14
A su regreso a casa, mientras empujaba la puerta —que se atascaba, hinchada por la humedad—, Stephen se preparaba para encontrar un interior oscuro y frío, sin fuego en la chimenea, sin comida en el frigorífico y, encima de la mesa, esperándolo, el manuscrito que, incluso después de un intervalo tan breve, le resultaba tan apetitoso como un tazón de gachas frías.
Pero, al abrir la puerta de la sala, vio un buen fuego en la chimenea y olió un guiso. La habitación estaba limpia y ordenada. Lo único que tenía que hacer era sentarse junto al fuego, servirse un whisky y esperar a que Justine llegara de la granja.
Y arriba —no necesitaba subir para cerciorarse— habría sábanas limpias en la cama y flores en la mesita de noche.
Aquella primera vez había marcado la pauta para las siguientes. Si existen los orgasmos funcionales, así podrían definirse los que tenía Justine, que siempre eran seguidos de un hambre súbita. La práctica del sexo nunca le hacía desear pescado a la parrilla acompañado de espinacas al vapor con zumo de limón y nuez moscada. Nada de eso, Justine prefería los fritos rápidos, bien regados con vino.
—Si vas a ser médico, tendrás que cambiar esa manera de comer —le dijo él un día desde la puerta de la cocina—. Y beber menos.
Ella levantó la cara con una de sus amplias sonrisas instantáneas.
—Sí, pero antes seré estudiante de Medicina.
El sexo con ella era extraordinario, lo nunca visto. ¿Y unos preliminares?, estuvo a punto de decir él con voz doliente cuando Justine le puso la pierna encima por segunda vez aquella noche. O: ¿Qué se ha hecho del romanticismo? Desde luego, la idea de un polvo rápido e impersonal le agradaba como a cualquiera, pero no en su propio dormitorio, noche tras noche, con una persona conocida. A Justine tenía que haberle ocurrido algo que la había dejado sexualmente desinhibida —no había nada que ellos no hicieran— y emocionalmente reprimida. Aún no consentía en que él encendiera la lámpara, ni siquiera una vela, de manera que, en las noches nubladas, se acostaban en la más completa oscuridad. Ya empezaba a tomar un cariz casi mítico esa prohibición de mirarla a la cara, porque era la cara lo que ella escondía, ya que, después, no tenía inconveniente en ducharse con él.
A veces, como en la primera noche, ella hablaba desenfadadamente de «la gente». A la gente le gusta esto, a la gente no le gusta aquello, aunque, de varios indicios, él había deducido que Justine sólo había tenido otro amante. Cada vez se hacía más perceptible la presencia del desconocido, un tercero invisible, un partícipe secreto de sus horas de intimidad, que proyectaba su sombra sobre el cuerpo de la muchacha.
En ocasiones se refería a aquella relación que había mantenido el verano anterior, después del examen de ingreso, a cuánto la había afectado que él la dejara. Ocurrió de repente. Ella estaba segura de que todo iba bien, pero una noche él le dijo: «Me parece que esto no marcha.» Se le llenaron los ojos de lágrimas al decirlo y las enjugó en el hombro de Stephen.
—¿Por qué crees que él pensaba eso? —preguntó Stephen.
—No lo sé. Supongo que no tenía intención de que lo nuestro durase. Era sólo para el verano.
No dio más detalles, pero sacaba el tema asiduamente, y siempre con lágrimas en los ojos.
Hay un dicho que afirma que un hombre tiene la edad de la mujer que está a su lado, pero Justine lo hacía sentirse como un anciano. Él quería decirle: «Mira, dentro de un año estarás enamorada de otro y no serás capaz de recordar qué veías en él. Y cuando tengas mi edad, ya ni te acordarás de quién era.» Pero no lo decía, sólo miraba su cara, ciega de dolor, y pensaba que su supuesta experiencia de la vida era inútil, porque no podía transmitirla sin paternalismo. Quizá sí era paternalista. Pero no; ésa no era la palabra. Ella le importaba demasiado para sentirse paternalista. En cualquier caso, paternal; eso ya parecía más apropiado.
Aquella noche, en la cama, por una vez él la vio —al menos, en parte— mientras las sombras de las nubes se disgregaban y volvían a congregarse sobre sus pechos. Entonces, con un gemido, la asió por las caderas, hincó la pelvis en la de ella y echó la cabeza atrás enseñando los dientes mientras se corría.
No; paternal tampoco era la palabra.
Después de diez días de trabajo intenso, de estar frente al ordenador hasta que le ardían los ojos, Stephen empezó a sentir claustrofobia. La verdad era que Justine se había hecho un hueco en su espacio vital, en todos los aspectos de su vida, menos en el del trabajo. Recogía y ordenaba la casa, lavaba, pasaba el aspirador. Él la dejaba hacer, menos el día que la encontró planchando camisas y le dijo secamente que dejara de comportarse como la criada.
—Lo siento —se disculpó ella, sonrojada—. Papá es bastante inepto y pensé...
—Yo no lo soy.
Le habría sentado bien salir un poco, pero ella no quería. Si él le proponía ir a comer al restaurante o a tomar una copa, ella se negaba aduciendo que podían encontrar a algún feligrés de su padre. ¿Y qué importa eso?, quería decirle él. Ella era soltera y él estaba separado. A nadie tenía por qué importarle lo que hicieran.
Por la noche, cuando él daba por terminado el trabajo, veían la televisión como un viejo matrimonio. A él le producía una sensación extraña ver telediarios o programas como Panorama en los que había participado, pero pronto descubrió que a Justine no le gustaban.
—¿Por qué no quieres ver las noticias? —le preguntó. Lo asombraba aquella indiferencia a lo que ocurría en el mundo.
Ella se encogió de hombros.
—No veo la utilidad. Yo nada puedo hacer. Si hay una hambruna, sí, puedes dar dinero, pero frente a la mayoría de esas cosas la gente no puede hacer más que abrir mucho los ojos y decir: ¡Qué horror! Aunque en realidad les importa poco. Es una emoción forzada, como cuando esas familias salen por televisión porque alguien ha desaparecido, o miles de personas mandan flores a gente a la que no conocen. Eso es pura masturbación emocional.
La palabra le pareció clave.
—Pero no puede haber democracia si la gente no sabe lo que ocurre.
—Puede leer la prensa. Es el voyeurismo, es mirar, lo que está mal. Hay gente que nunca ve las noticias por principio.
—No sé si esa «gente» será capaz de distinguir entre tener principios y pasar de todo.
Las largas horas que había pasado con Justine, en la cama y fuera de ella, habían tenido el inesperado efecto de estimular la libido de Stephen. Esa muchacha, al igual que Cleopatra aunque mucho más joven, poseía el don de despertar más apetito cuanto más lo satisfacía. Ahora, mientras iba por las calles de Newcastle camino del coche, después de salir de la biblioteca de la universidad, Stephen se fijaba en todas las mujeres que pasaban por su lado. Era una sensación casi dolorosa, como la que se experimenta cuando se restablece la circulación en un miembro dormido.
El cielo tenía un color turquesa intenso. Grandes bandadas de estorninos trazaban en el aire bucles, espirales y círculos, con un trino chillón y áspero, tan insistente como el canto de las cigarras. Bajo este arrebatado alboroto, un hervidero de gente presurosa iba del trabajo a casa o entraba en las tiendas; jóvenes que salían a divertirse, muchachas ligeras de ropa, que se paraban en los escaparates, chicos con camisetas de manga corta que exhibían dragones y serpientes azules, verdes, rojos y púrpura tatuados en bíceps surcados de venas. Stephen pasó junto a un grupo de muchachas que llevaban en la cabeza penes de fieltro rosa; el viento procedente del puerto los hacía oscilar. Quizá las miró muy fijamente, porque una se volvió hacia él y levantó dos dedos.
Caminando entre aquella multitud, bien abrigado y precavido, Stephen se sentía maduro y sensato, pero, a medida que la luz azuleaba y las muchachas parecían más bonitas, notaba cómo lo excitaba el deseo. Se detuvo al pie del monumento a Grey y levantó la mirada. En lo alto volaban bandadas de estorninos y en el cielo crepuscular asomaban las primeras estrellas.
Allí parado, con su impermeable oscuro, entre los chicos y chicas semidesnudos, él debía de parecer, pensó, no ya un vejestorio sino un voyeur. El tipo del parque que atisba bajo la falda de las niñas de los columpios. Necesitaba un trago, lo cual no dejaba de ser problemático, porque había venido en el coche. Pero no quería regresar a casa con una triste botella en una bolsa, como otras noches. A la mierda. Buscó con la mirada un bar: una copa no le haría daño, qué demonios, al contrario, en aquel momento la necesitaba, lo sosegaría, suavizaría las duras aristas del recuerdo y le permitiría fluir con la corriente de la vida circundante.
Entonces vio a Peter Wingrave en la puerta de una discoteca. Parecía estar esperando a alguien, probablemente una muchacha. O quizá no. Lo observó contemplar la multitud y vio el reflejo de su misma soledad, su misma desazón. Esto fue suficiente. Peter, al notar que alguien se le acercaba, compuso una expresión cauta, cortés y dispuesta para la evasiva, mientras oscilaba ligeramente sobre los pies. Su expresión era incluso más que cauta, sin duda. Stephen supuso que en poco tiempo podría trocarse en huraña, pero todavía no.
—Hola —le dijo.
Un destello de reconocimiento seguido de una sombra de turbación. ¿Por qué? «Porque está de ojeo, de caza, o quizá ni eso. Quizá porque lo mortifica que lo vean solo», pensó Stephen. Peter se veía muy atractivo con sus gafas de diseño y su barba de tres días a la moda, pero, a pesar de que nada sabía de él, a Stephen le costaba imaginarlo integrado con los de su edad. En cualquier caso, no tenía razón alguna para considerarlo un solitario. Peter incluso podía ser el centro de una pujante red social: buena planta, inteligencia despierta, excelentes modales... Y algo más, algo que lo minaba todo.
—Señor Sharkey.
—Stephen. —A pesar de que Peter no había dudado con el nombre, parecía no estar seguro de dónde se habían visto—. Nos conocimos en el taller de Kate.
—Sí. —Ahora miró a uno y otro lado, como buscando escapatoria. Pero, cuando Stephen le propuso ir a tomar una copa, sus ojos se detuvieron en la cara de Stephen y, tras sólo un segundo de vacilación, dijo—: De acuerdo.
Fueron a un bar situado a un centenar de metros calle abajo. Estaba muy concurrido, pero no de jóvenes como los que se paseaban por la acera. Era una clientela de citas de negocios, personas que pretendían ocultarse mutuamente la realidad de que no tenían otra cosa que hacer ni otro sitio a donde ir, prolongando la jornada de trabajo, porque, fuera de ella, no existían.
«O quizá aman su trabajo», se recordó Stephen, pensando en lo mucho que él había amado el suyo.
Un hombre al que asomaba un rollito de grasa sonrosada por el cuello de la camisa hablaba por el móvil con vehemencia, tapándose el otro oído con un dedo para aislarse del griterío. Tuvieron que empujarlo para abrirse paso hasta la barra. Stephen, que en la calle tenía frío a pesar del impermeable, ahora sudaba. Peter dijo que tomaría whisky, y Stephen lo invitó a un doble y pidió uno sencillo para sí, preguntándose por qué hacía esto. Observó que Peter miraba alrededor como si pasara revista a la concurrencia y, cuando acercó la cara para hablarle, percibió una vaharada de sudor, pero no el olor normal de un cuerpo sano que reacciona al calor. A Stephen siempre le había intrigado —quizá Robert pudiera explicárselo— por qué el sudor del miedo tiene otro olor. Y lo tiene, sin duda. Así se lo habían demostrado los efluvios de sus propias axilas en situaciones comprometidas. Pero esas personas eran, ¿qué?, ¿gestores, abogados? No la clase de gente que suele atacar al forastero que se extravía en sus dominios. Por lo menos, ahora sabía por qué le interesaba Peter, y le interesó desde el momento en que puso los pies en el taller. Tenía algo extraño, algo que no encajaba, y a Stephen se le había despertado su olfato de periodista.
Le resultaba difícil mantener una conversación. En parte por el ruido, y en parte por su estado mental. Siempre que trabajaba tan intensamente como ahora, lo afectaba una especie de afasia que lo incapacitaba para hilvanar las frases con coherencia, y olvidaba hasta los nombres de los objetos más corrientes. Se oía a sí mismo decir «el chisme» y «el ese». Nerys se impacientaba, aunque al final se impacientaba por todo lo que hacía él.
—¿Hace tiempo que trabaja para Kate?
—No; unas semanas. Me ha venido bien el trabajo, porque en invierno la jardinería se estanca.
—Ah, sí, es jardinero, ya recuerdo.
—He hecho bastante jardinería, sí.
—Pero no quiere dedicarse a eso, ¿verdad?
—No; quiero ser escritor.
Ay, Dios. Pues claro que había aceptado la copa de buen grado. Debía de andar a la caza de contactos, agentes, editoriales. Stephen ya buscaba una excusa convincente para eludir la lectura de lo que Peter hubiera escrito.
«Es un haiku.» «Lo siento, pero en este momento no dispongo de tiempo.»
—¿Le han publicado algo? —No era una pregunta amable, y tampoco buscaba serlo.
—Un par de relatos en New Writing. Seguí un curso de Escritura Creativa. —Hizo una mueca de displicencia, anticipándose a la reacción de Stephen—. El profesor los envió a la redacción de la revista y... —Se encogió de hombros—. Los aceptaron.
—No parece muy satisfecho.
—Sinceramente, me gustaría haber tenido valor para decir que no.
La concurrencia había disminuido de repente, al marcharse un grupo numeroso. Stephen señaló una mesa que había quedado libre. Era un alivio no tener que hablar a gritos y, en aquel rincón apartado, Peter parecía más relajado.
—¿Por qué? —preguntó Stephen mientras se sentaban—. Tengo entendido que es una revista de prestigio. Un escaparate.
—Sí, pero si no eres un Damien Hirst, no querrás poner un bodrio en el escaparate.
Stephen lo interpretó como falsa modestia y se impacientó.
—Vamos, tan malos no serían.
—¿Conoce esa poesía, no recuerdo cómo dice exactamente, que habla del manejo del arnés, y uno se pregunta dónde está el jodido caballo? —Se mostraba simpático, modesto, vulnerable. Se reía de sí mismo—. Pues es lo que hay. ¿Podríamos llamarlo síndrome de carencia equina?
—¿Y no tiene cura?
—Me parece que no. —Su voz sonó átona, como si por imprudencia hablase con más seriedad de la deseada—. Es terminal.
—Me gustaría leerlos. —Como para explicarse a sí mismo este insólito deseo, Stephen prosiguió—: Adivino un exceso de control. Es raro en un escritor novel.
—Seguramente. Si me da su dirección, se los enviaré. Suponiendo que realmente quiera leerlos.
—Desde luego —confirmó Stephen, que ya empezaba a arrepentirse—. ¿Qué le parece su trabajo con Kate?
—Fascinante.
—¿Ya ha averiguado cómo se convierte en bronce la figura?
—Más o menos. Pero aún no estoy seguro de entenderlo. En el producto acabado no hay nada que uno haya tocado. Eso es lo que sé.
—¿Ella habla de lo que hace?
—No. A veces, mientras tomamos café, dice algo, pero casi siempre es «¿dónde está el cincel?», o «necesito más yeso». —Sonreía, pero sus ojos vigilaban. Quizá detectaba en Stephen un interés mayor del normal—. ¿Usted conocía a su marido?
—Sí. Estuvimos juntos en Bosnia. Y en otros sitios. Aquí y allá.
—¿Ruanda?
—Una temporada.
—¿Afganistán?
—Menos.
—He visto fotos suyas.
No dijo ninguna de las cosas que solía decir la gente, y Stephen lo agradeció. Era lo último de lo que deseaba hablar en aquel momento.
—¿Ha intentado escribir una novela?
—Pues sí, pero no sé... Me atraen más los guiones para el cine.
—¿Porque dan más dinero?
—Porque hay menos publicidad. Puedes tener éxito y ser un desconocido.
—¿Eso es una ventaja?
—Lo es para mí.
—Pues me parece que no se le daría mal. Me refiero a la publicidad.
Peter se encogió de hombros.
—Es una perversión. Lo importante debería ser el trabajo.
—¿No es eso la típica torre de marfil? Hay que vender el producto. Hoy en día, es la gente de marketing la que cuenta. Las cualidades comerciales distintivas.
Peter lo miró.
—¿Cuáles son sus cualidades comerciales distintivas, Peter?
—No estoy seguro de poseer alguna. —Sacó un paquete de cigarrillos—. Supongo que aquí se puede —dijo mirando alrededor.
—Creo que sí. Allí están fumando.
Peter tosió al inhalar.
—¿Ha estado en el ejército?
—No. ¿Por qué?
—Se me ha ocurrido de pronto. Tengo la teoría de que, si una persona ha vivido en una institución, se nota.
—¿Y le parece que yo he vivido en una institución?
Stephen se encogió de hombros.
—En mi caso, probablemente es así. El internado.
—Ya. Pues acertó.
—¿En cuál?
—No habrá oído hablar de él.
Se retraía. ¿Por qué aquel miedo a la publicidad? Era joven, guapo, interesante. Con una pequeña dosis de talento —y si era grande, mejor— el éxito estaba asegurado.
—De todos modos —dijo Stephen—, me interesaría leer esos relatos.
—¿Tiene agente?
—Sí; pero no creo que le interesen relatos cortos.
—También tengo media novela.
La conversación derivaba ya hacia lo previsible.
—Creo que una primera novela, más o menos, hay que terminarla. —Stephen decidió cambiar de tema—. ¿Le gusta la obra de Kate?
—Sí. —Levantó la mirada. Ojos grises, fríos, pensativos—. Me gusta su manera de plasmar el desnudo masculino. Hay quienes la critican por eso, dicen que debería esculpir más mujeres, pero el cuerpo femenino no le permitiría explorar las ideas que ella desea explorar. Quiero decir, fíjese en cómo los pintores representan el martirio. Casi no hay cuadros de martirio de santas. Y es que no tendrían el mismo... Un hombre desnudo torturado es un mártir. Una mujer desnuda torturada es la visión porno de un sádico.
Stephen reflexionó un momento.
—¿Y si uno es gay?
—¿Cómo?
—Un hombre desnudo torturado también lo excitaría.
—Sólo si, además, es sádico.
—Pero si fuera cristiano sería todo un reto, ¿no? Crucifixiones, cabezas cortadas, flagelaciones, el potro, la hoguera, la parrilla...
—No sé cuántos sádicos cristianos puede haber —dijo Peter secamente.
—Supongo que un buen número. —Stephen vació el vaso—. Me gustaría saber la opinión de Kate.
—A ella no le interesan las abstracciones. —Se levantó para ir a la barra—. ¿Quiere otro?
Mientras lo veía hablar con el barman, Stephen se preguntó cuántos años tendría. Las líneas que se le marcaban junto a los ojos y los labios no podían atribuirse únicamente a los efectos de una vida al aire libre e indicaban que rondaba los treinta. Stephen intuía que si a veces parecía poco formado, era menos por falta de madurez que por confusión mental de fondo. Era como una estrella fría y brillante que girara en el caos.
Stephen miró alrededor. Una muchacha de cabello oscuro y grandes ojos hablaba animadamente por teléfono. El humo del cigarrillo le velaba la cara. «¿Por qué resulta tan erótica esa postura?», pensó mirándole el interior de la muñeca. Ella levantó la cabeza, sorprendió su mirada y volvió la cara rápidamente. Él desvió la atención a tiempo de captar una leve sonrisa en los labios de Peter. «Eh —pensó—, no te rías, que el que tiene una novia adolescente soy yo.» Inmediatamente se sintió avergonzado por haber pensado en Justine como un tanto a su favor en una competición. Toda esa noche era un despropósito. No controlaba.
Stephen terminó su copa rápidamente. Cuando se levantaban para marcharse, recordó que no había dado su dirección a Peter y se palpó los bolsillos en busca de papel y bolígrafo.
—Espere, yo debo de tener. —Peter revolvió su repleta mochila. Libros, pañuelos de celulosa, panecillos, leche, fotocopias de artículos de prensa y un par de calcetines blancos fueron apilándose en la banqueta entre los dos—. Aquí está.
Dio una libreta y un bolígrafo a Stephen, que escribió sus señas despacio y en mayúsculas, dándose tiempo para comprobar una cosa: algunas fotocopias —o quizá todas— se referían a Kate. Aquellos mechones blancos eran inconfundibles.
—Bien —dijo al devolver el bolígrafo—. Los leeré con el mayor interés.
Por una vez, lo decía con sinceridad. Los relatos podían ser horrendos, pero Peter era interesante.
En la calle, Stephen sintió el cosquilleo del sudor al evaporarse. Había llovido. El reflejo difuso de las farolas pintaba supernovas en el lustre grasiento de la acera.
Los dos hombres se despidieron y se alejaron en sentidos opuestos. Al cabo de un momento, Stephen se volvió y vio a Peter caminar rápidamente sorteando grupos de jóvenes que iban de marcha: una cuenta negra en un collar de abalorios multicolores.
No había razón alguna por la que Peter no pudiera tener copia de artículos acerca de Kate. Él mismo había reconocido que su obra lo fascinaba, y era natural que deseara saber más, si trabajaba para ella.
De todos modos, Stephen no pudo menos que preguntarse si Kate conocía la medida de su interés.