16

AL día siguiente, llegó la revista que le enviaba Peter, acompañada de una notita con la dirección y el número de teléfono. Lo normal hubiera sido que Stephen dejara la lectura para otro momento, pero sentía curiosidad. Se trataba del novio —ex novio— de Justine. ¿Por qué demonios ella no habría mencionado su nombre?

El relato de Peter, titulado «Dentro del alambre», era el más largo de la revista, pero la nota biográfica del final daba muy escasa información. Indicaba estudios y poco más.

Andrea White enseña Artes Plásticas en una cárcel de máxima seguridad. Cuando la gente, intrigada porque pase toda su vida laboral encerrada con los hombres más peligrosos del país, le pregunta si no tiene miedo, ella responde que muchas veces se siente más segura dentro de la cárcel que en la parada del autobús al anochecer, antes de emprender el largo trayecto de regreso a casa.

Andrea vive en un apartamento de una habitación, en una zona que debía prosperar pero aún no ha prosperado. Hace un año que ha roto con su novio. Hace dos años que abortó porque su novio se consideraba muy joven aún para cargar con una familia. Ahora, a pesar de su miedo a ser un marido inmaduro, está casado y su mujer espera un hijo. Andrea se ha cruzado con ella en el súper más de una vez, empujando el carrito.

Ya en casa, sana y salva, Andrea calienta la sopa para la cena, que ha preparado ella misma a fuego lento, como es debido, mientras corta el pan, también hecho en casa. Ella conoce el efecto desmoralizador del microondas, y ha prescindido de él: está decidida a rehacer su vida. Pero es una vida estrecha y precaria: tratar de superar su desengaño sentimental sin conseguirlo, emborracharse en una fiesta, tener una aventura de una noche y arrepentirse después, por falta de coraje. Al mirarse en el espejo a la mañana siguiente, observa que las patas de gallo se le acentúan con el cansancio, y se va a trabajar con paso cansino.

Es buena maestra, pero casi nunca encuentra verdadero talento. Generalmente, los reclusos muestran preferencia por temas de un sentimentalismo sorprendente: retratos de niños, relamidos ramos de flores y edulcoradas imágenes de Cristo. Sagazmente, Peter señalaba la relación existente entre sentimentalismo y brutalidad. Pero uno de los presos, James Carne, hace algo diferente. Repite una y otra vez la misma imagen: una figura de sexo indeterminado, con la cara oculta por vendajes o cinta adhesiva y el cuerpo envuelto en alambre de espino. Recuerda un poco la vela de Amnistía Internacional.

—¿Pensaba en la vela de Amnistía Internacional cuando lo dibujó? —pregunta Andrea a James.

—No —responde James.

—¿Pero pensaba en la prisión y la imposibilidad de escapar?

—Desde luego.

Ansiosa de contenido moral, Andrea trata de atribuir un significado a la figura. Al cabo de un tiempo, sugiere a James que quizá convendría buscar otros temas.

—Cuando salga —dice él—. Aquí encerrado no puedo pensar en nada más.

Al cruzar la puerta de la cárcel, ella siente el viento y la lluvia en la cara, ve el alambre de espino tendido al otro lado de la alta tapia y oye el azote de los trozos de tela y papel enganchados en las púas. Es natural que él no pueda hacer otra cosa. Fue una estupidez y una falta de sensibilidad imaginar lo contrario.

James es alto, bastante guapo y tiene buena musculatura, resultado de largas horas de obsesivo ejercicio en el gimnasio de la prisión. Pero los sentimientos de Andrea hacia él nada tienen que ver con la atracción física, o eso se dice mientras hace la compra del fin de semana a toda prisa, para poder ir a la peluquería.

James observa el corte de pelo, como observa las faldas más cortas y el carmín más vivo, que se le corre un poco por las finas arruguitas alrededor de la boca. Observa la manera en que ella se tira de la falda cuando lo sorprende mirándole las rodillas. Es buen observador.

Implícitamente, él da a entender que es inocente de los crímenes por los que fue condenado, y Andrea le cree. ¿Cómo un asesino, un narcotraficante, un atracador o un violador —Andrea prefiere ignorar los detalles de qué es exactamente lo que no hizo James— iba a poder pintar cuadros tan bellos y tan llenos de sensibilidad? Las figuras resplandecen en sus jaulas de alambre de espino.

Al fin James sale de la cárcel y espera a Andrea en la parada del autobús, donde tantas veces ella ha sentido miedo, al pie de las paredes de la cárcel, iluminadas por los focos y estriadas por la lluvia.

No había suspense. El final se veía venir y, sin embargo, Stephen no podía dejar la lectura. Tiene morbo ver a un inocente hacerse cómplice de su propia destrucción. La violencia, al igual que los otros ingredientes del relato, estaba sabiamente dosificada, ni se enmascaraba ni se exageraba. El alambre de espino intervenía en buena medida, desde luego, lo mismo que la cinta adhesiva.

Andrea tuvo una muerte horrible porque había proyectado sus valores personales en una imagen creada por otro para sus propios fines. Stephen sintió compasión por ella, pero entonces se preguntó si no estaría él proyectando sus propios valores en el relato, es decir, haciendo lo mismo que había hecho Andrea con las pinturas del criminal. Tú llevas todo lo que eres, todo lo que has experimentado en la vida a ese encuentro con la escultura, con el cuadro o con la página del libro. Pero, detrás del humo, se esconde la sibila que murmura, en un tono muy bajo, que tú no llegas a oír: «Ah, es que no es eso lo que quiero decir.»

El relato denotaba una percepción de la soledad de la mujer madura, insólita en un hombre joven. Percepción, sí. Pero ¿compasión? Stephen volvió atrás a la descripción de cómo James reparaba en la falda más corta, en las manchas del dorso de la mano de Andrea, el carmín que se le corría por los pequeños frunces de los labios. Peter se instalaba en la mente de James con una facilidad desconcertante.

El segundo relato, «El hombre que lo arreglaba todo», trataba de una viuda que emplea a un hombre para que haga las pequeñas reparaciones domésticas que solía hacer su marido. En una casa siempre hay algo que necesita arreglo: tan pronto Reggie —el nombre desentonaba, pero era lo único— repara una cosa, otra se rompe. Al fin Reggie se le declara, pero la viuda lo rechaza diciendo que no ha superado la muerte de su marido. A la mañana siguiente, cuando sale de casa para ir a trabajar, la mujer encuentra delante de la puerta el cadáver descompuesto de su marido con una nota que dice: «¿Qué tiene él que no tenga yo?»

Vaya. Stephen cerró la revista. Un relato que no leería dos veces. De nuevo, el énfasis en la indefensión femenina, la observación detallada que siempre denota empatía y que, curiosamente, aquí no acababa de transmitirse. El narrador, inconscientemente, mostraba comprensión hacia la conducta depredadora que trataba de analizar. No había base moral. Éste fue el veredicto final de Stephen, y era esta ambigüedad en la actitud del narrador frente a depredador y víctima, más que la anécdota en sí, lo que hacía tan inquietantes los relatos.

Stephen los leyó mientras desayunaba y durante toda la mañana le rondaron la cabeza, con esa segunda vida de la ficción que, generalmente, confirma la primera impresión. También en este caso, su opinión acerca de la habilidad del autor mejoró. Era el ambiente lo que infundía autoridad al relato. Los olores de las galerías, a semen, calcetines y estofado; el tufo agrio a cagarruta de pollo, el sudor de los hombres que trabajaban en la granja; el hedor a orina seca de las celdas de los incontinentes; las bolas grises de chicle pegadas en el somier de la litera de arriba; el sabor a herrumbre de la niebla que envuelve la cárcel, única prueba tangible de que fuera existe otro mundo.

Desde luego, es asombroso cómo un buen trabajo de documentación puede sugerir que el autor se basa en la experiencia directa. Saul Bellow escribió Henderson, el rey de la lluvia sin haber pisado África.

Pero era Saul Bellow.

Stephen dejo la revista en la mesita de centro, delante de la chimenea, donde Justine lo encontró aquella noche. No dijo nada, pero se tumbó en el sofá a leerla. Por el borde inferior de la camiseta, la única prenda que llevaba, asomaba una punta de vello dorado. Él la vio fruncir el entrecejo en aquella esquiva expresión de dolor que —ahora lo comprendió de pronto— era el detalle más erótico de su persona. Ella, tan fuerte, tan enérgica y vital. ¿Qué revelaba acerca de él mismo el que fuera precisamente esta sensibilidad de Justine al dolor lo que lo excitaba?

Ella cerró la revista con un golpe seco.

—Gracias a Dios que elegí Ciencias.

—Son buenos, ¿no te parece?

Él daba por descontado que había leído los relatos de Peter, y ella no lo negó.

—Son horribles.

No dijo más. Al fin, él se acercó y le abrió los brazos, como a una niña enfurruñada, y ella se dejó abrazar y lloró. Él le acariciaba los hombros, tratando de no excitarse con el aroma de su cuerpo y concentrarse en consolarla, pero ella se apartó.

—¿Cuánto hace que sabes lo mío con Peter?

—Kate lo mencionó.

—¿Kate Frobisher?

—Sí.

—¿Y ella cómo demonios lo sabe?

—Lo ignoro. Quizá os vio juntos.

Ella se enjugó las lágrimas furiosamente. La congoja le ahogaba la voz.

—Típico. En este pueblo de mierda no puedes hacer nada sin que te espíen.

—Estoy seguro de que ella no espiaba. ¿Tu padre lo sabía?

—Naturalmente que sí.

—¿Lo aprobaba?

—¿Por qué no había de aprobarlo?

—No sé. Dímelo tú.

Ella trató de sostenerle la mirada y no pudo.

—En realidad, papá fue un poco hipócrita. Él pertenece a la obra Empezar de Nuevo que ayuda a la gente que sale de la cárcel. De eso conoce a Peter. Fue hace años. Luego, el verano pasado, él volvió preguntando si podía quedarse unas semanas. Y, mientras no hacía nada más que cuidar el jardín, todo era magnífico, fantástico, estábamos haciendo una obra de misericordia, pero luego empezamos a salir... y las cosas cambiaron.

—¿Así que Peter vivió con vosotros?

—Sí, varias semanas.

—Y tú te enamoraste.

—Se puso tierno él, no yo.

—Debías de ser una cría cuando os conocisteis.

—Sí. Que es como tú me ves todavía. Y no sé lo que eso hace de ti.

—Yo no te veo como a una cría. No te enfades ahora conmigo. Yo sólo intento ayudar.

—Perdona. —Sonrió y se limpió la nariz con el dorso de la mano.

Él se levantó y le llevó pañuelos.

—¿Por qué fue a la cárcel?

—No lo sé. Pero no sería por delitos sexuales, porque papá decía que a ésos no podía tenerlos en casa estando yo.

—¿No te lo dijo?

—¿Peter o papá?

—Peter.

—No.

—¿Y no te extrañó?

—No. Tampoco a ti te extrañaría, si conocieras a Peter.

—No entiendo cómo se puede tener una relación con una persona y no decirle algo así.

—¿No lo entiendes? —Fruncía los labios como si hubiera mordido un limón—. Pues no, no hablaba del pasado, y cuando me hablaba de eso... yo prefería dejarlo.

—¿Por qué?

—Porque era todo muy superficial, muy de pasada, no podías ahondar... ni yo deseaba ahondar, porque no sabía lo que encontraría. Pero una vez me pareció que... —Hacía esfuerzos por serenarse—. Cuando salimos aquella noche, la noche en que rompimos... creí que iba a decírmelo, porque se le veía preocupado. Pero lo que hizo fue plantarme. —Un amago de risa—. Son las cosas que te dan experiencia de la vida, imagino.

—¿Era cruel?

—No lo sé. —Ella miraba hacia la oscuridad, más allá del resplandor del fuego—. No sé si cruel es la palabra.

—En lo que escribe hay crueldad.

—Sí, pero él no es su personaje.

—Él los crea.

Justine se encogió de hombros.

—¿Te hizo daño?

—Claro.

—Quiero decir físicamente —precisó él.

—¿Si era violento? Por Dios, ¿a ti te parece que yo aguantaría eso?

—Hay mujeres que lo aguantan.

—Yo no.

Eso era evidente.

—¿Entonces, cómo?

—No sé. Fue... como si todo se volviera contra mí. A veces, estando en la cama, yo abría los ojos y lo veía mirarme fijamente y... me sentía como un insecto clavado en un alfiler... —Soltó una carcajada—. Más fría que caliente. Pero estaba enamorada. Esas cosas no importaban. Creía que todo marchaba bien, y entonces ¡zas!

—¿No será que tu padre le dijo algo?

—No; si a mi padre le diera por el melodrama, te diría algo a ti. No; yo creo que Peter sólo buscaba un pasatiempo de verano. Yo me iría a la universidad, y adiós. Pero me puse enferma y, de pronto, no había fecha tope a la vista. Creo que él tenía miedo de decir demasiado. —Una pausa—. Él me quería.

—¿Estás segura?

Otra vez aquel gesto de perplejidad y extravío.

—No.

—¿Tú hubieras seguido?

—Sí.

—¿Aun sin saber lo que él había hecho?

Ella meneó la cabeza.

—Sea lo que fuere, cumplió la condena. Una persona no puede estar toda la vida purgando un delito.

«Según qué delito», pensó él.

—Pero debes de tener una idea.

—No.

—¿Drogas?

—Las detesta.

Ya empezaba a defenderlo, y eso era lo último que deseaba Stephen.

—De todos modos, me parece que deberías alegrarte de haberte librado de él.

—Eso dijo también papá.

Stephen se alegró de saber que la caridad cristiana no había ofuscado por completo el sentido común del párroco.

—Sí, claro, somos de la misma generación.

Viéndola con aquella enorme camiseta, él pensó: «He de dejar de tratarla como a una niña.» Hasta entonces había supuesto que ella no sufría más que los efectos de un desengaño amoroso adolescente, tan molesto como una rabieta de bebé, pero que una persona mayor no podía tomar en serio. No había admitido la posibilidad de que ella, tan joven, pudiera haber conocido a un hombre que era un peligro para cualquier mujer de cualquier edad. «O quizá para cualquier hombre», pensó al recordar ciertos detalles de su conversación con Peter.

Frialdad, manipulación, ansia de dominio, una aberración de la mente que hace que la entrega generosa se manipule en contra del que la da...

Él le acarició el tobillo y entonces, impulsivamente, se inclinó y hundió la cara en el vello dorado de su vientre, buscando, indagando, sorbiendo, mientras le separaba los muslos con las manos, suavemente. Durante un segundo, la pelvis de la muchacha se arqueó, como una flor puesta en un rincón oscuro se vuelve hacia la luz, y los músculos del vientre se tensaron y estremecieron.

Pero casi al momento ella rió y le apartó la cabeza hacia un lado, retorciéndose para liberarse.

—Tengo que irme a casa.

Él miró el reloj.

—Aún no es la hora.

—Beth me ha dicho que ha caído un árbol en la carretera. Tendré que dar un rodeo. —Lo miraba casi como si lo compadeciera.

—¿Vendrás mañana?

—Sí.

Más caricias a oscuras.

—¿Todavía le quieres?

Ella tenía las pupilas tan dilatadas que sus ojos azules parecían casi negros.

—No estoy segura de saber lo que es el amor.

—La verdad es que ese capullo no te merece.

Ella sonrió y se encogió de hombros.

—Vale más que me vista.

—Probablemente, tampoco yo te merezco.

Ella lo abrazó y lo besó.

—No estás mal. —Una risa interna le agitó los pechos—. Eres aceptable.

«Por el momento», pensó él viéndola vestirse.