24

LUNES por la mañana. Al cabo de seis horas, Robert y Beth estarían otra vez en casa. Al despertarse, Stephen extendió el brazo por el colchón vacío y lo asaltó una sensación de pérdida. Entonces pensó en Kate, que todos los días se despertaba sin tener a su lado a Ben. No cabía comparación, desde luego, entre la falta momentánea del calor de Justine y la pérdida sufrida por Kate. No comprendía por qué se le había ocurrido semejante asociación.

En la cocina, Justine, ya vestida, freía bacon. Adam, con el uniforme del colegio, estaba sentado a la mesa, muy pálido, doblando el cuerpo y quejándose de dolor de vientre. Justine le puso delante un sándwich de bacon, su favorito habitualmente.

—Soy vegetariano —dijo el niño apartando el plato.

—¿Desde cuándo? —inquirió Justine.

—Desde ahora.

—¿Por qué ahora?

—¿Por qué no ahora?

—Vamos, Adam, come —dijo Stephen.

Adam se oprimía el vientre con las manos.

—Me duele la barriga.

—Está pálido —dijo Stephen.

—Todos los lunes, lo mismo.

Stephen se sentó al lado del niño.

—Adam, ¿por qué no quieres ir al colegio?

El niño se encogió de hombros.

—Tiene que haber una razón.

—Todos piensan que soy raro.

—¿Por qué te parece que piensan eso?

—Porque soy raro.

Stephen se preguntó si era bueno ser perspicaz.

—¿Prefieres comer otra cosa?

Un gesto de negación exagerado, como de perro mojado.

Justine retiró el plato sin decir nada.

—Cuando vuelvas, mamá y papá ya estarán aquí. Piensa en eso.

Adam salió tras ella y subió al asiento trasero del coche, moviéndose a cámara lenta.

—Abróchate el cinturón —dijo Justine.

—No puedo. Me aprieta la barriga.

—El coche no arrancará hasta que te hayas abrochado el cinturón.

«No es una gran amenaza», pensó Stephen, puesto que Adam no quería que arrancara.

—Adam —dijo inclinándose hacia el interior del coche—. Si ahora vas al colegio sin protestar, el viernes por la tarde te llevaré a que hagas volar a Archie. ¿Qué te parece?

Justine le susurró por encima del techo del coche.

—No me lo puedo creer.

—¿Qué?

—Que quieras sobornarlo.

—¿Lo prometes? —gritó Adam desde dentro.

—Prometido, y que me muera si te fallo. —Captó la mirada que le lanzó Justine al subir al coche—. Estoy autorizado a ser irresponsable. Sólo soy el tío.

Ella sonrió.

—¿Te quedas?

—No; iré a casa a trabajar un poco. ¿Qué harás tú?

—He de hacer la compra para Beth.

—Está bien. Hasta luego.

Una despedida convencional, pensó él mientras volvía a entrar en la granja. Como si llevaran años de matrimonio.

Rápidamente, Stephen ordenó el dormitorio de invitados, puso las sábanas en el cesto de la ropa sucia, dio un repaso a la habitación y el cuarto de baño para cerciorarse de que no olvidaba objetos personales, salió de la granja y bajó por el sendero camino del cottage. Dentro hacía frío y olía a humedad, a pesar de que la ausencia había sido de sólo tres días. Encendió el fuego, puso en marcha el ordenador y trató de trabajar.

El viernes se había quedado en plena descripción del bombardeo de Bagdad en 1991: la primera guerra que había aparecido en las pantallas de televisión como una especie de espectáculo de «luz y sonido», la primera en la que un bombardeo adquiría una precisión de videojuego. Entonces lo había desconcertado y seguía desconcertándolo. ¿Qué le ocurre a la opinión pública en las democracias —tradicionalmente reacias a hacer la guerra— cuando el coste de la batalla en vidas humanas es invisible? Desde luego, la estricta censura en tiempo de guerra no era una novedad: ya había sido impuesta en las dos guerras mundiales. Pero, en la primera, nada podía ocultar la llegada de los telegramas ni, en la segunda, la explosión de las bombas. La novedad, tanto en Bagdad como después en Belgrado, era que la censura y el bombardeo aéreo masivo se combinaban de manera que las bajas aliadas parecían mínimas o inexistentes y los «daños colaterales» se escamoteaban. Eran guerras diseñadas para enmascarar el miedo y el dolor.

Pero era difícil ponerse a escribir. Caminar. Primero, caminar. Un paseo lo despejaría. Decidió hacer su ruta habitual hasta la cima de la colina, aunque era larga, más de lo que permitía el tiempo disponible. Al principio trató de correr, y en las gotas de rocío que las zapatillas levantaban de la hierba se encendían destellos. El cielo tenía un azul nítido y luminoso. Lejos, en el horizonte, un avión que refulgía al sol dejaba una doble estela de vapor que se ensanchaba y difuminaba hasta desaparecer, aunque, no sabía si por la distancia o por algún accidente del terreno, no llegaba sonido alguno.

Se volvió a mirar el cottage y la granja que quedaban a sus pies, muy abajo. Cuadraditos y pequeños, como casas de Monopoly. Había una furgoneta blanca en el patio de la granja. Podía verse desde allí arriba, pero no desde el camino. Dos hombres sacaban algo por la puerta trasera. Un televisor. Durante un instante de bloqueo mental, Stephen se preguntó si Beth habría avisado para que fueran a recogerlo y olvidado advertírselo. Pero ¿cómo habían entrado? No; eran ladrones. Y entonces vio acercarse por el camino el pequeño Metro rojo de Justine. Deseó que se parase en el cottage —quizá entrase a tomar café antes de llevar la compra a la granja—; pero no, pasó sin reducir la marcha y se detuvo delante de la granja que, desde donde ella estaba, aparecería normal. Él no había recordado conectar la alarma, y no había luces ni sirenas que la advirtieran. La vio salir y apoyarse un momento en el techo del coche, mirando hacia la colina. Lo miraba a él. Stephen movió los brazos gritando «¡Justine!», pero ella no podía oírle, como tampoco él había oído el motor del coche.

Se lanzó ladera abajo, dando traspiés y tropezando con las matas, consciente de que, aunque corriera hasta que le estallaran los pulmones y el corazón, no podría llegar a tiempo.

Justine, apoyada en el techo del coche, sintiendo en los brazos desnudos el calor del metal, contemplaba la estela del avión que pasaba por encima de la colina y se diluía en el cielo azul. Luego sacó las bolsas del asiento de atrás y fue hacia la casa.

Los narcisos estaban en su apogeo, pero Beth, que —ella sabría por qué— no era muy amiga de las flores amarillas, los tenía confinados en un solo macizo al lado de la puerta. «Sois plebeyos, eso es lo que sois —les dijo mientras buscaba la llave—. En este mundo has de ser gris plata o blanco.» Y, riéndose de la vulgaridad de los narcisos, llevó las bolsas a la cocina y las dejó en la mesa. Antes de sacar las cosas, un café. Al mirar por la ventana vio que la estela del avión casi había desaparecido.

Entonces, unos pasos apresurados, un golpe en la espalda y un brazo que le atenazaba el cuello. «Stephen», trató de decir. Durante un segundo creyó que era Stephen, no porque él hiciera esas cosas sino porque no cabía otra explicación.

—No mires, cabrona imbécil.

Las palabras le estallaron en el oído con una rociada de saliva. Unos dedos le oprimieron los ojos. Una mano le aplastó la nariz y la boca. No podía respirar. Ella lanzó el cuerpo hacia atrás bruscamente, tratando de sorprender al agresor. Él gruñó y empezó a golpearla con la palma de la mano, no como pega un hombre o una mujer, sino como pega un niño pequeño para hacer que se vaya algo que no quiere que esté ahí. Ahora que tenía la boca libre, ella aspiró con un gemido y expulsó el aire con un grito.

—¡No te vuelvas o te mato, vaca burra!

El hombre, frenético, se puso a golpearle la cabeza contra un armario, provocándole cortes en la frente y el cuero cabelludo. Ella sintió cómo la sangre le resbalaba por la cara y el cuello. Goterones rojos le llovían en la camiseta blanca, los brazos y las manos. «Dentro hay mucha más.» Este pensamiento irracional quedó suspendido en la oscuridad. Otro rugido de rabia: ahora se había puesto furioso con ella porque estaba herida. Justine se concentró en él con intensidad, previendo sus reacciones. Él era ahora todo su mundo. Ya no sentía miedo; por lo menos, no lo que ella siempre había entendido por miedo. Ahora tenía un único objetivo: vivir, y en él se había volcado con férrea determinación todo su ser. Él la empujó contra el fregadero clavándole el canto en el estómago. El dolor le calmó los nervios. Gimió detrás de la mano que le tapaba la boca, tratando de decir que no podía respirar.

—No me mires. Calla. No te vuelvas.

Acompañaba cada palabra de un golpe contra el fregadero, con un furor que se alimentaba del miedo de ella. Justine relajó los músculos, fingiendo un desmayo, y luego, calculando la estatura por el nivel de la voz, le hincó el codo en el vientre. Un gruñido de dolor. Entonces él le dio la vuelta y ella vio dos ojos azul pálido con unas pestañas casi blancas. Él le dio una bofetada y a Justine le pareció que le estallaba la cara. Sólo tuvo tiempo de pensar «Ahora me matará» antes de perder el conocimiento y caer al suelo. Notó que la arrastraban a la sala, que se le subía la camiseta y la alfombra le rascaba la espalda. Ahora eran dos, oía dos voces, pero el segundo procuraba mantenerse fuera de su vista. La levantaron y la echaron en el sofá. Entonces debió de perder el sentido otra vez, pero no del todo. Los oía hablar, buscando solución al problema. Había visto a uno de ellos. Podía dar su descripción. No podían ponerse a salvo sólo con echar a correr. Ella seguía haciéndose la muerta. Aun con los ojos cerrados, sabía dónde estaban exactamente, como si una parte de su mente se hubiera desprendido y estuviera observando la escena desde otro lugar de la habitación. Se veía a sí misma en el sofá, con una mano en la cara, sorbiendo sangre y moco.

Corriendo por detrás del seto, con el cuerpo doblado y los pulmones a punto de estallar, Stephen entró en el huerto. Desde allí, por un hueco entre las ramas, podía ver la casa. El sol se reflejaba en las ventanas del invernadero, pero no se veía movimiento en el interior. Adam le había enseñado dónde guardaba Beth el duplicado de la llave: parecía increíble que a una mujer tan inteligente no se le ocurriera un sitio mejor que debajo de una urna de piedra, al lado de la puerta del invernadero. Hubo una desbandada de cochinillas cuando Stephen levantó la bolsita de plástico y sacó la llave. La introdujo en la cerradura y la hizo girar conteniendo el aliento, pidiendo al cielo poder entrar sin hacer ruido. Mientras corría pendiente abajo, se le había ocurrido entrar gritando «¡Policía!» con la esperanza de que los ladrones se asustaran y echaran a correr, pero si no era así él perdería el elemento sorpresa. O podían estar en una de las habitaciones del piso de arriba, y no les sería tan fácil escapar. Pero prefería no pensar. Cruzó el suelo de baldosas blancas y negras y entró en el vestíbulo. En una mesa había una figura de bronce de un africano muy alto y delgado. Stephen la agarró por las piernas y siguió avanzando con sigilo. Oía voces pero no distinguía las palabras. Respiraba hondo y despacio, lo que hacía que le doliera el pecho, pero era preciso. Por la rendija de la puerta vio a Justine en el sofá, con la cara convertida en una máscara ensangrentada y, a poca distancia, de espaldas a la puerta, a un hombre con camiseta azul y pantalón vaquero. Stephen vio pelo rojo muy corto y una nuca colorada. Levantó la figura, dio dos zancadas y golpeó. En el último segundo, alguien gritó «¡Cuidado!» y el hombre se agachó, desviando el golpe al hombro. Stephen sintió cómo el crujido del hueso al quebrarse repercutía en su propio brazo, mientras el desconocido lanzaba un alarido, daba media vuelta y echaba a correr.

Stephen se arrodilló junto al sofá, tratando de adivinar el estado de Justine. Magulladuras y un corte en la frente, la nariz hinchada y más cortes en la cabeza, que parecían lo más grave, aunque la muchacha, aparentemente insensible a ellos, sólo se protegía con la mano los ojos y la nariz. Él trató de abrazarla, pero estaba rígida y esquiva y no hacía más que mirar alrededor, como si temiera que pudieran volver. Stephen marcó el 999 y pidió policía y una ambulancia. Mientras hablaba por teléfono, miraba la habitación. Faltaban el televisor, el DVD y la cadena de música. La repisa de la chimenea había quedado limpia, pero no recordaba qué había allí antes.

—Llegarán dentro de veinte minutos.

—Cierra con llave.

Él fue a responder que no volverían, pero al ver su expresión —ojos desorbitados, hipervigilantes— obedeció. En el trastero, pisó vidrios rotos y vio que la pequeña ventana estaba destrozada. Volvió a la sala. Dolía ver aquella cara.

—¿Has perdido el conocimiento?

—Me parece que sí. O quizá sólo fue un vahído. No lo sé.

«Menos mal que no eran violadores», pensó él. Desde luego, si vigilaban la casa —Beth había aludido a llamadas sospechosas—, sabrían que a esa hora no había nadie, y Justine, al presentarse de improviso, les habría dado un buen susto.

Aullidos de sirenas, golpes en la puerta, y la habitación se llenó de uniformes. Stephen vio que Justine se encogía en el sofá, aunque parecía más aturdida que asustada.

La parte de Justine que se había separado de su cuerpo observaba desde el vestíbulo cómo unos enfermeros examinaban a una muchacha que tenía cortes y magulladuras en la cara. Este desdoblamiento nada tenía de irreal; ella sentía bajo los pies la áspera textura de la alfombra del vestíbulo.

Una cara se acercó a ella.

—Será mejor que venga con nosotros al hospital, señorita. Ahí habrá que darle un par de puntos.

Por su manera de decir «un par» estaba claro que significaba «un montón».

—Estoy bien.

—Vale más asegurarse.

Al salir, Justine recordó los paquetes que habrían empezado a descongelarse en la mesa de la cocina y se volvió para decir a Stephen que los metiera en el frigorífico, pero la idea se le fue de la cabeza antes de convertirla en palabras. De pie en la puerta, envuelta en una manta roja, trató de recuperarla, pero tuvo que darse por vencida.

En el último instante, cuando subía a la ambulancia, recordó algo realmente importante.

—¡Llama a papá! —gritó a Stephen.

Él asintió y preguntó al conductor:

—¿Adónde la llevan?

—Al hospital RVI.

—Iré en cuanto pueda.

Le envió un beso. Las puertas de la ambulancia se cerraron tras ella con un ruido seco, separándola del día claro y soleado.

Después de llamar a Alec, que, consternado, dijo que salía inmediatamente para el hospital, Stephen se dispuso a prestar declaración. El interrogatorio duró una hora aproximadamente. Él insistió en que los ladrones eran dos, que habían atacado a Justine y que debían de ir armados: había que justificar la fractura de la clavícula, o lo que fuera. No creía que lo demandaran por lesiones, pero había que ser precavido. Casos más curiosos se habían dado.

Mucho antes de que terminara el interrogatorio, la casa se llenó de técnicos en bata blanca que esparcían un polvo gris por todas las superficies. Entonces, en pleno ajetreo, sonó el teléfono: era Robert desde el aeropuerto de Orly, y hubo que darle la noticia.

—¿Justine está bien? —preguntó.

«Chapeau, Robert», pensó Stephen. No había querido saber qué se habían llevado.

El joven policía dio a Stephen el número de incidencia para que se lo pasara a Robert y el de un vidriero que atendía casos urgentes y le dijo que recibiría la visita del servicio de Ayuda a las Víctimas. Luego cerró la libreta asegurándola con una goma y se levantó. No era probable que lograsen recuperar algo, dijo mientras Stephen lo acompañaba a la puerta, pero, por tratarse de un robo con agravantes, le darían máxima prioridad.

Poco después, la jefa del equipo de técnicos, una bonita pelirroja con acento escocés, se asomó a la puerta para decir que ella también se marchaba.

Stephen se quedó solo, sin poder salir de la casa hasta que el vidriero arreglara la ventana.

Repasó mentalmente la versión dada a la policía, y luego la otra, la que —a Dios gracias— no había sido necesario dar. Pero, sepultada en el fondo de su mente, quedaba la verdad. Mientras corría colina abajo, en su cabeza estallaban los fogonazos del flash. Eran tantas las muchachas torturadas y violadas... No hacía falta mucha imaginación para adivinar lo que podía estar pasando. No le habría sorprendido encontrar a Justine caída al pie de la escalera como una muñeca rota, con la falda por la cintura y los ojos fijos en el vacío. En el golpe dirigido a la cabeza del ladrón había habido rabia acumulada durante años. La intención era matar.

Miró en derredor. Un charco de sangre en la cocina, otro en la sala y, en todas partes, en las ventanas, las puertas, los muebles, los picaportes y los pasadores, huellas de dedos y manos, como si la casa estuviera infestada de fantasmas.