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HABÍA pasado la Navidad. No sin un punto de remordimiento por el placer que sentía con la vuelta a la normalidad, Kate quitó las luces y los adornos del árbol, cortó las ramas principales y arrastró el tronco hasta la pila del compost, en un rincón del jardín. Desde allí, casi como una intrusa, contempló la casa, otra vez vacía —su madre y su hermana se habían marchado la mañana del 27—, y vio las ventanas iluminadas y el reflejo del fuego de la chimenea. Frías gotas de lluvia le resbalaban por los párpados y los labios. Alrededor, el bosque se recogía en un silencio expectante. Kate se estremeció y subió corriendo por el césped.

Poco a poco fue restableciendo la rutina. Madrugar, a las ocho en el taller y cinco horas de trabajo ininterrumpido, que solían dejarla exhausta para el resto del día, a pesar de lo cual todas las tardes se obligaba a caminar una hora o dos.

El frío aumentaba hasta que, un día, al regreso del paseo, observó que el gran charco que había delante de la puerta del jardín tenía una lámina de hielo. Era como una pupila empañada por una catarata. Kate calentó un tazón de sopa, avivó el fuego y se acurrucó junto a la chimenea, mientras fuera la temperatura descendía hora tras hora. Una hoja de roble, cobriza y solitaria, se desprendió de una rama y cayó al suelo helado con un chasquido que se perdió en el bosque.

La gente, ahíta de cenas y reuniones de Navidad y Año Nuevo, ahora prefería quedarse en casa, al calor de la propia chimenea, y Kate pasó las primeras veladas de enero en soledad. Hasta que Lorna y Michael Bradley la invitaron a su cena de aniversario y ella aceptó, pese a que se sentía a gusto con su casi monástico régimen de vida actual. Pero, desde la muerte de Ben, tenía por norma no rechazar invitaciones y agradecer y corresponder todas las muestras de cortesía... y el método daba resultado: estaba superándolo, estaba sobreviviendo.

Una vez allí, lo pasó bien, aunque sólo tomó dos copas de vino y a las once ya regresaba a casa, por la carretera del bosque, iluminando con los faros los pálidos troncos de las hayas, musculosos como atletas preparados para una carrera. Dejó atrás el bosque y entró en la zona de la Agencia Forestal, hectáreas de árboles que, como un ejército verde, marchaban por la ladera de la montaña en formación cerrada. Los faros apenas taladraban la oscuridad que envolvía los pinos y sólo permitían vislumbrar aquí y allá, en el suelo del bosque, una maraña de hojarasca y ramas secas. Kate llevaba las ventanillas cerradas, y un ambiente cargado de calor y música la aislaba del exterior. El coche circulaba por la carretera, entre la masa arbolada, como un corpúsculo de sangre por una vena. En el bosque, una cabeza astada se volvió a mirarlo. Apenas había tráfico: pasado el cruce había adelantado a una furgoneta blanca, y después nada. La carretera bajaba y subía, hasta que, a menos de cuatrocientos metros de su casa, donde un arroyo se había desbordado con las últimas lluvias e inundado la calzada formando una oscura placa de hielo, el coche patinó y se salió de la carretera.

No hubo tiempo para pensar. Surgieron árboles que se precipitaban hacia ella, ramas que rompían el parabrisas y le daban zarpazos en los ojos y la garganta. Sonó un estallido metálico seguido de un silencio, roto sólo por la persistente salmodia de la radio. Un faro apuntaba en una dirección insólita explorando las gruesas ramas resinosas que aprisionaban el coche.

Ella perdía y recobraba el conocimiento a intervalos, pero en todo momento era consciente de que no debía mover el cuello. Comprendía que estaba herida, quizá de gravedad, a pesar de que si se quedaba quieta apenas sentía dolor. Le resbalaba saliva por la comisura de los labios y se le acumulaba sangre en un ojo.

Después de lo que pareció una eternidad, oyó un motor. El destrozado coche se llenó de paralelogramos móviles de luz y sombra al ser barrido por los faros que se acercaban. El motor se paró, sonaron pasos, nítidos en el asfalto y sordos en la hierba del arcén, y en la ventanilla apareció una figura. Una figura sin cabeza, ya que el hombre no se inclinó para mirar dentro. Kate trató de hablar, pero sólo pudo gemir. Él no se movía, no abría la puerta, no trataba de ver cómo estaba ella, no llamaba por teléfono ni anunciaba que iba a pedir ayuda. Sólo estaba allí, quieto, respirando con fuerza.

Ella trató de levantar la cabeza, pero un espasmo de dolor le recorrió las vértebras y le impidió moverse. Se hundía en la inconsciencia lentamente, resistiéndose, batallando para volver a la superficie, donde ahora se oían voces, voces asustadas, que tenían miedo de ella, de aquello en lo que se había convertido.

—Una ambulancia —oyó decir—. La policía.

Después, el sonido familiar del tecleo en un móvil, y la sensación de que por fin podía dejar de pelear y aceptar la oscuridad.

Aquello era muy alto y muy duro para ser una cama. Las sábanas le comprimían las piernas. Paredes color masilla. La voz de mamá, luego la de Alice, pero ellas no podían estar allí, se habían marchado dos días después de Navidad, de manera que se negó a reconocer a esa familia fantasma y se concentró en conseguir un poco de saliva. Sentía la lengua hinchada, seca, pegada al paladar.

—Mira —dijo Alice—. Quiere beber.

Entre Kate y la luz apareció la cara de la madre.

—Está inconsciente. No oye nada.

—No lo sé. ¿No dicen que hay que hablarles? Nunca se sabe lo que pueden oír.

¿Estaba muriéndose? No logró convencerse de que eso importara mucho.

«Agua...»

El perfume de Alice, dulce y penetrante. Una boquilla se le metió entre los labios y chocó con los dientes. Agua, demasiada agua; se atragantó, tosió, boquilla fuera, otra vez, más despacio, un trago, dos. Las gotas le resbalaban por el cuello, una toalla fresca las enjugaba. Ella miraba las grietas del techo que casi al momento fueron sustituidas por la cabeza de su madre y la de su hermana.

—¿Tú crees que nos oye? —preguntó su madre.

Ella estaba en otro sitio. Recordaba los árboles, la carretera oscura, las ramas irrumpiendo por el cristal roto, el hombre inmóvil al lado de la ventanilla. Pero ya empezaba a borrarse todo.

Trató de volver la cabeza, en vano. Algo le inmovilizaba el cuello. Tenía el brazo derecho pegado al costado por la sábana. Sentía los brazos, las piernas y los dedos de los pies. Los movió para cerciorarse, recordando cómo su padre, al final de su larga enfermedad, después de la embolia, odiaba el brazo que no podía mover y lo apartaba de sí. Ella no estaba tan mal. Aún tenía poder sobre esa árida extensión que veía desde arriba, ligeramente incorporada como estaba, toda esa llanura nevada.

Otra vez se dormía, y oyó a su madre:

—Estamos fatigándola. Será mejor que salgamos para que pueda dormir.

Alguien había mandado rosas. Abrió los ojos y las vio, unos capullos prietos, formales, rojos como gotas de sangre en aquella habitación blanca, pero le pesaban mucho los párpados para seguir mirando y, cuando volvió a abrirlos, las rosas ya no estaban.

Cuando pudo moverse, la sentaron en un sillón, al lado de la cama. Tenía los pies fríos. Se sentía deprimida, preocupada por el trabajo que no podía hacer. Tenía un encargo importante, un Cristo enorme para la catedral, que ya debería haber empezado, y ahí estaba ella, sentada en un sillón como una vieja, sin poder valerse por sí misma.

Fue a verla la fisioterapeuta y poco después empezaron las sesiones en la sala de fisioterapia, en cuyas paredes de espejo ella contemplaba a la criatura sin cuello en que se había convertido.

—Muy bien —decían las muchachas de uniforme—, muy bien.

No le habían hablado en un tono tan alentador y maternal desde que llevaba pañales. Ella sonreía, pero por dentro se desesperaba.

Volvía a la habitación agarrándose bien al pasamanos del pasillo, obligándose a seguir andando, a pesar de que a cada paso un latigazo le cruzaba la espalda. De vez en cuando se encontraba de frente con otro paciente y ambos se paraban, calculando cada uno la incapacidad del otro y, en silencio, decidían cuál de los dos resistiría mejor sin apoyo mientras el otro pasaba arrastrando los pies. Cuánta valentía. Cuánta consideración. Se sentía humilde.

Pero en la habitación las horas se hacían interminables. Su ventana daba a un patio donde hasta las plantas perennes enfermaban y morían por falta de luz.

—He de salir de aquí —dijo a Alec Braithewaite, pastor de su parroquia y también amigo, que fue a visitarla.

Él dio un paso atrás con las manos en alto, fingiéndose avasallado por la urgencia de su tono.

—Buenos días, Kate.

Ella suspiró aceptando el reproche.

—Buenos días, Alec.

—¿Cómo estás?

—Volviéndome loca.

Él se sentó junto a la cama.

—A nadie le gustan los hospitales. Lo que importa es recuperarse.

—Lo que importa es el Cristo.

—Me alegra oírte decir eso —sonrió él.

—Ya sabes a lo que me refiero, Alec. Mi Cristo.

—¿Ya puedes levantar el brazo?

Ella probó, como probaba cien veces al día.

—No.

—¿Cuándo ha de estar terminado?

—En mayo. Para el día de los Fundadores y Benefactores.

—Aún falta.

—Alec, es una figura grande. Aunque me encontrase bien, no me sobraría el tiempo.

—¿No podríais acordar otra fecha?

—Sería la primera vez que retraso una entrega.

Ella hundía el mentón en la almohadilla del collarín. Alec nunca la había visto tan abatida, ni siquiera durante las semanas que siguieron a la muerte de Ben.

—Pues vas a necesitar ayuda.

—No quiero un ayudante.

—Otros escultores los tienen, ¿no?

—Ya.

Él se inclinó hacia delante.

—¿Por qué no te gustan?

—¿Por dónde quieres que empiece? En primer lugar, todos son estudiantes de Bellas Artes y siempre están preguntando: «¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué no has hecho lo otro?» Y aunque no te hagan preguntas, notas que las están pensando. Nueve veces de cada diez, una sesión de trabajo acaba siendo una especie de clase. Ya sé que parece egoísmo, y no creas que no me gusta enseñar, pero no mientras trabajo.

—¿Ha de ser forzosamente un estudiante de la academia?

—Es lo normal.

Él se encogió de hombros.

—Depende de lo que busques.

—Lo que busco es una persona que pueda levantar pesos y que... que no se interese demasiado por lo que hago.

—Hum. ¿Un Hércules bruto?

Ella sonrió.

—No tiene que ser necesariamente un hombre. Yo misma levanto los pesos.

—¿Te acuerdas del chico que cuidaba el cementerio cuando quitaron los corderos?

Kate conservaba la imagen borrosa de un joven que cortaba hierba con guadaña entre las lápidas.

—Vagamente.

—Es de toda confianza, y hace pérgolas, rocallas y trabajos por el estilo, por lo que debe de ser mañoso. Me parece que ahora no anda sobrado de trabajo. Esperaba entrar en el aserradero, pero no ha podido ser. No están muy activos en este momento. ¿Quieres que pregunte si está disponible?

—No sería mala idea. ¿Cómo se llama?

—Peter Wingrave. ¿Lo llamo?

Él observó las líneas de crispación que se le marcaban junto a los ojos y la boca. Lo que ella necesitaba en aquel momento era fe, pero eso no podía decírselo. Kate había ido a la iglesia una o dos veces después del funeral de Ben, pero sólo para expresar su agradecimiento por la buena ejecución de lo que sin duda había sido una tarea difícil. Un hombre joven, una muerte violenta. No es fácil acertar con lo que se dice en estas circunstancias y, menos, a una congregación de ateos y agnósticos venidos de Londres con billete de ida y vuelta, tarifa reducida. Kate no disimulaba su falta de fe. El párroco se preguntó si sería capaz de llevar a cabo la obra que le habían encomendado, pero luego pensó que el Cristo resucitado era, entre otras muchas cosas, un hombre semidesnudo de poco más de treinta años, y Kate hacía muy buenos desnudos masculinos.

—¿Cómo está Justine? —preguntó ella, haciendo un esfuerzo por aparcar sus propios problemas.

A Alec se le iluminó la cara, como siempre que se mencionaba a su hija.

—Mucho mejor.

Justine debía ir a Cambridge en octubre, pero en septiembre contrajo una mononucleosis infecciosa y tuvo que solicitar una prórroga de un año para el ingreso. Sin nada que hacer, andaba por la casa, sola y aburrida. Alec había estado muy preocupado, pero ahora, dijo, su hija había encontrado un trabajo de au pair veinte horas a la semana y de ahí sacaba un poco de dinero para sus gastos y, aún más importante, le marcaba un horario.

—En casa de los Sharkey. ¿Los conoces? Para cuidar al niño.

—Ah, sí. Adam, ¿verdad?

—En fin —dijo él al oír ruido de cubiertos en el pasillo—, me parece que ya es hora de que me marche para que puedas almorzar. —Se inclinó para darle un beso y ella le apretó la mano—. Hablaré con Peter lo antes posible.

Antes de cerrarse tras él, las puertas oscilantes dejaron paso a un aroma a salsa de carne y flan. Kate nunca tenía hambre, pero comía todo lo que le daban. Sabía que debía recuperar fuerzas. Mientras almorzaba, pensó en Alec. No era habitual encontrar a alguien como él al frente de una parroquia rural. Era autor de varios libros sobre las cuestiones éticas que plantean la genética moderna y las nuevas técnicas de reproducción, uno de los cuales trataba de la clonación con fines terapéuticos, del que Robert Sharkey había dicho que era uno de los más lúcidos planteamientos del tema que él había leído. Por otro lado, Alec se preocupaba de los ex presidiarios, las mujeres maltratadas y los drogadictos, hasta el punto de haber acondicionado su propia casa para darles acogida. Era buena persona, desde luego, aunque ella no creía que en su bondad influyera demasiado la religión. Otra de las razones por las que lo estimaba era que Ben lo apreciaba mucho.

Cuando hubo terminado el flan de manzana, que tenía una textura similar al cemento, Kate se levantó con dificultad del sillón y emprendió, una vez más, la larga marcha hasta el extremo del pasillo.

Al sol pálido e invernal que entraba por las altas ventanas, la sombra vacilante de su cuerpo casi parecía burlarse de los torpes movimientos con que ella avanzaba. Ya andaba algo mejor, pero hubiera preferido tener que arrastrarse sobre el trasero durante el resto de sus días a cambio de poder levantar el brazo derecho por encima de la cabeza.

Por la noche permanecía despierta, pensando en el Cristo, mientras sus dedos añoraban el contacto del áspero mango del mazo tanto como su cuerpo añoraba a Ben, con un vacío hondo y frío. Doblaba las rodillas, buscando la postura fetal, pero la tensión de la espalda la obligaba a enderezar el cuerpo y ponerse boca arriba como una estatua yacente. Recordaba la visita hecha con Ben a la iglesia de Chillingham, donde, en una capilla lateral, vieron a lord y lady Grey juntos sobre su losa sepulcral. ¿Cogidos de la mano? En cualquier caso, uno al lado del otro, en un silencio que, al cabo de cinco siglos, aún se percibía cordial. Y con un insólito detalle de domesticidad: una chimenea en la pared de enfrente. Como la que debía de haber en su dormitorio. Resplandor de llamas en sus cuerpos sudorosos en la noche de bodas, resplandor de llamas en el frío alabastro de sus estatuas. Después, su pensamiento vagaba hacia la tumba de Ben, en el cementerio del pueblo, junto al murete de piedra que la separaba de un campo de hierba alta y rubia que cabrilleaba al viento. Una vez más, estiró las piernas, oyó el tintineo del carrito del té y comprendió que se había quedado dormida.

Por las puertas oscilantes irrumpió una enfermera: cara colorada, aire jovial e imperioso, acompañada del frufrú de la bata y el chirrido de las suelas de goma.

—Hoy tenemos fisio, señora Frobisher —dijo mientras vertía en la taza un té de tono beis.

Fisio cada recondenado día.

Cuando hubieron hecho por ella cuanto podían para devolverle la movilidad, la dejaron marchar, pero debía volver dos veces a la semana para seguir la recuperación.

En el coche de su amiga Angela Mowbray, que la llevaba a casa, Kate se sentía optimista. Ya se manejaba mucho mejor y sabía que la fisioterapeuta estaba satisfecha de ella. Dos semanas más y estaría bien del todo, quizá incluso lo suficiente para prescindir del condenado ayudante. Alec no le había dado más noticias.

Angela miraba a Kate por el rabillo del ojo y pensaba que aquel collarín, que parecía una gorguera, al reflejar la luz acentuaba el rictus de cansancio y las ojeras de su amiga. Kate dijo que en el hospital no dormía bien, pero ¿quién podría dormir bien en un hospital? Suelas de goma que chirrían arriba y abajo, las persianas del lado del pasillo abiertas para que puedan vigilarte y, para colmo, los ingresos en plena noche. Angela aún tenía fresco el recuerdo de su histerectomía. «Pobre Kate —pensó—. Lleva muy mal lo de ser paciente.»

Se acercaban al lugar del accidente. Angela aminoró —tenía que frenar, era una curva peligrosa—, pero hubiera preferido acelerar para dejarlo atrás lo antes posible.

—¿Podríamos parar un momento? —pidió Kate.

Sorprendida, Angela detuvo el coche en la franja de hierba del arcén. Kate se apeó. Era una proeza, y Angela rodeó el coche para ayudarla, pero su amiga ya estaba en pie, aunque no muy firme.

—¿Por qué me has hecho parar?

—Quiero ver el sitio.

Y echó a andar por el arcén, pensando que quizá no reconocería el lugar, pero no había error posible. Al salirse de la carretera, el coche había dejado un rastro de helechos aplastados y una huella de neumáticos en el barro, arbolitos tronchados y, finalmente, su Némesis, el árbol cuyas ramas, rotas por el impacto, habían invadido el coche haciendo añicos el parabrisas. Por un instante creyó revivir la escena y cerró los ojos. El tronco había resistido, pero una parte de las raíces se había desgajado. Al bajar la mirada, Kate las vio asomar de la tierra. En aquel momento empezó a soplar entre los árboles una corriente de aire a ras de tierra, alborotando la hojarasca en pequeños remolinos, conatos de turbulencia, y las sombras de las ramas danzaron y tremolaron en el terreno salpicado de retazos de nieve.

Pero el viento se calmó enseguida y el bosque quedó tan quieto y silencioso como antes.

Kate se sentía respirar, percibía el rumor de su aliento, el movimiento de las costillas, y veía blanquear en el aire las nubes de vaho que salían de sus labios.

Angela se movió a su espalda. Tosió. «Piensa que soy una excéntrica. Pues mira quién habla», pensó Kate.

Había algo más, algo que se le escapaba, un recuerdo que afloraba a la superficie, de espaldas a ella, daba una voltereta y se sumergía con un violento chapoteo. Lo había evocado el sonido de su propia respiración. Kate tanteaba en su memoria persiguiendo recuerdos que se desvanecían cuando trataba de asirlos. Tenía la sensación de que había perdido la noción del tiempo; durante varios minutos —¿cuántos?— se había aletargado a intervalos mientras alguien permanecía al lado del coche, respirando con fuerza, observando, sin pedir ayuda.

Sus recuerdos eran confusos, y de largos períodos no conservaba ninguno. Ni del viaje en ambulancia, ni de la llegada al hospital, ni de los cuidados en Urgencias, ni de la colocación del corsé y el collarín. Nada, hasta la mañana siguiente, cuando al despertar vio a su madre y Alice junto a su cama. Era posible, pues, que el recuerdo del hombre que la observaba sin hacer nada fuera una alucinación. Efecto de la conmoción.

Dos días después del accidente, una joven doctora estuvo media hora sentada junto a su cama haciéndole preguntas: qué hora era, quién era, dónde estaba, por qué estaba allí. Aunque ella no se sentía confusa ni insegura, contestó mal a casi todas.

Fue un alivio ver el rostro preocupado de Angela al darse la vuelta. Hizo un esfuerzo y sonrió.

—Aún tuve suerte. —Pensó en otra carretera, en Afganistán, la carretera en que había muerto Ben. Sintió una íntima afinidad con él, una proximidad que enseguida se desvaneció, dando paso a la soledad que volvió con ímpetu, peor que antes. Buscó con la mano el amuleto de Ben y sintió en los dedos el frío metal del disco y el tacto áspero de la cadena—. En fin —concluyó—, ya podemos irnos.