6
CUANDO KATE decidió por fin que estar en la cama con la boca seca y en un estado de semiinconsciencia poblado de sueños no era dormir, se incorporó apoyándose en un codo y miró el reloj. Las cinco y cuarto. Era absurdo. A ese paso, pronto lograría que la noche y el día intercambiaran sus posiciones.
Rápidamente se puso la ropa de trabajo más vieja, bajó a la cocina, hizo café y lo tomó mientras se paseaba alrededor de la mesa. Le escocían los párpados de cansancio y sintió la tentación de volver a la cama, pero ahora tenía que tomar en consideración a Peter y ajustar su ritmo de trabajo al de esa persona.
En un arranque de impaciencia, bebió con precipitación y el café le quemó la lengua. La nuca la martirizaba y tenía la espalda dolorida. Pasaba por ese trance de dolor y rigidez todas las mañanas, mientras las vértebras se saludaban y, resignadamente, se disponían a seguir trabajando en equipo. Pero, poco a poco, mejoraba. El calor ayudaba. El ejercicio ayudaba.
Bien abrigada contra el frío y envuelta en su propio aliento, Kate cruzó el reluciente patio en dirección al taller, haciendo crujir el hielo de los charcos y las roderas. Las gallinas salían del granero ahuecando las plumas y picoteando en el barro. El gallo se pavoneaba con la temblorosa cresta incandescente al primer rayo de sol y las plumas pintadas de brillantes tonos púrpura, verde y oro. La escarcha que cubría el tejado centelleó un momento e inició una lenta retirada.
En el taller, con la cara colorada y un hormigueo en los dedos, Kate preparó más café y se puso a dar vueltas, contemplando las piezas de arpillera, los rimeros de diarios, los rollos de tela metálica de gallinero, los cubos de serrín y de virutas, las bolsas de yeso, las balas de paja, una bandeja de gafas de protección, mazos, tenazas, cinceles: materiales y útiles del oficio. Suspiró, y el humo del café se le metió en los ojos. Trazó círculos en el aire con el brazo preguntándose si podría hacer algo antes de que llegara Peter.
No le gustaba tener gente a su lado mientras trabajaba, nunca le había gustado, ni siquiera en la academia, cuando estudiaba, a pesar de que allí era inevitable. De joven, había peleado mucho y se las había ingeniado para tener su propio taller: al principio, un oscuro sótano de Paddington y, más adelante, en Liverpool, un pequeño garaje cerca de un apartadero del ferrocarril. Después conoció a Ben, que se encontraba en uno de sus períodos sabáticos, en los que viajaba por su cuenta y no retrataba nada más que paisajes. Pantanos, marismas, lagunas en montes cubiertos de brezo, luz de nieve, luz acuática... todo, en melancólico crepúsculo. Aquellas fotografías querían transmitir placidez, apartarse de los temas a los que él había dedicado la mayor parte de su vida, pero no lo conseguían. Al mirar aquellos campos vacíos, aquellos vastos arenales blancos en los que el viento mecía la hierba de las dunas, sentías que, fuera del encuadre pero muy cerca de allí, se había cometido un crimen.
«Manos a la obra —se dijo—. Algo habrá que puedas hacer.» La forma de disipar las dudas era ponerse a manipular la tela metálica, los alicates y, sobre todo, el yeso, el primer bendito trozo de masa blanca. Descubrió que movía las manos de la misma forma que un pájaro extenuado lanza picotazos al aire tratando de cazar moscas imaginarias.
—Joder —dijo en voz alta, pensando que, por lo menos, nada le impedía desahogar el mal humor con palabrotas.
Sonó una tos discreta. Al volverse —tenía que girar todo el cuerpo para mirar lo que había a su espalda—, vio a Peter al lado de la puerta, una figura alta, delgada y oscura que destacaba contra la pared blanca. Le había dado la combinación de la cerradura, para que no tuviera que esperar fuera si ella volvía tarde de una de sus sesiones de recuperación, pero eso tenía el inconveniente de que la pillaba desprevenida. Nunca lo oía entrar.
Él avanzó frotándose las manos. Tenía la nariz roja de frío.
—Tome una taza de café —dijo ella—. Le hará entrar en calor.
Estaban de pie al lado de la estufa. Ella bebió otra taza y él se puso a mirar, fascinado, las figuras de escayola alineadas junto a las paredes. No, no las mire, quiso decir Kate, no están terminadas. Formaban parte de una secuencia que había empezado a raíz del 11-S. No se inspiraban en las fotos de Ben ni en las de nadie, porque nadie había podido fotografiar lo que excitaba su imaginación: aquellos hombres que se habían apoderado de unos aviones llenos de gente para estrellarlos contra unos edificios. Ahí estaban, enjutos, depredadores, decididos a matar y morir. Kate pensaba que podían quedar bien. Daban miedo, desde luego.
Peter empezó a manipular la tela metálica, que cortaba y doblaba siguiendo las instrucciones que ella le daba. Kate sacó los dibujos, los desenrolló y sujetó los bordes con cinceles y mazos. Ahora, al no poder palpar el material con sus manos, dudaba de ideas que en un principio parecían convincentes. Estas vacilaciones eran impropias de ella. El sudario planteaba un problema. Ella hubiera preferido un desnudo: un Cristo resucitado no tiene por qué seguir llevando durante toda la eternidad la vestimenta de un judío palestino del siglo I, y menos la de un monarca inglés de la Edad Media, pero Kate sabía que un Cristo desnudo causaría escándalo. Una fe firme en la Encarnación suele llevar aparejada una fuerte resistencia a asumir el aspecto anatómico del dogma. Al fin, había resuelto el problema representando al Resucitado en el acto de arrancarse vigorosamente el sudario, pero no tan vigorosamente como para dejar al descubierto partes que, de quedar expuestas, provocarían un aluvión de cartas al Times. Ya empezaba a comportarse como una señora de mediana edad. En otro tiempo habría peleado para defender la pureza de su concepto original. Ahora ya no creía que mereciera la pena preocuparse por una verga.
Si hubiera podido hacer el trabajo ella misma, enseguida habría sabido qué ideas eran válidas y cuáles no. Se sentía frustrada y trataba por todos los medios de que no se notara, porque había de reconocer que Peter no podía ser más prudente. Tenía la facultad de mantenerse en segundo plano, de manera que más de una vez ella había conseguido olvidar su presencia.
Doce semanas de plazo, y aún estaba cortando la tela metálica. Sobreponiéndose a un acceso de pánico, Kate alargó la mano hacia un nuevo rollo.
Ocho días después, ya tenía la figura completa. El torso no la convencía y la cabeza exigía el remodelado total, pero las piernas estaban bien. Y todo dependía de las piernas. Una vez, en una entrevista en televisión, cegada por los focos y con la cara embadurnada de más maquillaje del que había llevado en toda su vida —pensó que así debía de sentirse una geisha—, se oyó decir a sí misma: «Verá, lo que importa es asegurarse de que no se cae.»
Después, al ver el vídeo, se llevó las manos a la cabeza y lanzó un gemido. Muy profundo, ¿no? Ah, desde luego, muchas gracias, señora Frobisher, eso es la síntesis de la tendencia de la escultura contemporánea. «Pues lo es —pensó ahora, mirando la figura de tela de gallinero—. Eso es lo que importa. Que no se caiga.»
La figura tenía estabilidad, pero estaba desproporcionada. Con cautela, Kate echó la cabeza atrás, a pesar del dolor, tratando de decidir los cambios necesarios.
—Ahí detrás verá un foco, ¿quiere encenderlo, por favor?
Giró en torno a la figura iluminada. La cabeza era el problema. La gente, por supuesto, la contemplaría desde abajo, desde el pie del pedestal, lo que significaba que la cabeza tenía que ser más grande de lo anatómicamente normal. Una tercera parte más grande, más o menos. Pero el pedestal en sí se erigiría sobre una pequeña elevación situada a la derecha del camino de acceso a la puerta de Poniente, y la mayoría lo vería desde allí, todavía a un nivel inferior, pero a mayor distancia y en un ángulo más abierto. Sencillamente, si daba a la figura la distorsión adecuada para ser contemplada desde el pie del pedestal, vista desde el camino resultaría grotesca. El planteamiento era sencillo, sí, pero no la solución.
«El sitio es ideal, ¿verdad?», había dicho el deán con entusiasmo, mientras el viento le agitaba el blanco cabello, el día que le mostró el emplazamiento. Con lo cual, suponía ella, quería decir que era alto. Y lo era, en efecto. Ella lo miró, atónita. «¿Ideal? Es de pesadilla», había pensado. Y lo malo no eran únicamente las dificultades de carácter técnico de la situación, sino que la estatua —y esto era lo peor— estaría al lado de uno de los edificios más bellos de Europa. Un sitio ideal para quedar como una incompetente.
—Peter, ¿podría ponerse ahí?
Él estaba detrás de Kate, callado como siempre, esperando órdenes. Se situó donde ella le indicaba, al lado de la figura.
—No; no me mire a mí. Mirada al frente.
Si él miraba hacia abajo, los ojos casi desaparecían. Incluso mirando al frente apenas se veían.
—Sin las gafas, por favor.
Él se quitó las gafas y las dejó en la mesa que tenía a su espalda. Sus ojos no eran impactantes, aun siendo grandes. Los del Cristo tendrían que ser enormes; se había quedado corta al calcular el tamaño de la cabeza. Miró la cabeza de Peter y miró la bola de alambre colocada en lo alto de la figura, memorizando los cambios que debía introducir antes de empezar a trabajar con el yeso. Observó que Peter se ponía tenso.
—No se apure —rió, un poco violenta, mientras trataba de levantarse—. No voy a hacerle un retrato.
Él no la ayudó a levantarse, a pesar de que ella permaneció unos segundos de rodillas, sin poder moverse, con un calambre en la espalda. Nunca la tocaba. Le pasaba las herramientas sin rozarla siquiera con la yema de los dedos. Una o dos veces, lo había visto extender la mano como para sostenerla en el andamio, pero no había llegado a tocarla. Era exquisitamente formal e impersonal.
—¡Au! —exclamó ella sonriendo, y se oprimió la espalda a la altura de la cintura.
—¿Se encuentra bien?
—Perfectamente. Sólo necesitaba calcular el tamaño de la cabeza.
—¿Hay que desmontarla?
—Sí, pero ya es un poco tarde. Nos pondremos con eso mañana.
Ella sonreía mientras dejaba los alicates y se quitaba los guantes. Pero tener que disimular la ansiedad era un inconveniente más. Sus estados de ánimo, sus altibajos de confianza y seguridad, tenían que ser sólo suyos. Su trabajo, lo que ella deseaba mostrar, se hacía público en el momento que se descubría la obra, ni un segundo antes.
Cuando Peter se fue, ella volvió a pasearse alrededor de la figura, comparando su forma con la que se había trazado mentalmente y modificando proporciones, deseando subir a tocar el alambre. Pero sólo de mirar hacia arriba ya le dolía la espalda y tuvo que desistir.
Al dar media vuelta para marcharse, vio que Peter había olvidado las gafas en la mesa. Estaban empañadas de huellas grasientas. Imposible mantener unas gafas limpias en un taller. Fue al fregadero, humedeció una hoja de papel de cocina, las frotó y las levantó a contraluz para comprobar que estaban limpias. Confiaba en que Peter pudiera conducir bien sin ellas. Se las probó y miró alrededor, contemplando el juego de luz y sombras que rodeaba la figura erguida sobre el plinto.
De pronto, notó que no experimentaba el mareo que producen las gafas ajenas. Y con ésas veía perfectamente, a pesar de que unas gafas graduadas para otra persona enturbian la visión. Para cerciorarse, se las quitó y volvió a ponérselas. Efectivamente, sin la menor duda, eran cristales neutros.
«Mucha gente lleva gafas con cristales neutros», se dijo. Las dejó a un lado y se puso a ordenar el taller. «Pero ¿quién las lleva? —pensó luego—. Los ejecutivos jóvenes, que quieren aparentar más edad y darse aires de autoridad. No los jardineros. Para el trabajo al aire libre las gafas son un engorro. En fin, no es asunto mío», concluyó, y siguió recogiendo.
Cuando terminó, envolvió las gafas en papel de cocina y las puso al lado del fregadero. Luego, de mala gana, arrastrando los pies, abandonó el ambiente cargado y cálido del taller y salió al aire del invierno glacial.