21
EL domingo amaneció radiante y diáfano. Después de una buena mañana de trabajo —ya estaba en la recta final y empezaba a relajarse—, Stephen se encaminó a la granja. Sabía que también estaría Justine, porque ella se lo había dicho, pero ignoraba si habría más invitados. Se le había ocurrido que un almuerzo familiar, solos los cuatro —y Adam, por supuesto—, podría ser la fórmula elegida por Beth para darse por enterada de su relación.
Una Justine adusta lo recibió en la puerta. Cuando le habló de la invitación parecía tener recelos, y ahora era evidente que algo le había demostrado que eran justificados. Estaba lívida.
—Puedes pasar al invernadero —le dijo hoscamente—. Beth irá enseguida.
Llevaba delantal, y Stephen supuso que la mortificaba verse obligada a aceptar el doble papel de invitada y ayudante de cocina. Stephen la vio alejarse pisando fuerte y, contemplando su espalda recia y firme, pensó: «Que Dios asista a los pacientes que no vigilen el colesterol: las pasarán moradas.»
En el invernadero encontró a Adam, con el pelo recién cepillado en enhiestas púas. A su lado, con un vaso en la mano, estaba Robert hablando con un hombre vestido de negro, de pelo plateado, que volvió hacia Stephen una cara de cordero inteligente, con unos ojos sagaces e inocentes a la vez.
—Alec, te presento a mi hermano Stephen —dijo Robert—. Stephen, Alec Braithewaite.
Ambos se estrecharon la mano.
—El padre de Justine —añadió Robert.
—Ya —dijo Stephen.
—Justine me ha hablado mucho de usted —dijo Alec.
Stephen tomó el vaso que le tendía Robert, observando que su hermano, espontáneamente, le había servido una ración generosa. Alec tomaba jerez. Stephen levantó el vaso mirando a Robert a los ojos, fijamente, tratando de transmitir el mensaje: «Te equivocas si crees que vas a apaciguarme con un whisky doble, hipócrita, traidor, embustero, canalla, intrigante, mal hermano.»
—¿Sí? —dijo Stephen.
—Ella admira mucho su trabajo. Un poco de culto al héroe, supongo.
Sonó el timbre de la puerta. Robert iba a acudir cuando Justine dijo desde el pasillo:
—Yo abriré.
Se oyó murmullo de voces femeninas, dulces y cantarinas —mejor dicho, una sola voz, ya que Justine se limitaba a gruñir—, y entró Angela, que miró a Alec, se ruborizó, bajó la mirada y, en respuesta a la pregunta de Robert, dijo que tomaría vino blanco, pero sólo media copa porque tenía que conducir.
—Puedes dejar el coche aquí —dijo Alec—. Si Robert no tiene inconveniente. Yo no voy a beber. Tengo vísperas.
—Oh, vaya.
Para alivio de Stephen, Alec y Angela sólo tenían ojos el uno para el otro, y él pudo rehuir la conversación y acorralar a Robert.
—Es un hombre inteligente —dijo Robert afablemente—. Te gustará.
—¿Por eso está aquí?
Robert alzó las cejas.
—Está aquí porque es el párroco de Beth, porque es vecino nuestro y porque lo apreciamos. No te pongas paranoico, joder. Toma otro whisky. —Miró en derredor—. Tendríamos que hacer esto más a menudo. Para un matrimonio es malo quedarse aislado.
—¿Tú crees?
Una pausa incómoda.
—¿Tú no?
—Yo creo que el problema llega antes. El aislamiento es sólo una secuela.
—De todos modos, creo que para el mío es mala cosa —dijo Robert haciendo una mueca.
—No me parece que vosotros seáis un matrimonio aislado. Casi nunca estáis aquí. —No era un comentario muy discreto, pero Stephen no pudo contenerse
—He pensado en llevarme a Beth de viaje unos días. Para tratar de aclarar las cosas.
—¿Adónde iríais?
—Había pensado en París.
—Oh, genial.
—París en primavera.
—Pero no os paséis todo el tiempo discutiendo acerca de la investigación con células madre, ¿eh?
—No. Pensaba hacer lo que la gente hace normalmente en París.
—Comer cruasanes en la cama.
—Más o menos. Pero en la cama.
—«Esta noche no puedo, doctor Mengele.»
—Eres un cabrito con muy mala idea, Stephen.
Un velo de nube enturbió el sol. Las sombras de los árboles del jardín danzaban en las relucientes baldosas blancas y negras del suelo.
—Es la mejor época del año —dijo Stephen con una punzada de envidia, no de Robert y Beth sino de una pareja ideal, quizá él mismo y Nerys veinte años atrás. Y no como eran en realidad sino como deberían haber sido.
Robert se volvió y entonces Stephen vio a un joven muy alto y pelirrojo, todo timidez y acné, que titubeaba en la puerta. No había sonado el timbre, por lo que quizá estaba en el baño o en algún otro sitio de la casa. Robert agitó una mano y el joven fue hacia ellos, con la cabeza gacha, sin prisa.
—Mark, te presento a mi hermano Stephen. Stephen, Mark Callender. Está preparando el doctorado y yo superviso su trabajo, que por cierto marcha muy bien —añadió con una ancha sonrisa.
Mark parecía tan apocado que necesitaba todos los estímulos que Robert pudiera darle. O padecía un trastorno de la vejiga o había ido al baño para esconderse más que para usarlo. Al observar cómo lo trataba Robert, concentrando en él toda su atención hasta conseguir que se sintiera cómodo e incluso se atreviera a sonreír, Stephen descubrió aquello que un par de días antes había intentado ver sin conseguirlo: cómo aparecía Robert a los ojos del que lo veía por primera vez. Carismático era la palabra más apropiada, no porque hiciera alarde de simpatía e inteligencia o tratara de brillar, sino todo lo contrario, porque proyectaba toda su atención hacia el exterior. En ese momento, aquel joven desgarbado se sentía el centro del universo y se esponjaba. Esa táctica debía de hacer estragos entre las mujeres.
Apareció Beth, que habría dejado a Justine dando los últimos toques a la comida. Parecía cansada y, de nuevo, Stephen tuvo la impresión de encontrarse frente a una persona que iba difuminándose poco a poco. Ella y Angela parecían muy amigas y pronto se enfrascaron en una animada conversación, dejando a Stephen con Alec.
—El otro día encontré a un amigo suyo en Newcastle. Peter Wingrave.
—Ah, Peter, sí.
—Tengo entendido que ha estado en la cárcel.
Alec parpadeó rápidamente.
—¿Se lo dijo él?
—No, yo...
—Ah, Justine.
—No; Justine no. Lo adiviné. No me fue difícil. Me dio a leer dos relatos suyos, y uno de ellos sólo puede haber sido escrito por alguien que haya estado en la cárcel.
—También podría haber trabajado allí.
—Podría.
—¿Qué le parecieron los relatos?
—Muy buenos. Inquietantes. Y los dos, ahora que lo pienso, tratan de acoso.
—Sí, le interesa ese tema. Porque es una conducta que se conoce desde hace siglos y no se ha considerado patológica hasta muy recientemente. Peter se interesa por la expansión que ha experimentado la psiquiatría, abarcando comportamientos que antes se consideraban... neutros o, al menos, no patológicos.
—Los comportamientos descritos en sus relatos no tienen nada de «neutros». Tortura mental y física. Asesinato.
Otro sorbo al jerez, otro parpadeo de aquellos ojos azules apacibles pero nada estúpidos.
—¿Qué hizo? —preguntó Stephen.
—No puedo decírselo.
—¿No lo sabe?
—No.
—No que no lo sabe o no que no quiere decirlo.
—No puedo decírselo.
—¿Acoso?
—No puedo decírselo.
Stephen guardó silencio y, tal como esperaba, Alec fue el primero en volver a hablar.
—Dudo que utilizara su experiencia personal para sus relatos.
—¿Por qué? La gente lo hace. Utilizó el escenario, desde luego.
—No creo que él lo hiciera.
Beth los miraba, intuyendo que aquella conversación era mucho más que la simple charla previa a un almuerzo de domingo.
—No dirá a nadie que Peter ha estado en la cárcel, ¿verdad? Podría perjudicarle mucho y... —Un suspiro profundo, retenido—. Creo que merece consideración por haber sabido rehacer su vida.
—Oh, descuide. No pienso chismorrear.
—Bien.
—Usted, naturalmente, tiene que sustentar la idea de que la gente puede cambiar. Quiero decir... —La mirada de Stephen se posó en el alzacuello con una insistencia casi insultante—. Es una actitud profesional.
—A la gente se la puede cambiar. No creo que el cambio pueda producirse por una decisión individual. Ésa es una idea totalmente laica. Terapias, libros de autoayuda... Toda una industria, ¿no? —Una pausa—. ¿Y usted? ¿Cree que la gente puede cambiar o se la puede cambiar?
—Creo que cada uno puede aprender a manejarse mejor.
—Suena poco convincente.
Era insólito que él, el periodista, se viera obligado a exponer sus creencias.
—Creo que las personas pueden curarse a sí mismas.
—¿A sí mismas?
—Sí.
—¿Cómo?
—¿Cómo?
—Sí. ¿Cómo?
Stephen extendió las manos.
—Creando algo. Lo que sea. Moviendo el cuerpo. Con el sexo.
—¿Sexo? ¿No amor?
—El amor es un valor añadido. —Hablando, había olvidado que él mismo estaba practicando esa especie de terapia sexual con la hija adolescente de Alec y que, naturalmente, eso debía de hacerle muy poca gracia a su interlocutor.
Beth apareció entonces a su lado y Stephen se volvió hacia ella con cierto alivio.
—Ya sé que os vais a París.
—Sí. —Ella se ruborizó y lanzó una rápida mirada a Robert, que hablaba con Mark y Angela—. Espero que todo vaya bien aquí.
—Seguro que sí —dijo Stephen—. Justine es muy competente. Es usted un padre afortunado —añadió dirigiéndose a Alec y levantando el vaso.
Otra vez sonó el timbre. Así que eso estaban esperando. Otro invitado.
Ahora fue a abrir Robert, que volvió acompañado de Kate Frobisher, casi irreconocible, al menos para Stephen, con un vestido elegante, pendientes y maquillaje. Mientras Robert le servía una copa, ella se volvió hacia la habitación y vio a Stephen. Él se acercó y, sintiendo las miradas de todos los presentes, le dio un beso en la mejilla. Al volverse vio a Justine en la puerta, mirándolo.
Un par de minutos después, Beth anunció que el almuerzo estaba listo y todos fueron al comedor.
«Conque esas tenemos», pensó Stephen mirando a los comensales. Beth y Robert, Alec y Angela, Justine y Mark, Kate y él. Los animales, de dos en dos, el elefante y el canguro. Para ser justos, no era fácil ver qué otra cosa podía hacer Beth; pero, en cualquier caso, este emparejamiento había enfurecido a Justine. Tampoco él estaba muy contento. En fin, dos horas, tres a lo sumo, y cada cual a su casa.
Pero tendría que vigilar lo que bebía. Tres whiskys con el estómago vacío le habían soltado la lengua, y ahora ya le pesaba aquella conversación con Alec.
El almuerzo fue muy agradable, habida cuenta de que dos comensales deseaban asesinar a la anfitriona. Beth aparecía relajada, aunque escuchaba más que hablaba. Stephen, al observarla, pensó que nunca la había visto tal como era en realidad. Aún le chocaba aquella cualidad borrosa de sus facciones, pero ahora advertía en ellas también cierta dureza y hasta agresividad. Robert, que al otro extremo de la mesa irradiaba energía, no tenía posibilidades frente a ella. Por lo menos, en ese marco doméstico. Y es que, como tantos hombres adictos al trabajo, en casa Robert se mostraba pasivo, prefería dejarlo todo en manos de la esposa, estaba allí físicamente pero ausente en espíritu. Él no la dejaría. Eso robaría mucho tiempo a su preciosa labor de investigación.
Kate estaba encantadora, y él le hablaba más que a los otros. Parecía diez años más joven y no era sólo el maquillaje. El hombro estaba mucho mejor. La manipulación bajo anestesia había dado un resultado fenomenal. Aun sin el incidente protagonizado por Peter —aquí bajó la voz— habría podido prescindir de sus servicios.
—¿Él ha vuelto a ponerse en contacto contigo?
—Sí; me escribió una carta muy amable para decirme cuánto se alegraba de mi mejoría y darme las gracias...
—¿Por qué las gracias?
—Por la experiencia; decía que para él había sido muy importante. Y —una sonrisa de contrición— porque le pagué una mensualidad de indemnización.
—¡Kate!
—Verás... pensé que, a fin de cuentas, ¿para qué indisponerse? Y, vista en retrospectiva, me parece que aquella noche mi reacción fue extraña. Irracional. Debía de sentirme muy poco segura de mí misma o no sé cómo, lo cierto es que me pareció que aquella imitación revelaba algo acerca de mí. Y no era así, desde luego, aquello sólo tenía que ver con él.
—¿Piensas que tu reacción fue exagerada? A mí no me lo parece.
—No; pienso que hice bien al despedirlo. La situación era... era extraña. Había una especie de batalla... —Levantó las manos—. En cualquier caso, ya pasó, y el hombro está mejor y... es estupendo poder ponerme un jersey sin quedarme clavada a la mitad.
Al imaginarla poniéndose un jersey, Stephen reparó en su perfume y su proximidad. El sol le doraba el contorno del cuello y hacía relucir el amuleto de Ben. Ella le preguntó cómo llevaba el libro y él respondió que bastante bien. Estaba a las dos terceras partes del borrador final, pero tendría que interrumpir el trabajo porque se iba a Londres unos días, para unas gestiones.
—Ahora que la casa está vendida, podremos fijar los términos del divorcio y entonces...
—¿Te mudarás a Londres?
—No sé. Me parece que lo más conveniente sería alquilar algo y esperar a que el mercado baje. Por el momento, me encuentro bien aquí. No sé qué pasará cuando termine el libro y trate de ganarme la vida como reportero independiente. Ya sé que dicen que, con el correo electrónico y el fax, puedes trabajar a distancia, pero no lo veo claro. No sé en qué medida es necesario estar al pie del cañón.
—¿No volverás a estar en plantilla?
—Ah, eso no.
—Enhorabuena. Tú has hecho lo que Ben siempre decía que haría. —Sus dedos buscaron el amuleto—. Y que no llegó a hacer.
Stephen dijo rápidamente:
—De todos modos, eso aún está por llegar. De momento, queda en suspenso hasta que termine el libro. Es ridículo. Sé que no debería hacerlo.
—¿El qué?
—Sacrificar la vida al trabajo.
Ella rió.
—A quién se lo dices.
Parecía verdaderamente interesada en sus planes, lo que significaba mucho para él. Si volvía de su estancia en el norte con la amistad de Kate, aquél habría sido un tiempo bien aprovechado. Entretanto, debía moderarse con la bebida. Robert, que era un anfitrión generoso, no paraba de llenarle la copa, lo que hacía difícil llevar la cuenta. Estaba un poco bebido, no incapacitado, sólo levitando a unos centímetros de la alfombra. Había llegado a la fase en que todas las mujeres presentes le parecían encantadoras: Angela, con la pelusilla dorada de la mejilla; Justine, con su feroz mirada azul —le parecía que le ponía mala cara, y no se explicaba por qué—; Kate, con aquellas manos de las que parecía avergonzarse, iba maquillada y elegante pero no había hecho nada para atraer la atención hacia ella, no se había pintado las uñas ni llevaba más anillo que el de casada, y él deseaba decirle: «Estás equivocada. Son muy bonitas.» Los labios de Justine practicaban su especialidad de borrar el carmín. A Stephen le parecía increíblemente erótico ese rechazo del cuerpo de todo artificio, más sexy que cualquiera de las artes de seducción habituales. Le vino a la mente la vez en que él y Ben entraron en un café donde se bailaba la danza del vientre. No recordaba dónde ni cuándo. A saber por qué habrían entrado en aquel sitio; ellos no eran aficionados a esa clase de espectáculos, pero allí estaban. Una sala abarrotada, humo, alcohol y boinas azules por todas partes. Dondequiera que se congregan dos o tres pacificadores en nombre de la ONU, no puede faltar la muchacha que baila la danza del vientre, y no siempre voluntariamente. Aun sabiendo que muchas de aquellas mujeres eran víctimas, Stephen creyó comprender por qué hay hombres que odian a las mujeres. Es denigrante notar que estás salivando como uno de los jodidos perros de Pavlov sólo porque una mujer que ni siquiera te gusta mueve el culo en tus narices. Es mucho más sexy vislumbrar un pezón bajo una blusa blanca, sobre todo si la chica no se da cuenta de que se transparenta. Justine le lanzaba dardos con la mirada, pero cuando él enarcó las cejas interrogativamente, ella volvió la cara y concentró la atención en Mark, que la contemplaba como un ternero degollado.
Cuando llegó el momento de recoger la mesa, Justine se ocupó de ello con tanto brío y ruido de platos y cubiertos que Stephen temió por la vajilla. Alec la miró, pensativo, y luego miró a Stephen, a quien se le hizo difícil sostenerle la mirada. ¿Son honorables sus intenciones respecto a mi hija? Flotaba en el aire esta ridícula pregunta victoriana que, a pesar de los cambios y complejidades de la vida moderna, no podía descartarse del todo. «No; honorables, no —pensó Stephen entornando los ojos al reflejo del sol en el mantel—, pero buenas sí, por lo menos así lo espero.»
Fueron al salón a tomar el café. Stephen se sentó al lado de Angela, que contestaba sus preguntas distraídamente, sin apartar los ojos de Alec. Tenía en las mejillas dos manchas rojas de excitación y su persona rezumaba un aire de despreocupación y abandono. Evidentemente, se había cansado de ser la Angela de siempre, la menopáusica pánfila que adopta corderos como animales de compañía, arregla las flores de la iglesia y, por supuesto, se enamora del párroco y se avergüenza de ello. Vaya un perfil para el siglo XXI. No tenía razón alguna para creer en su propio personaje. A Stephen le pareció que aquella mujer estaba haciendo acopio de valor para cambiar de vida, o para arruinársela.
Alec hablaba con Robert acerca del comité de ética del que ambos formaban parte. «Vaya por Dios —pensó Stephen—. Los blastocitos otra vez.» Robert mostraba una cortesía sin fisuras, aunque no estaba trabajando. Alec sí lo estaba, desde luego.
Al cabo de un rato, Stephen reparó en la ausencia de Justine. Bajó a la cocina y la encontró allí, empezando a fregar los platos. Por anteriores visitas, él ya sabía que Beth nunca confiaba esa tarea al lavavajillas. Justine echó un chorro de detergente al fregadero como si manejara un lanzallamas, generando una montaña de espuma que se desbordó. Cuando ella se volvió agitando las manos, hizo volar grandes copos blancos y uno fue a parar a la mejilla de Stephen. Las burbujas, al reventarse, le salpicaron el ojo.
—Deja eso y sube.
—No tardo ni un minuto. —Apretaba los labios—. Aunque me sorprende que hayas notado mi ausencia.
—¿Qué quieres decir?
—Ya sabes lo que quiero decir.
Él le puso una mano en el hombro.
—Justine.
—Tranquilo, Stephen, no seas patético.
—¿Qué dices? —probó un método más frío—. ¿Algo anda mal?
—Para empezar, la intrigante de tu cuñada. Más le valdría preocuparse de su matrimonio en lugar de entrometerse en la vida de los demás. Ya debes de saber que Robert anda por ahí follando a diestro y siniestro.
—Sospecho que tiene una relación, sí.
—¿Una relación? Se tira a toda la que se le pone delante. Parece un conejo atiborrado de anfetaminas.
Él se asustó.
—¿Lo ha intentado contigo?
—Oh, venga ya. ¿Imaginas que tu hermano sería tan estúpido como para cagarse en su propia puerta? Ni pensarlo. Además, no para en casa. Y ninguno de los dos se ocupa todo lo que debería de... eso. —Señaló la ventana agitando el pulgar.
Adam se había escabullido de la mesa después del pudding y estaba en el jardín, removiendo el estanque con un palo.
—¿Qué hace?
—Saca las hojas muertas.
—En realidad, Beth no se ha entrometido. Sólo ha invitado a almorzar a varias personas, eso es todo.
—Y una mierda. —Otro plato impactó en el escurridor—. Ella sabe perfectamente lo que se hace. Por si no fuera bastante tener que aguantar a Romeo y a la plasta de Julieta en casa, sólo me faltaba verte a ti babear mirando a Kate.
Él creyó no haber oído bien.
—¿Babear?
Otro golpe de irreemplazable cristal georgiano.
—Deja eso, Justine. Pégame a mí.
—No me tientes.
Había en la voz de ella un trémolo que podía ser precursor de la risa, pero él no confiaba mucho. Hacía bien.
En aquel momento, oyeron una tos forzada y, al volverse, vieron a Mark Callender en la puerta, sonrojado y cohibido, con una bandeja de tazas de café.
—¿Qué quieres? —rugió Justine.
Era evidente lo que quería, el pobre gilipollas.
—Traía esto.
Stephen señaló la mesa.
—Póngalo ahí, por favor.
Mark inició la retirada, buscando la seguridad del pasillo.
—Me parece que el señor Braithewaite se marcha.
—Bien —dijo Justine, quitándose el delantal—. Me voy.
Stephen trató de abrazarla, pero ella lo apartó de un empujón.
—No quemes tantas naves a la vez —dijo él a su espalda.
—Tú eres el que las ha quemado. Toda la puta armada.