8

SONABA el teléfono cuando Stephen abrió la puerta del cottage. Corrió a la sala para contestar. Al oír la voz de Nerys, contuvo el ácido aliento que le subía de un estómago que, de repente, se había cargado de bilis. Nerys sonaba engolada y estridente, dispuesta para la pelea. Le habían hecho una oferta por la casa, dijo, y pensaba que debían aceptarla. Los periódicos anunciaban una caída del mercado inmobiliario, en realidad hacía meses que hablaban de ello, pero esta vez la gente parecía creer que iba en serio, así que...

Stephen supuso que con «gente» se refería a Roger. Roger, su huésped, el gilipollas.

—¿Cuánto?

—Millón y medio. El agente dice que esa gente tiene el dinero. ¿Qué te parece?

—Vende.

—De acuerdo. Bien —agregó rápidamente—, ¿hago los trámites?

—Sí. Y gracias, Nerys. Sé que has tenido que cargar con todo el trabajo.

—No importa.

Ella consiguió transmitir magnanimidad y estoicismo a la vez.

—¿Estás bien?

—Sí, muy bien. ¿Y tú?

—Muy bien.

Al fin, con una retahíla de «bienes», consiguieron terminar la conversación. Al dejar el teléfono, él pensó: «Hemos recuperado las formas: señal de que todo ha acabado.»

Casi al momento, volvió a sonar el teléfono. Él se apresuró a cogerlo, presa del temor supersticioso de que podía ser Nerys para comunicarle que la venta se había frustrado. En tal caso, quedaría en los anales como la transacción más corta de la historia. Pero era Beth, que parecía resentida, como siempre que tenía que pedir un favor. Ella daba con generosidad, siempre estaba corriendo de un lado para otro, dejando que tal o cual buena causa le comiera su escaso tiempo libre, pero no sabía pedir ni aceptar favores con gentileza, de modo que ahora una Beth un tanto petulante le explicaba que el coche de Justine no arrancaba y que la muchacha no podía quedarse a dormir en la granja porque era el cumpleaños de su padre y habían quedado en salir a cenar. ¿No podría llevarla él? La propia Beth la habría acompañado, desde luego, pero Adam estaba en el baño y no podía dejarlo solo. Stephen cortó sus explicaciones diciendo que no había inconveniente y que iría al cabo de unos minutos.

Por suerte aún no había bebido. Uno de los sistemas que había puesto en práctica en bien de su salud consistía en retrasar la hora de los tragos cada día un poco más.

Justine esperaba en el jardín. Beth estaba en la puerta, apenas visible tras la rendija.

—Buenas noches —se gritaron la una a la otra—. Que lo paséis bien —añadió Beth.

Stephen agitó la mano, pero no salió del coche.

Mientras Justine se instalaba en el asiento del pasajero y se ajustaba el cinturón, él dijo:

—No sé dónde vive.

—En Hetton-on-the-Moor.

—Pues sigo sin saberlo.

—Está al otro lado del bosque. No se preocupe, yo le indicaré.

—¿Queda lejos? —No sabía si tendría suficiente gasolina.

—Nueve kilómetros.

No quedaba lejos, aunque allí las distancias engañaban. Los caminos vecinales daban muchos rodeos, y siempre te quedabas corto al calcular el tiempo. Y luego estaba el bosque, con su carretera estrecha, kilómetro tras kilómetro de espesura impenetrable.

—¿Queda cerca Woodland House?

—¿La casa de Kate Frobisher? Sí, a unos tres kilómetros del pueblo.

—¿Es una de las feligresas de su padre?

—Sí, pero no de las beatas. —Una pausa mientras el coche se bamboleaba al dejar atrás la hierba del arcén. Los faros iluminaron setos cubiertos de hielo—. ¿La conoce?

—La he visto un par de veces. A Ben sí lo conocía bien. Hice varios reportajes con él.

—Bosnia.

—Exacto. —Lo sorprendió que lo adivinara. Para ella aquello debía de ser historia.

—Leí el libro. Ahora, a la izquierda.

Él tomó el viraje. Los faros revelaron el denso bosque.

—Fue el último libro que hicimos juntos.

Ella murmuró que todo aquello era muy trágico. Él convino en ello. Después viajaron en silencio. A Stephen le parecía que el siseo de los neumáticos en la nieve húmeda lo aislaba del mundo. Aún no había tenido tiempo para asumir la noticia de la venta de la casa, pero empezaba a darse cuenta de que era un hombre libre. Soltero. No sabía si se sentía eufórico o asustado, aunque le parecía que más cerca de lo primero. Tenía la impresión de estar emprendiendo una excursión al campo, en lugar de, simplemente, acompañar a casa a la niñera de su sobrino.

—Esas pellas de lechuza fueron un tanto a su favor.

—Le gustaron, ¿verdad? Y no hace falta hervirlas para extraer los cráneos.

—Es verdad —sonrió ella—. Mañana las etiquetaremos. Eso lo mantendrá ocupado. Luego haremos un estudio en toda regla: tantos ratones, tantas musarañas, cuál es el porcentaje de cada especie en la dieta de una lechuza... A propósito, ¿podría indicarme dónde está el árbol? Es que vamos a necesitar muchas pellas.

—Claro que sí. Cuando quiera. Parece que Adam le da mucho trabajo.

—No importa. Lo echaré de menos si me voy a hacer ese curso.

—No parece un chico fácil. Es... —Se interrumpió.

—Raro, sí, pero no creo que tenga nada grave. Beth estaba desesperada cuando le dijeron que Adam tenía el síndrome de Asperger.

Él no podía dejarle adivinar que no lo sabía.

—Aún no comprendo realmente lo que es eso.

—Básicamente, la dificultad de ver a los demás como personas. Es como si, al mirar ahí —señaló los árboles iluminados por los faros—, no pudiera ver una diferencia esencial entre esos árboles y yo. Eso significa que no puedes ponerte en el lugar del otro para ver las cosas desde su punto de vista, porque no concibes que él pueda tener su propia vida interior y pensar de modo diferente a como piensas tú.

—¿Y para ti es como un objeto?

—Sí.

Stephen se quedó pensativo, tratando de relacionar esta información con lo que había observado en Adam. No lo conocía lo bastante.

—No sé si esas etiquetas sirven de algo. A mí me recomendaron que fuera a ver a un psiquiatra. El periódico para el que trabajaba quería que me pusiera en tratamiento.

—¿Qué le ocurría?

—Que empezaba a aullarle a la luna.

—No, en serio, ¿qué tenía?

—Pesadillas. Lo normal. Si quiere el nombre, fatiga nerviosa postraumática. No sé. Al final decidí que lo de ir al psiquiatra no era para mí. Al fin y al cabo, nadie me obligaba a meterme en esas situaciones. Al contrario, suplicaba que me enviaran, era idea mía. Y si tú te lo has buscado, no puedes quejarte. No tienes derecho a esperar conmiseración.

—Suena como si pensara que no merece que lo ayuden.

—No parece que los demás puedan ayudarte. Yo creo que tienes que hacerlo tú mismo. Sobre todo, si ha sido idea tuya. —No era la conversación más adecuada: muy personal, muy seria, pero él no sabía por dónde salir—. Un hombre, un superviviente del Holocausto, hablaba de que en Auschwitz había visto salir el sol, y decía que era negro. Pero esa experiencia no la eligió él. Se la impusieron. Mientras que a las personas como yo, que andamos por el mundo metiendo la nariz en las guerras ajenas, nadie nos obliga.

—¿Un sol negro?

—Sí. Estamos expuestos a esa posibilidad. Y si acabas teniendo pesadillas, qué se le va a hacer. Vienen con el lote. No puedes ir corriendo al médico a lamentarte: «Pobre de mí.»

A continuación guardaron silencio.

—Quizá me equivoque —dijo ella al cabo—, pero me parece que tiene una idea errónea de la psicoterapia. No creo que tenga que ver con la autocompasión, ni con buscar la compasión del médico. Creo que es algo más profundo que eso.

Lo sorprendió tanta vehemencia, y abandonó el tema. Al cabo de unos minutos, preguntó:

—¿Qué planes tiene para cuando termine los estudios?

—No lo sé. Hacer algo relacionado con niños.

—¿La enseñanza?

—No. Había pensado en pediatría. O psiquiatría infantil, pero aún faltan años. En realidad, no lo sé.

—Ah, medicina.

—Sí. —Ella ahogó un bostezo—. Ahora a la derecha y después recto.

—Parece cansada.

—Es la calefacción. Estoy bien.

Cuando él volvió a mirar, se había quedado dormida, agarrada al cinturón como una niña. Fruncía ligeramente los labios al exhalar. Él sonrió y condujo con suavidad, tomando las curvas despacio.

Al llegar a un recodo muy cerrado, Stephen extendió el brazo para sujetarla y sintió que el calor de su cuerpo le quemaba la mano, y que la sensación persistía aun después de retirarla. Ella se deslizó de lado hasta apoyar la rodilla en el muslo de él. Stephen percibía intensamente el calor que despedía el cuerpo de la muchacha. No quería que el viaje terminara. Mientras estuviera dormida, podía considerarla suya. En cuanto despertara, él tendría que acomodarse a la implacable realidad: que era la au pair de su cuñada y tenía veinte años menos que él.

En una recta, se arriesgó a mirarla. La cara estaba en sombra. Sólo se veían las manos, cruzadas blandamente en el regazo. Tenía un vello fino y dorado en las muñecas que relucía al leve resplandor del salpicadero. «Qué piel tan tersa y fina, qué gusto poder tocarla», pensó y, de mala gana, volvió la mirada hacia la carretera.

Demasiado tarde. Fugazmente, vio una mancha roja en el asfalto. Le pareció oír un golpe sordo antes del chirrido de los frenos. El coche derrapó, pero él consiguió enderezarlo, no sin divisar durante un instante, entre los árboles, la pronunciada pendiente que caía hasta el arroyo de un hondo valle. Frenó a fondo con una brusca sacudida.

Justine estaba despierta, mirándolo sin pestañear.

—¿Qué ha sido eso?

—No lo sé.

—¿Lo hemos atropellado?

—No lo sé. No se mueva. —Ella se soltaba el cinturón—. No, quédese aquí.

Stephen se apeó con el estómago revuelto. Notó olor a goma quemada, a helecho tierno y tierra mojada. Tanteó las ruedas, temeroso de lo que pudiera encontrar. Ahora no se oía nada, sólo, de vez en cuando, un roce y un golpe sordo cuando una masa de nieve se desprendía de alguna rama. Lo que fuera, debía de estar muerto, afortunadamente, porque él podía habérselas con la muerte, pero temía tener que rematar un animal herido. Sus dedos palparon una sustancia húmeda, pero cuando los miró a la luz de los faros vio que era barro. Miró debajo de las ruedas, se irguió, escudriñó la carretera.

—¿Se ve algo?

—No; debe de estar más atrás. Le habremos pasado por encima.

—Sería un conejo. Ahora pululan por aquí.

También él los había visto: recién salidos de la madriguera, brincando sin miedo por la hierba del arcén o sorprendidos en medio de la carretera, temblorosos cuerpecillos deslumbrados por los faros. Pero no creía que aquello fuera un conejo. Recordaba la mancha roja.

—Hay una linterna en la guantera. ¿Puede ver si la encuentra?

La oyó revolver. Luego ella se apeó linterna en mano y, juntos, desanduvieron el camino. El bosque se extendía en todas las direcciones, con roces furtivos que cesaban al pasar ellos, hocicos que olfateaban el aire, ojos invisibles que los seguían. Gruesos copos de nieve danzaban en el vacilante haz de luz.

—¿Sabe? Empiezo a pensar que quizá se haya librado. —Stephen habló con tono neutro, pero de buena gana se hubiera puesto a cantar. No quería que hubiera muerte en ese viaje.

Siguió con la linterna a Justine, que se paró en lo alto del terraplén derecho, iluminada sobre el fondo oscuro del bosque. Cuando ella se volvió, Stephen desvió el haz para no deslumbrarla.

—¿Qué cree que habrá sido?

—Un zorro, quizá.

—Podría ser. Anoche oí ladrar a uno. Han empezado a aparearse. Me despertó.

Él estaba deseando volver a casa y cerrar las cortinas a aquella oscuridad poblada de gritos de celo y dolor.

—No se ve ni rastro. Volvamos al coche.

—Echaré un vistazo aquí detrás. Hay un sendero, ¿lo ve?

Antes de que Stephen pudiese responder, ella se agachó, pasó por debajo de la cerca de alambre de espino y desapareció en el bosque.

Él se quedó en la carretera. Ahora la nieve caía más aprisa, los copos se arremolinaban a la luz de los faros pero desaparecían al posarse en el suelo mojado. Poco a poco, él fue habituándose a la oscuridad. No quería alejarse del coche, que sobresalía del estrecho arcén, y se paseaba arriba y abajo, golpeando el suelo con los pies. La luna llena descansaba en lo alto de un pino. Llamó a Justine un par de veces, pero su voz resonaba de un modo inquietante en el túnel verde de la carretera, despertando ecos en la oscuridad. Al fin le pareció que lo más simple, y hasta lo más seguro, sería esperar en silencio. Más valía no llamar la atención. Le vino a la memoria la densa oscuridad de las noches de África: la presión de los recuerdos se acumulaba bajo la fina membrana de la vida diaria como el pus en un forúnculo.

—¡Justine! —volvió a gritar.

Como ella no contestaba, Stephen trepó al terraplén, decidido a buscarla. En la linde del bosque, había matas de perifollo casi tan altas como él. Tallos secos que crujían ligeramente cuando él los apartaba. Esperó junto a la cerca, a oscuras, porque la pila de la linterna parecía agónica. Al fin, un siseo de pasos en la hojarasca le anunció la vuelta de la muchacha. Encendió la linterna y el corazón le dio un vuelco: por el sendero del bosque venía una criatura de cara blanca y ojos incandescentes.

Cuando estuvo cerca, Stephen la notó nerviosa. Quizá era el silencio de él, o quizá la quietud del bosque. Tenía la respiración acelerada.

—¿Nada? —preguntó.

—No. Nada —contestó ella.

Estas palabras, dichas en voz baja, les devolvieron cierta sensación de normalidad. Él se volvió y empezó a bajar por el terraplén, tropezando con los helechos, camino del coche. Entonces la oyó ahogar una exclamación. Al mirar atrás, la vio aún junto a la cerca, con el cuerpo doblado. Se le había enganchado la chaqueta en el alambre.

—Lo siento —dijo él—. Yo debería...

Retrocedió y trató de soltarla. Tardó lo suyo, porque no quería romper la tela. Respiraba con dificultad y tenía los dedos torpes. Se arañó la mano con el espino, y se alegró, porque el dolor le hizo pensar en algo que no fuera la proximidad de la muchacha. Ella sonreía, tan violenta por la situación como él. Finalmente, Stephen se incorporó y preguntó:

—¿Está bien? ¿No se ha hecho daño?

Ella apartó su densa melena mostrando, en un lado del cuello, una larga raya roja que desaparecía bajo el jersey, cuajada de gotitas de sangre que, a aquella luz, parecía negra.

—Esto tiene mal aspecto.

Casi no sabía lo que decía. Sólo era capaz de mirar fijamente el corte rojo en la piel blanca. Deseaba cubrirlo con la mano, palparlo con los dedos. Fue como si se le hubiera rajado la mente, como si el tejido de su vida diaria se hubiera roto y todas sus inhibiciones y reservas escaparan lentamente por el desgarro para disolverse en el aire nocturno. Extendió los brazos hacia ella y la besó. Superada la sorpresa, ella lo besó a su vez. Lo asombró la rapidez de su respuesta. Le sostuvo la cabeza entre las manos y aquel pelo lleno de vida pareció que iba a soltar chispas al contacto con sus dedos, que lo acariciaban palpando el engarce prodigioso de los huesos del cráneo. Tenía la mente en blanco. No existía el pasado ni el futuro, sólo sus cuerpos abrazados en la oscuridad, en la linde del bosque.

Al fin se separaron, mirándose a la cara. No era la mirada cómplice con que los enamorados bucean cada uno en las pupilas del otro, sino el interrogante con que se indaga en los ojos de alguien que aún nos resulta extraño.

—Bien —dijo él, tratando de aparentar naturalidad sin conseguirlo. No le quedaba aliento suficiente para imprimir en la voz el tono que deseaba.

Ella lo miraba sin pestañear, insegura, tan cauta como él.

Stephen tragó saliva.

—Lo siento —dijo—. Esto no debería haber ocurrido.

Qué palabras más absurdas, se reprochó al punto. Eran dos personas adultas y libres que obraban con pleno consentimiento. Ella le había devuelto el beso. El silencio empezaba a pesar. Volvió a probar:

—Vamos, te llevaré a casa.

Ella dio media vuelta y bajó por el terraplén con paso firme, sin mirar a derecha ni izquierda. Él la siguió más despacio, enfocando la linterna a distancia, para alumbrarle el camino.

Casi había llegado al coche cuando lo vio: una masa roja de pelo acartonado y huesos astillados. Se sentó al volante y puso en marcha el motor. Se alegraba de que ella no lo hubiera visto; podía parecer una tontería, pero era un alivio.