10

AL despertar a la mañana siguiente, Stephen advirtió que la excitación de la noche anterior había dado paso a la depresión. Se había comportado como un idiota. Lo peor era que aún se sentía atraído por aquella muchacha, pero nada podía hacer. Ella podía venir o no venir, como mejor le pareciera. Él no pensaba ir a buscarla, desde luego.

Se había desvanecido aquella sensación de que ante él se abrían nuevas posibilidades. A las nueve, mucho después de la hora en que debía ponerse a trabajar, aún estaba sentado en una butaca, cavilando sobre el fracaso de su matrimonio.

11 de septiembre de 2001. No era una fecha de las que se olvidan fácilmente, y mucha gente tenía para recordarla motivos personales mucho más graves que los suyos. Parecía egoísmo recordar aquel día por motivos personales, pero también habían existido, como todos los días. La gente se enamoraba o desenamoraba, se caía por una escalera mal iluminada, conseguía empleo o lo perdía, tenía un infarto, daba a luz, miraba una mancha en una radiografía o la segunda raya azul en la prueba del embarazo.

Al cerrar los ojos, a su mente acudían imágenes de personas traumatizadas cubiertas de polvo de yeso. Un polvo gris que te taponaba las fosas nasales y te pegaba los párpados. Que crujía en el suelo del vestíbulo del hotel. A trompicones, subió la escalera y avanzó por el pasillo hasta su habitación, en la que el televisor reducía los hechos del día a imágenes silenciosas, eliminando el estrépito y el tumulto, el polvo, los escombros, los gritos y el golpe de los cuerpos al estrellarse contra el suelo, imágenes que las cadenas repetían y repetían, en un vano intento de hacerlas creíbles: era el equivalente visual de lo que oías en la calle una y otra vez. «Hostia. Joder. Ay, Dios.»

Pasada la medianoche, demasiado mareado por el cansancio y la bebida como para recordar la diferencia horaria, Stephen llamó a Nerys. El teléfono sonó por lo menos veinte veces. Mientras esperaba, se pasaba la lengua por los dientes y aún encontraba arenilla, a pesar de que acababa de cepillárselos. Esperaba que su voz sonara con normalidad mientras, sentado en la cama, veía por enésima vez chocar el segundo avión contra la otra torre. Ella contestó bostezando.

—Soy yo, Nerys. —Al no recibir respuesta, añadió—: Quería saber cómo estás.

—Stephen, te he llamado pero no he podido comunicar.

—No; las líneas están colapsadas.

Silencio. Él imaginaba sus pechos iluminados por la luna, no tan firmes como antes, pero aún hermosos. Cuántos años de llamadas nocturnas desde habitaciones de hotel. Con el tiempo, ella había ido distanciándose, y no podía reprochárselo. Cerró los ojos y se quedó traspuesto, pero el recuerdo del golpe de un cuerpo al chocar contra el suelo lo despejó instantáneamente. Para ahuyentar el sonido, pensó en los pechos de su mujer y fue recompensado con un momento de voluptuosidad. A veces, cuando te sientes saturado de muerte, cuando ya no asimilas más, el único alivio es el sexo.

—¿Has estado cerca?

—Sí, muy cerca, pero me han hecho volver atrás. —Temía que ella estuviera durmiéndose—. Nerys, se me ha ocurrido una idea.

—¿Sí?

Su tono paciente, de maestra de escuela, lo dejó cortado y molesto. Trató de recordar lo que era su matrimonio al principio, cómo una noche, mientras él pintaba una puerta de su primera casa, Nerys se le acercó por detrás y le frotó el pene con la mano, y él sintió su jadeo cálido en la espalda. «No puedo esperar más —había dicho ella—. Ven a la cama ahora mismo.» Y cómo un día, a la luz gris del amanecer, sin poder contenerse, él la penetró furtivamente y se quedó muy quieto, sintiéndose culpable, y entonces, como por un milagro, ella arqueó la espalda y lo recibió riendo, y él comprendió que sólo fingía dormir. Eran apasionados, insaciables. Él despertaba por la mañana sintiendo en todo el cuerpo el recuerdo de sus manos y deseándola antes ya de abrir los ojos.

—¿Podríamos volver a Suffolk? —Su primer fin de semana lo habían pasado en Suffolk, en la costa, en Shingle Street.

—¿Me llamas para decirme eso?

—Sólo estaba pensando. —Lo que él quería decir no era «¿Podríamos volver a Suffolk?» sino «¿Podríamos volver?».

—Estará muy cambiado —dijo ella—. Shingle Street debe de estar muy estropeada.

Se oyó un ruido de fondo.

—¿Estás en la cama?

—Pues claro que estoy en la cama.

—Me ha parecido oír a alguien.

—No puedes haber oído a nadie.

Tenía que creerla. Pero se puso a pensar. Está el hombre que arregla el jardín, el que hace trabajos de mantenimiento, el que repara el coche, el que la ayuda con la declaración de la renta...

—He pensado en dejar esto.

—¿Qué?

—Esto.

—Oh. —Parecía desconcertada, a pesar de que llevaba años pidiéndole que solicitara un puesto de oficina en Londres—. Lo dices pero no lo piensas.

—Creo que esta vez estoy decidido.

—¿Cuántos tragos has tomado?

—Unos cuantos.

—Dímelo cuando estés sobrio y te creeré.

Si seguían hablando, acabarían peleándose.

—De acuerdo. De todos modos, siento haberte despertado.

Y entonces, en el momento en que iba a dejar el teléfono, Stephen oyó la voz ronca y malhumorada de un hombre que, medio dormido, olvidando la prudencia, decía:

—¿Quién puñeta es?

Y Nerys, rápidamente:

—Acabo de poner las Noticias del Mundo, cariño, a ver si me ayuda a dormir. ¡Adiós!

El teléfono enmudeció. Stephen hundió la cabeza en la almohada pensando: «Hostia. Dios.» Pero hacía tiempo que lo sospechaba. Ella no era la misma desde hacía meses, años probablemente, sólo que él había preferido no darse por enterado. Su pensamiento tanteaba en la oscuridad. Una llamada telefónica, y todo había cambiado. Pero entonces pensó: «No ha cambiado nada.» Probablemente, dormían juntos siempre que él se iba. Hacía años, quizá. La única novedad era que ahora él ya no podía seguir cerrando los ojos.

Resignado a pasar la noche en vela, Stephen se levantó, se puso un albornoz raído y áspero, cogió una botella de whisky y se dirigió a la habitación de Ben. En el pasillo, alfombra mullida y aire viciado. Sólo parecía real la acumulación de huellas grises frente a la puerta de Ben. Llamó con los nudillos, preparándose para una decepción.

—Pase.

Ben aún estaba vestido, viendo televisión a oscuras, con el reflejo azul de la pantalla en la cara. Al ver entrar a Stephen, quitó el sonido y encendió la lámpara que había junto a su sillón. Tenía los ojos enrojecidos y el pelo húmedo. Al igual que Stephen, se había quitado casi todo el polvo con una ducha. Sus cámaras estaban en una mesa, al lado de la ventana.

—No puedo dejar de mirar.

—Yo tampoco. Ridículo, ¿verdad? Teniéndolo aquí al lado. —Se sentó—. ¿Vas a salir otra vez?

—Sí, dentro de unos minutos. He venido para limpiarme el polvo.

Stephen levantó la botella. Ben sacó vasos del cuarto de baño y los sostuvo mientras Stephen servía el whisky. Brindaron en silencio y se volvieron hacia la pantalla.

—¿Crees que hoy ha cambiado el mundo?

—Creo que América cambiará.

—Yo pienso que las cosas han cambiado. Me refiero a un cambio real. Esto ha sido planeado para ser retratado, ¿y qué he hecho yo? Pasarme todo el condenado día haciendo fotos. Lo mismo que todo el mundo. Porque sentimos la necesidad de guardar constancia visual. Es el ansia de espectáculo. Y ellos la han utilizado contra nosotros, lo mismo que han utilizado contra nosotros nuestra propia tecnología.

—¿Qué quieres decir? ¿Que no deberíamos cubrirlo?

—No sé lo que quiero decir. Pero sé que algo ha ocurrido... y no es sólo que los norteamericanos hayan descubierto que también ellos son vulnerables.

Stephen bebió un sorbo de whisky.

—He llamado a Nerys.

—Ah, qué bien. Yo no he podido hablar con Kate.

—Estaba en la cama con otro.

Una pausa. Por fin, Ben apartó la mirada de la pantalla.

—Joder, Stephen, lo siento.

—No es nada, si lo comparas con lo que hoy le ha ocurrido a mucha gente. Sales de casa para ir a trabajar y...

—Toma otro trago.

Él no quería otro trago. Lo que quería era estar fuera de su propia piel, pero eso era imposible. Se hundió los dedos en la cara, en la mandíbula, bajo los pómulos, en la cuenca de los ojos, como para recordar cómo encajaba todo.

—No, ya basta, gracias. Tomaré un par de somníferos y me olvidaré de todo. —Al volverse, señaló las cámaras—. ¿Has conseguido buenas fotos?

No recordaba la respuesta de Ben, pero ahora la sabía: Sí, muy buenas fotos. Siempre las había conseguido, hasta el final, hasta la última, la que lo mató. Echaba de menos a Ben. Más que a Nerys, la verdad. Era sorprendente, aunque quizá no tenía por qué serlo: con Ben había compartido más cosas.

Nevó todo el día. Al anochecer, el suelo estaba blanco. Después de un mal comienzo, Stephen trabajó hasta las cuatro y sólo entonces se permitió pensar en Justine. Estaba seguro de que vendría, aunque casi consiguió desear que no lo hiciera, pero cuando, más alerta de lo normal, oyó crujir sus pasos, fue a la puerta y la abrió antes de que ella llamara.

—Adam no puede venir —dijo la muchacha, golpeando el felpudo con las botas—. Tiene fiebre.

Quizá era verdad.

—¿No prefieres esperar a que esté bien?

Ella lo miró.

—No; como no puede ir a la escuela, necesito algo para que se entretenga.

—Pues vale más que salgamos cuanto antes. Es mejor no entrar en calor si después hay que pasar frío. —Se puso la chaqueta—. ¿Y el coche?

—Arreglado. Beth ha llamado a la Asociación del Automóvil. Para ella la cosa es tan grave como para mí. Si yo no vengo, tiene que quedarse en casa.

Stephen abrió la puerta trasera. Lucía una luna llena increíblemente grande, llena de estrías y cráteres, suspendida en el espacio. La nieve estaba tersa, sin más marcas que las huellas de los pájaros alrededor del comedero; hasta el estanque había quedado a ras del césped, la franja de juncos secos de la orilla ponía sombras azules en la nieve.

—Yo iré delante.

Él avanzaba por el sendero con cautela, levantando flecos de nieve con las botas. Se volvió hacia la muchacha. Ella inclinaba la cabeza para ver dónde ponía el pie y en su cara se reflejaba el resplandor del camino blanco. El seto de espino que separaba el sendero del jardín tenía una gruesa capa de nieve. Él lo rozó con el hombro al tirar de la verja y una porción le cayó en la cabeza y los hombros. Flotaba en el aire el vaho de su respiración.

Echaron a andar por el campo, ahora uno al lado del otro. Hablar hubiera sido un alivio, pero él no sabía qué decir y, además, necesitaba el aliento para subir la cuesta. No quería que se le notara el jadeo. La luna que inundaba el cielo proyectaba en la nieve sus sombras negras y alargadas. Al llegar al bosquecillo, él se paró a escuchar, pero, aparte del crujir de las ramas, no se oía nada.

—Es ahí arriba —dijo.

Encontraron el árbol y hurgaron en la nieve entre las raíces, buscando pellas. Ella se metió una docena en el bolsillo.

—Ya es suficiente —dijo.

Bajar era más difícil. Justine tropezó y él alargó la mano para sujetarla, pero en cuanto recobró el equilibrio ella se apartó. Al salir del bosque, se detuvieron un momento a contemplar los blancos campos. De pronto, ella lo asió del brazo.

—Mira —dijo.

Una lechuza, quizá la dueña del nido, estaba de caza, cuadriculando el campo helado con un vuelo implacablemente preciso. Ninguna criatura viviente que se moviera allá abajo podría escapar de su pico y sus garras emplumadas. Él la imaginó comiendo, cómo la garra introducía en el pico, con obscena delicadeza, una cola que se resistía mientras los grandes ojos dorados parpadeaban lentamente. De derecha a izquierda, arriba y abajo. Debía de ser una ilusión, pero le pareció sentir en la cara el aire del aleteo. De pronto, el ave detectó movimiento y abatió el vuelo. Y al poco, levantando nieve con sus grandes alas, se elevó con una pequeña y blanda criatura que se debatía entre sus garras.

—Qué extraño, ¿verdad? —comentó Justine—. Uno se siente afortunado al ver algo así, y en realidad es espantoso.

Cuando empezaron a bajar la cuesta, él dijo:

—¿Quieres beber algo antes de irte? Debes de estar helada.

—¿En tu casa?

—Sí. O en cualquier sitio. Lo que prefieras.

Ella reflexionó. La curva de su mejilla perfilada al débil resplandor de la luna recordaba la de Adam.

—Está bien —dijo sonriendo.

Fue una sorpresa. Stephen esperaba cualquier cosa, incluso que fuera virgen, todo menos aquel orgasmo rápido, casi silencioso, y aquellas uñas apremiantes que se le hincaban en las nalgas. A él le llevó mucho tiempo. Lo último que esperaba, después de varias semanas de celibato, era quedarse parado en la línea de salida con los calzoncillos en los tobillos. Y ella debió de pensar que necesitaba ayuda porque, en el último momento, le metió con fuerza el índice en el ano. Cuando al fin pudo hablar, él dijo:

—Hostias, mujer.

Ella lo miró como una gatita ofendida.

—Hay gente a la que eso le gusta.

¿Gente? ¡Si era la hija del párroco, por Dios! Echados boca arriba, miraban los copos de nieve que bailaban frente al cristal. El reflejo de la luna en la nieve inundaba la habitación. Ella le había pedido que no encendiera la luz, él supuso que por timidez. Ahora ya no sabía qué pensar. Al cabo de un rato soltó una risa profunda y convulsa que hizo que el cabezal de la cama golpeara la pared.

—¿Qué? —preguntó ella—. ¿Qué?

—Ha sido fabuloso.

La nevada que caía desde hacía una hora ahogaba todos los sonidos, menos el de su respiración. Observó el reflejo de la luna en los ojos de ella. Anclándose en el presente, cerró los ojos y se concentró en aspirar el olor salobre de la muchacha que le impregnaba los dedos.

Bruscamente, con un movimiento elástico, ella saltó de la cama, se puso la camiseta y bajó corriendo la escalera.

Él la siguió minutos después, sintiéndose viscoso, agotado, escuálido y maduro, y la encontró en la cocina, friendo huevos con tocino.

—Me muero de hambre —dijo—. ¿Tú no?