12

A pesar de su buena amistad con Ben, Stephen sólo había visto a Kate Frobisher en dos ocasiones, la última en una sala de exposiciones donde se exhibían fotografías de su marido. Stephen recorrió la sala, pero se le hacía difícil contemplar algunas imágenes en aquel entorno. Para reaccionar con espontaneidad, tenías que estar a solas con ellas. Se marchó lo antes posible, una vez hubo felicitado a Ben.

Aunque llevaba un mapa le costó encontrar Woodland House, que estaba un poco apartada de la carretera, detrás de unos setos que la ocultaban casi por completo. Como había dicho Beth, la casa estaba aislada.

El chirrido de la grava bajo las ruedas casi era un timbre de alarma, porque Kate apareció de inmediato. Tras cruzar los brazos sobre el pecho, se inclinó para mirar el interior del coche con una sonrisa tímida y cordial. Aún llevaba collarín, aunque del accidente hacía varias semanas. Stephen buscó señales de dolor pero no vio ninguna, sólo dos mechones blancos en la melena oscura, recogida en un moño flojo, que antes no tenía, o quizá sí y ahora ya no disimulaba. Bajó el cristal y ella le alargó la mano, pero al punto la retiró y se disculpó sonriendo mientras se enjugaba arcilla húmeda, o yeso, en una bata manchada.

Él se apeó y, tras una breve vacilación, se besaron en las mejillas brevemente. Esta forma de saludo, apropiada para una concurrida sala de exposiciones, entre bandejas de vino blanco barato, parecía fuera de lugar en el campo. Allí la gente no se conocía lo suficiente para saludarse con besos. Mientras contestaba a corteses preguntas sobre la dificultad de encontrar la casa, él la siguió a un zaguán con suelo de piedra.

Una silla con respaldo de barrotes horizontales, una ventana pequeña sin cortina y una vasija de barro con tres grandes matas de ambrosía que dibujaban intrincadas sombras en la pared blanca. Un interior sobrio, incluso frío, pero entonces ella abrió una puerta y lo hizo pasar a una habitación llena de rojos y azules intensos, y lámparas de luz dorada que incidían en libros y cuadros. Un sol débil que entraba por anchas ventanas amortiguaba el fulgor del fuego.

—¿Quieres una copa? Ginebra, vino...

—Vino blanco, por favor.

Mientras ella servía el vino, Stephen se volvió hacia un lado y vio, sobre una cómoda de roble, un busto de Ben, evidentemente obra de Kate. La pieza poseía una gran fuerza expresiva. De pronto, en la habitación había tres personas, y esta tercera presencia generaba una carga excesivamente potente y compleja para la superficial relación que había entre las otras dos. Encallados entre la charla trivial y la conversación que no podían mantener porque no se conocían lo suficiente, no sabían qué decir. Ella tenía una gota de yeso en la barbilla, que empezaba a secarse y cuartearse. Stephen deseaba quitársela, hacerla saltar con el pulgar, y hasta inició un movimiento con la mano, pero se contuvo porque le pareció un gesto de excesiva familiaridad.

—Es asombroso —dijo señalando el busto.

—Me alegro de que te guste. Lo hice el verano pasado.

La alusión no podía ser más simple y natural, pero, mientras ella hablaba, la oscilación de las llamas del hogar animó fugazmente las facciones de bronce.

El almuerzo, servido en la mesa de la cocina, era sencillo y apetitoso. Pollo a la cazuela, pan crujiente, queso y fruta.

Stephen recordó haber oído decir a Robert lo mucho que a Kate le gustaba la casa, así que le preguntó al respecto. Ella se animó y se le encendió la cara —antes muy pálida— mientras le explicaba el estado de abandono en que habían encontrado la granja. El anterior propietario no tenía hijos, era muy anciano y hacía años que no se ocupaba de nada. Más que descuidada, parecía sórdida. En su primera visita, la recorrieron alumbrándose con una linterna, horrorizados por la oscuridad de las habitaciones —la hiedra cubría las ventanas—, pero al salir al patio, seguidos por un desolado agente de la propiedad, y ver los establos comprendieron que, a pesar de lo mucho que iba a costar acondicionarla, ésa sería su casa. Tenía que serlo.

—¿Imaginas lo que hay que pagar por una casa con dos estudios en Londres? Por lo menos, dos millones.

—O más. —Tampoco sería barata en el norte, a pesar de que allí, por lo que te cuesta un piso de tres habitaciones en Notting Hill, tienes una mansión campestre con parque y venados—. ¿No te da miedo vivir tan aislada?

Ella se encogió de hombros.

—Los fines de semana viene gente. En esta época del año está más solitario, desde luego.

No parecía importarle el aislamiento. Él supuso que su soledad era más honda, la de una ausencia, y que le daba igual que hubiese o no gente a su alrededor.

—Tengo un ayudante —dijo ella tras una breve pausa—. Viene todos los días menos el domingo.

—Sí. Robert me dijo que habías tenido un accidente.

—Estrellé el coche ahí, en esa curva, y aún tengo problemas en el cuello y la espalda. Así que tuve que resignarme a contratar un ayudante.

—¿No te gusta que te ayuden?

—Lo detesto. A mí me gusta poder andar arriba y abajo y soltar juramentos cuando algo sale mal.

Sonreía al decirlo, pero Stephen intuyó que era verdad.

—De todos modos, no tengo queja de él. Por el momento, el sistema funciona.

No daba la impresión de estar muy convencida. Si aquel encuentro hubiera sido una entrevista, él habría ahondado en el tema para explorar lo que sin duda era una zona difusa. Pero no era una entrevista. Era una visita a la viuda de su amigo. Y empezaba a caerle bien. Le gustaba su franqueza, su actitud animosa y resuelta.

Stephen no se refirió al motivo de su visita hasta que volvieron a la sala y ella sirvió el café.

—¿Has tenido ocasión de pensar en lo que te dije acerca de las fotos? —preguntó.

—No hay nada que pensar. Estoy segura de que Ben querría que las utilizaras. Y eso me basta. —Le dio la taza y se sentó sosteniendo la suya—. Me hablaba mucho de ti.

—Lo echo de menos.

Una pausa.

—En el estudio tengo parte del material de Afganistán. Sus últimas fotos. —Mantuvo la voz firme, pero los ojos le brillaban. Él desvió la mirada por delicadeza, pero ella añadió—: Y quiero darte las gracias por enviarme esto. —Acarició el amuleto que llevaba colgado de una cadena—. Fuiste tú, ¿verdad?

—Sí.

—¿Tú encontraste a Ben?

—Sí. Fue instantáneo. No sufrió. Dudo que se diera cuenta.

Ella asintió.

—Me gustaría creer que fue así. Es lo que me dijeron, pero no siempre te dicen la verdad.

—Esta vez sí.

—Me alegro. —Un suspiro—. ¿Y el libro, de qué trata?

—De las formas en que se representa la guerra. No es lo que quieren que haga. Ellos desean anécdotas, ya sabes: «los genocidas más simpáticos que he conocido».

—Pero es lo que tú quieres escribir.

—Sí. Hasta puedo decirte qué me dio la idea. Jules Naudet, ¿sabes?, el tipo que hacía un reportaje sobre la jornada de un bombero novato y se encontró filmando el ataque a las Torres, dijo algo que me impresionó. Llegó un momento en que paró la cámara, no quería grabar a personas ardiendo, y dijo «Esto no debería verlo nadie.» Y entonces, naturalmente, me acordé de Goya.

—«No se puede mirar.»

—Sí, pero «Yo lo vi. Esto es lo verdadero». El debate que mantiene consigo mismo, entre el escrúpulo ético de mostrar las atrocidades y la necesidad de decir: «Mirad, esto es lo que ocurre.» Y entonces pensé: Dios mío, aún se nos plantea el mismo problema. Todavía sigue ese conflicto entre el deseo de mostrar la verdad y el pudor sobre los efectos que pueda tener.

—Sí, comprendo. Esta misma conversación la tuve con Ben, oh, qué sé yo cuántas veces. —Volvía la tristeza—. Hubieras debido hacer ese libro con Ben.

—Si uso sus fotos, estaré haciéndolo con él. En cierta manera. Y hablaré de cómo son las cosas, ¿comprendes?, cuando has de tomar una decisión ética al instante. Mira, yo creo que Ben y Goya tenían algo en común, y es que seguían adelante. No dejaban que las dudas los detuvieran.

—Y hacían bien.

—Yo creo que sí.

Un silencio corto. Stephen observó el temblor de las llamas sobre las facciones de Ben.

—¿Te gustaría ver dónde trabajaba?

—Desde luego.

Stephen apuró el café y se levantó. Cruzaron el patio. El deshielo había durado poco y, con el atardecer, volvía la helada. Las roderas tenían una costra que él aplastaba con los pies. Se detuvieron ante un edificio bajo. Kate sacó unas llaves, hurgó en la cerradura y se hizo a un lado. Él pensó que lo hacía para dejarle entrar primero, pero no, ella se quedó fuera. ¿Era una muestra de tacto, dejarlo solo unos minutos? ¿O no había entrado allí desde la muerte de Ben?

Stephen entró en el estudio pensando que quizá la última persona que había respirado el aire de aquella habitación había sido Ben. Habría células de su piel en la alfombra y cabellos en los almohadones del sofá. El dolor en términos forenses. «Continuamente dejamos caer partes de nosotros mismos», pensó. Caen y se renuevan y vuelven a caer, hasta la caída final.

Polvo por todas partes y una telaraña en el ángulo de la ventana. Los últimos rayos de sol hacían de la trampa mortal un bello adorno.

—El interruptor está a tu derecha.

Stephen lo pulsó, y parpadeó ante la fuerte luz que disipó la vaga presencia que había percibido en la habitación. Dominando el desagrado, se acercó a la mesa. Ordenador, escáner, impresora —mucho más avanzados que los que utilizaba él— y, en la pared de enfrente, archivadores con etiquetas de fechas y lugares. El archivo de una vida de trabajo.

Faltaba la caja de Afganistán 2002; Ben no pudo poner esa etiqueta porque no regresó.

A su espalda, Stephen oyó una voz de hombre que hablaba a Kate, y ella dijo desde la puerta:

—Voy al taller un momento. Vuelvo enseguida.

Stephen sacó el archivador de Bosnia y miró las fotos. Reconoció caras y lugares. Una araña de cristal en una sala de baile devastada; una anciana serbia rodeada de iconos, sentada a una mesa con restos de comida; mujeres y niños que hacían cola en una fuente; una anciana musulmana que bajaba por una calle con una botella de agua en la mano, el único recipiente que tenía fuerzas para transportar, y, de improviso, allí estaba: la muchacha de la escalera.

Miró la foto fijamente, sin comprender cómo podía estar allí. Evidentemente, para hacer esa foto, Ben había tenido que volver a la casa a la mañana siguiente, a primera hora, antes de que llegara la policía. La falda estaba tal como la habían encontrado, subida hasta la cintura. Era ultrajante. Stephen se indignó por ella, al verla expuesta de aquel modo, pero reconocía que Ben no había hecho nada contrario a la ética. No era una foto falseada; tan sólo había fotografiado el cadáver tal como estaba cuando lo encontraron. No obstante, al ver a la muchacha de ese modo, se hacía difícil no pensar que había sido violada dos veces.

Stephen guardó las fotos rápidamente y salió al patio.

En las largas sombras de la casa y los árboles se instalaba una avanzadilla del hielo. Las gallinas movían con cautela sus patas amarillas y cuarteadas, picoteando en el duro suelo, entre las briznas de paja que relucían como el oro. El gallo miró a Stephen con un ojo de ámbar.

Kate venía sonriendo.

—¿Quieres ver las fotos que hice enmarcar? ¿Tienes tiempo?

El taller era un edificio más alto que cerraba el tercer lado del patio. Por una puerta estrecha se entraba a un pasillo que servía de almacén de material: sacos de yeso, balas de arpillera, rimeros de periódicos amarillentos. Otra puerta conducía a un vasto granero que tenía una pared de vidrio. Oscurecía, sólo las cimas de las colinas recibían un último resplandor.

Las llamas de la estufa de leña refulgían en el oscuro interior del taller. Kate encendió las luces. En el centro, parcialmente oculta por un andamio, había una figura masculina enorme, toscamente cincelada

—Ahí lo tienes —dijo Kate, suspirando y oprimiéndose la espalda con las manos a la altura de la cintura, como la campesina que ha estado toda la jornada haciendo un trabajo duro. Él se había fijado en sus manos durante el almuerzo. No tenían nada de delicadas, desde luego. Venas gruesas, piel áspera, uñas ralas: las manos que esperarías ver en una casa en construcción.

En un rincón había un grupo de figuras de yeso en actitud de marcha. Unas figuras impresionantes, asustadas y que asustaban.

Kate había ido hacia un ángulo donde, en un biombo, había varias fotos de Ben. Él la siguió y contempló las imágenes. Tal como había dicho ella, la mayoría eran del último viaje a Afganistán. En una aparecía un grupo de niños en la frontera con Pakistán, harapientos, flacos, mirando a la cámara desde detrás de una cerca. Tenían espejos en las manos para cegar al fotógrafo. Un destello borraba la cara de uno de ellos, por lo que, desde un punto de vista estrictamente técnico, la foto era defectuosa. Más allá, un hombre, con la cara contraída por la cólera, cubría a medias el objetivo con una mano. Otra era de una ejecución. Un hombre arrodillado mira a la cara a los que van a matarlo. Pero Ben había incluido en la foto su propia sombra, que se proyectaba desde el otro lado de la polvorienta carretera. La sombra dice: «Yo estoy aquí. Tengo una cámara y esta circunstancia influirá en lo que ocurra después.» En la foto siguiente, el hombre yace muerto en la carretera y la sombra del fotógrafo, la sombra de un hombre con una cabeza deformada, se ha acercado.

No era ésta la primera ejecución que se fotografiaba, ni siquiera la primera que se escenificaba para una cámara, pero normalmente la presencia del fotógrafo y su impacto en los hechos no quedaba registrada. Aquí Ben había dinamitado la norma.

—Me gustaría usarlas —dijo Stephen. Imaginó que quizá Ben las había tomado pensando en el libro.

—Me las enviaron después...

Entonces Stephen reparó en la foto del ángulo inferior izquierdo, de unos tanques soviéticos viejos, abandonados y oxidados. La masa de chatarra militar llenaba toda la foto, formando una ola que parecía a punto de estallar. Al fondo se veía un sol blanco, pequeño, casi una pelota de golf, flotando entre la bruma. Ninguna figura humana. Desechos de la invasión rusa de Afganistán: la última guerra. Pero era una composición tan potente que rebasaba los límites de tiempo y lugar para convertirse en un Dies Irae. Una visión de lo que sería el mundo después de que el último ser humano se hubiera ido, olvidando apagar la luz.

—Es una foto magnífica —dijo él, pensando en la manera de utilizarla.

—Sí. —Otra vez, ella trataba de contener las lágrimas.

Stephen se preguntó si ella sabía que Ben había tomado aquella foto segundos antes de morir.

Desde que había entrado en el taller, él percibía, con su visión lateral, la presencia de las figuras de yeso, y ahora, al volverse, sintió la necesidad de contarlas otra vez. No; seguían siendo siete. No se habían multiplicado mientras él miraba para otro lado. Recordó haber leído que, a veces, los exploradores polares tienen la impresión de que en la expedición hay una persona más de las que pueden contarse. No comprendía por qué se daba aquí este fenómeno, como no fuera por la blancura que envolvía todo el taller y producía cierto agobio.

Todo era blanco, incluso el suelo. Durante el día, la luz cenital se reflejaba en las superficies, eliminando prácticamente todas las sombras. Quizá eso bastara para provocar una pequeña privación sensorial. Le hubiera gustado saber si también Kate la padecía, si también ella contaba las figuras.

—¿Puedo volver otro día, para ver las fotos con más calma?

Ella asintió rápidamente.

—Buena idea.

Parecía contenta, como si la idea de tener a alguien trabajando en el estudio de Ben le infundiera ánimo. Éste había sido un lugar en el que dos personas vivían y trabajaban, charlaban, discutían, bebían, cocinaban y hacían el amor. De todos modos, Kate debía de haberse acostumbrado a estar sola, porque a veces Ben permanecía ausente durante seis semanas.

Empezaba a ponerle nervioso aquel sitio. Stephen se acercó a la ventana y contempló al estanque, en el que aún caía la luz del crepúsculo. La lámpara se reflejaba en el cristal y él se sentía vulnerable al mundo exterior, a lo que pudiera venir de la montaña en sombra. Se volvió y vio a un hombre en la puerta. Llevaba chaqueta oscura y había llegado con sigilo; quizá estaba allí desde hacía rato sin que él notara su presencia.

Kate siguió la dirección de su mirada.

—Ah, Peter, pase. Stephen Sharkey, un amigo de Ben.

Peter era alto y bien parecido, de ojos claros y mirada alerta. Saludó a Stephen con un movimiento de la cabeza.

—Traigo la arpillera, pero sólo tenían de la fina. Les he dicho que me llevaba un rollo y que le preguntaría si le interesa.

—Voy a ver.

Stephen y Peter se quedaron solos en el cavernoso interior, rodeados de las figuras blancas.

—Así que es el ayudante de Kate.

—Sí. Acarreo pesos. Es un trabajo temporal.

—No tengo idea de cómo se hace, es decir, cómo se convierte eso en bronce —dijo señalando la gran figura de yeso.

Peter sonrió.

—Por el sistema de moldeo a la cera perdida. Pero no me pregunte en qué consiste.

—Entonces, ¿no es usted un escultor en ciernes?

—No. Sólo hago trabajos eventuales. Principalmente jardinería.

Kate regresó.

—La arpillera está bien. No importa que sea delgada, mientras tenga textura rugosa. Necesitaremos otras dos balas.

—¿Quiere que vaya ahora?

—Si no es muy tarde...

—No hay inconveniente.

Peter saludó a Stephen con la mano y se fue. Al cabo de un momento, oyeron arrancar un motor con un sonido de tos agónica, seguido de un tableteo.

—No sé cómo consigue que ese trasto ande —sonrió Kate, pero enseguida miró la figura con gesto de preocupación.

Stephen lo advirtió y se acercó otra vez a las fotografías, aunque sin dejar de observar a la mujer disimuladamente. Ahora que estaba absorta en su trabajo, a él le parecía que la veía por primera vez. No era una mujer fácil de catalogar. Aquella afable vivacidad suya ocultaba un poder de abstracción formidable. Si la hubiera conocido en la fiesta de la parroquia, organizando la tómbola, o entregada a cualquier otra actividad de aquellas a las que se dedican en el campo las mujeres de su clase, la clase alta, a juzgar por su acento, Stephen no le habría atribuido una gran vida interior. Pero era evidente que la tenía, y nada plácida. Ahora retocaba con el cincel la parte alta del muslo, pero casi enseguida desistió con una mueca de dolor.

—Ay, mierda. —El sonido de su propia voz pareció recordarle que no estaba sola—. No debería hacer esto —dijo riendo, un poco incómoda—. Estoy muy cansada.

—En fin, ya es hora de que me vaya. Si te parece bien, te llamaré para concretar cuándo puedo venir.

—Cuando quieras. Siempre estoy en casa.

Fueron juntos hacia la puerta.

—¿Cuál es el apellido de Peter?

—Wingrave.

—Tiene un aspecto singular.

—Sí —sonrió ella—. No te ha caído simpático, ¿verdad?

Él meneó la cabeza.

—No sé, apenas lo he visto.

Demostraba mucha perspicacia, al haber notado la prevención que Peter le había inspirado, aunque no era precisamente antipatía. Stephen no se había planteado si le caía simpático o no —aunque, al recordar su sonrisa pronta y amistosa, le parecía que sí—, pero había advertido en él cierta inestabilidad. Había estado en tantos lugares peligrosos que había aprendido a detectar de inmediato si podía confiar en una persona, y no se hubiera quedado tranquilo teniendo a Peter a su espalda.

—Será agradable saber que hay alguien en el estudio de Ben —dijo ella cuando salían al patio.

—¿Tú no lo usas?

—No; lo tengo siempre cerrado. —Apretó los labios, pálidos y secos—. A veces me hago la ilusión de que él está dentro, trabajando, y es una sensación agradable. Él está allí, yo estoy en el taller y, al cabo de unos minutos, nos reuniremos y tomaremos una copa. Esto me permite seguir adelante. —Forzó una risita—. Ya sé que no es saludable.

—Cada cual hace lo que puede para seguir adelante. Estoy seguro de que muchas cosas que yo hago no son saludables. —La veía tan triste que, una vez más, Stephen sintió el impulso de tocarla, pero sólo añadió—: Mi matrimonio se ha roto, no sé si Ben te lo comentó.

—Sí, me lo dijo. Lo siento.

Él asintió y fueron hasta el coche. Se estrecharon la mano, un gesto que a él le pareció significativo, la señal de que trataban de establecer los términos de su propia relación, que ya no dependía enteramente de sus respectivos lazos con Ben.

—Hasta pronto —dijo él sentándose al volante.

Por el retrovisor, la vio agitar la mano, dar media vuelta y caminar hacia la casa.