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EN casa de Kate, Angela se puso a trajinar como si fuera la anfitriona. A Kate le hubiera gustado prepararse algo de comer, pero Angela traía un montón de platos de su congelador. Sintiéndose inútil y muy cansada para protestar, dejó hacer a su amiga y se sentó en un sillón.

En la chimenea ya estaba la leña preparada, sólo había que encender el fósforo. Angela arrimó una hoja de periódico al hogar, y el tiro aspiró una fotografía de coches en llamas. El papel se oscureció, crepitó y se onduló. En el centro apareció una incandescencia naranja con orla negra. En el último instante, Angela retiró la hoja y una nube de humo acre se diseminó por la habitación.

«La vejez debe de ser así», pensó Kate, mirando alrededor. Las sombras oscilaban en las paredes, unos copos de nieve indecisos tropezaban en el cristal de la ventana, eran despedidos hacia arriba y desaparecían. Ella los miraba, tratando de seguir su trayectoria, pero se le cerraron los ojos. Cuando los abrió, Angela estaba poniendo una bandeja con paté y panecillos calientes en la mesita junto al sillón. La cara de Angela, la típica rosa inglesa un tanto descolorida, recobraba el color al calor del fuego. Una muchacha extraña, Angela, aunque no debería llamarla muchacha, debía de haber cumplido ya los cuarenta y cinco, pero seguía teniendo cosas de niña: la vehemencia, la risa boba, la propensión a encariñarse con las personas. También era sufrida, modesta y valiente.

«Y muy pesada, a veces», pensó Kate con un leve sentimiento de culpa, deseando quedarse sola. Cada vez que trataba de hablarle de su dolor por la pérdida de Ben, Angela, con suavidad y firmeza, le recordaba que ella había perdido a Thomas, William, Rufus y Harry. Sí, quería decirle Kate, pero Ben era mi marido y ellos eran sólo, en fin... ¿corderos?

Siempre había conseguido contenerse, al recordar el día en que conectó el televisor para las noticias de las seis y vio a Angela rodar por el barro, enseñando las bragas a todo el país, mientras desafiaba a los hombres del Ministerio de Agricultura que habían ido a sacrificar a sus «muchachos». Hicieron falta tres policías para reducirla. De todos modos, ¿quién era ella para medir el amor de otra persona y decidir cuánto dolor era razonable? Recordó cómo Angela les daba de comer y cómo los animales dejaban de pastar y respondían con sus balidos quejumbrosos cuando ella los llamaba.

Kate comió, bebió y se durmió otra vez. Cuando despertó, Angela se estaba poniendo el abrigo.

—¿Estás segura de que no necesitas nada más?

—Segura, gracias. Me quedaré un rato al lado del fuego.

—Vendré mañana a primera hora. Llámame si quieres algo.

Una vez a solas, Kate estuvo un rato al lado de la ventana, escuchando los pequeños crujidos de la casa —la madera y la piedra seguían asentándose, al cabo de quinientos años— y viendo cómo la nevada arreciaba y blanqueaba el suelo. La oscuridad parecía elevarse de la nieve como un vapor azulado. Después de haber dormido una hora u hora y media, calculaba, estaba muy desvelada para irse a la cama.

En el hospital, la rígida rutina diaria le evitaba sentir ansiedad por el paso del tiempo, pero ahora ya estaba contando los días perdidos desde el accidente: diecinueve. Sintió la tentación de ir al taller, que estaba frente a la casa, pero comprendió que no sería prudente. La sala vacía, las altas ventanas, abiertas al cielo nocturno... No; aún no estaba preparada para afrontarlo. Además, no podía hacer nada. Para entonces tendría que haber una talla en esbozo. Y no había nada, ni el armazón. Necesitaría de cinco a ocho días de duro trabajo para construirlo.

Y ella no podía. Sin un ayudante, imposible trabajar, y ni el mejor de los ayudantes aceptaría su horario de trabajo. Habitualmente, cuando todo iba bien, ella empezaba la jornada a las cinco o las seis de la mañana. Ahora eso tendría que cambiar, y no sería lo único. También su forma de trabajar. Todo.

Volvió al sillón renqueando. Echaba de menos a los otros pacientes del hospital, cuya lenta recuperación era reflejo de la suya. A esa hora se iban las visitas. Las enfermeras ponían las flores en los jarrones, cerraban las persianas y arreglaban a los pacientes para la noche... y ahora, de pronto, cojear en solitario le producía una patética sensación de desamparo. A veces, la única cura para la autocompasión es un buen sueño, cuanto más largo mejor. Se quedaría levantada hasta las diez, haría unas llamadas, vería la televisión, se tomaría un par de whiskys y se metería en la cama.

Iba a poner la tele cuando oyó acercarse un coche. La carretera del bosque no era muy frecuentada por la noche, ni aun con buen tiempo, y se preguntó quién podía ser. Ojalá no fueran Lorna, Beth o Alec para ver cómo se encontraba. En la curva, el coche aminoró. Kate imaginó la mueca del conductor al ver los árboles tronchados; las marcas de los neumáticos en el arcén ya estarían cubiertas por la nieve. Esperaba oírle acelerar, pero ahora iba aún más despacio, buscando la entrada. La luz de los faros se deslizó por la pared y se inmovilizó. El coche se había detenido. Kate se acercó a la ventana, la abrió unos centímetros y oyó pasos que se acercaban, pero no veía nada: el sendero estaba bordeado de espesas matas de rododendros que en invierno formaban un túnel largo y oscuro. Los pasos sonaban con más fuerza. De los arbustos salió un hombre joven con el pelo apelmazado por la nieve, caminando con la cabeza baja. Cuando pasó por delante del sensor, se encendió la lámpara de seguridad, que proyectó su sombra en dirección a la verde pared de hojas recias y sedosas.

Sonó el timbre.

Ella estaba casi segura de quién era. Tenía el nombre en la punta de la lengua pero, por precaución, puso la cadena antes de abrir la puerta y mirar por la rendija.

—¿Sí?

—Me han dicho que busca un ayudante.

—S-sí.

—Me envía Alec Braithewaite. Yo cuidaba el cementerio el verano pasado, ¿me recuerda?

—Desde luego. —Kate soltó la cadena y abrió la puerta. La luz del interior se reflejó en las gafas del hombre ocultándole los ojos por un momento—. Pase.

Él cruzó el umbral, rezumando olor a pelo y lana húmedos, y se limpió las botas golpeando el felpudo con los pies, que desprendieron grumos de nieve. Los copos prendidos en el pelo y los hombros se fundían rápidamente.

—Creí que ya no nevaba.

—Y no nieva —sonrió él—. Es que me he dado contra una rama y me ha nevado encima. Vale más que me quite la chaqueta, o le mojaré toda la alfombra. Y también éstas —dijo mirándose los pies.

—Perdone, pero no sé su nombre.

—Peter Wingrave. Oiga, ¿por qué no llama a Alec para comprobarlo?

—No hace falta. Él me habló de usted.

Kate pensó que era normal no haberlo reconocido. La última vez que lo había visto estaba tostado por el sol, con el torso al aire, manejando la guadaña entre las lápidas. Se había tropezado con él una o dos veces al cruzar el cementerio para ir a las tiendas, y habían hecho algún comentario acerca de la quema de ganado. «¡Qué horror!», decía ella al pasar, como solían decir los no afectados directamente. Imposible no darse por enterado. En todo el horizonte se veían las nubes de humo negro y grasiento de las piras. El olor a carcasa quemada había envuelto el pueblo durante semanas.

La quema era la causa de la presencia de Peter en el cementerio. Hasta el verano anterior se encargaban de cortar la hierba unos corderos introducidos para este fin. Eran negros: Kate intuía en esta alusión a la «oveja negra» una bromita de clérigo de Alec. Ellos no dejaban que la hierba creciera demasiado, y sus excrementos no resultaban muy ofensivos, ni aunque cayeran sobre alguna que otra tumba; por lo menos, nadie se había quejado. «Vacas, no —había dicho Alec—; me parece que eso sería ir demasiado lejos.»

La ventaja era que los corderos se alimentaban de hierba y no cobraban. Pero llegaron los hombres del ministerio y se los llevaron para sacrificarlos. Peter salía más caro que los corderos pero, según tuvo que reconocer Kate, también era más decorativo. Ahora lo recordaba claramente, con los brazos y el torso relucientes de sudor, y el vaquero resbalándole por las caderas con el balanceo de la siega. Una muchacha soltera hubiera sentido una fuerte tentación. Una mujer madura y feliz en su matrimonio como ella, se había limitado a admirar el panorama.

Él se irguió, con la cara enrojecida por el esfuerzo de quitarse las botas, y movió los dedos dentro de los calcetines húmedos. Las botas eran viejas y, por lo visto, filtraban agua.

—Pase —dijo ella, renqueando hacia la sala.

—Vaya, un buen fuego. Da gusto.

Una voz grata, modulada, grave. Ella se preguntó por qué estaría trabajando de peón, pero eso no era cosa suya. «De todos modos —pensó—, la jardinería no es trabajo de peón, es sólo trabajo mal pagado.» Él manejaba la guadaña con soltura.

—¿Sabe que usted es la única persona a la que he visto usar guadaña?

Él se encogió de hombros ligeramente.

—Me crié en el campo.

—Ah. ¿Dónde?

—En Yorkshire. Mi abuelo la usaba. Pero tiene razón, no he visto que la usara nadie más. No es difícil, sólo cuestión de ritmo.

—¿Quiere beber algo?

—Sí, gracias. —Miró alrededor y vio la botella de whisky en la mesa—. Un poco de whisky vendrá bien.

Ella sirvió dos generosas raciones.

—Bien —dijo, sentándose en el sillón con cautela y sintiéndose como una frágil anciana frente a la fuerza y el vigor que irradiaba él—. Alec me dijo que hablaría con usted.

—Sí; me llamó hace un par de días. Le dejé a usted un mensaje en el contestador, preguntando si podía venir.

—Lo siento, aún no he escuchado los mensajes. He salido del hospital esta tarde. ¿Así que usted es jardinero?

—Sí, principalmente.

—No debe de sobrar trabajo en esta época.

—Desde luego. De noviembre a marzo hay que parar. Es muy poco lo que se trabaja.

—¿Y cómo se las arregla?

—Con la poda de árboles. Y también construyo estanques y fuentes. Ahora es el mejor momento para cavar los estanques. No conviene dejarlo para Pascua, o te pierdes la mitad de la temporada. De todos modos, si tan mal se ponen las cosas, me rindo y me voy a trabajar a un restaurante.

—¿De cocinero?

—No; picando verduras y llenando platos.

—Parece aburrido.

—Y lo es; pero son sólo un par de meses. En cuanto crece la hierba, empieza a sonar el teléfono.

Tenía una bonita sonrisa.

—¿Siguió un curso de jardinería?

—No. —Una pausa—. Estudié filología. —Rápidamente, se llevó el vaso a los labios.

«Entendido —pensó ella—, nada de preguntas personales.» Bien, eso le agradaba. Lo que menos quería ella en el taller era conversación.

—Puedo darle referencias. De gente para la que he trabajado.

Del bolsillo sacó un papel doblado y un poco húmedo. Era una lista de cinco nombres, cuatro eran de personas a las que ella conocía.

—Fred Henderson. Es el dueño de esa casa grande en las afueras de Alnwick, ¿verdad?

—Sí; le hice las fuentes del jardín. Cuando se retiró decidió meterse en grandes obras. Creo que es el trabajo más importante que he hecho. —Sonrió—. ¿Qué puedo decir? El pavimento está bien nivelado. Los estanques no pierden. Las cascadas funcionan. Y el arroyo está lleno de peces.

Ella sonrió a su vez. Era un hombre simpático.

—Ante todo, le diré qué necesito. Luego, usted verá si le interesa.

Él asintió, mirándola fijamente y haciendo oscilar el whisky en el vaso. Destellos ámbar le bailaban entre los dedos. Tenía manos grandes.

Kate comprendió que estaba desesperado por encontrar trabajo, que ya se veía ante la perspectiva de picar verduras y llenar platos, y no se molestó en buscar ventajas al horario. De ocho a cuatro, cinco días a la semana. Y, si podía el sábado por la mañana, magnífico.

—Le pagaré lo mismo que Fred. ¿Le parece bien?

—Muy bien. —La miró: quizá también él intuía desesperación—. No me ha dicho qué quiere que haga.

—Conducir el coche, levantar pesos, construir un armazón... —Esperó.

—Sé lo que es. Pero nunca lo he hecho.

—Ya le enseñaré. —Le dolió decir eso, pensar que otras manos intervendrían en su obra—. Yo no puedo hacerlo.

—Dice Alec que es una figura de Cristo. ¿Qué tamaño?

—Cinco metros.

—¡¿Cinco?!

—Sí

Él la miró, calculando su grado de invalidez.

—¿A qué altura levanta el brazo?

Ella hizo una mueca.

—A la altura del hombro.

—Necesitará un andamio. No la veo trepando por una escalera de mano con eso —dijo señalando el bastón con la barbilla.

—¿Usted podría montarlo?

—Sí; no es difícil.

—¿Está seguro?

—No hay dificultad. De todos modos, saltaré sobre él varias veces, así, si alguien se desnuca seré yo.

—Mejor; no creo que mi nuca resistiera otro golpe.

—¿Cuánto tiempo ha de llevar el collarín?

—Un mes, por lo menos.

—¿Se recuperará por completo?

—Eso me han dicho.

Una pausa.

—¿Cómo quedamos? ¿Quiere hablar con Fred antes de concretar?

—No; hay que empezar cuanto antes. ¿Qué tal mañana?

—¿Seguro que estará bien?

—He de estarlo.

—De todos modos, si no se siente con fuerzas para hacer gran cosa, yo podré ir montando el andamio.

Ella sintió un gran alivio. El trato había sido rápido y fácil. Lo primero que haría por la mañana sería llamar a Alec para darle las gracias. Ahora ya era un poco tarde, se dijo mirando el reloj.

Inmediatamente, Peter dejó el vaso en la mesa y se puso en pie.

—No, no se levante —dijo al ver que ella alargaba la mano hacia el bastón—. Conozco el camino.

Ella le oyó calzarse las botas, gruñendo ligeramente con el esfuerzo, y se acercó a la ventana para verlo marchar. Las luces de seguridad se encendieron de nuevo cuando él cruzó el haz electrónico. Debió de suponer que ella lo observaba porque, sin volver la cabeza, levantó la mano antes de desaparecer por el oscuro túnel de rododendros.

Al cabo de un momento se oyó arrancar un motor. El ruido, como ocurría allí con todos los sonidos, llegaba distorsionado por efecto de la barrera de árboles. El coche dio marcha atrás, giró y Kate oyó cómo el zumbido del motor se alejaba y era tragado por la noche y el silencio. Sólo quedaron los árboles y unos cuantos copos de nieve que tiritaban en el aire negro.