23
Y el jueves, después de llevar a Robert y Beth al aeropuerto, Stephen trasladó sus cosas a la granja y empezó a jugar a papás y mamás con Justine. Ésta era la impresión: vuelta a la infancia para unas vacaciones. El simple hecho de que la casa no fuera suya le hacía sentirse un poco Alicia en el País de las Maravillas. Era como pasearse entre las patas de las sillas, a la sombra de unos muebles cargados del misterio de ocultos significados. Aquellas habitaciones, con sus antigüedades elegidas con esmero, fruto de años de esfuerzo perseverante y bien retribuido, le hacían sentirse banal, pero el efecto no era del todo desagradable. Al igual que Rizos de Oro en la casa de los tres osos, tenía una sensación de peligro y transgresión combinados. Él y Justine cocinaban en casa y comían en la larga mesa de la cocina, siempre con aquel sentimiento mezcla de inocencia y osadía.
Eran días felices. Stephen se sentía tan irresponsable y despreocupado como Adam, o como se habría sentido Adam si hubiera sido otro niño. Pero hasta el mismo Adam parecía más relajado. Hizo volar a Archie, y Stephen tomó fotografías del momento en que el ave se posaba en su guante: Adam con cara de miedo y los músculos tensos, preparado para soportar el peso, y Adam con cara de asombro, cuando las grandes alas se plegaban y los ojos dorados se volvían hacia él, porque el ave fuera tan ligera.
Stephen hizo revelar y enmarcar las fotos y las colgó en la habitación del niño.
Hacían la típica vida familiar de los años cincuenta, jugando al Monopoly por la noche, paseando por el bosque, dando de comer a los ciervos, haciendo correr a Adam en el arenal hasta que caía rendido. Su mayor deseo, dijo a Stephen, era tener un perro.
—¿Y por qué no? —preguntó éste.
—Porque durante el día no hay nadie en casa. Sería inhumano.
—Lo inhumano es esta situación —dijo Stephen aquella noche, sentado junto al fuego con Justine, después de que Adam se fuera a la cama—. Quiero decir que si Beth rabiara por ser gerente de hospital, fantástico, pero no es así. Ella preferiría quedarse en casa, a cuidar de su jardín. Es lo que realmente desea hacer y, si lo hiciera, Adam podría tener un perro.
—Sí, pero eso no da categoría.
—Ya lo creo que sí. Tendría todo mi respeto.
—Pero no el de los amigos de Robert. O, por lo menos, eso cree ella.
—No debería importarle lo que piense la gente.
—Pues le importa. La horroriza ser la típica mamá ama de casa.
—¿Qué solución le ves?
—No tener hijos.
—Es un poco tarde para eso, el niño ya tiene diez años. Hablo en serio.
Ella se encogió de hombros.
—Si un día tengo un hijo, me gustaría pensar que puedo quedarme en casa para cuidar de él sin sentir que estoy eligiendo la peor opción. Ya está superada esa idea de que lo único que te da estatus es la profesión.
Ah, qué gusto tener diecinueve años. Qué fácil parece todo.
—En el fondo es una cuestión sexual. Ella piensa que, si no sale a trabajar, perderá a su marido.
—De todos modos, ya lo ha perdido. En lo sexual.
A él le habría gustado ahondar en el tema —intuía que ella sabía más de lo que decía—, pero no le pareció correcto. Aquel arrebato que había tenido en la cocina después del almuerzo del domingo fue provocado por la frustración, y él sabía que ahora se arrepentía. Le intrigaba cómo podía Justine estar enterada de las andanzas de Robert, y recordó que tenía una amiga en la facultad de Medicina en la que él daba clase. Quizá fueran simples cotilleos de estudiantes. Cuando se habla de la vida privada de los profesores suelen recargarse las tintas. Pero no quería sonsacarle.
—Ven —dijo poniéndose en pie—.Vamos a la cama.
Ahora iban a la cama a dormir. Por un lado, Stephen sentía escrúpulos de practicar el sexo en casa de su hermano —como si atribuyera a Robert el papel de padre— y, por el otro, su relación con Justine estaba cambiando de un modo que no lograba comprender. Cualquiera que fuese la razón, aquel fin de semana largo no se buscaron hasta la última noche.
Beth acababa de llamar por teléfono para anunciar que regresaban a última hora de la mañana siguiente. Parecía ansiosa por volver, aunque no era posible deducir de ello si el viaje había sido un fracaso o un éxito fulgurante. Justine colgó y dijo:
—Bien, se acabó.
Él se sentía aliviado y triste al mismo tiempo. El olor de los leños que ardían en la chimenea ponía cierta melancolía otoñal en la noche de primavera. Siguieron hablando un rato, pero los dos estaban cansados. Ella empezó a hacer los preparativos para acostarse. Él se quedó un minuto en la entrada, mirando las estrellas que brillaban en el aire diáfano y luego, admirado y un poco intimidado, entró cerrando la puerta con rapidez, giró la llave y puso la cadena.
Justine lo esperaba en el dormitorio, al lado de la gran cama de matrimonio, reflejada en el espejo de la pared que tenía a su espalda.
—Vale más que pasemos las cortinas —dijo él, a pesar de que nadie podía verlos, aparte de las lechuzas, que parecían ulular menos esas noches de primavera, o era quizá que el follaje de los árboles amortiguaba sus sonidos. Ella se asomó a la ventana. Stephen la siguió y la abrazó por detrás, asiéndole suavemente los pechos, mientras hundía la cara en su nuca y aspiraba el aroma dulce del pelo.
Un sonido le hizo levantar la cabeza. Aguzó el oído, tratando de detectar movimiento en la habitación de Adam. «Éste es el inconveniente de ser padre», pensó. Lo sorprendía que no hubiera en el mundo más hijos únicos. Para quedarse tranquilo, se puso la bata y se asomó a la habitación de Adam. El niño estaba acurrucado bajo el edredón, tapado hasta las cejas.
—Duerme —dijo Stephen al volver a su dormitorio, pero el encanto estaba roto.
Justine echó las cortinas y se metió en la cama. Él se quitó la bata y se acostó a su lado.
La luna dibujaba un rectángulo pálido en el pulido suelo de madera. Debajo de la puerta había una raya amarilla, de la lamparita de noche de Adam. Un pájaro arañaba el tejado con las patas. Stephen tenía la respiración acelerada, por la tensión y el deseo. Puso una mano en el vientre liso y firme de ella, admirando su solidez, su calor. La casa suspiraba y crujía. En la habitación contigua, entre las cortinas abiertas, la luna iluminaba la colcha de encaje blanco de la cama de Robert y Beth y las almohadas que, aun en su ausencia, conservaban la huella de sus cabezas. Stephen pensó en Nerys, evocando los primeros tiempos, cuando estaban enamorados y eran felices e inocentes, o quizá no. Era difícil recordarlo ahora.
—¿Qué ocurre? —preguntó Justine.
—Nada.
—Quieres que esto se acabe, ¿verdad?
—Ya tengo ganas de que regresen.
—No; me refería a esto. Lo nuestro.
—No, no es cierto. Supongo que lo que quiero es salir del limbo. Que pase algo.
—¿El qué? —El tono de Justine sonó frío, casi hostil. Le miró fijamente la pupila de un ojo, podía ser mirada de enamorada, pero carecía de empatía. Más parecía la del entomólogo que ha descubierto que el insecto no tiene en el dorso todas las pintas que debería tener.
—No lo sé. Aún es pronto para pensar en eso. No he terminado el libro.
Stephen no quería hablar de aquello, ni de nada. Le puso una mano en la mejilla y atrajo su cabeza hacia sí. Sintió en el pecho el roce de sus pezones y...
Adam estaba en la puerta.
—Quiero un vaso de agua.
Justine se apartó, conteniendo la risa.
—Pues ve a buscarlo. Cuando estés en la cama iré a verte.
Ella estuvo fuera cinco minutos. Cuando volvió, Stephen preguntó:
—¿Se ha dormido?
—Es peor que la peste.
Al cabo de un rato, ella cerró los ojos. Él se quedó quieto, escuchando su respiración hasta que el sueño la hizo profunda y acompasada. Estaba excitado e insomne y echaba de menos el cottage. Sentía nostalgia de él, a pesar de tenerlo a menos de doscientos metros.
Cuando ya había conseguido acabar de borrar de su mente la última fantasía erótica y empezaba a adormecerse, Justine, en sueños, con un movimiento de cetáceo, levantó la ropa de la cama, se dio media vuelta y le puso en el pene un culo frío y redondo.
Ay, Justine. Justine. Con cautela, él se volvió hacia el otro lado, proyectando la dolorida verga hacia el vacío. No consiguió dormirse hasta después de una hora de malestar, agarrado al borde del colchón, mientras le bullían en el cerebro fantasías de una noche de sexo desenfrenado, lejos de Adam.