22

STEPHEN no esperaba ver a Justine aquella noche, pero ella se presentó en el cottage, alterada y llorosa.

—Papá y Angela se casan —dijo.

—Eso está bien.

—¿Bien?

—Así te será más fácil marcharte. No querrás que tu padre se quede solo.

—N-no.

Entonces empezaron los sollozos. Él no la creía capaz de un llanto tan desinhibido e infantil.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?

—A mí nadie me quiere.

—Tu padre te quiere. —Y un poco tarde, blandamente y sin convicción, añadió—: Yo te quiero.

Ella apartó las manos de la cara y lo miró con suspicacia. No estaba tan fuera de sí como para no detectar la falta de sinceridad.

—Nadie te obliga a decirlo. —Dejó de llorar de repente y añadió con firmeza—: Mi madre no me quería.

—Estoy seguro de que sí. —Pero sintió escrúpulos al decirlo, sabiendo que era arriesgado pretender responder de los sentimientos de una desconocida.

—No tanto como para permanecer a mi lado. Mira, es difícil esperar que los demás te traten decentemente cuando...

—No, ya lo sé. —Las cortinas estaban abiertas y la oscuridad del otro lado de la ventana era opresiva—. Además, lo de Peter tampoco debió de ayudar.

—No. De acuerdo, se portó mal, y lo que hizo conmigo lo hubiera hecho con cualquiera; no lo hizo porque fuera yo. Pero yo me colé por él. Quizá otra en mi lugar no hubiera caído de aquel modo. Yo estaba ciega.

—Bueno, deja ya de castigarte. Peter tiene personalidad, es atractivo, guapo. En un concurso quedaría mucho mejor que Mark.

—Desde luego.

—Pero peor que mi hermano.

—Eso es envidia.

—Has dado en el clavo. Cochina envidia. —¿Cómo pudo equivocarse tanto respecto a su propio hermano? Pero no podía pensar en eso ahora—. Mira, volviendo a Peter, dentro de diez años pensarás que estuviste follando de fábula con un tío al que plantaste tú. Al que plantaste tú. De modo que dale al botón de avance rápido y empieza a pensar eso desde ahora mismo.

Ella estaba en sus brazos, en la cama, mirando por la ventana la luna que transitaba entre castillos de nubes.

—No es tan fácil. De todos modos, no hablas en serio. —Ella hipó y se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano—. Por cierto, a papá le has caído bien.

—No sé por qué. Debe de saber que estoy casado.

—Yo no se lo he dicho.

—Pero lo sabe.

—No importa. Ya tengo diecinueve años...

—Más a mi favor. Por cierto, tú le caes bien a Mark.

—Ya lo sé. Me ha pedido que salga con él.

—¿Antes o después de que le gritaras?

—Después.

—Un gilipollas retorcido. ¿Y saldrás?

—¿Crees que debería?

—¿Tú quieres salir?

—No me parece atractivo. Quizá como amigo...

—Si te parece que puede llegar a ser un amigo, debes salir. Pero no creo que lo que él busque sea amistad.

—Ha estudiado Medicina en Cambridge.

—Qué bien.

—Deberías estar celoso.

—No tengo derecho a estar celoso. ¿O sí?

Ella no contestó. Al cabo de unos segundos se volvió y, en un tenso silencio, los dos trataron de dormir.

Stephen despertó a la mañana siguiente sabiendo, antes de abrir los ojos, que algo andaba mal. Mirándose en el espejo mientras se afeitaba, se dijo que su expresión no era la de aquella cómplice aceptación de sí mismo que tan atractiva le parecía en el autorretrato de Goya. Ni mucho menos. Echó la cabeza atrás para pasarse la maquinilla por debajo del mentón. No le gustaba nada de lo que veía.

Preparó café y llevó la taza y las tostadas a la sala, para ver las noticias. Tanques israelíes bombardeaban Jenin. Una anciana con pañuelo en la cabeza lloraba en medio de las ruinas de su casa. Justine, que parecía haber perdido su predilección por los fritos, comía una naranja.

Cuando acabó el informativo, ella dijo:

—Papá dice que antes del almuerzo estuviste haciéndole preguntas sobre Peter. ¿Por qué?

—Quería oír lo que él tenía que decir.

—Dice que le preguntaste qué había hecho.

Él no contestó.

—Fuera lo que fuese, hace cinco años que salió y no ha reincidido.

—¿Cómo lo sabes, si no estás enterada de lo que hizo?

—Por lo que veo, no concedes a nadie el beneficio de la duda.

—No acostumbro.

—La verdad es que llevas tanto tiempo buceando en la violencia que ya no ves nada más.

—Te veo a ti.

—¿De verdad?

Stephen suspiró. Parecía una conversación de casados, impropia para mantener con una amante. Tenía la acritud y la banalidad en que caen las personas que llevan años de convivencia.

—¿Por qué haces eso?

—¿El qué?

Ella ladeó la cabeza hacia la muchacha que hablaba a la cámara.

—Eso. Corresponsal de guerra.

—Corresponsal en el extranjero. —El matiz era importante. No iba a consentir que su profesión fuera descrita con el nombre de una actividad que aborrecía.

—Has cubierto un montón de guerras.

—Las guerras estaban ahí y alguien tenía que cubrirlas. No las empezaba yo.

—¿Sabes que Barbara Vine escribió un libro que se titula Un ojo adaptado a la oscuridad? Tú lo tienes.

—No digas tonterías.

—No son tonterías. Las personas llegan a meterse tan dentro de la oscuridad que la luz les hace daño.

—Está bien —dijo él—. ¿Por qué elegí este trabajo? Por ansia de aventura, para ponerme a prueba, para demostrar que podía hacerlo... y, cuando estos motivos dejaron de influir, porque es lo que suele ocurrir, y muy pronto, por el deseo de saber lo que se cuece. Por eso.

Ella lo miró con desdén.

—Sí, ya lo sé, es patético —prosiguió él—. Pero ¿por qué crees que una persona se hace médico? ¿Por puro altruismo? Lo dudo.

—¿Por qué si no?

—Por el afán de adquirir conocimientos, de acceder a secretos, por ansia de poder.

—No son los únicos motivos.

—También hay buenos motivos para hacerse corresponsal de guerra. Ser testigo de unos hechos, dar al público la información que le permita formarse un juicio moral.

—Pero tú mismo has dicho que el testigo se convierte en espectador y entonces, en lugar de dar testimonio, difunde opinión.

Stephen lo había olvidado.

—Si lo que quieres saber es si este trabajo me ha dañado, te diré que sí. Pero no creo que eso sea inevitable. Conozco a mucha gente a la que no la ha afectado. Creo que a mí sí. ¿Tiene arreglo? En parte. Quizá no del todo, pero ése soy yo... —Se volvió de cara a ella—. Mírame: defectuoso, cascado, francamente decepcionante, pero vale más que te acostumbres, cielo, porque hay un par de millones como yo sueltos por ahí.

Ella lo miraba a los ojos. Tenía los párpados un poco hinchados del llanto de la víspera.

—Esto nuestro empieza a cansarte, ¿verdad?

—No es eso.

—¿Entonces qué?

—Siempre he sabido que no podía durar. Lo acepto. Y cuando decidas marcharte, no haré nada por retenerte. Tendrás mi bendición. —Tanto melodrama daba grima, pero había que decirlo.

Ella asintió. Minutos después, sin decir nada, empezó a vestirse.

Cuando se iba, ya en la puerta, dijo:

—Ah, casi se me olvida. Beth quiere hablar contigo.

—¿De qué?

Ella se encogió de hombros y se fue.

Stephen no podía adivinar el motivo de la llamada a la granja. Si tenía que ver con Justine, estaba decidido a contraatacar. Ya no veía en su cuñada a la criatura frágil y borrosa, dominada por la recia personalidad de Robert, sino a una mujer con mucho temple. De todos modos, no tenía derecho a inmiscuirse. Mientras daba la vuelta a la llave, diciéndose que no, no necesitaba jersey para la rápida subida por el sendero, pensaba en lo que diría a Beth: algo sobre la conveniencia de ocuparse primero un poco más de su propia familia. Adam debía de sufrir con aquella situación y, si ella lo provocaba, estaba decidido a decírselo claramente. De todos modos, en el fondo, Beth ya debía de saberlo.

Siguió el sendero entre altos setos de espino que empezaba a florecer y pasó junto al estanque, sorteando charcos, guano y gansos, que se acercaban contoneándose y graznando. La puerta trasera estaba abierta. En la franja de sol que cruzaba las losas del suelo había tres pares de botas de goma, alineados, dos verdes y uno, más pequeño, azul marino y rojo. No hacía mucho tiempo, al verlas, Stephen habría sentido la comezón de la envidia.

Hasta él llegó la voz de Beth:

—Estoy aquí.

La encontró en el invernadero. No había ninguna ventana abierta y Stephen sintió que un calor viscoso le humedecía la cara antes incluso de llegar a donde estaba ella, frente a una mesa larga, llenando macetas de compost. A su lado había un bol de jacintos azules que elevaban hacia la luz el penacho de la flor. Ella tenía los dedos negros de tierra. Se enjugó el sudor del labio con un antebrazo pecoso y sonrió a Stephen.

—Hola —dijo él, y se quedó esperando. En vista de que, aparte de devolver el saludo, ella no decía nada, añadió—: Bonito color.

—¿Verdad que sí? Me gustan mucho más éstos que los rosas.

Él seguía aguardando. Beth parecía no saber por dónde empezar.

—Robert y yo queremos pedirte un favor.

—Cuenta con ello, si está en mi mano.

—Verás, es sólo que, como sabes, pensamos ir a París. Será sólo tres noches, pero me preocupa dejar sola a Justine. Últimamente hemos tenido llamadas misteriosas, suena el teléfono y cuando contestas cuelgan... en fin, son cosas que siempre alarman un poco, ¿verdad? Imaginas que pueden ser ladrones que comprueban si hay alguien en casa.

«O algún ligue de Robert que trata de hablar con él.»

—Quiero decir que ya sé que Justine tiene diecinueve años y que hay chicas que a esa edad ya son madres, pero...

—No de hijos de diez años.

—No, es verdad. En fin, hemos pensado si querrías, digamos, cubrir la plaza.

—¿Mudarme a la granja, quieres decir? —Él empezaba a divertirse.

—Sí, eso es. Hay muchas camas.

—¿Y Justine estaría...?

—Sí, ella también estaría. Por supuesto, ella cuidaría de Adam durante el día, y tú no tendrías que dejar tu trabajo. Pero nosotros nos sentiríamos más tranquilos sabiendo que tú estás aquí por la noche.

—Muy bien. ¿Cuándo será?

—El próximo fin de semana. De viernes a lunes.

—De acuerdo. ¿Y a qué obedece el plan?

—Oh, no sé. —Iba a dar un pretexto cualquiera: un invierno muy largo, mucho trabajo...—. Las cosas no marchan bien. —Pareció sorprendida de sus propias palabras.

—¿Entre tú y Robert?

Ella asintió, violenta, pero inmediatamente empezó a desdecirse. En gran parte era el cansancio, Robert estaba siempre trabajando, ella hacía jornada completa...

—Y la casa es grande. —Miró alrededor con desolación, a pesar de que la casa estaba impecable.

—Es evidente que tú disfrutas con lo que estás haciendo. El jardín...

—Sí, pero...

—Claro que mantener una casa como ésta con un solo sueldo...

—No; nosotros podríamos mantenerla. Pero la verdad es que, si yo fuera «una simple ama de casa»... —marcó las comillas en el aire—, Robert me encontraría aburrida. Rectifico: aún más aburrida. ¿Sabes que se ve con una?

«Se ve con todas.»

—¿No? Me preguntaba si te habría dicho algo.

Ella no lo sabía, sólo lo sospechaba.

—No; ni me gustaría que me lo dijera. —Titubeó, deseando no haber empezado la conversación—. Él nunca os dejaría.

—Quieres decir que nunca dejaría a Adam.

Eso era exactamente lo que él había querido decir.

—Los matrimonios tienen sus etapas, Beth. Lo que importa es que os elegisteis el uno al otro. Y eso dice de vosotros algo que probablemente aún subsiste. —Stephen empezaba a sentirse incómodo. Toda su cualificación para erigirse en consejero matrimonial consistía en la experiencia de haber arruinado su propio matrimonio.

—¿Sabes lo que me gustaría? —dijo ella, animándose de repente—. Tener un invernadero grande. Como los que hay en los viveros. Adoro las plantas.

—Pues adelante. Es una suerte sentir una gran afición. La mayoría de la gente no sabe lo que es. Y eso te permitiría estar más tiempo con Adam.

—Oh, Adam está perfectamente.

Como el demonio que acude a un conjuro, Adam apareció en la puerta. Stephen se volvió.

—¿Sabes, Adam?, me parece que es hora de que vayamos a ver qué hace Archie. —Una de las salidas más afortunadas que habían hecho juntos él, Justine y Adam fue una visita al Centro de Aves Rapaces—. Si somos amables con Phil, quizá te deje hacerlo volar.

El niño sonreía de oreja a oreja.

—¿Quién es Archie? —preguntó Beth.

—Un búho real —dijo Adam—. Es enorme, ¿verdad, Stephen? Más grande que un águila.

—Y está enamorado de Phil.

Adam rió.

—Le hace la corte a su guante. ¿Cuándo iremos?

—El próximo fin de semana. Cuando mamá y papá estén en París.

—Vale —dijo Adam, y se fue escalera arriba.

Stephen, al volverse, vio que Beth lo observaba con irónica tristeza.

—Qué fácil es ser tío —dijo.

—Oh, no cabe duda. Los tíos no tienen responsabilidad.