra vez.
—No sé —suspiraba Mesalina—. Es un hombre muy nervioso, el pobre, igual que una mujer. Los grandes artistas siempre son así. Le vienen dolores de cabeza por cualquier cosa, según me dicen. Si hoy se ha sentido nada más que la décima parte de enfermo que yo, sería una enorme crueldad insistir en que bailara. Y por cierto que no finge. Adora su trabajo y le apena mucho cuando no puede cumplir con su público. Déjame ahora, querido; quiero dormir, si puedo.
Entonces yo me iba de puntillas, y no volvía a decir otra cosa de Mnester hasta que otra vez sucedía lo mismo. Jamás tuve gran opinión de Mnester, sin embargo, al contrario de la mayoría de la gente. Ha sido comparado con el gran actor Roscio, quien bajo la república llegó a tal eminencia en su profesión, que se convirtió en un fenómeno de excelencia artística. La gente, y esto es más bien absurdo, sigue llamando «un verdadero Roscio» a un arquitecto inteligente, a un historiador erudito o incluso a un pugilista capaz. Mnester no era un Roscio, a no ser en ese sentido muy amplio. Admito que yo jamás había visto actuar a Roscio. Ahora no hay nadie con vida que lo haya visto. Cuando hablamos de él debemos depender del veredicto de nuestros bisabuelos, y todos convienen en que el principal objetivo de Roscio, cuando actuaba, era el de «mantenerse en el papel». Y que lo que Roscio quisiera ser, un noble rey, un astuto alcahuete, un soldado jactancioso, un simple payaso, lo era con toda naturalidad, sin afectaciones. En tanto que Mnester era una masa de amaneramientos, de amaneramientos muy encantadores y graciosos, por supuesto, pero en último sentido no era un actor, sino un individuo bien parecido, con un par de piernas hermosas y talento para la improvisación coreográfica.
Entonces regresó Aulo Plaucio, después de cuatro años al frente de las tropas en Bretaña, y tuve el placer de convencer al Senado de que le concediese un triunfo. Sin embargo no fue un triunfo completo, como me habría gustado, sino un triunfó menor u ovación. Si los servicios de un general son demasiado grandes como para ser recompensados simplemente con ornamentos triunfales y sin embargo, por algún motivo técnico, no lo han hecho merecedor de un triunfo completo, se le concede ese tipo menor de triunfo. Por ejemplo, si la guerra no ha quedado terminada por completo, o si no ha habido suficiente derramamiento de sangre, o si el enemigo no es considerado un enemigo digno, como hace tiempo, después de la derrota de los esclavos que se rebelaron a las órdenes de Espartaco, aunque es verdad que Espartaco dio a nuestros ejércitos más dolores de cabeza que muchas grandes naciones extranjeras. En el caso de Aulo Plaucio, la objeción consistía en que sus conquistas no eran lo bastante seguras como para permitirle retirar sus tropas. Y por lo tanto, en lugar de en cuadriga entró en la ciudad a caballo, llevando una corona de mirto, y no una de laurel, y sin cetro en la mano. El Senado no encabezó la procesión, no hubo cuerpos de trompeteros, y cuando terminó la procesión Aulo sacrificó un carnero y no un toro. Pero en todos los otros sentidos los detalles fueron los mismos que en un triunfo completo, y para demostrar que no eran celos míos los que le habían impedido conquistar el mismo honor que yo, salí a su encuentro cuando bajaba por la Vía Sacra, le ofrecí mis felicitaciones y le permití cabalgar a mi derecha (el puesto más honorable), y yo mismo le sostuve cuando subió de rodillas por la escalinata del Capitolio. También actué como su anfitrión en el banquete, y cuando éste terminó volví a colocarlo a mi derecha, cuando lo llevamos a su casa, a la luz de las antorchas.
Aulo se mostró muy agradecido por esto, pero aún más agradecido, según me dijo en privado, por haber acallado el escándalo de su esposa y el ágape cristiano (los adictos de esa secta judía eran llamados ahora cristianos), y por haberla dejado a su cargo. Dijo que cuando una mujer se separa inevitablemente de su esposo (su salud no le había permitido ir a Bretaña), puede llegar a sentirse sola, y entonces le pasan extrañas fantasías por la cabeza y resulta fácil presa de los charlatanes religiosos, en especial de los de tipo judío y egipcio. Pero era una buena mujer y una buena esposa, y él confiaba en que pronto se curaría de estas tonterías. Tenía razón. Dos años más tarde arresté a todos los principales cristianos de Roma, junto con todos los misioneros judíos ortodoxos, y los expulsé del país, y la esposa de Aulo me fue de gran ayuda para encontrarlos a todos.
El principal atractivo emocional del cristianismo consistía en que ese Josué, o Jesús, según se decía, se había levantado de entre los muertos, como ningún hombre había hecho hasta entonces, salvo en las leyendas. Después de ser crucificado, visitó a sus amigos, en apariencia sin haber sufrido nada con su experiencia, y comió y bebió para demostrar que no era una visión, y luego ascendió al cielo en una llamarada de gloria. Y por lo demás no había prueba alguna de que todo eso fuese verdad, porque en realidad, después de la crucifixión se había producido un temblor de tierra que desplazó una pesada piedra de la boca de la tumba donde se había colocado el cadáver. Los guardias huyeron, presa de pánico, y cuando regresaron el cadáver había desaparecido. Era evidente que alguien lo había robado. En cuanto una historia como ésta comienza a circular en Oriente, es difícil detenerla, y habría sido indigno argumentar contra su absurdo en un edicto público. Pero publiqué una enérgica orden en Galilea, donde los cristianos eran más numerosos, según la cual la violación de las tumbas era convertida en un delito capital. Pero no debo perder más tiempo en relación con estos ridículos cristianos; tengo que continuar con mi relato.
Debo hablar de tres letras que agregué al alfabeto romano, y de los grandes Juegos Seculares que celebré, y del Censo de ciudadanos romanos que realicé, y de mi resurrección de las antiguas artes religiosas de la adivinación, que para entonces habían caído en el olvido,, y de varios importantes edictos y leyes que presente para que el Senado promulgase. Pero quizá será mejor terminar brevemente mi relato de Bretaña, ahora que Aulo Plaucio ha vuelto al hogar. Lo que sucedió allí luego no interesará mucho a mis lectores. Envié a cierto Ostorio a ocupar el lugar de Aulo, y tuvo grandes dificultades. Plaucio había completado la conquista de la llanura de Bretaña del sur, pero como digo, las tribus montañesas de Gales y los belicosos hombres de las tierras centrales del norte insistían en hacer incursiones dentro de las fronteras de la nueva provincia. Caractato se había casado con la hija del rey de Gales del sur, y dirigía su ejército en persona. Cuando llegó Ostorio, anunció que desarmaría a todos los británicos de cuya lealtad sospechase. De tal modo quedaría en libertad de enviar sus fuerzas principales contra las tribus que habitaban más allá de la frontera, dejando sólo pequeñas guarniciones a sus espaldas. Este anuncio fue recibido en general con gran resentimiento y los icenios, que eran libres aliados nuestros,' entendieron que la norma del desarme se aplicaría también a ellos. Esto provocó un repentino levantamiento, y en Colchester Ostorio se encontró amenazado por un gran ejército de tribus del noreste, sin un solo regimiento regular a mano. Todos se encontraban en el centro o en el lejano oeste de la isla, y sólo tenía consigo a franceses y bata vos.
Decidió correr el riesgo de una batalla inmediata y resultó victorioso. La confederación icenia pidió la paz y se le concedió en términos leves, y luego Ostorio llevó sus ejércitos regulares hacia el norte, anexionó todas las tierras del centro y se detuvo en las fronteras de los brigantios. Los brigantios son una salvaje y poderosa federación de tribus que ocupan el norte de la isla, hasta su punta más estrecha. Más allá de ellos, la salvaje tierra montañosa que vuelve a extenderse, inexplorada y terribk, a lo largo de otros cientos de kilómetros, es habitada por esos espantosos pelirrojos, los goidels. Ostorio llevó a cabo una expedición contra el río Dee, al oeste, y saqueó el valle de esc río, que fluye hacia el norte hasta el mar de Irlanda, cuando se enteró de que los brigantios avanzaban a sus espaldas. Se volvió y derrotó a una fuerza considerable de éstos, capturó a varios cientos de hombres, incluso a nobles de primera fila y a un hijo del rey. El rey de los brigantios se comprometió a diez años de paz honorable, si se le devolvían los prisioneros, y Ostorio lo aceptó, pero mantuvo al príncipe y a cinco nobles como rehenes, con el título de huéspedes. Entonces quedó en libertad para llevar a cabo operaciones en las colinas de Gales, contra Caractato. Utilizó tres de sus cuatro regimientos regulares, dejando uno de ellos en Caerleon, sobre el Usk, y dos en Shrewsbury, sobre el Severn. El resto de la isla sólo quedó guarnecido por auxiliares, con la excepción del Noveno, acantonado en Lincoln, y de una colonia de veteranos cuyo plazo bajo banderas había expirado, en Colchester, donde se les concedieron tierras, ganado y cautivos para trabajar para ellos. Esta colonia fue el primer municipio romano en Bretaña, y yo envié una carta sancionando la fundación, en el lugar, de un templo al dios Augusto.
Ostorio necesitó tres años para someter a Gales del sur y el centro. Caractato era un enemigo valiente, y cuando se vio obligado a ascender hacia el norte de Gales con el resto de su ejército, consiguió encender a las tribus de allí con su propia valentía. Pero eventualmente Ostorio lo derrotó en el último combate, en el cual también él tuvo grandes pérdidas, y capturó a su esposa, su hija, un cuñado y dos de sus sobrinos en el campamento británico. El propio Caractato se abrió paso combatiendo hacia el nordeste, en una desesperada acción de retaguardia, y apareció unos días después en la corte de la reina de los brigantios (su padre, el rey, había muerto y ella era la única sobreviviente de la casa real, aparte del príncipe que se encontraba en manos de Ostorio como rehén, de modo que la nombraron reina). La instó a que continuara la guerra, pero ella no era una tonta. Lo hizo encadenar y lo envió a Ostorio como prueba de su lealtad al juramento que su padre había hecho. En recompensa Ostorio le envió los nobles rehenes, con uno de los cuales ella se casó. Ejecutó a su hermano el príncipe, porque se sabía que había demostrado cobardía en el campo de batalla, a diferencia de su nuevo esposo, que sólo fue capturado después de recibir siete heridas y eliminar a cinco soldados romanos. Esta reina, cuyo nombre es Cartimandua, había demostrado ser una fidelísima aliada. Riñó con su esposo porque éste dijo que no se consideraba obligado por el juramento del viejo rey a mantener la paz con nosotros. No pudo convencer a los brigantios de que nos hiciesen la guerra, de modo que bajó a Gales del sur e inició allí una nueva rebelión. Nuestra guarnición de Caerleon fue repentinamente atacada por una gran fuerza. Los enemigos fueron derrotados, pero entre nuestras pérdidas se encontraban un comandante de batallón y ocho capitanes del Segundo. No mucho después de esto, dos batallones de auxiliares franceses, que forrajeaban, fueron sorprendidos y aniquilados. Ostorio, agotado por tres años de incesantes luchas, se tomó muy a pecho estos reveses; cayó enfermo y murió, el pobre, aunque le habría sido de algún consuelo saber que antes de ello le fueron concedidos ornamentos triunfales. Esto fue hace dos años. Envié a un general llamado Didio para hacerse cargo de la provincia, pero mientras se encontraba en camino el Decimocuarto fue derrotado en un combate y tuvo que retirarse de su campamento, dejando prisioneros en manos del enemigo.
El esposo de Cartimandua abandonó entonces Gales del sur y atacó a la propia Cartimandua, quien se había ganado su resentimiento al hacer ejecutar a dos de sus hermanos que intrigaban contra ella. Cartimandua pidió ayuda a Didio, y éste le envió cuatro batallones del Noveno y dos de bátavos. Con ellos y con sus .propias fuerzas derrotó a su esposo, lo capturó y le hizo jurar vasallaje a el y amistad a los romanos; luego le perdonó, y reinan ahora juntos, en apariencia con gran amistad. Desde entonces no ha habido incursiones en la frontera. Entretanto Didio estableció el orden en Gales del sur.
Permítaseme, entonces, que abandone ahora mi provincia de Bretaña, que nos ha costado tantos hombres y dinero y que hasta ahora ha dado tan pocos frutos, a no ser en términos de gloría. Pero considero la ocupación como una buena inversión para Roma, a la larga, y si tratamos a los nativos con justicia y buena fe, se convertirán en aliados y, eventualmente, en valiosos ciudadanos. Las riquezas de un país no residen sólo en los cereales, los metales y el ganado. Lo que más necesita el imperio son hombres, y si puede aumentar sus recursos por medio de la anexión de un país en el que existe una raza honrada, bélica e industriosa, ello constituye mejor adquisición que cualquier isla de especias de la India o cualquier territorio aurífero del Asia central. La fe que la reina Cartimandua y sus hombres han demostrado, y la valentía del rey Caractato en la adversidad, son los augurios más dichosos posibles para el futuro. Caractato fue llevado a Roma, y yo decreté un día de asueto general para celebrar su llegada. Toda la ciudad salió a contemplarlo. La división de la guardia desfiló fuera del campamento, y yo me senté en una plataforma de tribunal levantada para la ocasión ante las puertas del campamento. Sonaron las trompetas y a la distancia apareció una pequeña procesión avanzando hacia mí. Primero llegó un destacamento de soldados capturados luego los thengs de la casa de Caractato, luego carros repletos de arreos y collares y armas —no sólo del propio Caractato, sino de todo lo que había conquistado en las guerras con sus vecinos, capturado en el campamento de Cefn Carnedd—; luego la esposa, la hija, el cuñado y los sobrinos de Caractato, y finalmente éste mismo, con la cabeza bien alta, y sin mirar ni a la derecha ni a la izquierda, hasta que llegó a mi plataforma. Allí efectuó una digna reverencia y pidió permiso para hablarme. Le concedí el permiso y me habló en forma franca y noble, y en un latín tan notablemente fluido, que casi le tuve envidia. Soy muy mal orador, y siempre me embrollo en las frases que pronuncio.
—César, me ves aquí encadenado, ante ti, pidiendo por mi vida, después de haber resistido las armas de tu país durante siete largos años. Fácilmente habría podido resistir otros siete años más si no hubiese confiado en que la reina Cartimandua respetaría el sagrado derecho de los huéspedes de nuestra isla. En Bretaña, cuando un hombre pide hospitalidad en una casa, se le da la sal y el pan y el vino, y el anfitrión se hace entonces responsable de la vida de su huésped con la propia. En una ocasión un hombre se refugio en la corte de mi padre Cimbelino y, después de haber comido su sal, se reveló como el asesino de mi abuelo. Pero mi padre dijo: «Eres mi invitado, no puedo hacerte daño». Al encadenarme y enviarme aquí, la reina Cartimandua hizo más para honrarte a ti como su aliado, que para honrarse a sí misma como reina de los brigantios. Hago confesión voluntaria de mis faltas. La carta que mi hermano Togodumno te envió y que yo le pedí que te enviara, fue tan tonta como descortés. Entonces éramos jóvenes y orgullosos, y confiando en habladurías, subestimamos el poderío de tus ejércitos romanos, la lealtad de tus generales y tus propias grandes cualidades como comandante. Si yo hubiese igualado la gloria de mi linaje y de mis propias hazañas con una conveniente moderación en la prosperidad, sin duda habría entrado en esta ciudad como amigo y no como cautivo. Y tú no habrías desdeñado recibirme como a un monarca, como a un hijo de mi padre Cimbelino, a quien tu dios Augusto honró como a un aliado, y jefe, como él, de muchas tribus conquistadas. Por mi prolongada resistencia contra ti, una vez que descubrí que estabas dispuesto a conquistar mi reino y el reino de mis aliados, no tengo disculpas que ofrecer. Contaba con hombres y armas, carros y caballos y tesoros. ¿Te extraña que no me sintiese dispuesto a separarme de ellos? Los romanos tienen la intención de llevar su dominio a todo el género humano, pero de ello no se sigue que todo el género humano acepte de inmediato ese dominio. Primero tiene que demostrar su derecho a gobernar, y demostrarlo con la espada. La guerra entre nosotros ha sido una guerra larga, César, y tus ejércitos me han perseguido de tribu en tribu, de fortaleza en fortaleza, y yo les he cobrado un severo tributo. Pero ahora he sido capturado y la victoria es tuya, finalmente. Si me hubiese rendido a tu teniente Aulo Plaucio, en el primer encuentro en el Med-way, habría sido un enemigo indigno de ese nombre, y Aulo Plaucio no hubiese tenido que enviarte a buscar y tú jamás habrías celebrado tu merecido triunfo. Por lo tanto, respeta a tu enemigo, ahora que está humillado, concédele la vida, y tu noble clemencia jamás será olvidado, ni por tu propio país ni por el mío. Bretaña reverenciará la clemencia del vencedor, si Roma aprueba la valentía del vencido. Llamé a Aulo.
—Por mi parte estoy dispuesto a dejar en libertad a este valiente rehén. Restablecerlo en su trono en Bretaña sería considerado en todas partes como una debilidad, de modo que no puedo hacerlo. Pero estoy dispuesto a permitirle que permanezca aquí, en Roma, como huésped de la ciudad, con una pensión adecuada a sus necesidades, y también liberar a su familia y a los thengs de su casa. ¿Qué dices?
—César —respondió Aulo—, Caractato ha demostrado ser un enemigo valiente. No ha torturado ni ejecutado prisioneros, ni envenenado pozos; ha luchado limpiamente y mantenido sus convicciones. Si lo pones en libertad me enorgulleceré de estrecharle la mano y ofrecerle mi amistad.
Puse en libertad a Caractato. Este me agradeció con gravedad:
—Deseo para todos los ciudadanos romanos un corazón como el tuyo.
Esa noche él y su familia cenaron en palacio. Aulo también estuvo presente, y los viejos veteranos volvimos a librar la batalla de Brentwood, mientras el vino circulaba. Le dije a Caractato cuan cerca estuvimos de encontrarnos en un conflicto personal. El rió y dijo:
—¡Si lo hubiese sabido! Pero si todavía estás ansioso por luchar, soy tu hombre. ¿Mañana por la mañana, en el campo de Marte, tú en tu yegua y yo a pie? La disparidad de nuestras edades hará que eso sea justo.
Desde entonces otra afirmación suya se ha vuelto famosa:
—No puedo entender, señores, cómo gobernantes de una ciudad tan gloriosa como ésta, con casas como riscos de mármol, con tiendas como tesoros reales, con templos como los sueños de que hablan nuestros druidas cuando vuelven de sus visitas mágicas al Reino de la Muerte, pueden albergar en sus corazones la codicia de nuestras pobres chozas isleñas.