27

IBAN a las Farnes. Justine tenía prisa por arrancar e inclinaba el cuerpo hacia delante, esperando con impaciencia a que Stephen pusiera en marcha el coche.

Estaba como una niña el primer día de vacaciones, pensó él, ansiosa por ver el mar.

—¿Seguro que te encuentras bien? —preguntó él.

—Sí. —Su padre le había estado preguntando lo mismo desde la mañana. Se encontraba perfectamente. Sólo cuando se veía en el espejo comprendía el porqué de tanta insistencia. Los hematomas se habían acentuado. Ahora tenía mucho peor aspecto que inmediatamente después del ataque—. Estoy bien.

Casi enseguida los envolvió la niebla, que en dirección a la costa se hacía más densa. Tan pronto se pusieron en camino, Justine se olvidó del robo, de los gritos, de los golpes y del fétido olor del miedo. De pequeña, siempre iba a las Farnes por Pascua, y ahora el viaje hacía que volviera a sentirse niña. Sabía que Stephen se reiría de ella si se lo decía, pero estaba convencida de que la edad no era simple cuestión de años. En el hospital, mientras observaba a su otro yo pasearse junto a la pared, se sentía anciana.

Stephen indicó la niebla con un movimiento de la cabeza.

—¿Estás segura de que el barco saldrá con esto?

—Quizá levante cuando lleguemos. Se despeja pronto.

Él puso la radio, encontró una música aceptable y se concentró en la conducción. Iban despacio. Los faros no mostraban más que un muro de niebla. En los tramos altos aclaraba, dejando sólo volutas que flotaban en la carretera, pero ni allí se podía acelerar porque, casi enseguida, se iniciaba el descenso hacia la siguiente hondonada y de nuevo los envolvía una blancura impenetrable. En un par de ocasiones Justine se planteó regresar, pero no soportaba la idea. Imposible mantener una conversación. Stephen conducía inclinado sobre el volante, tratando de taladrar con la mirada aquella masa opaca. Ella bajó el cristal y oyó el siseo de las ruedas en el asfalto mojado, un sonido que le resultaba más grato que la música. Cualquier sonido fuerte le parecía una amenaza. Miró la luneta trasera, en la que tremolaban las gotas de lluvia, o de niebla condensada, atrapadas en los bordes. Sentía la proximidad de Stephen, su presencia física, pero no lo miraba. Había tensión en el coche, y Justine confiaba en que se debiera a la dificultad de circular y no a algo que ella hubiera dicho o hecho. Ese día todo parecía frágil.

Por fin salieron a la autopista, y Stephen pareció relajarse, porque se reclinó en el respaldo. Por lo menos, ahora el terreno era llano, no había aquellos repentinos fundidos en blanco en las hondonadas. No obstante, parpadeaban las luces de las señales de peligro y el tráfico era lento.

—A este paso tendremos suerte si llegamos —dijo Stephen.

Pero, con la misma rapidez con que se había formado, la niebla empezó a disiparse, y él se encontró conduciendo por un paisaje que le recordaba las fotos de Ben. La frontera con Escocia. Entonces comprendió por qué Ben amaba tanto aquella región y la retrataba obsesivamente; después de cubrir una más de tantas guerras, era un consuelo regresar a un país donde se había peleado durante siglos por cada brizna de hierba, y en el que ahora ya no se oían voces, gritos ni mandobles de espada en los escudos, y sólo la voz de algún que otro zarapito turbaba el silencio de aquellas grandes extensiones de hierba reluciente al sol. Ahora se explicaba la predilección de Ben por ese país; también a él empezaba a enamorarlo. Impulsivamente, apretó una mano a Justine.

—Ya falta poco —dijo ella.

Kate acercó el ojo a la mirilla de la puerta y vio a Angela, con la cara abombada, como un pez en una pecera minúscula.

—¿Te has enterado del robo? —preguntó entrando en el vestíbulo casi en tromba.

—Sí. Beth me llamó. Lo de Justine no es grave, ¿verdad?

—No; la enviaron a casa. Creíamos que la ingresarían, pero no. Es más, se ha ido de excursión.

Angela parecía alterada. Casi frenética.

—Toma una taza de café —ofreció Kate, resignada a empezar tarde la jornada de trabajo. Estaba tan cerca del final que todo lo que la mantuviera alejada del taller le parecía una tortura. Pero, por otra parte, temía un fallo de última hora y aprovechaba cualquier excusa para retrasar el esfuerzo final.

—Todo el mundo pregunta si la violaron.

—¿No?

—No; gracias a Dios. —Angela aceptó la taza de café y bebió con avidez—. Eso creía Alec. Cuando llegó al hospital, se habían llevado toda la ropa de ella, pero por lo visto sólo buscaban pelos en el jersey o cosas por el estilo. O quizá pensaban que sí la habían violado. De todos modos, Alec no se atrevió a preguntar. Era incapaz de pronunciar esa palabra. Está muy afectado. Dice que no hace más que imaginar lo que les haría si los tuviera delante, bien atados e indefensos. Y no para de hacerse reproches. Dice que es como tener una pesadilla estando despierto. Y lo más triste es que eso le ocurra a una persona tan buena. Él no es así.

Lo malo, pensó Kate, era que Alec siempre se había considerado a sí mismo un hombre bondadoso. Eso hacía que pareciera autosuficiente y hasta antipático, y no lo era, pero daba la impresión de que, en la guerra del bien contra el mal, siempre se veía a sí mismo en el lado del bien, y Kate opinaba que no puedes considerarte una persona adulta hasta que admites la otra posibilidad.

—Más o menos, todos somos así, ¿no?

—Pero él ha dedicado su vida a ayudar a delincuentes como esos dos, a tratar de darles una oportunidad para empezar de nuevo.

—Sí —dijo Kate secamente—. Hace un par de semanas tuvimos nuestras diferencias respecto a eso. ¿Lo recuerdas?

—Ah, sí. Lo había olvidado. —Una pausa incómoda—. Él fue a verla anoche.

—¿Peter? ¿Qué tenía él que decirle?

—No lo sé. Yo me había ido a mi casa.

Kate le ofreció otra taza de café, que Angela rehusó.

—No, gracias. Me pondría más nerviosa de lo que estoy. Tú sí que deberías estar intranquila.

—No puedes pasarte la vida temblando y rodeada de cerrojos. Eso supondría el triunfo de los criminales. —Se sirvió otra taza, con intención de llevársela al taller—. ¿Dices que Justine se ha ido?

—Sí, a las Farnes.

—¿Con Alec?

—No; con Stephen —dijo Angela de mala gana—. Debo decir que él se ha portado muy bien.

—Stephen sabrá cuidar de ella.

Minutos después, Angela se despidió y Kate cruzó el patio en dirección al taller. Se detuvo al lado del estanque y miró hacia la montaña, que estaba cubierta por la niebla. Ojalá se despejara para la travesía. Cuántas veces habían ido a las Farnes ella y Ben, casi siempre en esa época del año. La invadió una fuerte nostalgia. Era una sensación aguda, casi física. «Poseer, como yo poseí durante una estación, los países a los que renuncio...»

Aparcaron el coche junto al rompeolas y bajaron hasta las taquillas del embarcadero, donde él compró los billetes.

—¿Sabes lo que nos hemos olvidado? —dijo Justine—. Sombreros.

—¿Para qué queremos sombreros? A mí no me importa mojarme.

Ella sonrió.

—Ya veremos.

La travesía fue dura. De las olas gris acero saltaba agua pulverizada. Antes de salir de puerto, ya tenían el pelo y la ropa mojados, pero ninguno de los dos quería entrar en la cabina, que olía a humanidad y lana húmeda. El barco cabeceaba, descendía, se balanceaba en el profundo seno de la ola y subía por el costado de la siguiente, aceptando el desafío. Atrás quedaban las moles oscuras de las rocas, las casas y el puerto, que se diluían en la niebla. A proa aún no se divisaban señales de las Farnes ni de Holy Island, aunque ya tenían que estar a la vista El barco era ahora un mundo aparte. Ellos se miraban. A Justine el viento le pegaba el pelo a los labios y le había cubierto la piel de gotitas de agua, como perlas grises.

—¿Eres buen marinero? —gritó ella para hacerse oír con el ruido de los motores.

Al abrir la boca para responder, él recibió en la cara una rociada de agua de mar y se atragantó.

—¡Malo no soy! —gritó cuando pudo hablar.

Al fin, el barco dejó de dar bandazos de ola en ola y surcó aguas más tranquilas, entre rocas que surgían de la niebla a uno y otro lado, paredes de granito mojado, de un gris negruzco con vetas blancas de guano. En los salientes, las aves alzaban el vuelo, reñían y se posaban. Una voló sobre el barco, tan cerca que Stephen agachó instintivamente la cabeza y hasta le pareció oír el crujido de las alas. En lo alto del acantilado vio cormoranes de cuello arqueado y cabeza augusta, con las alas abiertas para que se secaran.

El barco avanzó suavemente entre las rocas hasta un embarcadero. Los dos marineros —muy jóvenes, de cara fresca y pecosa y ojos azules, sin duda hermanos y descendientes de los vikingos que robaban, saqueaban y violaban por esas costas, no de los monjes, que no hacían nada de eso— saltaron a tierra, amarraron el barco y ayudaron a los pasajeros a desembarcar. Un hombre mayor resbaló en el verdín que cubría los peldaños y se habría caído, de no ser por la mano que lo sostuvo. Poco a poco, en grupos de dos o de tres, los visitantes fueron subiendo la cuesta hacia los edificios aglutinados en la cima de la colina.

Stephen y Justine esperaron para saltar a tierra a que hubieran desembarcado todos. En el suelo, a uno y otro lado del camino había nidos de golondrinas de mar. En algunos se veían polluelos, moteados como la arena y los guijos que los rodeaban, acurrucados para protegerse del frío. Stephen se inclinó para verlos mejor y, al erguir el cuerpo, varias golondrinas adultas se abatieron belicosamente sobre él. Él no creyó que llegaran a tocarlo: harían una finta bajando en picado y se irían. Pero las aves se ensañaron, arañándole y picándole el cuero cabelludo. Se revolvió y se llevó una mano a la cabeza; cuando la retiró, comprobó que tenía sangre en los dedos.

—¡Joder!

Justine reía.

—Ven, apartémonos de los pollos.

Subieron a paso rápido, mientras Stephen no dejaba de mover los brazos para ahuyentar las golondrinas.

Siguieron los caminos que circundan la isla. Él se sorprendió al ver a una pata de flojel empollando a la vera del sendero. Las golondrinas de mar no cejaban en su persecución y se mantenían a un palmo de su cabeza. Por su lado pasó una niña que chillaba de miedo, mientras el padre sostenía un periódico doblado sobre su cabeza.

—No es buena idea traer aquí a los niños —dijo Justine.

A Stephen la frase le sonó a eufemismo; él habría sido más categórico. Dejaron atrás los nidos de las golondrinas, cuyos chillidos se apagaron en la distancia y fueron sustituidos por las trifulcas de las gaviotas, reunidas en colonias que semejaban bloques de casas baratas.

Poco a poco se disipaba la niebla y salía el sol, aunque sus sombras no pasaban de tenues manchas en la hierba. Se tendieron boca abajo en el suelo, al borde de un acantilado, a mirar las gaviotas de dorso gris y blanco y el mar que, allá abajo y a lo lejos —él prefería no imaginar cuán lejos—, arremetía contra las rocas. Stephen trataba de recordar una frase del Ulises que habla del mar verde moco que yergue el escroto. Verde moco, sí, pero también azul, púrpura, gris, amarillo salmuera y moteado de blanco, en el que se mecen las cabezas oscuras y puntiagudas de las focas. Él se volvió boca arriba, mordisqueando un tallo. Justine miraba fijamente el mar, abstraída, ajena a su presencia, y Stephen se preguntó si se sentiría otra vez en la granja, aterrada y sola.

Le tocó el brazo. Ella sonrió pero siguió contemplando el mar.

Pensaba en Peter y en las jodidas rosas. Cuando por fin fue a verlas a la cocina, encontró media docena de capullos rojos y prietos, cada uno con un alambre enrollado alrededor del tallo y la flor para impedir que se abrieran los pétalos. Por mucho aire, luz, agua y nutrientes que les dieras, aquellas rosas se marchitarían sin abrirse. Ya había visto antes rosas presentadas de esta forma, y nunca le habían gustado, por lo que era injusto asociarlas únicamente con Peter. Pero las asociaba.

Para Peter, la mujer ideal debía ser como una muñeca, pensó Justine, una muñeca que se queda en la postura en que la dejas, sin vida ni voluntad propias. Todo lo contrario de Stephen, que, de tan escrupuloso por respetar su libertad, a veces daba impresión de indiferencia. «Vete —parecía estar diciendo siempre—. Cuando quieras puedes irte.»

Aunque, en ese momento, se veía intranquilo.

—Ven —dijo ella tirándole de la mano para levantarlo—, vamos a ver los frailecillos.

Kate estuvo trabajando hasta que empezó a dolerle la nuca, pero cuando al fin se detuvo, de pronto se le ocurrió que quizá ya había terminado. No siempre lo sabes. A veces, durante un largo período tienes que ir muy despacio, porque sabes que una muesca de más en el yeso puede costarte otras tres semanas de trabajo.

Tenía que recuperar de algún modo la pureza de la mirada, verlo como si fuera la primera vez. El secreto consistía en adormecer el sentido crítico, desprenderse del lastre de las convenciones y trabajar por instinto. Si pudiera leer una novela de intriga o jugar una partida de ajedrez —o hacer cualquier cosa que absorbiera su atención— al mismo tiempo que esculpía, tendría la solución. Por desgracia, necesitaba las manos.

Retrocedió. Hubo un momento en que le había recordado a un pez, un pez en tierra, convulso, boqueando en el aire mortífero. Ahora era más una crisálida que empezara a abrirse, desprendiéndose de oscuros ropajes y revelando la piel nueva. Lo que no parecía, al menos visto de cerca, era un hombre.

Descendió del andamio y al llegar al suelo notó las piernas inseguras, como si volviera de una larga travesía por mar y tuviera que habituarse a la tierra firme. Con miedo, levantó la cabeza. Ay, Dios. No parecía humano ni siquiera desde allí. Pero sí fuerte. Sintió su fuerza. Desde luego, un Jesús en camisón no era.

Salió del taller, respiró hondo, sufrió una de sus esporádicas ansias de encender un cigarrillo y, lentamente, fue hasta el estanque. Las ramas de los sauces dibujaban sombras en la niebla. Una polla de agua nadaba sorteando los juncos de la orilla, seguida de tres polluelos que quizá habían dejado el nido por primera vez. Kate los contempló sin pensar en nada, sólo en el placer de verlos.

Cuando dio media vuelta, Peter Wingrave estaba detrás de ella. No lo había oído llegar y tuvo un sobresalto.

—Pasaba por aquí y se me ha ocurrido ver cómo progresa la obra —dijo.

El tiempo había mitigado el resentimiento por aquella parodia, o lo que fuera, que él había escenificado en el taller, así que Kate pudo sonreírle y decir:

—Pase. Me había tomado un descanso.

Él la siguió a la cocina y miró cómo preparaba el café. Dentro de la casa, con la puerta cerrada, ella recordó el robo, pero de Peter nunca había tenido miedo, excepto aquella noche, y ahora ni por asomo pensaba que él fuera a darle un golpe en la cabeza y robarle las tarjetas de crédito. Si Peter era peligroso lo sería de un modo más sofisticado.

—¿Se ha enterado de lo de Justine? —preguntó él.

—Sí, Beth me lo contó.

—Anoche fui a verla.

—¿Cómo está?

—No lo sé. Le habían dado un sedante y dormía. —Apretaba los puños mientras hablaba, y los nudillos, rosados y juntos, parecían ratoncitos recién nacidos, acurrucados en el nido—. Ella los sorprendió.

—Un ladrón acorralado es peligroso.

—Ya.

—No sé si los atraparán.

—Quizá sí. Por lo menos, eso cree Alec.

No se oía más sonido que el leve zumbido del frigorífico. Kate tenía la impresión de que, en ese momento, él le diría todo lo que ella deseara saber, por qué había ido a la cárcel, todo. Pero la cuestión era: ¿quería saberlo? No. No quería que algo pudiera distraerla de su trabajo. Y, por otra parte, comprendía que cualquier confidencia establecería entre ellos un vínculo emocional que daría a Peter resortes de manipulación. Dio un golpe suave con la cucharilla en el borde de la taza.

—¿Cómo va la jardinería?

—Mucho trabajo. Siempre hay trabajo en esta época del año.

Ella lo notó decepcionado. Seguramente, venía en busca de otro molde al que acoplarse.

—Por otra parte, he tenido suerte, gracias a Stephen. Su agente me ha aceptado.

—Qué bien.

—Dice que ve posibilidades de colocar mi manuscrito.

—Buena noticia. —Ahora parecía menos frustrado que hacía un momento. Mientras lo observaba, Kate tomó una decisión—. ¿Quiere verlo? —Movió la cabeza en dirección al taller.

—Me encantaría. —Ya estaba en pie.

—Creo que está terminado.

—¿Cree?

—Necesito distanciarme un poco.

Fueron al taller. Kate recordaba la última vez que habían estado allí juntos y se dijo que él no sabía que ella lo había visto. Peter estuvo un buen rato delante de la figura, contemplándola. Apenas le llegaba a la ingle.

—¿Puedo retirar el andamio?

—Desde luego.

Lo apartó y retrocedió otra vez.

—Ay, Dios.

Ella sonrió.

—Si todos dicen eso, será señal de que he acertado.

Él no contestó. Kate pensó que había sido un comentario muy frívolo. En ese punto siempre era difícil calcular el impacto que la obra acabada producía en los demás, porque ella ya no sentía nada. Sólo cansancio, exasperación y unas ganas terribles de perderla de vista.

Kate retrocedió, aparentemente para ordenar las herramientas que había en la mesa de caballetes situada al lado de la puerta. Ahora que Peter estaba allí, parecía que nunca había dejado de estar. Quizá era así, en cierto modo. Sin duda, ella había seguido pensando en él, a veces había sentido su presencia en la penumbra, entre las figuras blancas: el cuerpo oscuro, la sombra en la radiografía, que nunca acabas de identificar por mucho que mires. Peter se había infiltrado tan acendradamente en el proceso que a Kate le parecía que, en parte, la figura era obra de él. La idea era odiosa, pero allí dentro, tan dentro como los huesos en la carne, estaba el armazón que había hecho él. La escultura era de ella, pero el ánima era de Peter, que de pronto miró a Kate.

—Él no ha olvidado nada, ¿verdad? Ni la traición ni la tortura. Es un crimen. Pero ya nada importa.

Así que pensaba que el tema era el recuerdo. Una idea interesante, pero Kate no deseaba hablar de eso. Ni siquiera quería mirar la figura estando él allí, para no dejarse influir por su impresión.

Al fin él se apartó.

—¿Y ahora qué? —preguntó mientras iban hacia la furgoneta.

—Ahora irá a la fundición. La trabajaré un poco más cuando esté fundida y, después, a la catedral.

—Dejará un buen vacío. ¿Qué piensa hacer ahora?

—¡Vivir!

Se estrecharon la mano y ella lo vio alejarse. Daba unos pasos largos, ávidos, que hacían rechinar la grava. Luego oyó el jadeo y tableteo con que arrancaba aquel motor.

De toda la isla, pequeños grupos regresaban al embarcadero, pasando por la caseta de Información situada en la cima de la colina, donde compraban postales y película para la cámara. «No hay experiencia que valga sin la imagen correspondiente», ironizó Stephen, aunque también él compró una postal de los frailecillos.

Bajaron la cuesta, defendiéndose a cada paso de los embates de las golondrinas. Encontraron asientos en la proa del barco. La niebla volvía a espesarse, oscureciendo el mar y apagando los sonidos como una compresa empapada en cloroformo y aplicada bruscamente a la boca y la nariz. Tuvieron que esperar a unos rezagados. Cuando éstos llegaron, contritos, jadeantes y protegiéndose con periódicos de las golondrinas, la niebla ya era más densa que a la ida. Una vez el barco dejó atrás el espigón y puso rumbo al puerto de arribada, ya no te encontrabas navegando entre altas paredes de roca negra sino que tenías la sensación de estar solo, envuelto en unos lienzos blancos y viscosos, en un mar frío, revuelto, implacable.

Stephen notó que los dos vikingos pecosos, los dueños del barco, estaban intranquilos. Ignoraba si otros pasajeros se habrían dado cuenta, pero era indudable que había dificultades. Uno de los marinos hablaba por radio y, cuando terminó, mantuvo con su hermano una conversación seria y confidencial. A la derecha de Stephen estaban los padres de la niña que se había asustado de las golondrinas. En voz baja, para que ellos no lo oyeran, dijo a Justine:

—Parece que hay problemas.

Ella sonrió ligeramente y, también en un susurro, respondió:

—Sí, ya lo sé.

Unos cientos de metros más allá los sobresaltó el tétrico graznido de un gavión atlántico que llegó del cielo de repente, cruzó veloz sobre sus cabezas con un relumbre blanco y desapareció en la niebla. Un instante después, el barco se estremeció con un ruido áspero, señal de que la quilla había rozado un escollo. Los pasajeros se miraron con gesto de sorpresa, medio divertidos aún, pero enseguida hubo otra sacudida y otro chirrido, y comprendieron que algo andaba mal. Una mujercita de pelo castaño y reseco se agarró al brazo de su marido. Más allá, un grupo de jóvenes parecían querer tomarlo a broma.

—¿Sabes nadar? —preguntó Stephen.

—Como un pez —respondió ella con desenfado—, pero hay siete niños y alguno quizá no sepa.

El agua estaría fría. Él dudaba que incluso un buen nadador resistiera mucho. Pero era ridículo: la gente no muere durante una excursión en barca; muere en las guerras, en los atentados terroristas, en los estúpidos sucesos que él había cubierto durante toda su vida.

Su mirada se cruzó con la del padre de la niña y los dos alzaron brevemente las cejas. La madre estaba muy pálida, pero la niña parloteaba jugando con un caballito de plástico de crines color lila. «Esto es un toque de atención», pensó. «O un toque de silencio», agregó su mente con indiferencia. Él reconoció esa indiferencia, la sensación de que su vida estaba en un equilibrio precario, como una pluma en la palma de la mano. Pero entonces miró a Justine y pensó: «No, todavía no.»

Por tercera vez, la embarcación rozó un escollo. Los hermanos volvieron a llamar a tierra y rectificaron el rumbo. Cinco minutos después se divisaba el espigón del puerto: una franja de un gris más oscuro en la niebla. Cien metros más allá apareció una aglomeración de casas, todas con las luces encendidas prematuramente.

Los pasajeros empezaron a tranquilizarse.

—Es el sea fret —dijo uno—. ¿No se han dado cuenta de que en la tele han empezado a llamarlo haar, mar brumoso? —Murmullo de desdén—. Justo como lo llamarían esos miedicas del sur.

Al parecer, el sea fret era una peculiaridad de la costa noreste que consistía en que el mar se agitaba súbitamente. Ahora que había dejado de amenazarlos de muerte, volvía a merecer sus simpatías.

Una vez en tierra, los pasajeros se dispersaron enseguida: un grupo de personas que, momentáneamente hermanadas por el peligro, volvían a mostrarse indiferentes, esquivas.

—Un viaje muy accidentado para mi gusto —dijo Stephen mientras se alejaban del barco.

—¿Cómo? ¿Después de Bosnia? No te creo.

—Siempre he tenido miedo de ahogarme.

Era verdad. Desde niño temía las aguas profundas, llenas de bichos que te muerden los dedos de los pies y los párpados. Incluso recordaba qué le había despertado aquel miedo: un barco embarrancado cerca del puerto de Slaughden, en Aldeburgh, adonde lo habían llevado durante unas vacaciones de invierno. Con buen tiempo, la silueta grisácea del barco era un hito familiar, pero al volver a casa una sombría tarde de tormenta, Stephen lo vio con otra mirada: enlodado y siniestro, mientras el agua del río iba cubriendo, implacable, su madera podrida. La imagen lo aterrorizó de tal modo que echó a correr y no paró hasta la casita que habían alquilado. ¿Cuántos años tendría? ¿Siete, ocho? No más.

—Me apetece una copa —dijo Justine—. ¿Y a ti?

Fueron al bar de un hotel y, con sendos vasos de whisky, se sentaron ante un fuego de leños. Tenían el bar casi para ellos solos, aparte de un ruidoso grupo de golfistas instalados en el extremo opuesto, que habían abandonado la pretensión de jugar y se habían puesto a beber con ahínco. Por lo demás, el hotel parecía vacío. A Stephen no le disgustaba el ruido, porque, al amparo de aquella charla tumultuosa, él y Justine podían hablar de cosas triviales o, simplemente, quedarse callados contemplando las llamas.

—No hay por qué regresar hoy —dijo él al cabo de un rato. No tenía nada previsto hasta el viernes, cuando almorzaría con Kate y llevaría a Adam al Centro de Rapaces—. ¿Les pregunto si tienen habitación?

—De acuerdo. Sí —dijo ella apurando el whisky—. Buena idea.

Había una habitación doble. Tras registrarse, fue a buscar las cosas al coche. No eran muchas, sólo chaquetas y jerséis de repuesto. Subieron juntos y, mientras la dueña les daba las explicaciones habituales, Justine se sentó en la cama para probarla. Era grande y anticuada, con cabezal y pie de madera, un somier que crujía y abultadas almohadas de pluma.

Las ventanas daban al puerto, donde permanecía anclada una docena de pequeñas embarcaciones que oscilaban entre el chirrido y el golpeteo de los aparejos. Un ruido desagradable. El mismo que Stephen había oído en el barco embarrancado. Quizá por eso lo asociaba con la sensación de miedo. Lo cierto era que se sentía nervioso, como no lo había estado la primera noche. Justine, sentada en la banqueta de la ventana, contemplaba los barcos. Stephen le puso una mano en la nuca, pero la retiró temiendo que el gesto pareciera paternal. Dio un paso atrás y sorprendió una sonrisa fugaz en los labios de ella.

—¿Tienes hambre? —le preguntó.

—No mucha. Podríamos dar un paseo antes de cenar.

—Bien. ¿No llueve?

—No; mira el agua.

Stephen lo hizo. Justine volvió hacia él unos ojos que tenían aquel azul, un poco nublado por la confusión, que lo conmovía. Ahora se miraban, tentados por la invitación de la cama. Pero él no quería hacer eso todavía; deseaba una preparación larga, lenta, cuidadosa. Una especie de cortejo, aunque la palabra desentonaba, después de meses de dormir juntos.

Caminaron kilómetros por la playa, con un viento que barría los últimos vestigios de niebla. Las olas rugían, se abalanzaban sobre la arena, se abrían en grandes abanicos de una blonda espumeante y se retiraban mansamente, con un largo suspiro. Ellos jugaban a dejarse perseguir por el mar, y una ola alcanzó a un temerario Stephen que salió chapoteando, con el pantalón mojado hasta las rodillas. «Como dos niños», pensó él, pero allí había algo que no era infantil, una corriente sumergida que tiraba de ellos hacia el momento de la consumación en aquella cama. Había sensualidad en cada mirada y cada risa, pero sólo cuando subían por las dunas, camino del coche, se cogieron de la mano.

El bar estaba lleno de gente del pueblo, y ellos, amparándose en el ruido, charlaban apoyados en el banco de la chimenea. El whisky centelleaba en el vaso. Él sentía los labios hinchados, abotargados por el calor de las llamas. «Basta de beber», se dijo. El bar empezaba a vaciarse y ellos no tardaron en quedarse a solas con el fuego.

Justine se palpó el pómulo.

—¿Duele?

—Sólo cuando aprieto. —Sonrió con esfuerzo—. Creo que eres muy valiente llevándome por ahí con esta pinta. «¡Qué monstruo!», pensará la gente.

—Dirán que eres tonta porque no haces más que tropezar con las puertas. —Pero no tenía gracia.

Al cabo de un rato, ella dijo:

—Fue una lección dura. Cuando papá destinó una parte de la casa al programa Empezar de Nuevo, algunas personas acogidas eran mujeres maltratadas que finalmente habían conseguido escapar, sólo algunas, después de años y años de torturas. Recuerdo que yo las miraba y pensaba: Son jóvenes, sanas, pueden ganarse la vida, ¿por qué demonios lo han aguantado tanto tiempo? Pero cuando te pasa a ti descubres lo fácil que es acobardarse. Es un trauma. Y te sientes como un animal, como un ratón que se hace el muerto.

—Hacerse el muerto no es mala táctica si no eres lo bastante fuerte para defenderte. Me refiero a físicamente.

—Estoy asqueada de mí misma.

—¿Por qué? Hiciste lo que debías.

—Creí que sería capaz de plantarles cara.

—No podías pelear con dos tíos forzudos.

—No eran forzudos.

—Más que tú. —Y pensó: «¿A qué viene esta preocupación?», mientras ella seguía mirando fijamente al fuego. Adivinaba en Justine una cualidad que no creía haber encontrado antes y que casi no sabía nombrar. «Gallardía» era la palabra que le venía a la mente, una expresión anticuada, incluso para aplicarla a un hombre, y que nunca, ni siquiera en su apogeo, se había asociado a las mujeres. Pero era la que más se ajustaba—. Ven —dijo levantándose—. Vamos a la cama.

Kate se había mantenido ocupada toda la tarde en cosas de la casa, pero en ningún momento había dejado de tener presente la figura que, en su subconsciente, cambiaba todo el tiempo de forma. No se atrevía a pensar en ella directamente, pero estaba distraída y al echar en el horno el líquido limpiador se le fue la mano y acabó con los antebrazos irritados por encima de los guantes de goma.

Pensaba que el trabajo de la casa ofrecía una compensación más fiable que el arte. Si frotas bien, con brío y constancia, puedes estar segura de que la cocina quedará limpia. Si te partes el espinazo con el Cristo resucitado, no hay garantía de que vayas a conseguir algo más que un espinazo partido.

No se atrevía a pensar. No se atrevía a llamar a nadie. Hablar de aquello ahora podía ser desastroso, pero no hablar era imposible. El contestador chasqueaba y zumbaba, pero ella cerraba la puerta a las voces.

Luego, cuando ya no podía más, salió al patio, cerró con llave la casa, precaución que dos días atrás no se hubiera molestado en tomar, y fue al taller.

Claro de luna. Suelo pálido. En él hincaba su sombra la figura, blanca y callada. Kate se detuvo delante del plinto. La figura parecía diferente, pero lo que había cambiado era su modo de mirarla. En parte, a causa de Peter. Porque Peter la había mirado. El parecido con un pez o con la crisálida que sale del capullo persistía, pero ya no predominaba. Ahora era un hombre. Durante un tiempo, había estado a solas con las nubes y la luna, y con las sombras que se perfilaban y desdibujaban en el suelo y, durante ese período, había adquirido su propio ser. Ahora había allí una vida que ya no dependía de ella.

Estuvieron largo rato mirándose fijamente. «Bien, ya está.» Formó las palabras con el pensamiento, dejándolas caer, una a una, en un pozo profundo. Terminado.

Entonces inclinó la cabeza y, rápidamente, salió a una noche de estrellas y sombras.

Cruzó el patio y entró en la casa. Se había quitado un peso de encima. ¿A quién podía decírselo? A nadie, ya era muy tarde para llamar por teléfono. Fue a la sala en busca de Ben, sólo que no era Ben sino un pedazo de bronce. De todos modos, ella prefería recordarlo como estaba aquel primer fin de semana que pasaron juntos en Northumberland, cuando visitaron la iglesia de Chillingham e, inesperadamente, se encontraron con lord y lady Grey yaciendo uno al lado del otro en sus tumbas, con una paz que quinientos años de turbulencias no habían podido interrumpir. Inconscientemente, Kate palpó el amuleto de Ben. Dos parejas, una de carne y hueso y otra de alabastro. Ahora sólo quedaba una. Apoyó los labios en el frío bronce de la frente de Ben y luego, lentamente, subió a acostarse.

La luna que entraba por las ventanas sin cortinas iluminaba la cama, alta y blanca. Arreciaba el viento y subía la marea, azotando el pueblo como si fuera una lapa que quisieran arrancar de la roca. Stephen abrió la ventana y ráfagas de aire frío le golpearon la cara y el pecho. El batir de los aparejos en los mástiles era frenético.

—Confío en que podamos dormir —dijo él.

—¿Sí? Yo confiaba en todo lo contrario.

Ella había salido del cuarto de baño y estaba al lado de la mullida cama, desnuda. Stephen empezó a quitarse la ropa. Ella retiró la colcha, se deslizó entre las sábanas y se quedó mirándolo con las pupilas dilatadas. Ahora parecía tener los ojos negros.

Es algo que ocurre algunas veces, pocas, quizá una o dos en toda una vida: él comprendió que recordaría ese momento hasta el día de su muerte. Ya desnudo, fue hasta la cama y apartó la sábana.

—¿Me quieres? —preguntó ella.

—Sí.

—Está bien. Yo te quiero.

Él se echó a su lado y estuvieron un rato con los dedos entrelazados, sin decir ni hacer nada. La luna relucía en los ojos de ella. Por un instante, él volvió a ver a la muchacha de la escalera de Sarajevo, pero ya había perdido su poder. Ese momento, en esa cama, ahuyentaba su imagen, quizá no para siempre, pero sí el tiempo suficiente. Se volvió y rodeó a Justine con los brazos.