17

KATE regresó del hospital el lunes por la tarde, asombrada por la mejoría que notaba en el hombro y también un poco aturdida por el anestésico. Hizo varias llamadas para avisar de su regreso y se quedó de pie delante de la ventana, deslizando el amuleto de Ben por la cadena. Era un consuelo, pero no podía sustituir el peso de su brazo en los hombros.

Resistiéndose a la idea de dormir, salió a dar un paseo. Necesitaba despejar la cabeza y, además, quería disfrutar de su movilidad recuperada. Mientras caminaba, giraba la cabeza a uno y otro lado y hacía molinetes con el brazo derecho. Si alguien la hubiera visto, la habría tomado por loca, pero no había nadie. El mal tiempo mantenía a la gente encerrada en casa.

Había habido temporal todo el día. Ella lo notaba incluso en el hospital: fuertes ráfagas de viento arrojaban la lluvia contra la ventana, si bien dentro de la habitación no se percibía más que el calor del radiador y olor a antiséptico y caucho. Pero ahora todo aquello quedaba atrás. Adiós hospital. Adiós collarín. Y, por lo menos durante dos días, adiós Peter. Le había dado libre —pagados, desde luego— lunes y martes, en parte porque no sabía cómo se sentiría después del tratamiento y en parte porque necesitaba estar a solas con el Cristo, para intentar recuperar el concepto original.

Encima del bosque se agolpaban las nubes formando un enorme castillo negruzco del que pendían ondulantes cortinas de gasa gris. Los árboles se doblaban y crujían, hasta que de pronto se quedaron quietos. Sólo se movían las ramas de la cima, un poco, como la punta de la cola del gato que acecha a un pájaro. Y entonces llegó la lluvia, gruesos dardos plateados que caían en diagonal y se incrustaban en la tierra negra.

Los ciervos aún estarían a resguardo, pensó Kate. Los imaginaba en la espesura, con el húmedo hocico temblando mientras descargaba la tormenta. Menos suerte tenían otros animales. En el campo, las vacas se acurrucaban al lado del pesebre, en las zanjas que ellas mismas cavaban en el barro; los caballos levantaban uno de sus cascos traseros y permanecían quietos, desvalidos y tristes dejando que el agua les empapara la piel; los conejos corrían a guarecerse mientras el viento les dibujaba estrellas en el pelaje.

Kate hizo el último trecho corriendo y trató de mantener el equilibrio mientras abría la puerta. El frío ambiente de la casa le hizo comprender que el fuego se había apagado o estaba apagándose. Consiguió avivarlo y se sentó junto al hogar con un vaso generoso de whisky, para entrar en calor. En el patio, las hojas secas danzaban como los puntos negros en una retina vieja. Las gallinas, molestas por el viento que les ahuecaba las plumas, se habían retirado al establo y cloqueaban con mal humor en sus soportes.

Al cabo de un rato, reconfortada por el paseo, Kate sacó el bloc de dibujo y contempló sus primeros bosquejos del Cristo. La alarmó advertir que tenían una fuerza de la que carecía la figura terminada, o casi terminada, y estuvo un par de horas analizando dónde estaba el fallo —porque algo fallaba, seguro—, consciente de que le quedaba muy poco tiempo para subsanarlo. Al fin dejó el trabajo y se acercó a la ventana, conteniéndose de ir al taller a probar nuevas ideas. Sería un disparate ponerse a trabajar a esas horas. No podría tomar decisiones acertadas.

El cielo se oscurecía. Los árboles se combaban y gemían, envueltos en una luz amarillenta. Pasó una bandada de pájaros, grajos probablemente, moviendo sus alas negras y pesadas, y después nada. De pronto se sintió agotada, tanto por las dudas acerca de su trabajo como por el anestésico. Apagó las luces y se acostó.

Estaba segura de que se dormiría al punto, y se durmió, pero al poco rato abrió los ojos, pensando, medio en sueños, que el viento en los árboles sonaba como el mar. Era como estar otra vez en aquel faro que ella y Ben habían alquilado, en el que un día de tormenta ella abrió la ventana y se encontró frente a una gaviota que la miraba con sus ojos amarillos y rapaces mientras planeaba. Y aquella noche ella oprimía con los dedos la espalda de Ben, palpando los nudos de las vértebras, tan secretos y misteriosos como fósiles.

—Eh —le había dicho él volviéndose—. Yo no soy arcilla.

«Lo eres ahora —pensó—. Vida mía.» Flotando entre el sueño y la vigilia, Kate sentía el dolor de la ausencia con tanta intensidad como el día en que recibió la noticia. «Dormir», pensó, dando media vuelta y doblando las rodillas. La única cura para aquello era dormir.

Pero el largo descenso de la vigilia al sueño terminó en sobresalto. Se incorporó en la oscuridad, con la boca seca y los ojos muy abiertos, segura de que un ruido la había hecho volver a la realidad. No el áspero batir de la lluvia en los cristales ni el ulular del viento: éstos eran sonidos naturales que no interrumpían el sueño. No; la había despertado un sonido concreto y extemporáneo, fuera de lugar. Incorporada sobre un codo, miró la oscuridad, esperando que se repitiera.

Nada. Se dejó caer en la almohada, diciéndose que, con el estrépito de la tormenta, no podía haber oído nada extraño, y que si te despiertas bruscamente, un ruido soñado puede parecerte real. Pero no podía volver a dormirse. Al fin, se levantó, se puso la bata y escudriñó el patio. Daba la sensación de que, por un proceso misterioso, el viento se había hecho visible y doblaba los árboles y agitaba los arbustos haciéndoles mostrar el pálido envés de las hojas, como si estuvieran asustados. La luz de los relámpagos parpadeaba en la rizada superficie de los charcos y, durante un momento de alucinación, el ojo de la luna la miró desde el patio.

Pensó que había podido despertarla cualquier cosa: el ruido de un cubo al chocar contra una pared, un portazo... pero entonces lo vio: un resplandor que salía del taller, donde no debía haber luz. Y se movía, como si saliera de una linterna o una lámpara portátil. Más que la luz en sí, veía su reflejo en la ladera, una tenue pincelada púrpura en la hierba trémula.

La policía. Levantó el teléfono, sin comprender por qué no oía el monótono zumbido de la señal, y luego se dijo que debía de haber avería en las líneas. Accionó el interruptor de la mesita de noche. No se encendió. Bajó la escalera, comprobando luces a su paso, y sacó la linterna que guardaba en la mesa del vestíbulo. Entró en la sala, moviendo el haz luminoso, que se detuvo en el busto de Ben. «Ay, amor mío», pensó acariciándole la cara.

Si hubieran entrado ladrones en la casa, se habría encerrado en el dormitorio, dejando que se lo llevasen todo. Pero en el taller estaba su obra. No permitiría que se la robaran o la destruyeran.

Fue a la cocina y se calzó unas botas. Los pies se encallaron un momento en la goma fría y los dedos se agitaron, buscando acomodo, pero sobraba espacio: debían de ser las botas de Ben, no las suyas. Ahora no tenía tiempo de cambiárselas. Al salir al patio, apagó la linterna para no llamar la atención, pero volvió a encenderla al empezar a cruzar, creando por un instante una franja de luz atravesada por las oblicuas líneas plateadas de la lluvia. La apagó enseguida, esperó a que sus ojos se habituaran a la oscuridad y fue hacia la puerta del taller. La abrió sin hacer ruido y se quedó en el pasillo, respirando los olores familiares de cada día, consciente de que al otro lado de la pared había alguien. Inspiró hondo. La sangre le latía en la sien y la garganta, mermando su capacidad de raciocinio. Acercó un ojo a la rendija de la puerta, para averiguar a quién y a qué tenía que enfrentarse.

No vio a nadie. La sombra del Cristo, enorme, cruzaba el suelo y ascendía por la pared, y otra sombra, más pequeña, se movía a su alrededor como una llama gris. Kate se apretó contra la puerta, preguntándose si se atrevería a abrirla y tratando de recordar si chirriaba, cuando oyó el último sonido que esperaba oír, a pesar de que era el que resonaba en el taller todo el día: el golpe del mazo en el cincel. Empujó la puerta unos centímetros.

Allí estaba Peter Wingrave. Una linterna apoyada en uno de los bancos que tenía a su espalda proyectaba en la pared su sombra, agrandada. Pero era un Peter Wingrave que ella nunca había visto. No sabía por qué le resultaba tan extraña su figura, hasta que observó que llevaba la ropa de ella, incluso la gorra de piel con orejeras que se ponía cuando en el taller hacía más frío del habitual. Estaba ridículo... y siniestro. Un perturbado. De la sudadera salpicada de yeso le asomaban los brazos desnudos. Kate era alta, pero a él las mangas le llegaban por debajo del codo, y por los bajos del pantalón de chándal salían unas piernas blancas y peludas, más visibles, a la luz de la linterna, que el resto de su persona. No había podido ponerse las chanclas y sus pies descalzos, de dedos recios, se movían sobre la capa de yeso y polvo que cubría el suelo, acercándose y alejándose de la figura. Parada, golpe de mazo, retroceso. Decisión, acción, contemplación: la comparación constante entre la figura imaginada y la que iba surgiendo del yeso. A la sombra de la figura proyectada en la pared se unía otra sombra que luego se separaba de ella, y así una y otra vez, en acompasado vaivén.

Debía de haberse vuelto loco. Parecía totalmente perturbado: estaba destruyendo el Cristo.

Pero, casi al momento, se hizo evidente algo que ella había percibido ya en su subconsciente. El sonido no era el normal. Aguzó el oído. El roce de los pies en el suelo, el crujido de un trozo de yeso que se rompe y, otra vez, el golpe del mazo en el cincel. Pero no había impacto, no se oía chasquear ni rechinar el yeso. Peter estaba imitándola. Fingía ser ella. En su imaginación, quizá lo era.

A la sensación de alivio que experimentó Kate al comprender que la figura no había sufrido daño, siguió un temor más hondo. Si él hubiera estado destruyendo su obra, ella le habría hecho frente; pero aquello era inesperado, y retrocedió hacia la oscuridad, tratando de pensar con calma. Era como si Peter estuviera practicando un rito para apoderarse de su fuerza creativa. Se sintió incapaz de enfrentarse a él porque no concebía con qué tendría que habérselas... no lograba adivinar cuál sería su reacción

Despacio, procurando no hacer ruido, Kate retrocedió por el pasillo. Ya en el patio, echó a correr, entró en la casa, dio dos vueltas de llave y pasó el cerrojo.

Cogió su bolso y sacó el móvil, pero no daba señal. En cualquier caso, pensó, bajando el aparato, ¿qué podía decir? En mi taller hay un hombre. ¿Ha forzado la puerta? No; yo le di la llave. ¿Está causando daños? No. ¿Está amenazándola? No. ¿Tiene usted miedo? Sí, estoy aterrorizada. ¿Es usted una estúpida neurótica? Sí, probablemente.

No le dirían eso. No obstante, no le apetecía mantener semejante conversación. Dejó el móvil y se sentó a la mesa de la cocina, a oscuras, dividida entre el deseo de volver al taller para preguntarle qué demonios estaba haciendo allí y el temor a que lo que hacía fuera tan absurdo, incluso para él, que no pudiera responder y la pregunta le provocara una turbación de consecuencias imprevisibles. No; era preferible dejarlo.

¡Se había puesto su ropa!

Tuvo un espasmo de repulsión, no por él sino por sí misma, como si Peter hubiera conseguido realmente robarle la identidad. Lo más fácil era pensar que por la rendija de la puerta había visto su doble en negativo, una criatura que, con su perturbación e incompetencia, revelaba la oculta personalidad de ella.

Media hora después, quizá menos, oyó cerrarse la puerta del taller, pasos a un lado de la casa y la furgoneta que se alejaba.