5
CUANDO ROBERT se fue, Stephen recorrió la casa, muy complacido por el que iba a ser su entorno. A pesar del fuego hacía frío, porque el cottage llevaba un año deshabitado: la glosopeda había acabado con el turismo de fin de semana.
Una cocina minúscula y, arriba, un minibaño. En el dormitorio de delante, un escritorio y una silla que él no pensaba utilizar, al menos donde ahora estaban, tan cerca de la ventana, por el peligro de los añicos de vidrio. Curiosamente, en el Holiday Inn de Sarajevo siempre se había sentido seguro porque allí las ventanas no tenían cristales desde hacía mucho tiempo. Al acostarse, doblaba las piernas, metía las manos en las axilas para mantener el calor y se quedaba escuchando los disparos de la artillería ligera y el tableteo de la lluvia en las láminas de polietileno que lo separaban de un cielo estremecido por los fogonazos, hasta que los sonidos se convertían en un arrullo. Cuando regresó a Inglaterra, echaba de menos aquel fragor. Imposible dormir, rodeado de árboles frondosos y del rumor del tráfico de Londres. En aquel momento, prefirió ver en ello una rareza personal más que un síntoma de trastorno nervioso postraumático. Y así seguía considerándolo.
El dormitorio trasero era mayor. Stephen se acercó a una pequeña ventana rodeada de hiedra y miró el jardín: un trozo de césped, arbustos, un sendero que conducía a la puertecita y, al otro lado, en la cima de una colina, un bosque de árboles de hoja caduca. Las ramas desnudas, salpicadas de nidos de grajo, se recortaban sobre un cielo rojizo ahumado.
Se quitó las zapatillas, la camisa y el vaquero y se echó en la cama, diciéndose que no podría dormir, y se durmió en el acto. Lo despertó un sonido seco —¿quizá el crujido de una tabla del suelo?—, pero el ruido no se repitió y él procuró relajarse. Muy cerca ululó una lechuza. Él tendió el oído, esperando oír el grito de una pequeña criatura para la que el crepúsculo se hacía noche a la sombra de unas alas inmensas. Nada. La lechuza volvió a ulular. Debía de tener el nido en aquellos árboles.
Adormilado, Stephen trataba de atrapar unas palabras que le rondaban la cabeza. Algo de que las lechuzas estaban inquietas en el sitio donde alguien había sufrido una muerte violenta, pero no lo recordaba con exactitud. De todos modos era una tontería, porque allí no había muerto nadie o, si acaso, en la cama, de enfermedad o vejez. Allí se habían acabado las muertes violentas cuando la unión de Inglaterra y Escocia puso fin a largos siglos de luchas fronterizas. Ni cráneos en la hierba, ni muchachas con los muslos abiertos y la falda subida hasta la cintura, revelando, incluso en las primeras fases de descomposición, lo que les habían hecho antes de matarlas. Ni olor a putrefacción en la piel. Sólo una ventanita cuadrada, rodeada de hojas oscuras. Cerró los ojos y la ventana se convirtió en una mancha flotante en el interior de sus párpados: se teñía primero de naranja, después de púrpura y, por fin, se diluía en negro.
Stephen tenía el sueño ligero, como unas cortinas baratas que dejan pasar demasiada luz. Se despertaba, se dormía, se daba media vuelta, volvía a dormirse y al fin se despertó gritando en la oscuridad, desorientado, creyendo oír crepitar la lluvia en el polietileno.
Pero no había lluvia en la ventana, el sonido debía de estar en el sueño. Ahora, brutalmente despierto, se puso a pensar en Ben, como ya sabía que era inevitable, por haber ido a la tierra de Ben.
En Sarajevo llovía aquella noche. Las rachas de aguanieve barrían la carretera. Stephen, que salía de la emisora de televisión, se paró en la puerta al sentir la acometida del aire helado. A sus pies, la nieve parecía picada de viruelas. Inspiró hondo, llenándose de frío los pulmones, y se disponía a bajar los peldaños que conducían a la calle cuando oyó ruido a su espalda. Se volvió y vio a Ben Frobisher empujar la puerta oscilante.
—¿Te importa si voy contigo?
Sí que le importaba, pero ya era tarde para decirlo. El coche blindado se había ido y no había otro medio de transporte para volver al hotel. Stephen se sintió molesto. Si había decidido ir andando era para estar solo.
Salieron a un mundo oscuro, en el que sus caras y manos parecían la única fuente de luz. La artillería retumbaba y relampagueaba en el horizonte. Un fogonazo tiñó los tejados de un azul trémulo y al punto volvió la oscuridad, más densa que antes.
A pesar del frío, Stephen sudaba; se enjugó el labio superior con el guante. El chaleco antibalas y demás protecciones le entorpecían los movimientos, y observó que también Ben andaba como un robot. Pasaron por delante de grafitos con inscripciones que no entendían y de un bloque de viviendas con las ventanas destrozadas. Había cristales en la nieve semiderretida, al pie de las verjas cerradas con cadenas. A pesar de las cadenas, allí dentro aún vivía gente. Mientras chapoteaba con las botas en el barrillo de la calle, sentía miradas y oídos al acecho. Había montones de escombros semicubiertos de nieve. También percibía intensamente la presencia de Ben, el brillo de sus ojos y dientes y el calor que despedía su cuerpo en la fría oscuridad. Era como si el cerebro, privado de vista, hubiera desarrollado un medio de detección de las imágenes por el calor. Lejos, a la derecha, los francotiradores aguardaban en la oscuridad al desesperado que se aventurara a salir a la carretera en busca de combustible, agua o comida.
Cuando se acercaban al cruce, Stephen, con sus lentos movimientos de autómata, se volvió hacia Ben y con una seña le indicó que se amparase en la sombra del edificio. Rozando la pared con el hombro, escalaron un montículo de escombros y se pararon a respirar, uno al lado del otro, en el quicio de una puerta, antes de lanzarse al espacio descubierto de la calzada. Durante unos segundos serían sombras oscuras sobre el tenue fulgor blanco.
—¿Vamos? —susurró Ben.
Stephen asintió. Para darse impulso, hizo presión en la puerta, que cedió, y él retrocedió tambaleándose hacia el interior del edificio. Ben lo siguió y, ya a cubierto, se detuvo a examinar la destrozada cerradura.
Un tramo de escalera subía hacia la oscuridad. Arriba sonó un roce que delató oídos atentos y ojos vigilantes. Ben sacó del bolsillo una linterna y enfocó las paredes, tapando la luz con la mano, de manera que el oscuro pasillo y la deshilachada alfombra se iluminaron a través del filtro de su palma. Los dedos eran sombras oscuras ribeteadas de piel color rubí. «Como una radiografía», pensó Stephen, mirando el resplandor rojizo que bañaba las paredes. Los añicos de vidrio caídos en la escalera estaban aplastados y pulverizados en el centro de los peldaños. Arriba, volvió a oírse el ruido.
—Subamos —susurró Ben, y echó a andar.
Stephen lo agarró del brazo.
—No, déjalo. Vámonos.
Ben porfió, desasiéndose con suavidad. Stephen, de mala gana, lo siguió.
Un olor a rancio les salió al encuentro en lo alto del primer tramo, y el haz rojizo de la linterna reveló una capa de moho en el yeso húmedo. Más allá, tomaron el relevo otros olores: el tufo agrio a alfombra vieja llena de pelos de perro, el olor a tostada quemada de orina seca en el colchón y, por último, un olor que Stephen se resistía a identificar.
En un colchón colocado en un rincón del rellano, a resguardo de la lluvia de vidrios rotos, yacía una muchacha. No habló, ni gritó, ni trató de escapar. Ben recorrió la pared con el haz de luz hasta encontrar su cara. Tenía los ojos desorbitados, la falda subida hasta la cintura y un charco negro de sangre y dolor entre los muslos abiertos.
Stephen se arrodilló y le bajó la falda. En su interior, una voz decía: «No toques nada, es el escenario de un crimen.» Y él pensó: «A la mierda. Toda la puta ciudad es el escenario de un crimen.» Quería cerrar aquellos ojos de espanto, pero no se atrevía a tocarle la cara.
Se sentó sobre los talones. Imposible adivinar si se trataba de un vulgar asesinato —un jugador que se cobra una deuda, una operación de tráfico de droga que se tuerce— o de un crimen sectario, relacionado con la guerra civil. «La divisoria entre la criminalidad y la guerra está cada vez más difusa —pensó—. A las víctimas no les importa el motivo y, en el fondo, tampoco a sus verdugos. Patriota, soldado, revolucionario, insurgente, terrorista, asesino... secciónales el cerebro cuando los mates y no verás la diferencia.»
—¿Qué hacemos? —preguntó.
—Nada —dijo Ben—. No hay nada que hacer.
El edificio parecía vacío, al menos de personas. El ruido que habían oído debían de provocarlo las ratas. Ahora Stephen las sentía al acecho, y escudriñó las sombras que rodeaban el oscilante círculo luminoso. Ben enfocó una que arrastraba el rabo por el polvo, y lanzó un rugido de furor.
—No... —sólo pudo decir Stephen antes de que su compañero arrojara la linterna, que chocó contra la pared y cayó al suelo, iluminando con su ojo, ya mortecino y amarillento, una bolsa de humedad en el papel de la pared.
Luego se apagó. En la oscuridad, una franja de luna cruzaba el suelo hasta los ojos de la muchacha.
—Vámonos —dijo Ben, agarrando del brazo a Stephen para ponerlo de pie.
A lo lejos volvía a retumbar la artillería. Aquel fragor hizo que Stephen pensara en nubes oscuras sobre trigales dorados, en brazos sudorosos que relucían al resplandor trémulo de los relámpagos. Pero enseguida volvía a estar en el rellano maloliente, con la muchacha y las ratas.
—Anda, vámonos —repitió Ben—. Aquí no podemos hacer nada. —Cruzó el rellano seguido por Stephen, que se detuvo mientras su amigo recogía la linterna. Sentía los ojos de la muchacha clavados en la nuca y el cosquilleo del sudor en la raíz del pelo. Avergonzado de su debilidad, se obligó a bajar el primero y mirar por la rendija de la puerta. Un soplo frío le penetró en el ojo con que escudriñaba la calle.
A su espalda, en la oscuridad, volvía a oírse el ajetreo de las ratas.
—¿Listo?
Se volvió hacia Ben, que asintió, dispuesto. Stephen salió pegándose al borde de la puerta. El costado derecho de su cuerpo se estremecía, esperando la bala que había de venir de aquel lado, si venía. El costado izquierdo parecía casi relajado, como si se felicitara de su inmunidad. Aún tuvo tiempo de percatarse de esa aberrante disociación, de percibirla como una sensación definida, antes de lanzarse hacia el blanco resplandor del cruce abandonando la protección del edificio. Oía el jadeo de Ben a su espalda, veía sus sombras juntas en la nieve... ya estaba al otro lado, ciego de miedo, apretándose contra la pared. Al dar media vuelta, recibió el impacto de todo el peso de Ben, que llegaba corriendo. Estuvieron cinco minutos sin moverse, mientras la respiración iba haciéndose menos dolorosa, disminuía la congestión de los ojos y la yema de los dedos dejaban de latir con el corazón. Imposible tragar saliva. Stephen tenía la boca abierta y jadeaba como un perro.
Cien metros más y llegaron a su destino, entraron en tromba en el vestíbulo y encontraron el hotel a oscuras. Las velas que ardían en las mesas del bar iluminaban caras conocidas. Bebida, comida, conversación, risas... pero aquella noche, mientras la nieve se acumulaba en la abombada lámina de polietileno de la ventana, Stephen, metido en su saco de dormir, estaba tenso, pensando en la muchacha y en sus ojos que lo miraban sin ver. Sentía la cabeza de ella en la almohada, al lado de la suya, y cuando se volvió boca abajo, tratando de rehuir su presencia, sintió debajo de sí aquel cuerpo, seco e insaciable como la arena.
Nada lo había afectado tanto, a pesar de que había visto cosas peores. Ella estaba esperándolo, o eso le parecía. Tenía algo que decirle, pero él no había podido, o no había sabido, escuchar.
Aún estaba medio dormido cuando unos fuertes golpes en la puerta le hicieron bajar la escalera a trompicones. Un poco mareado, abrió la puerta y vio a una muchacha que guiñaba los ojos a la súbita luz del interior. La miró fijamente. Al principio le pareció que ella formaba parte del sueño, pero la bofetada de aire frío le hizo recordar que sólo llevaba puesto el calzoncillo y los calcetines, y parpadeó.
Ella sonreía. Grandes ojos azules, cara lavada, cuerpo robusto: podía tener tanto doce años como diecisiete, aunque los pechos que la holgada sudadera no lograba disimular la situaban más cerca de los diecisiete que de los doce.
Sostenía una brazada de toallas amarillas.
—De parte de Beth. Acaba de recordar que olvidó poner toallas en el baño.
—Oh, está bien. Adelante.
Un hombre sin pantalones nunca se siente seguro de sí mismo, y menos si ha olvidado quitarse los calcetines. Lo único que le faltaba para acabar de quedar en ridículo era una erección. Por suerte, a su edad sólo la tienes cuando la provocas, si la tienes. Ella entró desviando la mirada y con una risita que denotaba menos inocencia de la que él le atribuía.
—Vale más que cierre la puerta —le dijo—. Va a pillar una pulmonía
Al cerrarla, él vio un coche pequeño —parecía un Metro, de color indefinido en la oscuridad— parado en el arcén, frente a la verja del jardín. Siguió a la muchacha a la sala, tratando de recordar cómo se llamaba. Beth había mencionado su nombre. Parecía una de esas inglesas macizas y sonrosadas que en Wimbledon caen en la primera ronda.
—Muy oportuna. Iba a ducharme —dijo, y miró el reloj.
—No hay prisa. Aún no está la cena —repuso la chica.
—Yo pensaba tener tiempo de tomar un trago.
Ella se volvió, pero enseguida desvió la mirada.
—¿Justine?
—Exacto. Cuido de Adam.
¿Y cómo es eso?, quiso preguntar él, pero comprendió que no debía.
—¿Estaba con él cuando encontró el hurón?
—No, gracias a Dios. Sólo estoy un par de horas. Lo traigo del colegio, hago algunas cosas de la casa y cuando llega Beth me voy. Subiré las toallas. ¿Ha encontrado la secadora?
—No.
—En el descansillo.
—Ah. Bien.
Él empezaba a perder interés. Sacó de la maleta un tejano y una camiseta limpios y se los puso. Robert había dejado el portátil en la mesa. Decidió trabajar allí, donde podía disfrutar del fuego de la chimenea, y buscó un enchufe. Al día siguiente pediría a su hermano que lo acercara a la ciudad para comprar una impresora y empezar a mirar coches. Justine andaba por el piso de arriba. Pisando fuerte.
Cuando ella bajó, dijo:
—Parece como si fuera a trabajar.
—Ésa es la intención.
—¿Va a escribir un libro?
Él supuso que Beth se lo habría dicho.
—Lo intentaré.
—¿De qué trata?
—De la manera en que son representadas las guerras.
Esto solía bastar para cortar el interrogatorio, pero Justine no se desanimaba tan fácilmente.
—¿Con fotos?
—Sí, y algo más. Ahora mismo, es como si Goya estuviera presidiéndolo todo. —Y lo presidía, como un sapo monstruoso y enjoyado.
Justine se dejó caer en el sofá.
—¿No tendría que volver?
—No. Ya he terminado por hoy... Oh —dijo ella entonces, levantándose de un brinco, ruborizada—. Comprendo.
Él, arrepentido de su brusquedad, dijo:
—No; está bien, no se marche. ¿Quiere una taza de té?
—Yo lo haré.
—No; déjeme a mí. Así voy descubriendo dónde está cada cosa.
Al fin, prepararon el té entre los dos y hasta encontraron un azucarero —todo un triunfo—, olvidado por los últimos inquilinos, supuso Stephen, ya que Beth nunca daría cabida en su casa a algo tan poco saludable como el azúcar. Estaba pegado a los costados del recipiente y tenía grumos amarillos, como si hubieran metido cucharillas mojadas. Justine levantó el tazón del té —decorado con un patito amarillo, dibujo que a Stephen le pareció muy apropiado— y sopló para apartar de los ojos un mechón de fino cabello rubio. No era muy atractiva, por lo menos para él —muy lozana y vigorosa para su gusto—, pero cuando ella bajó la taza mostrando unos labios fruncidos, carnosos y relucientes de humedad, él sintió una fugaz comezón de deseo, aunque impersonal e hipotético. Ni pensar en dar un solo paso, aunque tuviera el convencimiento de que una adolescente podía encontrar irresistible a un cuarentón con conjuntivitis y unas piernas blancas y peludas. A su lado, se sentía decrépito, despeinado, recién levantado y seguramente con un poco de olor a rancio. Pero le gustaban aquellos labios. Eran labios que no admitirían maquillaje. Por mucho que ella se los pintara, no retendrían más que una fina mancha roja en el borde.
La buena educación exigía que, puesto que la muchacha había preguntado por su libro, él mostrara cierto interés por sus actividades, y Stephen se aplicó a la tarea de hacerla hablar de sí misma. Tenía práctica en ello, y no le fue difícil. Había cumplido diecinueve años —así pues, mayor de lo que parecía—, había obtenido plaza en Cambridge —ahora tendría que estar allí—, pero pilló una mononucleosis infecciosa nada más pasar las pruebas de ingreso y tuvo que pedir prórroga.
¿Qué asignaturas había elegido en las pruebas de ingreso? Biología, Física, Química, Psicología. También le habría gustado Arte, pero el horario era incompatible.
O sea, cuatro asignaturas. No había mencionado la calificación. Inteligente y modesta, ¿o tan perfeccionista que todo le parecía poco? No daba la impresión de ser muy despierta y sagaz, y tampoco derrochaba vivacidad; al contrario, parecía más bien titubeante. Quizá inmadura. Y un poco triste, creyó observar, a pesar de que hablaba animadamente.
—De todos modos, sólo habrá perdido un año —dijo Stephen.
—Sí; pero ya habré cumplido los veinte cuando vaya.
—Oh, yo no me preocuparía por eso. Deben de tener muchos estudiantes maduros.
—Supongo que sí —repuso ella, sin captar la ironía.
Él se sintió un poco avergonzado, pese a que no tenía intención de burlarse. La imaginó en la universidad, haciendo footing —¿por qué footing?: no parecía muy atlética; debía de ser por la sudadera y las zapatillas—, una de tantos que pasan por Cambridge sin pena ni gloria y, años después, recuerdan el sonido exacto del roce de los remos en el escálamo, oyen la voz del entrenador que los anima desde la orilla, huelen el humo de leña, ven la luz brumosa de una farola entre la niebla y sienten un dolor indefinido, una nostalgia vaga, al pensar en una llave que no giró en la cerradura, en una puerta que hubiera podido abrirse y no se abrió.
Otra vez el dolor. Esas ráfagas de dolor y melancolía las proyectaba él. ¿Cómo iban a partir de ella? Imposible. Era sólo una muchacha que se había quedado colgada, porque sus amigos habían seguido su camino dejándola atrás.
—¿Se ha recuperado del todo?
—Sí. Pero aún me canso un poco. A las diez ya estoy en la cama.
«Muerta de aburrimiento», pensó él, resistiéndose a imaginar a Justine en la cama.
—¿Aún tiene amigos por aquí?
—En Newcastle, uno o dos. Los veo los fines de semana. Pero aquí, ninguno. Es decir, uno, supongo.
Ahora tenía sombras azuladas en la fina piel debajo de los ojos, y por primera vez parecía plausible que hacía poco hubiera estado gravemente enferma.
«Un novio», pensó él. Ex novio. Alguien que hubiera debido estar a su lado cuando cayó enferma, y no estuvo.
—¿Dónde vive habitualmente? —preguntó ella.
—En Londres.
—¿Y por qué ha venido aquí?
—Porque necesito paz y tranquilidad.
—De eso tenemos de sobra.
—Estoy en trámites de divorcio —dijo él, con más sinceridad—. Necesitaba un alojamiento barato. Además, he de trabajar de firme.
—Aquí nadie le molestará. Hay cementerios con más vida.
Otra vez aquel áspero acento de impaciencia. La hacía interesante, y él volvió a mirarle los labios, luego buscó sus ojos y los encontró fijos en él, observándolo. «Ten cuidado», pensó, dejando la taza de té en la mesa de la cocina.
—Me parece que me vendrá bien una ducha.
—Siento haberlo despertado.
—No; me alegro. Si hubiese dormido más, esta noche no pegaría ojo.
La acompañó a la puerta. No hablaron de si volverían a verse, porque los dos sabían que sí. Él esperó para cerrar la puerta a que la muchacha cruzara la verja del jardín. Al cabo de un momento, oyó cómo el coche arrancaba y se alejaba, y se preguntó si se lo habría prestado su madre o sería un regalo por haber aprobado las pruebas de ingreso en la universidad.
Stephen fue a la cocina, a lavar las tazas, y observó que sus pies dejaban huellas húmedas en el suelo a través del calcetín. Qué asco. Últimamente, sin más ni más, se ponía a chorrear aquel sudor frío y viscoso. Pero ya pasaría. Ejercicio, descanso, buena comida, menos bebida —mucha menos—, y en pocas semanas volvería a la normalidad. Lo malo del psiquiatra que se habían empeñado en que fuera a ver era que, si bien había identificado los síntomas correctamente, subestimó la capacidad de recuperación de Stephen. Él no habría podido hacer aquel trabajo durante tanto tiempo, de no poseer la facultad de superar los efectos de la fatiga y los traumas. Pero ahora lo más urgente era sentirse limpio. Lo demás podía esperar.
Se metió en la ducha. El agua estaba tan caliente que tuvo que saltar fuera y regular los mandos. El pequeño cuarto de baño ya estaba lleno de vapor. Entró de nuevo, con precaución, y se restregó todo el cuerpo, se lavó el pelo y estuvo aclarándolo hasta que le chirrió. Luego, con una profunda inspiración, dio el agua fría.
Después del primer alarido, la recibió en silencio, dejando que el chorro helado le pegara el pelo al cráneo, hasta quedar tan aturdido como parecen estarlo los animales bajo una lluvia torrencial, con los sentidos embotados por el azote de los elementos. Por último, levantó la cara dejando que el agua le cayera en los párpados cerrados y en la boca abierta para que se llevara hasta el último vestigio de sentimiento o pensamiento.
Se secó con la toalla delante del fuego, sacó de la maleta calcetines y pantalón limpios y, con el pelo húmedo y los ojos rojos, pero sintiéndose más presentable, se fue a casa de su hermano.
Observó con cierta decepción que el coche de Justine no estaba, pero entonces recordó que ella había dicho que se iba a su casa. Le parecía un poco ridículo sentirse tan contento de pronto. Nada como la lascivia para hacerte ver que la vida aún merece la pena, aunque no tengas ni la más remota intención de explotar ese aliciente en particular.