Capítulo 21

 

 

 A fin de que se le conceda un triunfo total como recompensa por la victoria contra los enemigos de su país, un general romano tiene que cumplir con ciertas condiciones exigidas por antiguas costumbres. En primer lugar, tiene que haber llegado al rango de cónsul o de magistrado de primera clase, y ser el comandante en jefe oficial de las fuerzas victoriosas, y no un comandante o teniente cualquiera. Y como comandante en jefe debe haber consultado personalmente los auspicios antes de la batalla. Luego tiene que haberse enfrentado con un enemigo extranjero, y no con ciudadanos rebeldes; y la guerra tiene que haberse librado, no para la recuperación de territorios otrora pertenecientes a Roma, sino para la ampliación de la soberanía romana sobre nuevos territorios. Además tiene que haber infligido al enemigo una derrota decisiva en una batalla que haya terminado con la campaña, haber matado por lo menos a 5.000 enemigos y las pérdidas romanas haber sido relativamente pequeñas. Por último la victoria debe ser tan completa, que pueda retirar sus tropas sin perjuicio para la conquista, y llevarlas de vuelta a Roma para que participen en el triunfo.

 

 El permiso para celebrar un triunfo es concedido por el Senado, pero siempre después de apasionadas y prolongadas deliberaciones. Por lo general los senadores se reúnen en el templo de Belona, en las afueras de la ciudad, para examinar el despacho adornado de laureles que envía el general, y si tienen motivos para suponer que sus pretensiones son infundadas o exageradas, lo mandan a buscar para que las confirme. Pero si deciden que en verdad ha conquistado una notable victoria, proclaman un día de acción de gracias público y piden al pueblo de Roma permiso formal para que el ejército victorioso entre en la ciudad el día del triunfo. El Senado cuenta con poderes discrecionales para pasar por alto algunas de las condiciones necesarias para el triunfo, si la victoria le parece tener suficientes méritos generales. Eso es justo, pero lamento tener que opinar que por lo menos sesenta o setenta triunfos de los 315 que se celebraron desde la época de Rómulo no merecieron ser celebrados, en tanto que, por otra parte, a muchos buenos generales se los despojó de triunfos merecidos debido a la rencorosa influencia de sus rivales en el Senado. Pero si sus enemigos o un simple tecnicismo han escamoteado ese honor a un general, habitualmente celebra el triunfo, en forma extraoficial, en el monte Albano, fuera de la ciudad, y toda la ciudad concurre a él, de modo que casi es un verdadero triunfo. Sólo que no puede ser registrado como tal en los anales de la ciudad, ni después de su muerte se puede usar su máscara funeraria junto con la vestimenta triunfal. Los dos triunfos más deshonrosos que jamás hayan sido presenciados en Roma fueron quizá los de Julio César sobre los hijos de Pompeyo el Grande, su pariente, y el celebrado por un antepasado mío, cierto Appio Claudio, a pesar de la negativa del Senado y del Pueblo a concederle el honor. Indujo a su hermana, una virgen vestal, a sentarse en su carro triunfal, de modo que los funcionarios de la ciudad no se atrevieron a sacarlo de él, por temor a ofender la santidad de ella.

 Cuando envié mi despacho y solicité un triunfo, se sabía que me lo concederían, porque nadie se atrevería a oponerse a mis afirmaciones, incluso aunque hubiesen sido en todo sentido infundadas... Tan infundadas como las de Calígula cuando celebró su triple triunfo sobre Germania, Bretaña y Neptuno. Marchó unos kilómetros hacia el interior de Germania, no encontró resistencia alguna, fue presa de terrores creados por su imaginación y huyó; jamás cruzó el canal para internarse en Bretaña ni envió allí sus tropas; y en cuanto a Neptuno, lo más bondadoso que se puede decir al respecto es que no se pueden conceder triunfos por victorias, reales o supuestas, sobre los dioses nacionales. Pero yo estaba ansioso por observar las normas, y por lo tanto declaré en mi despacho que la cantidad de britanos muertos durante mi conducción personal de la campaña había sido de 300 menos que los 5.000 exigidos, pero que los prisioneros eran quizá lo bastante numerosos para constituir una compensación, y que la agradable brevedad de nuestra lista de bajas podría quizá pesar también en la decisión del Senado, si se avenía a hacer caso omiso, por una vez, de esa condición. Si se me concedía el triunfo me comprometía a hacer que 600 prisioneros entablasen un combate a muerte en el circo, para elevar de este modo los enemigos muertos a la cifra de 5.000. Escribí que no podía volver a Roma antes de marzo, porque Aulo necesitaría ese invierno a toda la fuerza expedicionaria para acostumbrar a los británicos a nuestra presencia permanente en la isla. Y que aun entonces no podía dejar la isla indefensa, porque las tribus hasta entonces no dominadas de la frontera la invadirían. Pero podía llevar las tropas que habían participado en forma activa en la batalla final, a saber: el Vigésimo regimiento, cuatro batallones del Decimocuarto, dos del Noveno, dos del Segundo, uno del Octavo y algunas tropas aliadas... si eso bastaba para satisfacerles. Entretanto, de acuerdo con la antigua costumbre, no volvería a la ciudad (que Vitelio continuaría gobernando, con su colaboración, como mi representante). Me quedaría en Francia, con cuartel general en Lyon, atendiendo casos de apelación, solucionando disputas entre tribus o ciudades, revistando a las tropas, inspeccionando defensas, revisando las cuentas de los distintos departamentos y cuidando de que mi edicto de supresión total de la orden druídica fuese estrictamente obedecido.

 El despacho fue bien recibido y el Senado pasó bondadosamente por alto la causa de los 5.000 muertos; pidió al Pueblo permiso para que yo entrase con mi ejército en la ciudad, y el Pueblo lo concedió gustoso. El Senado me votó 500.000 piezas de oro del dinero público para las celebraciones de mi triunfo, y se fijó la fecha para el día de Año Nuevo, el primero de marzo.

 Mi gira por Francia no fue señalada por ningún acontecimiento de interés, si bien tomé ciertas importantes decisiones en cuanto a la ampliación de la ciudadanía romana. No perderé tiempo en registrar mis impresiones acerca del país. A intervalos regulares llegaban despachos de Aulo, informando sobre la ocupación de varios baluartes catuvelaunios, detallando la distribución de sus tropas y enviando, para mi aprobación, un plan de la campaña de la primavera siguiente, después del regreso de las tropas del triunfo. Recibí muchas cartas de felicitación de los gobernadores de provincias, reyes y ciudades aliados y amigos personales. Marso me escribió desde Antioquia diciéndome que mi victoria había sido muy oportuna. Había provocado gran impresión en Oriente, donde enemigos ocultos hacían circular rumores respecto de la decadencia de Roma y del inminente derrumbe de su imperio, produciendo un inquietante efecto sobre los sirios. Pero no era en modo alguno todo lo que Marso tenía que decirme. Me informaba de la reciente muerte del anciano rey de Partía —aquel a quien Vitelio había sorprendido durante el reinado de Calígula, cuando estaba a punto de invadir Siria, y obligado a entregar importantes rehenes como garantía de su buena conducta futura— y del acceso al trono de su hijo Gotarzes, un príncipe indolente y libertino, con muchos enemigos entre los nobles. Me escribía:

 

 Pero este Gotarzes tiene un hermano, Bardanes, un príncipe sumamente dotado y ambicioso. Se me informó que Bardanes se dirige ahora a Partía para disputar el trono a su hermano. Últimamente estuvo de visita en Alejandría, con el pretexto de Consultar a un famoso físico de quien se afirma que puede curar la sordera (Bardanes es un poco sordo de un oído). Pero su viaje lo llevó a través de Jerusalén, y mis agentes me aseguran que salió de los dominios del rey Heredes más rico de lo que había entrado. Con la ayuda de ese oro judío supongo que expulsará a Gotarzes: los nobles partos siempre pueden ser sobornados. También puede contar con la ayuda gratuita del rey de Adiabene —el reino asirio que, no necesito recordártelo, se encuentra al otro lado del Tigris, al sur de Nínive— y del rey de Osroene, en Mesopotamia occidental. Recordarás que el rey de Adiabene restableció recientemente al extinto rey de Partia en el trono, después de que fue expulsado por una conspiración de los nobles, y que fue recompensado por este servicio con la Cama de Oro y la Tierra Vertical. Pero probablemente no sepas que este importante personaje es un converso secreto al judaismo, y que su madre, que fue la primera de su casa en cambiar de religión, reside ahora en Jerusalén. Ha llevado consigo a sus cinco jóvenes príncipes de Adiabene, sus nietos, para que fuesen educados en el idioma, la literatura y la religión judíos. Todos ellos han sido circuncidados.

 Por lo tanto el rey Herodes tiene ahora estrechos contactos con los siguientes reyes:

        El rey de Calcis,

        El rey de Iturea,

        El rey de Adiabene,

        El rey de Osroene,

        El rey de Armenia Menor,

        El rey de Ponto y Cilicia,

        El rey de Comageno y

        El posible rey de Partia.

 

 Por supuesto, la corona de Partia domina una alianza de muchos otros reyes del Medio Oriente —hasta Bactriana y la frontera de la India. El rey Herodes también cuenta con el apoyo de los judíos de todo el mundo, sin olvidar a los judíos de Alejandría, ni a los edomitas y nabateos, y ahora busca el apoyo del rey de Arabia. También los fenicios están siendo lentamente conquistados por sus halagos. Sólo Tiro y Sidón continúan frías. Ha roto sus relaciones diplomáticas con esas ciudades y prohibido a sus subditos que comercien con ellas, so pena de muerte. Tiro y Sidón se verán obligadas a pactar. Su prosperidad económica depende del comercio con el interior, y aparte de los cereales que importan de Egipto, y del pescado, que a menudo escasea con el mal tiempo, el rey Herodes domina todo el abastecimiento de alimentos de esas ciudades.

 Sería difícil exagerar los peligros de la situación, y todos podemos estar agradecidos de que tu victoria británica haya sido tan completa, aunque yo habría podido desear que los regimientos ahora

acantonados en Bretaña pudieran ser rápidamente trasladados a Oriente, donde estoy seguro de que se les necesitará antes de que pase mucho tiempo.

 Si estás dispuesto a tenerlo en cuenta, con tu habitual gracia y perspicacia, el consejo que te ofrezco en estas difíciles circunstancias es el siguiente: sugiero que pongas de inmediato en su trono a Mitrídates, el ex rey de Armenia que ahora vive en Roma. Si puedo decirlo sin ofender, fue un lamentable error por parte de tu tío, el emperador Tiberio César, permitir que el ex rey de Partia uniera la corona de Armenia con la propia y no vengar de inmediato, con la fuerza de las armas, la insultante carta que le escribió el rey. Por lo tanto, si me envías en seguida a Mitríades a Antioquía, me comprometo a ponerlo de vuelta en el trono de Armenia mientras Gotarzes y Bardanes disputan por el trono de Partia. Se puede sobornar al actual gobernador de Armenia para que no se nos oponga con demasiada energía, y Mitrídates no es en modo alguno un príncipe incapaz y sí, en cambio, un gran admirador de las instituciones romanas. También su hermano es rey de Georgia y tiene un ejército bastante grande de montañeses del Cáucaso. Puedo ponerme en contacto con él y convenir una invasión de Armenia por el norte mientras nosotros marchamos desde el suroeste. Si conseguimos restablecer a Mitrídates en el trono, no tendremos nada que temer de los reyes de Ponto y de Armenia Menor, cuyos reinos quedarán separados de Partia por Armenia; ni del rey de Comageno (cuyo hijo ha sido desposado ahora con Drusila, la hija del rey Herodes), porque su reino está directamente entre Armenia y la región bajo mi mando. En rigor, dominaremos el norte, y cuando Bardanes haya librado su guerra civil y expulsado al rey Gotarzes (como creo que hará), su expedición siguiente tendrá que ser contra Mitrídates, en Armenia. La recuperación de Armenia no será cosa fácil, si proporcionamos a Mitrídates un apoyo adecuado, y los aliados del sur y el este de Bardanes no estarán en condiciones de respaldar ninguno de los planes imperialistas que estoy seguro de que el rey Herodes Agripa tiene trazados. Esta es la primera acusación definida que he hecho contra la lealtad de tu supuesto amigo y aliado, y sé el gran peligro que corro de incurrir en tu desagrado al hacerlo. Pero antepongo la seguridad de Roma a mi propia seguridad, y me consideraría un traidor si omitiera las informaciones políticas que llegan a mi poder, nada más que porque la lectura del despacho oficial que contiene la acusación resulta incómoda. Una vez dicho esto, me atreveré a sugerir que el hijo del rey Herodes, Herodes Agripa el Joven, sea invitado a Roma, a concurrir a tu triunfo. Entonces, si es necesario, puede ser retenido indefinidamente, con algún pretexto, y podría resultar un rehén de utilidad para garantizar la buena conducta de su padre.

 

 Tenía ante mí dos caminos. El primero consistía en llamar a Heredes a Lyon en el acto, para que respondiera a las acusaciones de Marso, en las cuales, a pesar de mis inclinaciones en favor de Heredes, no podía dejar de creer. Si era culpable, se negaría a ir, y ello significaría una guerra inmediata, para la cual yo no estaba preparado. El segundo camino consistía en tratar de ganar tiempo y en no dar indicios de desconfianza, pero existía el peligro de que Herodes pudiera beneficiarse con la demora más que yo. Si decidía tomar este último camino, seguiría, por supuesto, el consejo de Marso acerca de Armenia. ¿Pero tenía razón éste cuando contaba con una Armenia amiga como suficiente protección contra la confederación oriental enormemente poderosa que Herodes parecía haber formado?

 Me llegaron cartas de Herodes. En la primera respondía a mis preguntas sobre el rey profetizado. En la segunda me felicitaba calurosamente por mis victorias y, cosa curiosa, me pedía permiso para enviar su hijo a Roma, para que pudiera presenciar mi triunfo. Abrigaba la esperanza de que a mí no me molestara que el joven gozase de un par de meses de vacaciones en Roma, antes de volver a Palestina en el verano, para ayudarlo en la gran fiesta en honor de mi cumpleaños, que esperaba celebrar en Cesárea. La carta referente al rey profetizado decía lo que sigue:

 

 Sí, mi querido Tití; de niño escuché muchas conversaciones místicas sobre ese Ungido, o Mesías, como lo llaman en nuestro idioma, y todavía se habla de eso en los círculos teológicos de Jerusalén. Pero nunca le presté mayor atención hasta ahora, en que tu petición de informes acerca de la profecía me condujo a investigar el asunto en serio. Por sugestión tuya, consulté a nuestro digno amigo Filón, que se encontraba en Jerusalén para cumplir con no sé qué voto que había hecho a nuestro dios; siempre está haciendo votos o cumpliéndolos. Ya sabes que Filón ha hecho una audaz y —debería decir— absurda identificación de la deidad idealmente concebida por Platón y su grupo filosófico —Perfección Intelectual Inmutable e Imperturbable y Eterna y Pura— con nuestro apasionado dios tribal de Jerusalén. Supongo que descubrió que la deidad platónica le resultaba demasiado fría y abstracta y quiso infundirle alguna vida, glorificando al mismo tiempo a su propio dios por la ampliación de su gobierno sobre todo el universo. Sea como fuere, le pregunté a Filón qué decían las Escrituras sobre esa enigmática Persona. Filón se puso muy serio y me aseguró que toda la esperanza de nuestra raza se centra en torno a la llegada del Mesías. Me proporcionó los siguientes detalles:

 Este Mesías es un rey que vendrá a redimir a Israel de sus pecados, como representante humano de nuestro dios judío. No es necesariamente un gran conquistador, aunque tiene que liberar a los judíos de todo yugo extranjero que impida su libertad o su culto. Esta profecía, según Filón, fue hecha primero poco después de que los judíos fueran sacados de Egipto por su estadista Moisés, en la época de Ramsés II. En un libro que llamamos el Libro de los Números, adjudicado a Moisés, se lo llama «Estrella y Cetro de Jacob». En escrituras sagradas posteriores, que datan de la época en que se fundó Roma, se lo considera un hombre que reunirá a las ovejas dispersas de Israel, trayéndolas de todas partes, y las devolverá a su redil nativo de Palestina... porque para entonces los judíos estaban dispersos en colonias del Cercano y Medio Oriente. Algunos habían abandonado voluntariamente Palestina como comerciantes y colonos, otros fueron llevados como cautivos. Filón dice que los teólogos judíos nunca han podido decidir si ese Mesías era una figura real o simbólica. En la época de los heroicos macabeos (los antecesores sacerdotales de mi madre) sólo se le consideraba como un símbolo. En otros tiempos no sólo se le vio como a una persona real, sino que incluso fue popularmente identificado con libertadores no judíos de la raza, como Ciro el persa, y aún Pompeyo, que puso fin a la opresión de los hasmoneos. Filón declara que ambos puntos de vista son erróneos. El Mesías todavía está por venir, y será un judío, descendiente directo de nuestro rey David, cuyo hijo Salomón construyó el templo de Jerusalén, y que debe nacer en una aldea llamada Belén y unificar a Israel y purificarla de sus pecados por medio de un profundo ritual de confesión, arrepentimiento y aplacamiento de la deidad ofendida. Jerusalén será santificada hasta «en los cacharros de cocina y las campanillas del cuello de los caballos». Filón conoce incluso la fecha del nacimiento del Mesías, a saber: 5.500 años a partir del primer antepasado de la raza judía; pero las opiniones difieren en cuanto a la fecha en que vivió éste, de modo que eso no resulta de mucha ayuda.

 Las escrituras no son del todo coherentes en sus distintas predicciones de este Mesías. A veces se le representa como a un colérico y poderoso guerrero, ataviado de púrpuras reales y bañado en la sangre de los enemigos de su nación, y otras como un proscrito dócil y doliente, una especie de profeta pobre que predica el arrepentimiento y el amor fraternal. Pero Filón dice que la afirmación más clara y digna de confianza en relación con él aparece en un libro llamado El salterio de Salomón. Tiene la forma de una oración:

 «Mira, oh Señor, y levanta a su rey, el Hijo de David, en el momento que señalaste, para que reine sobre Israel Tu sierva. Y dale fuerza para aplastar a los gobernantes injustos, para limpiar a Jerusalén de los paganos que la pisan, para expulsar a los pecadores de Tu herencia; para humillar el orgullo de los pecadores y toda su fuerza como a cacharros de alfarero con una vara de hierro; para destruir las naciones impías con las palabras de su boca; para reunir una nación sagrada y conducirla a la rectitud. Las naciones paganas servirán bajo su yugo; glorificará al señor ante toda la tierra y purificará a Jerusalén en la santidad, como al comienzo. De los confines de la tierra todas las naciones llegarán a presenciar su gloria y traerán como presentes a los fatigados hijos de Sión; para ver la gloria del Señor con que Dios lo coronó, porque es sobre ellos un dios justiciero enseñado por Dios. En sus días no habrá impiedad entre ellos, porque son todos santos y su rey el Ungido del Señor».

 Esta leyenda del Mesías se ha difundido por Oriente, como es natural, en distintas formas fantásticas, perdiendo sus características judías. La versión que citas sobre la dolorosa muerte del rey, abandonado por sus amigos, que luego beben su sangre, no es judía, sino, según creo, siria. Y en la versión judía no es más que un rey de los judíos y el jefe de una gran confederación religiosa concentrada en Jerusalén, y no el propio dios. No podría usurpar la divinidad, porque los judíos son los más obstinados monoteístas del mundo.

 Me preguntas si alguien se identifica ahora con el Mesías. Últimamente no me encontré con nadie que lo hiciera. El último que recuerdo fue un hombre llamado Josué ben José, un nativo de Galilea. Cuando yo era magistrado de Tiberíades (con mi tío Antipas), tenia una considerable cantidad de seguidores entre los hombres más incultos, y solía predicar ante grandes multitudes, en la orilla del lago. Era un hombre de aspecto notable, y aunque su padre no era más que un artesano pretendía descender de David. He oído que hubo un gran escándalo en relación con su nacimiento. Cierto Panthera, un soldado griego de la guardia de mi padre, había seducido a su madre, que hacía tapices para el templo. Este Josué fue un niño prodigio (fenómeno común entre los judíos) y conocía las escrituras mejor que muchos doctores de la religión. Solía cavilar acerca de la religión y quizás haya algún fundamento en la historia de su paternidad griega, porque el judaismo le resultó un credo molesto (cosa que no sucede con ningún judío verdadero), y comenzó a criticarlo como inadecuado para las necesidades humanas corrientes. En forma ingenua trató de hacer lo que desde entonces Filón ha hecho complicadamente: conciliar la literatura judaica de las revelaciones con la filosofía griega. Me recuerda a lo que escribió Horacio en su Arte poética, acerca de un pintor que hacía que una hermosa mujer terminara en una grotesca cola de pez:

 ¿No reiríais, amigos, de ver ese esperpento?

 Si hay algo que odio más que a un griego o romano orientalizado, es un oriental grecorromanizado o cualquier intento de fusión de culturas. Esto lo escribo en contra de mí mismo, pero lo digo en serio. Tu madre nunca consiguió hacer de mí un buen romano, sólo arruinó a un buen oriental.

 Bien, Josué ben José (o ben Panthera) gustaba de la filosofía griega. Pero sufría de una traba debido a que no era un erudito griego. Y tuvo que trabajar mucho en su oficio —era ebanista— para ganarse la vida. Pero conoció a un hombre llamado Santiago, un pescador de gustos literarios que concurría a las conferencias de la universidad epicúrea de Gadara, que está al otro lado del lago, enfrente de Tiberíades. Gadara era entonces una ciudad pobre, aunque en sus tiempos había producido cuatro grandes hombres: el poeta Meleagro, el filósofo Mnasalco, el retórico Teodoro, con quien estudió tu tío Tiberio, y el matemático Filón, que descubrió la proporción de la circunferencia de un círculo con su diámetro, incluso hasta el diezmilésimo lugar decimal. Sea como fuere, Josué usó los elementos filosóficos que Santiago había recogido en Gadara, y sus propios conocimientos de las escrituras judías, para componer una religión sintética. Pero una religión sin autoridad no es nada, de manera que secretamente al comienzo, y luego en forma pública, se identificó con el Mesías y habló (como en una ocasión había hablado Moisés) como por boca de Dios. Tenía una mentalidad sumamente ingeniosa y solía pronunciar sus mensajes en forma de sencillas fábulas con moraleja. También afirmaba que podía efectuar curaciones y milagros sobrenaturales. Se volvió una carga para las autoridades religiosas judías, a quienes acusó de combinar una estricta observancia de la ley con la rapacidad y la indolencia hacia los pobres. Se cuentan muchas cosas interesantes de él. Uno de sus oponentes políticos trató de tenderle una trampa y le preguntó si era correcto que un judío concienzudo pagara los impuestos imperiales romanos. Si hubiese contestado que sí, habría perdido el apoyo de los nacionalistas. Si hubiera contestado que no, habría podido ser arrestado por las autoridades civiles. De modo que fingió no saber nada del asunto y pidió que se le mostrara el dinero que se adeudaba, antes de contestar. Le mostraron una pieza de plata y le dijeron:

 —Mira, todos los dueños de casas tienen que pagar esto. —Y él preguntó:

 —¿De quién es esta cabeza que hay en la moneda? No sé leer en latín.

 —Es la cabeza de Tiberio César, por supuesto —le contestaron.

 —Bueno, pues si es del César hay que dársela al César. Pero no dejéis de entregar a Dios lo que pertenece a Dios.

 También trataron de pescarlo en algunos puntos de la ley judía, pero siempre tenía al alcance de la mano alguna respuesta para justificar sus doctrinas. Pero eventualmente se comprometió como herético religioso, y el asunto terminó cuando nuestro viejo amigo Poncio Pilatos, entonces gobernador de Judea y Samaría, lo arrestó por provocar desórdenes populares y lo entregó, para que lo juzgaran, al tribunal religioso supremo de Jerusalén, donde se lo condenó a muerte por blasfemia. Ahora que pienso en ello, murió el mismo año que la diosa Livia, y sus seguidores lo abandonaron, de modo que gran parte de la profecía que citas se cumplió en él. Y ahora hay personas que dicen que fue el Dios, y que vieron cómo su alma ascendía al cielo después de su muerte —tal como la de Augusto y Drusila—, y afirman que nació en Belén, y que también cumplió con todas las demás profecías mesiánicas, de una manera o de otra. Pero yo me propongo terminar con estas tonterías de una vez por todas. Hace tres días hice arrestar y ejecutar a Santiago, quien parece ser la principal cabeza del movimiento. Tengo la esperanza de recapturar y ejecutar a otro importante fanático llamado Simón, arrestado al mismo tiempo pero que logró escapar de la cárcel. Lo malo es que aunque haya hombres sensatos que reirán «de ver ese esperpento», la mujer con cola de pez, la plebe es capaz de quedarse boquiabierta ante ella, concebirla como una diosa del mar y adorarla.

 

 Esta carta en apariencia ingeniosa contenía un detalle que me convenció de que Herodes en realidad se creía el Mesías, o por lo menos pensaba utilizar el tremendo poder de ese nombre para llevar adelante sus propias ambiciones. Una vez que se revelara, los judíos serían suyos hasta el último hombre; volverían a Palestina, desde todos los rincones del mundo, a su llamada, y yo preveía que su prestigio sería muy pronto tan grande, que el conjunto de la raza semítica abrazaría la nueva fe y se uniría a él para eliminar a «los extraños e infieles de su seno». La conversión del rey de Adiabene y de toda su casa indicaba de qué lado soplaba el viento, y no era poca cosa, porque el rey era conocido con la denominación de «Hacedor de reyes» y era inmensamente respetado en Parda. En su carta siguiente Marso me informó acerca de la conversión rumoreada del rey de Comageno al judaismo; el rey había sido un favorito de Calígula. (En ocasiones se le atribuía haber sido el primero en convencer a Calígula de que gobernara con absolutismo oriental. Calígula siempre le pedía su aprobación después de haber perpetrado un crimen especialmente sanguinario y caprichoso.)

 El detalle que me convenció de que Herodes intentaba proclamarse el Mesías fue el hecho de que al mencionar Belén no mencionó que era el lugar en que había nacido él mismo y no, como en general se suponía, Jerusalén. Su madre Berenice le contó en una ocasión a mi madre la historia con multitud de detalles gráficos. Venía ella de las propiedades de su esposo, en Hebrón, e iba a Jerusalén para pasar el parto, cuando de pronto le asaltaron los dolores y tuvo una experiencia inolvidable en una aldea del camino, con un posadero codicioso y una comadrona inexperta. Pasaron algunas horas antes de que naciera Herodes, y sólo entonces se le ocurrió a Berenice preguntar el nombre de la aldea, que era un lugar sucio y pobre, y la partera le respondió:

 —Belén, que es el lugar de nacimiento del patriarca Benjamín, y del rey David, y el lugar del cual habló el profeta: «Pero tú, Belén Efrata, aunque eres pequeña entre los millones de Judá, de ti saldrá hacia Mí aquel que debe ser el Gobernante de Israel». Berenice, enfurecida por el tratamiento que había recibido, exclamó con tono irónico:

 —¡Qué Dios Todopoderoso bendiga eternamente a Belén!

 A lo cual la comadrona contestó con aprobación:

 —¡Eso es lo que siempre dicen los visitantes!

 Esta historia interesó mucho a mi madre, y durante algunos años, cada vez que deseaba expresar su desprecio por algún lugar demasiado elogiado, solía exclamar, imitando la voz de Berenice:

 —¡Que Dios Todopoderoso bendiga eternamente a Belén!

 Así fue cómo yo recordé el nombre.

 En cuanto a ese Josué, o Jesús, como lo llaman sus seguidores griegos, también de él se afirma que nació en Belén —no sé con qué fundamentos, porque Belén no se encuentra en Galilea—, y desde entonces su culto se ha difundido a Roma y parece florecer aquí muy enérgicamente, en forma subterránea. Las ceremonias incluyen un ágape al que hombres y mujeres concurren a fin de comer, simbólicamente, la carne del Ungido y beber su sangre. Se me dice que esta ceremonia es con frecuencia ocasión de escenas desordenadas e histéricas, como es de esperar cuando la mayoría de sus iniciados son esclavos y hombres y mujeres de la clase más baja. Antes de que se les permita sentarse deben confesar sus pecados con repugnantes detalles, ante todos los presentes. Esto proporciona mucha diversión, una especie de competición para el autoenvilecimiento. El principal sacerdote del culto (si puedo dignificarlo con ese nombre) es un pescador galileo, ese Simón del cual escribió Herodes, cuya principal pretensión al título parece reposar en el hecho de que abandonó a ese Josué, o Jesús, el día de su arresto, y repudió sus creencias, aunque desde entonces se ha arrepentido sinceramente. ¡Porque de acuerdo con la ética de esta lamentable secta, cuanto mayor el delito, más grande el perdón!

 Como no es una religión reconocida (lo mejores judíos la repudian con energía), el culto cae bajo las reglamentaciones dictadas contra los círculos de bebedores y las fraternidades, y pertenece al tipo peligroso que se fortalece con las prohibiciones. El artículo principal de fe es la absoluta igualdad de los hombres entre sí para el dios judío —con el cual ese Josué es ahora prácticamente identificado— y el hecho de que ese dios concede la eterna bienaventuranza a los pecadores, a condición de que se arrepientan y reconozcan su supremacía sobre todos los demás dioses. Todos pueden ingresar en el culto, sea cual fuere su clase, raza o posición, por lo cual se unen a él personas que no pueden abrigar la esperanza de ser admitidas en los auténticos misterios de Isis, Cibeles, Apolo y los demás, ya sea porque nunca han tenido la necesaria posición social, o porque la han perdido por alguna desgracia o delito. Al principio los iniciados tenían que someterse a la circuncisión, pero ahora se ha dejado de lado incluso ese preliminar ritual, porque la secta se ha apartado dé tal modo del judaismo ortodoxo, que una simple aspersión de agua y el nombre del Mesías es la única ceremonia iniciatoria. De vez en cuando el culto ha ejercido una perversa fascinación sobre personas bien educadas. Entre los conversos se encuentra un ex gobernador de Chipre, cierto Sergio Paulo, cuyo placer es la compañía de barrenderos, esclavos y viejos vendedores de ropa, lo que muestra el efecto degradante que produce el culto sobre los modales civilizados. Me escribió renunciando a su gobernación porque ya no podía, en conciencia, jurar por el dios Augusto, porque su fidelidad hacia el nuevo dios se lo prohibía. Lo dejé renunciar, pero lo eliminé de la lista. Más tarde, cuando le interrogué acerca de esa nueva fe, me aseguró que era absolutamente apolítica, que Jesús había sido un hombre de una profunda sabiduría, del carácter más ejemplar, y fiel al régimen de Roma. Negó que las enseñanzas de Jesús fuesen un confuso revoltillo de lugares comunes de las religiones griegas y judía. Dijo que derivaba de un disciplinado cuerpo de opiniones judías moderadas denominadas rabínicas, y que las trascendía. Estas opiniones rabínicas contrastaban enérgicamente con el supersticioso formalismo del partido de los escribas (en cuyo apoyo se basaba Herodes), y ponía más énfasis en el amor fraterno, en el nombre de Dios, que en la venganza divina que esperaba a los que desobedecieran la Ley; en el espíritu más bien que en la letra de la Ley.

 Hice mi voto a Venus en cuanto regresé a Italia. En respuesta a un sueño en el que se me aparecía y me decía, sonriente: «Claudio, mi techo tiene goteras; repáralo, por favor», reconstruí, y en gran escala, su famoso templo del monte Eryx, en Sicilia, que estaba muy abandonado. Envié a él sacerdotes de antiguas familias sicilianas y lo doté de una gran renta anual del Tesoro. También construí un hermoso altar para la ninfa Egeria, en su bosque de Arica, y dediqué en él una ofrenda votiva de oro: una hermosa mano femenina apagando una vela, con la siguiente frase inscrita en el pábilo de la vela, en dialecto sabino:

 

 Al veloz heraldo de la victoria, Egeria, del tullido Claudio, en gratitud. Que esta vela pueda arder hasta el final, dando una clara luz, y que la llama de las velas de sus enemigos se apague de pronto.