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A la mañana siguiente, después de observar cómo Peter empezaba a montar el andamio, Kate aceptó el ofrecimiento de Angela de llevarla al pueblo y fue a ver a Alec Braithewaite.

El día era frío y claro y la escarcha blanqueaba la hierba que rodeaba las lápidas. Una senda de nieve sucia de barro iba hasta la puerta de la casa parroquial. Llamó al timbre y lo oyó resonar en el vasto interior de aquel mausoleo georgiano lleno de corrientes de aire. Se preguntó por qué Alec no se quejaba al obispo para que le diera una vivienda más decente. Si Justine seguía allí era porque la dichosa mononucleosis infecciosa la había obligado a retrasar un año su marcha a la universidad, y Kate no concebía que una persona pudiera vivir sola en aquel caserón.

Victoria, la madre de Justine, se había marchado hacía ocho años, provocando un escándalo que conmocionó a toda la parroquia, aunque, por lo menos que supiera Kate, no había otro hombre. Se decía que Alec la había seguido por el sendero del jardín y, mientras ella metía las maletas en el taxi, le preguntó:

—¿Hay otra persona?

—¡Sí! —rugió Victoria a voz en grito, que debió de oírse en todo el pueblo—. ¡Yo!

Angela deploraba esta conducta, que le parecía de un egoísmo imperdonable. Kate la aplaudía interiormente. Todos pensaban que Alec se marcharía de la parroquia tan pronto encontrara otro beneficio, pero él prefirió quedarse, por Justine: el instituto femenino del pueblo tenía una excelente reputación, y la niña estaba contenta allí. Pero ahora Justine ya había terminado los estudios secundarios y Alec seguía sin dar señales de querer marcharse, aunque a veces hablaba con aire melancólico de su deseo de hacer una labor social más eficaz en una parroquia urbana. «Como abrir la puerta en plena noche a chalados con un subidón de crack», pensaba Kate. Probablemente, aquí estaría más seguro. Volvió a pulsar el timbre. La última vez que Alec le había hablado de sus planes parecía dolerle que su vida discurriera de modo tan apacible, sin más obligaciones que la de atender las necesidades espirituales de los que Angela llamaba «cristianos de fin de semana», forasteros que en la ciudad no pisaban una iglesia, pero que en el campo asistían al oficio dominical, antes de almorzar en el restaurante típico, como si —siempre según Angela— Dios estuviera incluido en el lote, con la chaqueta encerada y el perro labrador.

Estaban los vecinos del pueblo, desde luego, pero ellos sólo iban a la iglesia dos o tres veces al año: en Pascua, quizá, en la Fiesta de las Cosechas y en Navidad, por los villancicos. Fechas todas ellas que coincidían con las principales fiestas paganas, como observaba Alec jovialmente. Kate volvió a tocar el timbre, pensando que era como esperar que le abriera la puerta una doncellita victoriana que llevara noventa años en la tumba.

Oyó pasos de pies descalzos en el linóleo. Una voz hosca gritó:

—Ya voy, ya voy.

Se abrió la puerta y apareció Justine, con las mejillas coloradas de sueño y una camiseta de Snoopy pequeña para sus robustos pechos, y mostrando la rosada cavidad de su boca con un descarado bostezo de gato.

—Papá está en la iglesia, me parece. ¿Quiere entrar a esperarle?

Mirando los pies descalzos de Justine en la estera de coco, Kate dijo:

—No, muchas gracias. Me acercaré hasta allí.

Kate cruzó sobre la rejilla, instalada —con un dispendio considerable— en la entrada del cementerio para impedir que se escaparan los corderos, andando despacio y agarrándose al pasamanos porque no tenía donde apoyar el bastón. Echaba de menos el lánguido sonido de los cencerros entre las tumbas. Subió por el sendero paso a paso, con tiento. Le costó un gran esfuerzo girar el picaporte y empujar la pesada puerta. Mala señal: debía de estar más débil de lo que imaginaba. En su nueva condición de «tres pies», avanzó lentamente por la nave fría que olía a almohadilla húmeda, pisando el tenue reflejo multicolor de los vitrales en las losas.

Alec estaba arrodillado ante la reja del altar. No volvió la cabeza cuando ella cerró la puerta suavemente.

Un inhóspito sistema de calefacción central, recién apagado después de la eucaristía, distribuía equitativamente por todo el recinto olor a polvo caliente sin influir en la temperatura de modo apreciable. Tiritando, Kate miró el crucifijo encima del arco del presbiterio y el rosetón del fondo: un Cristo en Majestad rodeado por círculos concéntricos de apóstoles, ángeles, profetas, patriarcas y santos. En ese momento, ella odiaba con imparcial encono cualquier representación de Cristo. Si era buena, le hacía ver la insensatez de la pretensión de agregar algo nuevo a una tradición de dos mil años. Si era mala —como la pintura de la capilla de Nuestra Señora, de un Cristo con camisón de gasa cuyos diáfanos pliegues no escondían que allí no había nada que esconder— parecía invitarla socarronamente a engrosar sus filas.

Con sigilo, Kate bajó por el pasillo, alejándose de Alec, que seguía con la cabeza inclinada, y se puso a contemplar las tallas de los «hombres verdes» los Green Men de las antiguas leyendas celtas, que decoraban la crucería. ¡Qué caras! Feroces, coléricas, atormentadas, desesperadas, sardónicas, desoladas. Se había fijado en ellos en el funeral de Ben y desde entonces iba a verlos de vez en cuando. En la actualidad, proliferaban las representaciones del hombre verde. El mundo laico rebusca en la iconografía pagana, como el indigente en los desperdicios, algo que pueda aprovechar, no importa lo que sea. Había quienes decían que eran símbolo de renovación, pero no debían de haberlos mirado bien. Algunas de aquellas caras estaban tan demacradas que eran poco más que calaveras. Otras vomitaban hojas, con la boca desencajada y ojos de pánico. No, pensó Kate haciendo una mueca de dolor al inclinarse hacia atrás para verlas mejor: estaban ejecutadas con maestría —obra de algún artesano anónimo—, pero eran la representación de la ruina absoluta.

Se mareó de mirar hacia arriba. La caras ocupaban todo su campo visual, como una horda de duendes. Alec se acercaba por detrás y Kate se alegró de poder apoyarse en él y cerrar los ojos hasta que las paredes dejaron de girar.

—¿Estás bien?

—Perfectamente. Sólo se me iba un poco la cabeza.

—Ah, ¿mirabas a los hombres verdes?

—Hay quien dice que son símbolo de renacimiento, pero en realidad, si los miras bien, son horribles.

—Eso debe de formar parte del culto a la cabeza. ¿Sabías que los celtas decapitaban a sus enemigos y les metían hojas en la boca.

—No lo sabía. Qué desagradable, ¿verdad?

—Y más si la cabeza era tuya.

Ella sonrió.

—Sólo he venido para darte las gracias por enviarme a Peter Wingrave.

—Ah, ¿ya ha ido a verte?

—Sí, anoche.

—¿Y lo has aceptado?

—Sin dudarlo ni un instante. Ya está en el taller, montando un andamio.

—Me alegro. Tienes mucho mejor aspecto, Kate.

—Me encuentro mejor. —Se sentaron en el banco situado detrás de la estantería de los libros de himnos y oraciones—. ¿Hace tiempo que lo conoces?

—Bastante. Unos siete años. Pero no lo he tratado de forma continuada. Él ha viajado mucho. —Alec parecía debatir consigo mismo acerca de si debía decir más—. Es una persona interesante. Creo que te gustará.

—Pero ¿por qué trabaja de jardinero? Tiene un título universitario.

—Hay muchos jardineros licenciados, Kate.

A ella no le pareció una respuesta justa. Su observación no estaba dictada por el esnobismo; en realidad, quería decir: aquí hay algo que no encaja. Y Alec desde luego la había entendido, pero no quiso darse por enterado.

—Estábamos muy satisfechos de él. Me refiero al consejo parroquial. Si no podemos traer más corderos, volveremos a contratarlo.

—No me parece una gran recomendación. ¿Antes los corderos que él?

—A los corderos no hay que pagarles.

—¿Realmente crees que volveréis a tener corderos?

Alec meneó la cabeza.

—No lo sé. ¿Te has dado cuenta de que los granjeros no reponen ganado de cría?

Kate recordó cómo los corderos corrían balando entre las tumbas, perseguidos por hombres vestidos con mono blanco. Los animales habían sido enviados a la pira de la granja Ravenscroft. Kate contemplaba el fuego desde lo alto de una colina no muy distante de la granja, al lado de Angela, cuyos queridos «muchachos» habían sido sacrificados en aquella batida. Nubes de un humo negro y pestilente oscurecían la puesta de sol. Las patas de vacas y corderos asomaban del montón de cadáveres y neumáticos en una imagen desoladora. El hedor a carne putrefacta llegaba hasta ellas desde el otro lado del valle y pavesas de pelo y piel oscilaban en el aire. Kate había rodeado con el brazo los hombros de Angela y trataba de llevársela de allí cuando una partícula de piel de vaca chamuscada se le posó en el labio y la hizo escupir y restregarse la boca para ahuyentar el tufo.

Alec la miraba. Ella se dio cuenta de que debía de llevar callada mucho rato.

—Estaba pensando en los muchachos de Angela.

—Ah, sí. Thomas, William, Rufus...

—Y Harry.

—Y Harry. Sabía que eran cuatro.

—Me gustaría que pudiera conseguir otros.

Alec arqueó las cejas.

—¿Crees que ella necesita corderos?

—A las personas no puedes comprarlas.

—Quizá no tengas que comprarlas.

Estaban empezando una de aquellas conversaciones que podían tomar un derrotero pastoral y Kate, como de costumbre, optó por cortar.

—Tengo que irme. Angela debe de estar preguntándose qué hago.

La puerta se abrió, un rayo de sol dio en las losas del suelo y apareció Angela. Se puso colorada al ver a Alec, a pesar de que lo veía en todos los oficios, eucaristías, maitines y vísperas, de los que no se perdía ni uno. Los tres charlaron unos minutos y Kate volvió a dar las gracias al párroco y lo vio alejarse por el pasillo, hacer una genuflexión frente al altar —ya no tan ágil, porque se apoyó en una silla del coro para levantarse— y desaparecer camino de la sacristía.

Angela se adelantó para traer el coche. Había aparcado delante de la farmacia, muy lejos para Kate, que la siguió más despacio, tanteando las placas de hielo con la contera del bastón. Alec no se había mostrado muy comunicativo respecto a Peter, pero esto, en cierto modo, no importaba. Sería preferible no ver en su ayudante más que un simple par de manos.

En la verja, Kate se volvió hacia la tumba de Ben. El aire estaba quieto, frío como el acero. Nunca, nunca, nunca podría aceptar su muerte, ni lo intentaba. Aquello no era una enfermedad que pudiera curarse; era una amputación con la que había de acostumbrarse a vivir. Reconocerlo así le hizo sentir una paz profunda, que la sorprendió.

Aspiró hondo, mientras se preguntaba si podría andar hasta la tumba, pero Angela ya la llamaba, y Kate, lentamente, cruzó la rejilla del ganado y la franja de hierba, camino del coche.