19

STEPHEN escuchó en silencio el relato que le hizo Kate de su conversación con Alec. Cuando terminó, dijo:

—No irás a ablandarte y readmitirlo, ¿verdad?

—Ni hablar.

Parecía tan cansada y solitaria que él sintió el impulso de abrazarla, pero su relación no daba para abrazos, de manera que le puso la mano en el antebrazo con suavidad y le deseó suerte.

Cuando Stephen comentó a Justine la visita nocturna de Peter al taller de Kate, ella se encogió de hombros y siguió picando pimientos.

—¿Tú tenías esa impresión, de que le era difícil percibir la separación entre las personas?

Ella reflexionó.

—Él no lo ve así. Él imagina que posee una gran capacidad de empatía. Y no la tiene, desde luego. Lo que hace es atribuir al otro sus propias emociones y luego empatizar consigo mismo. —Volvió a encogerse de hombros—. Es un embrollo. —Reunió los trozos de pimiento y los echó a la sartén.

Él ya había dado por terminada la conversación cuando ella lo sorprendió echándose a reír.

—¿Sabes qué le gustaría ser, además de escritor? Psiquiatra. Está convencido de que lo haría mejor que la mayoría de los que ha conocido.

—¿A cuántos ha conocido?

—Oh, a varios.

—¿Es adicto a la psicoterapia?

—Es adicto a marear a los psiquiatras.

—Justine —dijo él abrazándola por la espalda—. ¿Tú sabes qué hizo?

—No. ¿Y qué importancia tiene eso ahora?

—¿No te parece que Kate tenía derecho a saber con quién trataba?

Ella se volvió hacia él.

—No veo la necesidad de acosar a las personas.

—No —dijo él, sacando los platos de debajo del gratinador—. Yo tampoco. Pero he de hacer algo respecto a esos relatos. O se los devuelvo o... no sé, he de responder de algún modo.

Justine había prometido a Beth que llevaría a Adam al parque de atracciones y convenció a Stephen para que los acompañara. Él había accedido de mala gana, pero al acercarse el fin de semana esperaba la excursión con agrado. Había trabajado mucho, encerrado en casa, y le apetecía moverse.

Desde casi un kilómetro de distancia ya se oía la música. Cuando Stephen frenó para tomar la curva, las bolsas del súper oscilaron en el asiento de atrás y una se volcó, derramando su contenido, prosaico recordatorio de las necesidades de la vida diaria.

—Déjalo, Adam —dijo Justine volviendo la cabeza—. Ya lo recogeremos cuando lleguemos a casa.

El páramo no estaba lejos del centro del pueblo, pero era tan grande que, al cruzarlo de noche, podías tener la sensación de estar perdido. Atronaba el aire la música de los altavoces instalados en las esquinas de la feria. Te parecía que nadabas en el ruido. Unas muchachas sombreadas por las luces amarillas, verdes y púrpura reían y chillaban. Pandillas de chicos las miraban. El sudor les relucía en el cuero cabelludo, entre el pelo hirsuto. Había un gañido de dolor en la despectiva risa de macho con que reaccionaban a la presencia de las muchachas. La humedad de la noche, la música pegadiza que impregnaba la piel como un sudor, el olor a cerveza de otro grupo de jóvenes que pasaba por su lado, todo se combinaba para generar un ambiente que estimulaba los sentidos.

Stephen empezaba a divertirse. Hasta el suelo embarrado, con la hierba rala y pisoteada bajo las luces giratorias, le despertaba recuerdos muy antiguos.

—¡Hay que subir a algo! —gritó Justine.

—Sí —gritó él buscando con la mirada alguna atracción inofensiva, en la que no te encontraras incrustado en la pared de un globo giratorio por una fuerza centrífuga que te estiraba la cara. Señaló la noria, no porque le inspirara confianza (parecía una rueda catalina que de un momento a otro podía salir despedida zumbando por los aires) sino porque le recordaba su infancia—. ¿Te gusta eso?

—¡Vale! —gritó ella con unos labios amarillo mango.

Stephen padecía de vértigo. Sintió un nudo en el estómago cuando la barra de seguridad se cerró sobre sus rodillas con un aldabonazo. Adam arrimó tímidamente una mano pequeña y pegajosa a la suya y Stephen le sonrió con aire tranquilizador, confiando en no vomitar. «Intrépido corresponsal de guerra en un momento de esparcimiento», pensó con ironía. Fueron elevándose, al principio escalonadamente y después, a medida que iban llenándose las cestillas, con más regularidad. Al fin, la rueda se puso a girar.

Stephen se aventuró a mirar abajo. Al lado de la taquilla había un grupo de personas esperando turno. Sus caras, vueltas hacia lo alto para mirar las luces giratorias, parecían flores pálidas sobre tallos largos. Al bajar, Stephen cerró los ojos y tensó los ya agarrotados brazos hasta que un soplo de aire cálido le indicó que se acercaban al suelo.

A la tercera vuelta, sintió la mano de Justine en la manga y la miró. Ella tenía la boca abierta, pero no profería sonido alguno, por lo menos que él pudiera oír con el estrépito de la música. Pensó que gritaba pero enseguida comprendió que reía. Trató de hablarle, pero el viento se llevó las palabras. Bajaban hacia las luces oscilantes. A Justine se le había soltado un mechón de pelo y le azotaba la cara. Adam gritaba, pero parecía estar divirtiéndose, comprimido entre los dos, con su jersey gris y sus zapatillas deportivas. Stephen sentía en el costado su calor, como de un cachorro, y percibía ese olor a caramelo que despiden todos los niños. Aunque parecía increíble, también Stephen empezaba a divertirse. Incluso esperaba el momento en que vería todo el parque a sus pies, mientras sentía la mano de Adam en el antebrazo, oía el grito involuntario de Justine y se iniciaba la caída vertiginosa.

Cuando se apeó de la noria, las piernas le parecieron de goma y se tambaleó un poco, sin saber muy bien dónde estaba el suelo.

—¿Quieres una cerveza? —gritó.

—Yo la traeré —dijo Justine—. Me parece que Adam necesita ir al baño.

—¿Tienes ganas, Adam?

—Sí.

El niño estaba un poco pálido. Stephen le puso una mano en el hombro y lo llevó a los aseos situados en un extremo del parque.

—¿Te has mareado?

—Un poco.

—Yo también.

Stephen se quedó esperando fuera. Adam tardaba en salir y él recordó lo que Justine le había contado acerca de los ritos que el niño seguía en sus visitas al servicio, uno de los cuales consistía en forrar de papel higiénico la taza antes de ponerse a hacer sus necesidades.

No le importaba esperar. Pensaba en Goya, en su afición a los circos, las corridas de toros, las ferias, las exhibiciones de monstruos, los mercados callejeros, los saltimbanquis, las visitas a los manicomios, las peleas de osos, las ejecuciones públicas y cualquier espectáculo que fuera lo bastante fuerte como para acallar a los demonios que le gritaban al oído. Era el ejemplo del hombre que ha encontrado la manera de sobrellevar sus males. Mirando alrededor, Stephen comprendía por qué había surtido efecto la automedicación de Goya. En ese momento, él estaba aturdido por los colores y las formas que lo rodeaban, por la manera en que sus bombardeados sentidos empezaban a intercambiarse las funciones, de modo que el color se convertía en ruido y el ruido en color. Cuántas bocas que gritaban, reían, chillaban, comían y bebían. Bocas en todas partes. Lo primero que uno veía eran las bocas, como las veía en las pinturas de Goya, donde se aunaban para producir aquel clamor que, incluso en el Prado, fuera de temporada y a primera hora de la mañana, es casi ensordecedor. Pero ahora no quería pensar en Goya. Mejor pensar en la cerveza, que esperaba estuviera bien fría, con gotitas de condensación en la lata.

Cuando Adam salió, fueron a buscar a Justine, pero no la veían. Stephen sintió un espasmo de ansiedad mientras miraba la cola de gente, deseando verla allí. Ahora las caras que desfilaban ante sus ojos le parecían sencillamente grotescas. Sentía la presencia de la gran extensión oscura que rodeaba la feria, y de las estrellas, empalidecidas por las luces, que giraban en el caos del espacio.

Entonces la vio, debajo de uno de los potentes focos a la entrada del aparcamiento. Las mariposas, atraídas por la luz, volaban alrededor de ella, que parecía envuelta en una nube de alas blancas. Adam se le acercó corriendo, ella dio a Stephen una lata de cerveza y juntos cruzaron el aparcamiento, mientras decidían adónde ir.

Echaron a andar por la carretera en dirección a una pizzería. Adam trotaba entre los dos, hablando de norias en su docto tono habitual. A saber lo que pensarían de él en la escuela. Los lunes por la mañana le dolía el vientre, dijo Justine, lo que indicaba que algo iba mal. Los otros chicos la habrían tomado con él, desde luego, y él se sentiría indefenso, incapaz de hacer algo que no fuera seguir siendo insoportable.

Casi todas las mesas de la terraza estaban ocupadas, pero encontraron una cerca de la puerta y se sentaron de cara al río y sus puentes iluminados. Sobre los manteles oscilaban las llamas de pequeñas velas que iluminaban cálidamente las caras de los comensales y se reflejaban en las copas.

Al mirar alrededor, Stephen descubrió a Peter Wingrave sentado a una mesa de un rincón con un hombre y una mujer algo mayores que él, la mujer encinta de muchos meses. Peter, de espaldas a la puerta, no los había visto entrar. Stephen decidió no decir nada a Justine y tamborileó con los dedos en el mantel mientras Adam leía toda la carta tres o cuatro veces antes de pedir su plato habitual: lasaña de verduras.

—¿Quién conduce? —preguntó Stephen.

—Está bien —dijo Justine—. Pero cuando lleguemos a casa quiero una copa.

Stephen se levantó para ir a buscar las bebidas y en la barra coincidió con Peter. Se mantuvo detrás de la gente, para dar a Peter la oportunidad de elegir entre saludarlo o rehuirlo. Lo violentaba un poco no haberle dicho nada acerca de los relatos. Lo demás —su parodia en el taller de Kate e incluso su relación con Justine— no era asunto suyo.

—Hola —dijo Peter yendo hacia él en línea recta.

Tenía buen aspecto, pensó Stephen, incluso estaba un poco bronceado; pero ¿por qué se sorprendía de eso? ¿Acaso esperaba descubrir en él señales de desequilibrio?

—¿Cómo está?

—Bien, si descontamos las agujetas y los dolores habituales. —Esbozó aquella sonrisa suya, fugaz pero atractiva, de la que no abusaba, sino que dosificaba cuidadosamente. Stephen adoptó una actitud un tanto cínica, por más que quizá el cinismo fuera una reacción muy banal frente al potencial que intuía en Peter—. Vuelvo a trabajar de jardinero y las primeras semanas siempre son un poco duras.

—Ah, ¿ya no ayuda a Kate?

—No; la figura está prácticamente terminada. Y ella se encuentra mucho mejor, esa manipulación que le hicieron bajo anestesia dio resultado. La mejoría ha sido asombrosa. Ella ya había dicho que podía serlo. Una suerte.

Lo decía con naturalidad, y quizá lo creía así. Tal vez Kate no había querido que la relación terminara de modo desagradable y había pretextado su mejoría para prescindir de sus servicios.

—Debe de tener mucho trabajo de jardinería con este tiempo.

—Oh, sí. El teléfono no para de sonar.

—Eso está bien.

Una pausa. Miraron en torno.

—Me gustaron sus relatos. —Gustar no era la palabra, pero un bar lleno de gente y una noche cálida de primavera tampoco eran lugar ni momento para buscar la precisión—. He pensado en fotocopiarlos y enviarlos a mi agente con sus señas. Así él podrá ponerse en contacto con usted si lo cree oportuno.

—Yo puedo hacer las fotocopias.

—No es necesario. Prefiero enviarlas con una carta. No quiero que acaben en el montón de los papelotes.

—Es muy amable.

Stephen se encogió de hombros. No dejó de observar el destello de especulación que pasó por los ojos de Peter.

—Pero no creo que le interesen relatos cortos. Sin embargo, a veces los relatos funcionan como primer libro. McEwan, por ejemplo. —Casi habían llegado al mostrador—. Por cierto, ¿le ha influido McEwan?

—Un poco. Pero pronto te desprendes de las influencias que no te van.

Había bastante aplomo en la frase para venir de un hombre tan joven. Stephen imaginó una piel de serpiente, descolorida y fina como el papel, que quedaba tirada en la arena, mientras salía a la luz la piel nueva y lustrosa. ¿De cuántas pieles se había desprendido Peter hasta ese momento?

—¿Conoció usted a esos hombres? James, Reggie.

Una risa precavida.

—S-sí, es decir, he conocido a personas como ellos. Pero no puedes tomar los personajes directamente de la realidad.

—Entonces ¿qué hace? ¿Cómo convierte a un ser real en un personaje de ficción?

—Le añades pequeñas cosas de ti mismo.

—¿En serio? Me siento tentado de preguntar qué cosas.

—Todos tenemos nuestro lado oscuro. —Un tópico banal para poner fin a la conversación. Peter miraba por la ventana al ángulo de la terraza en que estaban sentados Justine y Adam—. ¿No es Justine Braithewaite?

—Sí. El niño es sobrino mío. Ella lo cuida.

Se miraron. La expresión de Peter revelaba claramente que era consciente de que no conocía a Stephen lo suficiente para preguntarle lo que deseaba saber. El dolor de su mirada y la sonrisa de sus labios formaban una combinación poco grata de ver. Stephen desvió la mirada. Había estado enamorado de ella. Si todo lo demás era falso, aquello, al menos, era real.

Al cabo de un segundo, Stephen dijo:

—Me parece que ahora le toca a usted. —Y se situó junto a la barra, distanciándose, para no tener que volver a hablar.

Una hora después, Justine dijo:

—Ya es hora de irnos. Mañana Adam tiene colegio.

Peter se volvió hacia ellos, como si la hubiera oído, aunque era imposible. Mientras Stephen dejaba la propina y la seguía a la calle, ella se volvió y recorrió con la mirada la multitud que ocupaba las mesas. Peter estaba de pie bajo una alta farola, con el pelo reluciente y la cara en sombra, viéndola marchar.