7

STEPHEN despertó antes del amanecer, en medio de una oscuridad muy distinta a la de la ciudad. Era una negrura como la de algunas noches de África. Localizaba su cuerpo sólo por el sentido del tacto, por el roce de las sábanas en la piel. Manos y pies eran colonias lejanas. No se atrevía a encender la lámpara porque, en aquel estado, le daba más miedo la luz que la oscuridad. Iba recordando escenas del sueño. Lo estaban enterrando vivo. En el sueño no había ninguna fuente de luz, sólo olores, jadeos, sangre de otras personas en la piel, y la certeza de que, si se movía, si gritaba, los de allá arriba, a los que él nunca veía, estaban preparados para rematar el trabajo con cuchillos, fusiles y machetes.

Apelando a toda su fuerza de voluntad, se volvió y escudriñó la oscuridad hasta que, entre espirales naranja y púrpura, empezó a adivinar formas: una silla, un armario, la puerta. Cuando estuvo seguro de que distinguía el camino, se levantó —para qué quedarse en la cama, no volvería a dormirse: le daba miedo seguir soñando con lo mismo— y, desnudo, sintiéndose como una gamba rosácea y sudorosa, bajó la escalera a tientas. A cada paso, los dedos de los pies le sobresalían de los estrechos peldaños construidos en el siglo XVI. Pisó el suelo de piedra de la cocina, descorrió las cortinas y puso la cafetera.

Tomó el café sentado junto a la ventana, sintiendo el calor del líquido bajarle por el esófago, otra parte de su cuerpo rescatada de la oscuridad. Vio palidecer las estrellas y aparecer la desierta carretera que describía un arco en dirección a la granja dormida, los campos blancos de escarcha, los destellos que la luz iba encendiendo en la hierba. Mientras tanto, indagaba en sí mismo, tratando de descifrar el sueño. Sabía que, si no lo hacía ahora, aquel sueño podía contaminarle el día.

Antes de ponerse a trabajar, Stephen salió a correr y fue hasta lo alto de la colina. No soplaba nada de brisa, ni una brizna de hierba se movía. Al llegar arriba, se apoyó contra el tronco de un árbol y contempló cómo la oscuridad se escurría ladera abajo, como si en el fondo del valle alguien hubiera tirado del tapón de la noche. Iban emergiendo detalles a la luz creciente: las yemas oscuras y nudosas del fresno, las hojas quebradizas y tostadas del roble que aún pendían de las ramas, las venas del dorso de sus manos. Y entonces salió el sol, rasgando nubes, derramando cascadas de luz sobre el valle y convirtiendo la luna, que remoloneaba en el azul translúcido, en una caprichosa cáscara de huevo.

Por todas partes asomaban los brotes de los helechos, prietos como puños de recién nacido, aunque en el aire ácido de la mañana había amenaza de nieve. Stephen se puso a buscar el nido de la lechuza que había estado ululando toda la noche casi sin parar, como si se creyera un ruiseñor. Un árbol semicubierto de hiedra le pareció más adecuado que los otros y revolvió el follaje hasta encontrar lo que buscaba: tres o cuatro pellas fibrosas de color marrón que se metió en el bolsillo.

Cuando llegó a casa, las sacó y las hizo girar entre el pulgar y el índice. Se las había llevado maquinalmente, como habría hecho cuando era niño, y ahora pensó que quizá a Adam le gustaría tenerlas. Se las llevaría esa tarde, en cuanto viera el coche de Justine en la puerta.

Las relaciones entre la granja y el cottage se habían encauzado rápidamente en una rutina. Stephen apenas veía a Robert y Beth más que los fines de semana, y observaba sus idas y venidas casi como si fueran dos desconocidos.

Ambos estaban muy ocupados y Beth sumaba tareas de carácter social a las obligaciones de su empleo a jornada completa. Asistía a la iglesia asiduamente, lo que no dejó de sorprender a Stephen, ya que Robert era un ateo militante. «Dios no existe y Sharkey es su profeta», era su lema. Por lo tanto, o el cristianismo de Beth era bastante flexible, o no debían de faltarles temas sobre los que disentir.

Robert tenía una jornada de trabajo muy larga. A veces, cuando el tiempo empeoraba más de lo normal, se quedaba a dormir en la ciudad, antes que exponerse a encontrar la carretera del páramo cortada por la nieve.

O eso decía Beth, con voz neutra y mirada ausente.

—¿Dónde duerme? —preguntó Stephen.

—Oh, nunca falta alguien que le ofrezca una cama.

Al principio, Stephen temía que Adam no se atuviera a la regla tácita que excluía todo contacto en días laborables y se le ocurriera visitar al tío en la casita del huerto. Era un niño extraño, callado y solitario. En el lugar de Robert, él no hubiera creído aconsejable tener a Adam aislado en el campo, lejos de otros niños de su edad. Fuera de la escuela, sólo veía a sus padres y a Justine, cuyo pequeño Metro rojo subía zumbando por el camino todos los días a las cuatro, cuando lo traía del colegio. Stephen deseaba decir a Robert: «Nuestra niñez no era así.» Ellos estaban todo el día correteando, al menos hasta que los exámenes los obligaban a encerrarse en casa. Comparada con su propia niñez, la de Adam le parecía privilegiada y vacía al mismo tiempo. A veces, Stephen lo veía trotar por la carretera, en busca de animales atropellados, o seguir huellas en la nieve, pero solo o sin más compañía que la de Justine.

Cuando Stephen le hablaba, Adam encogía el cuello, evitaba mirarle a la cara, murmuraba unas palabras y se escabullía lo antes posible.

Esta evidente resistencia a tener tratos con su tío acrecentaba el interés de Stephen, por puro espíritu de contradicción. Y aquella tarde, poco después de que el coche de Justine subiera la cuesta con los jadeos y estertores de costumbre, Stephen llevó a la granja las pellas de lechuza y las puso encima de la mesa, sobre un papel de cocina.

—¿Tú qué dirías que son?

Adam arrugó la nariz.

—¿Cagarrutas?

Un chico que lleva a casa animales atropellados no suele ser remilgado.

—Te has equivocado de agujero. Salen por el pico.

—¿Bolas de lechuza?

—Sí.

—Genial.

—¿Tiene unas pinzas? —preguntó Stephen a Justine, que estaba delante de los fogones friendo salchichas para la merienda de Adam. No parecía que pudiera tenerlas. Como el resto de su persona, sus cejas eran frondosas y naturales.

—Un pincho.

Revolvió en el cajón de los cubiertos y sacó una brocheta.

—Esto servirá.

Stephen enseñó a Adam cómo separar los huesecillos, cráneos, plumas, pelo y otras materias no digeribles de la dieta nocturna de la lechuza. Adam estaba absorto. Stephen miró a Justine por encima de la cabeza del niño. Ella dijo sonriendo:

—Vuelva pronto. Hacía semanas que no estaba tan quieto.

Al poco rato había en la mesa una hilera de pequeños cráneos.

—Ahora tienes que lavarlos —dijo Stephen, y empezó a recoger los desechos.

Adam corrió al cuarto de baño de la planta baja llevando sus tesoros entre las manos.

Stephen se frotó los dedos y se disponía a marcharse —sólo quería dejar las pellas y volver al trabajo— cuando Justine dijo:

—¿Le apetece una taza de té?

Le apetecía algo más fuerte que el té, pero no podía pedir a la au pair que saqueara el mueble-bar.

—Sí, buena idea. —Notó el cansancio al recostarse en la silla. No había hablado con casi nadie en toda la semana—. ¿Ya termina el trabajo por hoy? —preguntó mientras ella llenaba el hervidor de agua.

—Casi. —La muchacha ahogó un bostezo—. Beth vuelve tarde los jueves. Después del trabajo tiene una reunión que no se acaba nunca.

¿Cómo podía resignarse a hacer ese trabajo una muchacha tan inteligente? Mientras tomaban el té —Adam estaba en el otro extremo de la mesa, muy ocupado con los cráneos, respirando por la boca como hacen los niños cuando se concentran en algo interesante—, ella le habló de su vida, del trabajo, de que no había tenido más opción que hacer de niñera o camarera, y que a su padre le había parecido mejor lo primero. No mencionó a su madre.

—¿Y qué dice su madre?

—Sabe Dios. Se largó hace años.

—Lo siento.

Ella se encogió de hombros.

—Ya no importa, fue hace mucho tiempo. Hubo un gran escándalo. La mujer del párroco se va de casa. Lo nunca visto. —Rió—. ¿No sabía que soy hija del párroco?

—No. —Él se preguntó si sería virgen—. ¿Incluye hacer algo?

—¿Hacer algo? —Lo miró divertida—. ¿Como qué?

—No lo sé. Buenas obras.

—No. Por lo menos, yo no las hago. No; sólo doy motivo de murmuración a una colección de viejas cacatúas amargadas. —Bebió un sorbo de té—. Es el papel que me legó mi madre.

—Podría marcharse.

Ella frunció el entrecejo.

—Es difícil.

¿Un papá abandonado y posesivo?

—¿Piensa seguir aquí todo el año?

—No, pero no se lo diga a Beth, porque se preocupará; me parece que podré convencer a papá para que me deje hacer un curso intensivo de secretariado. Así podría encontrar un trabajo decente. Para conseguir empleo no te basta con haber aprobado el ingreso en una universidad. Nadie quiere saber nada de ti.

—Parece buena idea. ¿Dónde lo haría?

—En Londres.

—Ah.

Imaginó a Justine, con sus mejillas de lechera, tecleando en un despacho de Kensington y pensando que por fin había empezado para ella la verdadera vida. No obstante, él era el menos indicado para criticar a alguien por pensar que la verdadera vida se hallaba en otro sitio: él, que había estado dominado por esta ilusión desde que empezara a trabajar.

—¿Qué es esto? —preguntó Adam levantando un cráneo que tenía dos dientes largos y anaranjados.

—Un ratón —dijo Stephen.

—¿Cómo sabes que no es una musaraña?

No lo sabía.

—Tienes un montón de libros. ¿Por qué no lo buscas?

Stephen se levantó para marcharse. Ella lo acompañó hasta la puerta. Ahora le parecía más bonita que la otra noche. La encontraba atractiva, sí, pero en su actual estado de frustración cualquier mujer joven le hubiera parecido atractiva, y su calificación de «joven» era cada día más generosa. De todos modos, ésta lo era en exceso, y la tenía demasiado cerca. Si las cosas se torcían —¿y no habían de torcerse, si él tenía veinte años más?— sería muy incómodo. Y no podrían evitar seguir viéndose.

Estos pensamientos indicaban que Stephen creía tener una posibilidad, cuando ella, probablemente, veía en él a un personaje aún más decrépito que su padre. O, en el mejor de los casos, a un tío amable y bondadoso que la ayudaba a entretener a Adam.

No era una idea agradable.

Stephen bajó por el sendero haciendo crujir el hielo. Al llegar a la verja, levantó la mano en señal de saludo. Ya empezaba a echar de menos la luz y el calor que dejaba atrás y a sentir su falta como un abandono pueril pero real.