Bretaña está situada al norte, pero su clima, aunque muy húmedo, no es tan frío como sería de esperar. Adecuadamente drenado, el país sería muy fructífero. Los habitantes aborígenes, un pueblo pequeño, de cabello negro, fueron desposeídos por la época de la fundación de Roma, por una invasión de los celtas del sureste. Algunos todavía se conservan independientes en pequeños caseríos de montañas o ciénagas inaccesibles. Los demás se convirtieron en siervos y mezclaron su sangre a la de los conquistadores. Uso la palabra «celtas» en el sentido más general, para denotar a las muchas naciones que aparecieron en Europa en el trascurso de los últimos siglos, en avance hacia el oeste desde alguna remota región ubicada al norte de las montañas de la India. Algunas autoridades sostienen que salieron de esa región, no por amor al vagabundeo o por presión de tribus más fuertes sobre sus fronteras, sino por una lenta catástrofe natural a gran escala, por la desecación gradual de inmensas extensiones de tierras fértiles que hasta entonces los mantuvieron. Entre esos celtas, si se quiere que la palabra tenga alguna significación verdadera, debo incluir no sólo a la mayoría de los habitantes de Francia —pero los aquitanios son aborígenes ibéricos— y a las muchas naciones de Germania y los Balcanes, sino también a los griegos aqueos, que se establecieron durante un tiempo en el valle del Danubio superior antes de dirigirse rumbo al sur, hacia Grecia. Sí, los griegos son relativamente recién llegados a Grecia. Desplazaron a los pelasgos nativos, que derivaron su cultura de Creta, y trajeron nuevos dioses consigo, siendo Apolo el principal de ellos. Esto sucedió no mucho antes de la guerra de Troya. Los griegos dorios llegaron más tarde aún: ochenta años después de la guerra de Troya. Otros celtas de la misma raza invadieron Francia e Italia más o menos por la misma época, y el idioma latino deriva de su habla. También entonces se produjo la primera invasión céltica de Bretaña. Estos celtas, cuyo lenguaje es afín al latín primitivo, eran llamados goidels; eran una raza de elevada estatura, cabellos claros, miembros largos, jactanciosos, excitable pero noble, dotada en todas las artes, incluso en el trabajo del metal, los tejidos, la música y la poesía. Todavía sobreviven, en Bretaña del norte, en el mismo estado de civilización que los versos de Homero inmortalizaron para los griegos, ahora tan cambiados.
Cuatrocientos o quinientos años después apareció otra nación céltica en Europa septentrional: las tribus que llamamos gálatas. Invadieron Macedonia después de la muerte de Alejandro, y cruzaron hacia el Asia Menor, ocupando la región que ahora se llama Galacia. También entraron en la Italia del norte, donde quebraron el poder de los etruscos, y llegaron hasta Roma, donde nos derrotaron en Alia e incendiaron nuestra ciudad. Esta misma nación ocupó la mayor parte de Francia, si bien sus predecesores se mantuvieron en el centro, el noroeste y el sureste. Estos gálatas eran también un pueblo dotado. Si bien inferiores en artes a los celtas primitivos, están más unidos en espíritu y son mejores combatientes. Son de mediana estatura, cabellos castaños o negros, barbilla redondeada y nariz recta. Por la época del desastre de Alia algunas tribus de esta nación invadieron Bretaña por la vía de Kcnt, el distrito sureste de la isla, y obligaron a los goidels a abrirse en abanico ante ellos, de modo que ahora sólo se los encuentra —a no ser como siervos— en el norte de Bretaña y en la isla vecina de Irlanda. Los gálatas que invadieron Bretaña fueron conocidos con el nombre de britanos, u hombres pintados, porque usaban marcas de casta, de tinte azul, en su cara y cuerpo, y han dado su nombre a toda la isla. Pero 200 años más tarde llegó una tercera raza de celtas que avanzaron por el Rhin, desde la Europa central. Eran el pueblo al que llamamos belgas, los mismos que ahora están establecidos a lo largo de la costa del Canal y a los que se conoce como los mejores combatientes de Francia. Son una raza mixta, afín a los gálatas, pero con sangre germana en sus venas. Tienen cabellos claros, barbilla grande y nariz aguileña. Invadieron Bretaña por Kent y se establecieron en toda la parte sur de la isla, con la excepción del extremo suroeste, que todavía estaba ocupado por los britones y sus siervos goidels. Los belgas se mantuvieron en estrecho contacto con sus compatriotas del otro lado del Canal (uno de sus reyes gobernó los territorios situados a ambos lados de las aguas), comerciaron con ellos constantemente e incluso les enviaron ayuda armada en sus guerras contra Julio César, lo mismo que en el suroeste los britones comerciaban con sus compatriotas, los gálatas del Loira, y les enviaban ayuda.
Esto en cuanto a las razas de Bretaña. Y ahora hablemos de la historia de su contacto con el poder de Roma. La primera invasión de Bretaña fue llevada a cabo por Julio César hace 108 años. Había encontrado a numerosos britones combatiendo en las filas de sus enemigos, los belgas y los gálatas del Loira, y se le ocurrió que ahora había que enseñarle a la isla a respetar el poder de Roma. No podía abrigar la esperanza de mantener pacificada a Francia mientras Bretaña siguiese siendo un refugio seguro para sus enemigos más empecinados y un punto de partida para las tentativas de recuperar la independencia de su país. Además, por motivos políticos, quería lograr una notable victoria militar para contrarrestar las victorias de su colega Pompeyo. Sus victorias en España y Francia habían sido una respuesta a las de Pompeyo en Siria y Palestina, y una campaña en la distante Bretaña podía superar las hazañas de Pompeyo entre las remotas naciones del Cáucaso. En último término, necesitaba dinero. Los comerciantes del Loira y los del Canal parecían prosperar en sus relaciones con Bretaña, y Julio quería el mercado para sí, luego de cobrar un fuerte tributo a los isleños. Sabía que en Bretaña había oro, porque las piezas de oro de allí circulaban libremente en Francia. (De paso, era una moneda interesante. El modelo original era la moneda primitiva de Filipo de Macedonia, que había llegado a Bretaña por el Danubio y el Rhin, pero el diseño se había borrado de tal manera con el trascurso del tiempo, que de los dos caballos de la carroza sólo quedaba uno, en tanto que el conductor y la carroza misma se habían convertido en un simple perfil. De la cabeza de Apolo, coronada de laurel, sólo quedaba el laurel.) En rigor, Bretaña no es particularmente rica en oro, y si bien las minas de estaño del suroeste fueron otrora de importancia —los cartagineses comerciaron con ellas— y todavía funcionan, la principal provisión de estaño de Roma proviene ahora de las islas estañíferas frente a la costa de Galicia. En Bretaña hay plata, y cobre y plomo, y existen importantes explotaciones de hierro en la costa sureste, y perlas de agua dulce, de buena calidad, aunque pequeñas y sin comparación con la variedad oriental. No hay ámbar, aparte del lanzado a la playa por las mareas —viene del Báltico—, pero sí un muy buen azabache, y otras valiosas mercancías de exportación, entre ellas esclavos, pieles, lana, lino, animales domésticos, bronces esmaltados, tinte azul, cestos de mimbre y cereales. Lo que más le interesaba a Julio era el oro y los esclavos, aunque sabía que los esclavos que conseguiría en la isla no eran de una calidad muy especialmente elevada, porque las mujeres no son en modo alguno seductoras y tienen un temperamento feroz, en tanto que los hombres, que son excelentes cocheros, sólo están adaptados para los más rudos trabajos de campo. No podía esperar encontrar entre ellos cocineros, joyeros, músicos, barberos, secretarios o cortesanos consumados. El precio promedio que obtendría por ellos en Roma no sería superior a cuarenta piezas de oro.
Invadió dos veces Bretaña por el sudeste, lo mismo que habían hecho a su vez los goidels, britanos y belgas.
En la primera ocasión los britones le disputaron calurosamente el desembargo y combatieron con brío, de manera que, aparte de algunos rehenes que tomó a los hombres de Kent, logró muy poca cosa, salvo un avance de unos quince kilómetros tierra adentro. Pero en la segunda ocasión, aprovechando sus experiencias, desembarcó con un gran ejército de 20.000 hombres, cuando en la primera invasión sólo había llevado 10.000. Marchó desde Sandwich, una punta cercana a la costa francesa, a lo largo de la orilla meridional del estuario del Támesis, forzando primero el paso del río Stour y luego el del Támesis, cerca de Londres. Se dirigía al territorio de los catuvelaunios, una tribu belga cuyo rey se había convertido en el jefe de varios reyezuelos del sur y el este de la isla; su ciudad capital era Wheathampstead, a unos cuarenta kilómetros al nordeste de Londres. Cuando digo «ciudad» no me refiero, por supuesto, a una ciudad en el sentido greco-romano, sino a un gran caserío de chozas de barro y paja, y unas pocas chozas de piedra sin desbastar. Este rey Casivelauno fue el que organizó la resistencia contra Julio, pero descubrió que si bien su caballería y sus carros de guerra eran superiores a la caballería francesa que Julio había llevado consigo, su infantería no podía competir contra la infantería romana. Decidió que su mejor táctica consistía en prescindir por completo de la infantería, y con la caballería y los carros de guerra impedir que el ejército romano se desplegara. Julio descubrió que no podía enviar grupos forrajeadores, salvo en unidades compactas y con apoyo de la caballería. Los carros británicos habían perfeccionado la técnica de sorprender y aislar a los rezagados y grupos pequeños. Mientras el ejército romano permaneciera formado en columnas de marcha, el daño que pudiera infligir incendiando trigales y villorios no era de mayor importancia, y los britones tenían tiempo de sobra para llevar sus mujeres, niños y ganado a un lugar seguro. Pero una vez que se encontró al otro lado del Támesis, Julio tuvo el apoyo de algunos tribeños que recientemente habían sido derrotados por sus enemigos, los catuvelaunios. Eran los trinovantes, que vivían al noroeste de Londres, con Colchester como su capital. Un príncipe exilado de los trinovantes, cuyo padre había sido muerto por Casivelauno, había pedido protección a Julio en Francia, antes de que comenzara la expedición, y se había comprometido, si Julio invadía el territorio de los catuvelaunios, a levantar toda la costa este en su apoyo. Cumplió con su compromiso, y Julio contó entonces con una base segura en territorio trinovante. Después de reavituallarse allí, reanudó su marcha sobre Wheathampstead.
Casivelauno sabía que ahora tenía pocas esperanzas de victoria, a menos de que, por medio de alguna diversión, pudiera obligar a Julio a volver sobre sus pasos. Envió un urgente mensaje a sus subditos aliados, los hombres de Kent, pidiéndoles que se levantasen en masa y atacasen el campamento de base de Julio. Este ya había sido detenido, poco después de desembarcar, por la noticia de que una tormenta había hecho naufragar algunos de sus trasportes, que olvidó de encallar en la bahía y dejó anclados. Se vio obligado a volver desde el Stour y necesitó diez días para reparar los daños, cosa que proporcionó a los britones la oportunidad de reocupar y fortificar las posiciones que aquél había capturado con alguna dificultad. Si los hombres de Kent consentían en atacar el campamento de base, que estaba defendido sólo por 2.000 hombres y 300 de caballería, y si lograban capturarlo y apoderarse de la flota, entonces Julio quedaría atrapado y la isla toda se levantaría contra los romanos... Los propios trinovantes abandonarían a sus nuevos aliados. Los hombres de Kent atacaron en masa el campamento de base, pero fueron rechazados con fuertes pérdidas. Al enterarse de la noticia de esta derrota, los aliados de Casivelauno que no lo habían hecho aún enviaron embajadas de paz a Julio. Pero éste marchaba ahora sobre Wheathampstead, ciudad a la que tomó por medio de un ataque simultáneo sobre dos de sus frentes. Esta fortaleza era un gran anillo de obras de tierra, protegido por bosques y grandes zanjones y empalizadas, y era considerada inexpugnable. Servía como lugar de refugio para todos los miembros de la tribu que eran demasiado viejos o demasiado jóvenes para combatir. Se capturaron en ella inmensas cantidades de ganado y cientos de prisioneros. Si bien su ejército no había sido derrotado aún, Casivelauno se vio obligado a pedir la paz. Julio le concedió condiciones sencillas, porque ya no quedaba mucho del verano y porque estaba ansioso por volver a Francia, donde amenazaba con estallar una rebelión. A los catuvelaunios se les pidió que entregasen a ciertos hombres y mujeres principales como rehenes, que pagasen un tributo anual en oro al pueblo romano y que prometiesen no molestar a los trinovantes. Por lo tanto Casivelauno pagó a Julio una cuota del tributo y le entregó los rehenes, lo mismo que hicieron los reyes de las demás tribus, salvo los trinovantes y sus aliados de la costa este, que habían ofrecido ayuda voluntariamente a Julio. Este regresó a Francia con sus prisioneros y con todo el ganado que no pudo vender barato a los trinovantes para ahorrarse el trabajo de ponerlo a salvo al otro lado del canal.
La rebelión estalló en Francia dos años después, y Julio estuvo tan ocupado aplastándola, que no pudo disponer de hombres para una tercera expedición a Bretaña, aunque Casivelauno había dejado de pagar el tributo en cuanto le llegaron noticias de la rebelión, y aunque envió ayuda a los insurgentes de Francia. Poco después de esto estalló la guerra civil, y si bien cuando terminó ésta se planteó de vez en cuando el problema de la invasión a Bretaña, siempre hubo buenos motivos para posponerla, por lo general perturbaciones en la frontera del Rhin. Nunca se pudo contar con fuerzas suficientes. Eventualmente Augusto decidió no ampliar los límites del imperio más allá del canal. Se dedicó, por el contrario, a civilizar a Francia, las provincias del Rhin y las partes de Germania capturadas por mi padre al otro lado del Rhin. Cuando perdió a Germania, después de la rebelión del Rhin, estuvo aún menos dispuesto a agregar Bretaña a sus preocupaciones. En una carta a mi abuela Livia, fechada en el año de mi nacimiento, opinaba que hasta que los franceses estuviesen preparados para la ciudadanía romana y hasta que se pudiese confiar en que no se rebelarían en ausencia de una parte del ejército romano de defensa, no estaría políticamente justificada una invasión de Bretaña:
Pero también opino, mi queridísima Livia, que Bretaña tiene que ser eventualmente convertida en una provincia de frontera.
Es poco seguro permitir que una isla tan cercana a Francia y habitada por una población tan feroz y numerosa, se mantenga independiente. Mirando hacia el futuro, puedo ver a Bretaña convertida en una nación tan civilizada como lo es hoy Francia del sur. Y pienso que los isleños, que son racialmente afines a nosotros, llegarán a ser mucho mejores romanos de lo que jamás hemos conseguido hacer de los germanos, que a pesar de su aparente docilidad y disposición a aprender nuestras artes, me parecen de mentalidad más ajena a la nuestra que los moros o los judíos. No puedo explicar mis sentimientos, como no sea diciendo que han sido demasiado rápidos para aprender; y ya conoces el proverbio: «Quien aprende pronto olvida pronto». Podrás pensar que es una tontería que escriba sobre los británicos como si ya fuesen romanos, pero resulta interesante especular acerca del futuro. No hablo de lo que suceda dentro de veinte años, o aun dentro de cincuenta años, pero concediendo a los franceses cincuenta años para estar listos para la ciudadanía y veinte años, más o menos, para la total subyugación de Bretaña, quizá dentro de cien años Italia esté estrechamente unida al archipiélago británico y (no sonrías) nobles británicos ocupen escaños en el Senado romano. Entretanto debemos continuar con nuestra política de penetración comercial. Ese rey Cimbelino, que ahora se ha convertido en el jefe de la mayor parte de la isla, concede una generosa bienvenida a los comerciantes romano-franceses, e incluso a los médicos griegos, en especial oculistas, porque los británicos parecen sufrir mucho de oftalmía, debido a los pantanos del país. Y sus monederos romanos le acuñan hermosas monedas de plata —la moneda de oro sigue siendo bárbara—, y está en contacto amistoso con nuestros gobernadores de Francia. El comercio británico ha aumentado grandemente en los últimos años. Se me dice que en la corte de Cimbelino en Colchester se habla tanto latín como británico.
En este contexto puedo citar al historiador Estrabón, que hacía notar, a principios del reinado de Tiberio:
En nuestros días algunos príncipes de Bretaña han logrado la amistad de César Augusto por medio de sus embajadas y atentas cortesías. Incluso enviaron ofrendas votivas al templo de Júpiter Capitolino y convertido casi toda la isla, por así decirlo, en suelo natal para los romanos. Pagan tasas aduaneras muy moderadas por sus exportaciones a Francia y por sus importaciones, estando compuestas estas últimas, en su mayor parte, por brazaletes, collares, ámbar, artículos de vidrio y cosas por el estilo.
Estrabón incluye luego en las exportaciones el oro, plata, hierro, pieles, esclavos, perros de caza, cereales y ganado. Sus conclusiones —inspiradas, creo, por la propia Livia— son las siguientes:
Por consiguiente los romanos no necesitan una guarnición en la isla. Se necesitaría por lo menos un regimiento de infantería, apoyado por caballería, para obligarlos a pagar tributos. Pero el costo del mantenimiento de la guarnición allí sería tanto como el tributo recibido, y la imposición del tributo exigiría la rebaja de las tasas aduaneras, y además de ello habría considerables riesgos militares concomitantes con la política de sometimiento por la fuerza.
Ese cálculo de «por lo menos un regimiento de infantería» era demasiado modesto. «Por lo menos cuatro regimientos» habría estado más cerca de la realidad. Augusto nunca formuló el problema del pago interrumpido del tributo como un abuso de confianza de los catuvelaunios, ni protestó contra la subyugación de los innovantes por Cimbelino. Este Cimbelino era un nieto de Casivelauno, y reinó durante cuarenta años. Los últimos años de su reinado estuvieron turbados, como parece ser el destino de los gobernantes ancianos, por problemas de familia. Su hijo mayor trató de apoderarse del trono, pero huyó a Francia, donde se puso bajo la protección de Calígula. Le pidió su ayuda para una invasión de Bretaña, comprometiéndose a reconocer la soberanía de Roma si llegaba al trono de su padre. Calígula envió en el acto despachos al Senado, informándole de la rendición de la isla, y luego marchó a Boulogne, al frente de un enorme ejército, como para comenzar la invasión sin un momento de demora. Pero era un hombre nervioso y temía ahogarse en el canal, donde las mareas eran muy altas, o ser muerto en un combate o capturado y quemado en una imagen votiva de mimbre. Por lo tanto anunció que como Bretaña se había sometido en la persona de su príncipe, la expedición era superflua. En lugar de ello lanzó su ataque contra Neptuno; ordenó a sus tropas que arrojaran flechas y jabalinas y piedras al agua, tal como he descrito, y que recogiesen conchas marinas como botín. Llevó al príncipe a Roma, encadenado, y luego de celebrar su triple triunfo sobre Germania, Bretaña y Neptuno, lo hizo ejecutar como castigo por el tributo impagado por su padre, por el cobarde ataque de su padre contra los innovantes y por la ayuda enviada por ciertas tribus británicas a los rebeldes de Autun, en el octavo año del reinado de Tiberio.
La muerte de Cimbelino se produjo en el mismo mes que la de Calígula y rué seguida por la guerra civil. El príncipe de más edad, de nombre Berico, fue proclamado rey, pero era un hombre por quien ni los hombres de su tribu ni sus subditos aliados mostraban respeto. Sus dos hermanos menores, Caractato y Togodumno, se rebelaron contra él un año más tarde y le obligaron a huir al otro lado del canal. Vino a verme a Roma y me pidió ayuda del mismo modo que su hermano la había pedido a Calígula. No le hice promesas, pero le permití vivir en Roma, con su familia y unos pocos nobles que lo habían acompañado.
Togodumno, que ahora reinaba conjuntamente con Caractato, había sido informado por mercaderes que yo no era un soldado, sino un viejo tonto y cobarde que escribía libros. Me envió una carta insolente exigiendo la inmediata devolución de Berico y los otros exiliados, junto con las insignias sagradas —trece objetos mágicos, una corona, una copa, una espada, etc.—, que Berico había llevado a Roma consigo. Si Togodumno hubiese escrito en tono cortés, yo le habría contestado de la misma manera y devuelto por lo menos las insignias, que en apariencia eran necesarias para la adecuada coronación de un rey catuvelaunio. Dadas las circunstancias, repliqué con laconismo que no estaba acostumbrado a que se me tratara con tanta irrespetuosidad y que, por consiguiente, no me sentía obligado a hacerle favor alguno. Me contestó, con más insolencia aún, que no decía la verdad, porque hasta hacía muy poco tiempo todos, incluso los miembros de mi propia familia, me trataban con irrespetuosidad; y que como me negaba a obedecerle, había detenido todos los barcos mercantes de propiedad romana en sus puertos y los retendría como rehenes hasta que le diese lo que exigía. No me quedaba más remedio que declarar la guerra. Los franceses me habrían perdido todo el respeto, si hubiese vacilado. Tomé mi decisión con toda independencia de Herodes aunque su burlona carta parecía coincidir con ella.
Tenía además otras razones para hacer la guerra. Una era la de que había llegado el momento previsto por Augusto: me encontraba a punto de conceder la ciudadanía romana a grandes cantidades de nuestros aliados franceses más civilizados, pero el único elemento de Francia septentrional que obstaculizaba el avance ordenado de la civilización era el culto druídico, una religión mágica que todavía se mantenía viva, a pesar de todo lo que pudiésemos hacer para desalentarla o reprimirla, gracias a colegios de adiestramiento druídico de Bretaña, de donde había sido originariamente importada. Los jóvenes franceses iban a Bretaña para su educación mágica, con tanta naturalidad como los jóvenes españoles van a Roma a estudiar leyes o los jóvenes romanos a Atenas a estudiar filosofía o los jóvenes griegos a Alejandría a estudiar cirugía. El druidismo no podía ser reconciliado con facilidad con el culto religioso griego o romano, ya que implicaba sacrificios humanos y nigromancia, y en consecuencia los druidas, aunque no eran guerreros sino sólo sacerdotes, fomentaban continuamente la rebelión contra nosotros. Otro motivo para la guerra era el de que el reinado dorado de Cimbelino había terminado. Me enteré de que Togodumno y Caractato estaban a punto de enzarzarse en lucha contra sus vecinos del nordeste, los icenios, y con dos tribus sometidas de la costa sur, de manera que el comercio regular con Bretaña quedaría interrumpido durante un tiempo si no intervenía. Ahora podía contar con la ayuda de los icenios y de las otras tribus, para no hablar de los mercaderes que cruzaban el canal, de modo que la oportunidad parecía demasiado buena para pasarla por alto.
Es conveniente ofrecer aquí una breve exposición de las principales características del druidismo, religión que parece ser una fusión de creencias célticas y aborígenes. No garantizo que los detalles sean ciertos, porque los informes son contradictorios. No se permite que ninguna tradición druídica sea consignada por escrito, y se amenaza con terribles castigos a los que revelen aun los misterios de menor importancia. Mi relato se basa en las declaraciones de destacados apóstatas de la religión, pero entre ellos no hay ningún sacerdote druida. Jamás se ha conseguido convencer a un druida consagrado de que revelase los misterios íntimos, ni siquiera bajo tortura. La palabra «druida» significa «hombre del roble», porque ése es su árbol sagrado. Su año sacro comienza con los renuevos del roble y termina con la caída de sus hojas. Hay un dios llamado Tanaro, cuyo símbolo es el roble. El es quien por medio de un rayo engendra el muérdago en la rama del roble, que es el remedio soberano contra la brujería y todas las enfermedades. También hay un dios del sol llamado Mabon, cuyo símbolo es un toro blanco. Y luego está Lug, dios de la medicina, la poesía y las artes, cuyo símbolo es la serpiente. Pero todos ellos son la misma persona, un dios de la Vida en la Muerte, adorado bajo distintos aspectos, lo mismo que Osiris en Egipto. Así como Osiris es ahogado todos los años por un dios de las aguas, así esta triple deidad es matada todos los años por el dios de la Oscuridad y el Agua, su tio Nodons, y devuelto a la vida por el poder de su hermana Sulis, la diosa de la Curación, que corresponde a Isis. Nodons se manifiesta por una monstruosa ola de agua, de tres metros y medio de alto, que a intervalos regulares llega a la boca del Severn, el principal de los ríos del oeste, causando grandes destrucciones en las cosechas y las chozas hasta cincuenta kilómetros tierra adentro. La religión druídica no es practicada por las tribus como tales, porque son unidades combatientes mandadas por reyes y nobles, sino por trece sociedades secretas que llevan el nombre de varios animales sagrados y los miembros de cada una de las cuales pertenecen a distintas tribus, porque el mes en que uno nace —tienen un año de trece meses— es el que decide a qué sociedad pertenecerá. Están los Castores y los Ratones, y los Lobos, y los Conejos, y los Gatos Monteses, y los Buhos, y demás, y cada sociedad tiene tradiciones propias y es presidida por un druida. El archidruida gobierna todo el culto. Los druidas no participan en los combates, y los miembros de la misma sociedad que se encuentran en las batallas entre tribus deben acudir los unos en auxilio de los otros.
Los misterios de la religión druídica están relacionados con una creencia en la inmortalidad del alma humana, en respaldo de la cual se ofrecen muchas analogías naturales. Una de ellas es la muerte diaria y el diario renacimiento del sol; otra es la muerte anual y el renacimiento anual de las hojas del roble; otra más es la siega anual del trigo y la brotación anual de la simiente. Dicen que cuando muere el hombre se va hacia el oeste, como el sol poniente, para vivir en ciertas islas sagradas del Atlántico, hasta que le llegue el momento de volver a nacer. En toda la isla hay altares sagrados conocidos con el nombre de «dólmenes», una piedra chata colocada sobre dos o más verticales. Se los usa en las ceremonias de iniciación de las sociedades. El candidato se recuesta en la piedra vertical y se efectúa un fingido sacrificio. Por algún artificio mágico, el druida que lo lleva a cabo parece cortar la cabeza del hombre, que es exhibida, sangrante, a los presentes. La cabeza es luego vuelta a unir al tronco, y el supuesto cadáver colocado debajo del dolmen, como en una tumba, con muérdago entre los labios. Después de muchas oraciones y encantamientos surge el nuevo hombre, como un niño que saliera del útero, y recibe de sus padrinos instrucciones respecto de su nueva vida. Aparte de estos dólmenes hay altares verticales, de piedra, dedicados a ritos fálicos, porque el Osiris celta también se parece al egipcio en eso.
El rango en las sociedades es decidido por la cantidad de sacrificios que el hombre hace al dios, de pie sobre la piedra horizontal de su dolmen ancestral, por la cantidad de enemigos que mata en el combate y por los honores que conquista en los juegos religiosos anuales como conductor de carros de guerra, juglar, luchador, poeta o arpista. El rango se expresa por las máscaras y los tocados que se llevan durante las ceremonias, y por los diseños azules ejecutados con zumo de glasto (una planta de pantano) con que se pintan todo el cuerpo. Los sacerdotes druidas son reclutados entre los jóvenes que han alcanzado un alto rango en sus sociedades secretas y a los que se han concedido ciertas señales de favores divinos. Pero primero hay que pasar por veinte años de duros estudios en un colegio druídico, y no todos los candidatos logran ser aprobados en los treinta y dos grados necesarios. Los primeros doce años se dedican a la iniciación en todas las demás sociedades secretas, en aprender de memoria enormes sagas de poesía mitológica y en él estudio de las leyes, la música y la astronomía. Los tres años siguientes se consagran al estudio de la medicina. Después vienen tres años de estudios de augurios y de prácticas mágicas. Las pruebas impuestas a los candidatos al sacerdocio son inmensamente severas. Por ejemplo, hay una prueba de composición poética. Los candidatos deben permanecer desnudos toda la noche, acostados en un cajón similar a un ataúd, con la nariz solamente asomando fuera del agua de que dicho cajón está lleno, y con enormes piedras colocadas sobre el pecho. En esa posición tiene que componer un poema de considerable longitud en los más difíciles de los muchos difíciles metros bárdicos, sobre un tema que se le indica cuando se le coloca en el cajón. Al salir, a la mañana siguiente, debe estar en condiciones de cantar el poema con una melodía que habrá compuesto simultáneamente, acompañándose con el arpa. Otra prueba consiste en permanecer ante toda la congregación de druidas, quienes le hacen preguntas en verso, en forma de enigmas, que debe contestar proponiendo otros enigmas, también en verso. Estos enigmas se refieren todos a oscuros incidentes de los poemas sagrados, con los cuales se supone que el candidato está familiarizado. Además de todo esto tiene que saber crear brumas y vientos mágicos y ejecutar todo tipo de tretas de nigromancia. Aquí hablaré de mi única experiencia en materia de magia druídica. En una ocasión pedí a un druida que me mostrase sus habilidades. Pidió tres guisantes secos y los puso en fila, en la palma de mi mano extendida.
—Sin mover el brazo —dijo—, ¿puedes soplar el guisante del medio sin mover los de los costados?
Lo intenté, pero por supuesto, no pude hacerlo porque al soplar movía los tres guisantes. El druida los tomó y los colocó sobre su propia palma. Luego sostuvo los de los costados con el índice y el meñique de la misma mano y sopló el del centro con facilidad. Me enojé cuando me di cuenta de que me había engañado.
—Cualquiera puede hacer eso —dije—. Eso no es magia.
Me volvió a entregar los guisantes.
—Prueba —ordenó.
Comencé a hacer lo que había hecho él, pero para mi fastidio descubrí que no sólo no podía reunir el aliento suficiente para soplar el guisante del medio —mis pulmones parecieron ponerse repentinamente rígidos—, sino que cuando quise enderezar los dedos no pude hacerlo. Estaban apretados con fuerza contra la palma, y las uñas se iban clavando en forma gradual en la carne, de forma que sólo con dificultad me contuve de gritar. El sudor me corría por la cara.
—¿Es tan fácil hacerlo? —me preguntó.
—No cuando hay un druida presente —contesté con amargura. Me tocó la muñeca y mis dedos dejaron de sentirse acalambrados.
La penúltima prueba del candidato consiste en pasar la noche más larga del año sentado en una piedra movediza llamada «El asiento peligroso», que se mantiene en equilibrio sobre un profundo abismo, en una montaña del oeste de la isla. Los espíritus malignos le hablan toda la noche y tratan de hacerle perder el equilibrio. No debe responder una sola palabra, sino que tiene que dirigir oraciones e himnos de alabanza a los dioses. Si pasa esta prueba se le permite llevar a cabo la última, que consiste en beber una copa de veneno y caer en un síncope de muerte durante el cual visita la Isla de los Muertos y trae de allí pruebas de su visita que convenzan a los druidas examinadores de que ha sido aceptado por el dios de la Vida en la Muerte como su sacerdote.
Hay tres rangos de sacerdotes druidas. Están los que han pasado por todas las pruebas, los verdaderos druidas. Luego vienen los bardos, que han aprobado las pruebas poéticas pero que aún no han satisfecho a los examinadores en materia de adivinación, medicina y magia. Y por fin están los que han satisfecho a los examinadores en estas últimas pruebas, pero que aún no han aprobado su graduación poética; se los conoce con el nombre de ovates o escuchadores. Hace falta un corazón audaz para inscribirse en las pruebas finales, que provocan la muerte de tres candidatos de cada cinco, según se me informa, de modo que la mayoría de los hombres se conforma con el grado de poeta u ovate.
Los druidas, entonces, son los legisladores, los jueces y los fiscalizadores de la religión pública y privada, y el mayor castigo que pueden infligir consiste en prohibir a los hombres que participen en los ritos sagrados. Como esta excomunión equivale a sentenciar a los hombres a una perpetua extinción —porque sólo participando en aquellos ritos pueden abrigar la esperanza de renacer cuando mueran—, los druidas son omnipotentes, y sólo un tonto se atrevería a oponerse a ellos. Cada cinco años hay una gran purificación nacional —como en nuestro censo quinquenal—, y en expiación de los pecados nacionales se queman vivas víctimas humanas en grandes jaulas de mimbre construidas de modo que parezcan hombres. Las víctimas son bandidos, criminales, hombres que han revelado secretos religiosos o que se han hecho culpables de algún delito similar, y hombres a quienes los druidas acusan de haberse dedicado a prácticas ilegales de magia para satisfacer sus propios fines y de haber agostado una cosecha o provocado una peste con ello. En aquella época los druidas proscribían a cualquier hombre que abrazara la religión romana o se vinculara por matrimonio con una familia que lo hubiese hecho así. Supongo que tenían derecho a hacerlo. Pero cuando se dedicaban a quemar vivas a esas personas, había llegado el momento de enseñarles una lección.
Tienen dos lugares particularmente santos. El primero es la isla de Anglesey, en la costa oeste, donde se encuentran sus cuarteles de invierno, entre grandes bosques de robles sagrados, y donde se mantiene encendido el fuego sacro de troncos de roble. Este fuego, primitivamente encendido por un rayo, es distribuido para la cremación de cadáveres, para asegurar la reencarnación de los mismos. El otro lugar sacro es un gran templo de piedra ubicado en el centro de Bretaña, consistente en anillos concéntricos de enormes altares trilíticos y monolíticos. Está dedicado al dios de la Vida en la Muerte, y desde el Año Nuevo, que calculan según el equinoccio de primavera, hasta el solsticio de verano, celebran allí sus Juegos religiosos anuales. Se elige a un joven pelirrojo para representar al dios, y se le viste con maravillosos ropajes. Mientras duran los Juegos está en libertad de hacer lo que le plazca. Todo está a su disposición, y si le gusta una joya o un arma, el dueño se considera honrado y se la entrega gustoso. Las más hermosas jóvenes son sus compañeras de juegos, y los atletas y músicos que participan en las competiciones hacen todo lo posible para conquistar su favor. Pero poco antes del solsticio de verano va con el archidruida, que es el representante del dios de la Muerte, hacia un roble en el que crece el muérdago. El archidruida trepa al árbol y corta el muérdago con una hoz de oro, cuidando de que no caiga al suelo. Ese muérdago es el alma del roble, que luego se marchita misteriosamente. Se sacrifica un toro blanco. El joven es envuelto en ramas de roble cubiertas de hojas y llevado al templo, que está orientado de tal modo, que al alba del día del solsticio el sol cae sobre una avenida de piedras e ilumina el altar principal donde está tendido el joven, amarrado, y donde el archidruida lo sacrifica con la punta aguzada de una rama de muérdago. No sé qué sucede luego con el cadáver, que por el momento permanece en la piedra de los sacrificios, sin mostrar señales de putrefacción. Pero la sacerdotisa de Sulis, de un pueblo del oeste llamado «Aguas de sulis», donde existen fuentes medicinales, viene a llevárselo en el festival de otoño de despedida, y entonces se supone que la diosa le devuelve la vida. Se dice que el dios viaja en bote hacia la isla occidental donde habita Nodons, y allí lo vence luego de una lucha feroz. Las tormentas invernales son el ruido de ese combate. Reaparece al año siguiente en la persona de la nueva víctima. El roble marchito proporciona nuevos troncos para el fuego sagrado. En el festival otoñal de despedida cada sociedad sacrifica su animal tribal, quemando una jaula de mimbre llena de ellos, y también se queman todas las máscaras y los tocados rituales. En ese templo de piedra se lleva a cabo la complicada ceremonia de iniciación de los nuevos druidas. Se dice que implica el sacrificio de niños recién nacidos. El templo se encuentra en el centro de una gran necrópolis, porque todos los druidas y hombres de elevado rango religioso son enterrados allí con ceremonias que aseguran la reencarnación.
También hay dioses y diosas británicas de la batalla, pero tienen muy pocas relaciones con la religión druida y se parecen lo bastante a nuestros Marte y Belona como para que haya necesidad de describirlos.
En Francia el centro del druidismo se encontraba en Dreux, ciudad ubicada al oeste de París, a unos ciento treinta kilómetros de la costa del canal. Allí se continuaban practicando los sacrificios humanos como si la civilización romana no existiera. ¡Los druidas solían abrir los cuerpos de las víctimas que habían sacrificado al dios Tanaro y examinaban sus entrañas en procura de augurios, con tan pocos escrúpulos como los que sentiríamos usted o yo con un carnero o una gallina sagrada! Augusto no trató de terminar con el druidismo. Simplemente prohibió a los ciudadanos romanos que pertenecieran a sociedades secretas o concurriesen a sacrificios druídicos. Tiberio se arriesgó a publicar un edicto que disolvía la orden druídica en Francia, pero este edicto no estaba destinado a ser obedecido en forma literal, sino sólo a no conceder la sanción oficial a las decisiones tomadas o a las penalidades impuestas por un concilio druídico.
Los druidas continuaron dándonos dolores de cabeza en Francia, aunque muchas tribus habían abandonado ya el culto y adoptado nuestra religión romana. Yo estaba decidido a hacer un trato con el archidruida, en cuanto conquistase a Bretaña. En compensación por el permiso de celebrar su culto en Bretaña, en la forma acostumbrada (aunque absteniéndose de hacer prédicas hostiles contra Roma), debía negarse a admitir a candidatos franceses a la iniciación en la orden druídica, y no debía permitir que druidas británicos cruzasen el canal. Sin sacerdotes, la religión moriría muy pronto en Francia, donde yo haría ilegal cualquier ceremonia o festival druídico que involucrase sacrificios humanos, y donde acusaría de asesinato a todos los que hubiesen participado en ellos. Es claro que eventualmente el druidismo también tendría que ser eliminado en Bretaña, pero por el momento no había necesidad de pensar en eso.