20

UN hombre se apea de un tren, mira el cielo y el campo, se cuelga del hombro el petate y sale de la estación andando pesadamente por caminos semidesconocidos, cargando penurias a su espalda, paso a paso.

Es el regreso del soldado, imagen que forma parte de la mitología inglesa; pero, para que tenga fuerza, es indispensable que el campo no cambie. Quizá nunca fue una imagen real, quizá fue sólo una fantasía urbana, o quién sabe si algo más profundo: un atavismo del bosque ancestral. Sherwood. Arden. A su regreso, Stephen había encontrado un campo en crisis. Tiendas y cafés cerrados, campos vacíos, trozos de cinta amarilla que nadie se había molestado en quitar, ni siquiera después de que se abrieran los caminos, como nadie se había molestado en retirar las alfombrillas desinfectantes, que seguían en la entrada de los lugares de interés turístico, descoloridas y cocidas por el sol.

El tiempo seguía bueno, muy cálido para la estación. Cada mañana, Stephen miraba los árboles, pensando que ese día —con sólo unas horas más de sol— brotarían hojas de la pelusa verde pálido que cubría las ramas, pero llegaba la tarde y los árboles seguían igual. Le parecía vivir en el seno de una gran ola, consciente de que la situación no podía durar, que pronto había de acabar. Esas semanas ya parecían tener aire de pasado.

Una tarde, mientras estaba en el jardín contemplando el bosquecillo, oyó una tos a su espalda. Robert.

—He llamado al timbre dos veces y, como no me oías, he entrado.

Típico de Robert recalcar que no había cometido una incorrección, y típico también no pensar que podía entrar en la casa cuando se le antojara, ya que era suya. A veces, Stephen hacía un esfuerzo para ver a su hermano con los ojos de un desconocido, borrando los rostros del pasado que había bajo la piel de ese hombre maduro. El niño aplicado que respiraba por la nariz mientras dibujaba con sus lápices de cera; el adolescente pedante —pedante, sí, ¿o era prevención de hermano?—, el truculento estudiante de Medicina que te hablaba de enfermedades intestinales hasta que te daban ganas de vomitar. Nervioso en su boda, ufano en el bautizo de Adam, y amable, sensible, tenaz y competente en la consulta, día tras día. Una vida cabal. Así veía Stephen a Robert: un hombre con una vida cabal. Lo que era tanto como decir una vida muy distinta de la suya. No obstante, a él no le pesaba haber elegido su profesión.

Ahora, junto al seto, con una sucesión de rivalidades a la espalda, los dos hermanos hablaban del tiempo.

—Hay que cortar el césped —dijo Robert.

—Es grande el jardín.

—Demasiado.

—A Beth le gusta la jardinería. Siempre está plantando y recortando.

—Sí; pero es mucho trabajo para ella. Se necesita a alguien todo el día.

Entraron en la casa y Stephen, después de mirar el reloj, ofreció a Robert un whisky. Estaba casi seguro de que su hermano rehusaría —era casi ostentosamente morigerado—, pero esta vez aceptó y se sentó en el sofá pesadamente.

Stephen se sirvió su generoso doble habitual y preguntó:

—¿Esta noche no conduces?

—No; hoy ya no salgo. —Lo dijo como el que vuelve a una cárcel de régimen abierto. Stephen, modificando su criterio de lo que podía considerarse una dosis aceptable, le puso un trago tan fuerte que lo hizo toser.

—Joder, Stephen.

—Me ha parecido que lo necesitabas.

Robert suspiró ruidosamente hinchando los carrillos, en una parodia de infelicidad.

—¿Tanto se me nota?

Stephen se sentó en la butaca de enfrente.

—No, para quien no te conozca de toda la vida.

—Oh, estoy bien —dijo Robert—. Por cierto, Stephen, tienes mucho mejor aspecto que cuando llegaste.

—Me encuentro bien. Ayer corrí cinco kilómetros.

—Magnífico.

—¡Y cuesta arriba! Desde lo alto de la colina se ven tres zonas quemadas. No sabía que estuvieran tan cerca.

—La epidemia empezó a tres kilómetros de aquí, carretera abajo. El primer impacto lo recibimos nosotros. Cerraron las carreteras y nos trajeron al ejército. Olías a carcasa quemada en varios kilómetros a la redonda. Yo, mientras trabajaba, me notaba el olor en la piel.

—Sí, es un olor persistente.

Robert tomó otro trago.

—Digo «nosotros», pero en realidad a nosotros no nos afecta. No formamos parte de esto. Del mundo rural, quiero decir. Flotamos en la superficie, como detritos.

—¿Detritos?

Una breve carcajada.

—Ya sabes a lo que me refiero. Les compramos las casas, pero trabajamos en la ciudad. No aportamos nada a la vida del pueblo. Beth aún hace algo, más que yo desde luego. —Meneó la cabeza y volvió a beber—. En realidad, ella es un pilar de la comunidad.

Es difícil hablar con una persona malhumorada cuando el tema de conversación no es la causa de su mal humor. Así pensaba Stephen mientras charlaba con Robert aquella tarde: que su hermano estaba furioso pero trataba de contenerse, lo que imprimía a su actitud una especie de jovial irritación. Trabajar para la Sanidad Nacional daba sobrados motivos de disgusto, sin duda, pero él sospechaba que la causa del enfado de Robert había que buscarla más cerca.

—¿Has tenido un mal día en el hospital? —preguntó Stephen de mala gana. No le apetecía ponerse a indagar.

—No; no ha sido peor que otros. Al contrario, hemos conseguido la subvención. ¿Recuerdas que te dije que la habíamos pedido?

—Me alegro. Enhorabuena. ¿Cuánto?

—Tres millones.

—Joder, Robert.

—No son para mi bolsillo. —Titubeó—. A Beth le disgusta.

—¿Y eso por qué?

—Porque una parte de la investigación se hace con embriones humanos. Y su ética no lo admite. Ahora comprendo que no debí decírselo... Pero si no puedes hablar con tu mujer de las cosas que te importan, ¿qué matrimonio tienes?

—El normal, supongo. Muchas parejas hacen vida aparte. Pactan una especie de modus vivendi y... —Se encogió de hombros—. A mí no me preguntes. Yo fracasé en el intento.

—Lo único que sé es que estoy harto. Me cabrea acostarme todas las noches con una persona que ve en mí a un Mengele.

—Comprendo que eso pueda llegar a fastidiar.

—No tiene gracia, Stephen. Beth piensa que soy un infanticida.

—Lo cual no es un defecto pequeño. Algo que se pueda perdonar fácilmente. —Sonrió—. Pero alguna mujer habrá por ahí que no piense que eres un Mengele.

—Sí. —Dicho lisa y llanamente. Sin más explicaciones. Al parecer, no habría confidencias sobre el asunto.

—¿La cosa es seria?

—No lo sé. Está Adam.

—Oh, ya veo que es seria.

—Y está la casa. No puedo dejar a Beth aquí sola. Pasa mucho miedo cuando no vengo a dormir.

—Lo cual ocurre a menudo.

—No puedo evitarlo. Lo exige el trabajo.

Una pausa.

—¿Qué piensas, Robert?

—Que he de salir de esta situación.

—¿No sería todo más fácil si vivierais en la ciudad?

—Ella adora el jardín.

Últimamente, Stephen observaba señales de tensión en el matrimonio de su hermano, que, cuando llegó, había supuesto perfectamente feliz. Ahora le parecía que en aquella primera impresión había una dosis de masoquismo. Casi deseaba que la vida de Robert fuera más satisfactoria que la suya en todos los aspectos. Era como si se revolcara en su propio fracaso. Y ahora lo sorprendía descubrir que Robert estaba pensando en marcharse.

—¿Los escrúpulos de Beth son de índole religiosa?

—Sí, y parecen cada vez más fuertes. Les ocurre a algunas mujeres en la menopausia. Y no puedo respetarlos. Ya me gustaría.

—Pues calla y no discutas. ¿No podría hablarle Alec Braithewaite? No es él un...

—Alec opina lo mismo que ella.

—Entonces no puede ser sólo un síntoma de la menopausia.

—No. Ya sé que soy un arrogante. En fin, gracias por el trago. Gracias por escuchar.

Apuró el whisky casi como un corresponsal extranjero. Stephen se sintió orgulloso de él.

—¿Tú tienes opinión sobre eso?

—¿Qué? ¿La investigación con embriones humanos? —Stephen se encogió de hombros—. He visto muchos niños destrozados por las bombas como para preocuparme por eso. —Cogió el vaso de Robert—. ¿Cómo está Adam?

—Agotando a Justine, pobre muchacha.

Una pausa un poco incómoda. Robert y Beth debían de estar al corriente, desde luego. No podían dejar de ver el coche de Justine parado delante del cottage todas las tardes y, a veces, toda la noche.

—Ah, a propósito. Dice Beth si puedes venir a almorzar el domingo.

Stephen asintió.

—Encantado.

Acompañó a su hermano hasta la puerta y lo vio alejarse por el camino. Desentonaba, con sus relucientes zapatos negros y su traje gris oscuro.