4

EN su última noche en Londres, Stephen Sharkey fue a la fiesta de despedida que no había querido que le dieran y acabó totalmente borracho.

Se despertó a las cinco de la madrugada, con la boca como el cubo de la basura, y tuvo que hurgar con la lengua para producir un poco de saliva antes de reunir fuerzas para dejar la cama y llegar hasta el baño, tambaleándose. Una mirada al espejo se lo dijo todo. Párpados legañosos, pestañas pegadas y el blanco de los ojos, veteado de rojo: un paisaje marciano. Había dormido con las lentillas puestas. Tras varios intentos, consiguió sacárselas.

Recurriendo a toda su fuerza de voluntad, se lavó y afeitó, preparó café, lo acompañó con dos tostadas secas y empezó a hacer el equipaje. Tenía una mañana muy movida, con visitas al abogado y al editor, y no podía presentarse con ese aspecto.

Camino de la primera visita, entró en una farmacia, compró un colirio y eligió unas gafas de sol del pequeño surtido del expositor. Al mirarse en el espejo, se dijo que parecía un cuarentón a punto de divorciarse: sudoroso, asustado, nervioso y desesperado por demostrar que puede salir adelante. «Que es ni más ni menos lo que eres», informó hoscamente a su imagen.

A las dos estaba en el tren, camino de Newcastle. A ratos dormía, se despertaba, veía pasar rápidamente la parte trasera de las casas, luego, durante dos horas, un paisaje empapado, campos con los surcos del arado inundados, como estrías de cielo. De pronto, pararon entre unos prados y unas vacas se acercaron pesadamente hasta la cerca y se quedaron mirando el tren y rumiando, en el vaho de su propio aliento.

En la estación, Stephen se apeó y se quedó de pie en el andén, con una maleta a cada lado, como unas comillas puestas para marcar la posible incongruencia de la afirmación que encierran. Incongruente, así se sentía. Era el hombre que había sacrificado su matrimonio al trabajo y, ahora que el matrimonio estaba roto, renunciaba a su profesión. «Basta ya de flagelarte», se dijo, balanceando el peso del cuerpo de un pie al otro, pero era difícil dejar de hacerlo. Sentía ansiedad, pero era efecto de la resaca, por lo menos en parte. Si el cottage resultaba claustrofóbico —en otras palabras, si estaba demasiado cerca de Robert—, ya encontraría otro sitio donde vivir. Y tampoco se moriría de hambre. Tenía contactos. En el caso de que el libro le llevara más de tres meses, podría subsistir con trabajos eventuales.

Ni rastro de Robert. Cuando Stephen ya se disponía a buscar un teléfono —había olvidado cargar el móvil, como también quitarse las lentillas— lo vio venir por el andén sorteando gente, con aquel paso elástico, rápido y sosegado a la vez, de médico de hospital.

Robert abrió los brazos y los dos hombres se abrazaron desmañadamente, como si la masa real de músculo y hueso no acabara de encajar en el espacio que cada uno había dispuesto para el otro.

Robert miró a su hermano asiéndolo por los hombros y echó la cabeza atrás con una mueca, mudo comentario acerca de las gafas de sol.

Stephen se las quitó y lo miró abriendo mucho los ojos.

—¡Qué barbaridad! Pareces un terrorista. —Robert agarró una maleta—. Tengo el coche cerca.

Stephen lo siguió a la calle, bajando la cabeza ante la embestida de un viento helado que cortaba la respiración. El pantalón, muy delgado para ese clima, se le pegó a las espinillas.

—¿Cómo piensas moverte mientras estés aquí? —preguntó Robert abriendo el maletero.

—Me compraré un coche.

—¿Nerys se ha quedado con el tuyo?

—Sí. En realidad ella lo usaba más que yo.

Robert se sentó al volante y se ajustó el cinturón.

—¿Cómo estás?

—Cansado.

—Con resaca.

—Y cansado.

Robert encendió la calefacción y a los pocos segundos Stephen empezó a amodorrarse. Cerró los ojos un momento apretando los párpados, bajó el cristal y aspiró el aire húmedo.

—Así que se acabó.

—Se acabó, sí. He terminado mi última misión.

—¿Y esta vez va en serio?

—Ya me he despedido.

—Pues la última vez...

—En este trabajo ocurre lo que en cualquier empresa, Robert. Te encasillan. Cuando volví de Afganistán, dije: Basta, no quiero seguir con esto. Y ellos respondieron: De acuerdo, no hay inconveniente. Y a renglón seguido ya estaban tomándome las medidas para otro chaleco antibalas.

Robert sonreía.

—También podías decir que no.

—Y quedarme en el paro.

—¿Dónde has dejado el chaleco antibalas?

—No lo sé. Por ahí, colgado de una percha.

—Esperando a que alguien se lo ponga.

—No. —Stephen tenía la cara insensible, como si acabara de salir del dentista. Se frotó las mejillas y tiritó dentro de su delgada chaqueta—. ¿Qué tal la familia?

—Bien. Beth está más tranquila, ahora que tiene a alguien que cuide de Adam. —Robert frenó y el coche cruzó lentamente un gran charco, formando rizos de agua—. Pobres de nosotros como esto se hiele.

Stephen, contemplando los campos saturados de lluvia, percibía el invierno como casi nunca lo había hecho en Londres. Se oía el chirrido acompasado de las escobillas que trazaban segmentos de luz en el cristal manchado de barro. Robert se desvió para hacer un adelantamiento y el parabrisas quedó fugazmente cegado, emborronado por las salpicaduras. Haciendo un esfuerzo, Stephen se mantuvo impasible, recordando la rivalidad que había entre ellos de adolescentes, y lo furioso que se puso Robert cuando Stephen aprobó el examen de conducir a la primera y él tuvo que repetir la prueba.

—Así pues, ¿lo has dejado definitivamente?

¿Por qué a todo el mundo le costaba tanto trabajo creerlo?

—Sí.

—¿Cómo te sientes?

—Bien. Había llegado el momento. —«En realidad no tan bien. Como la nuez que ha caído al suelo y tiene menos probabilidades de germinar que de acabar en la panza del primer cerdo que pase por allí», pensó, y dijo—: Pero ya basta de hablar de mí y de mis problemas. ¿Tú cómo estás?

—Bien.

Stephen confió en que el «bien» de su hermano fuera más sincero que el suyo, o toda la familia estaría jodida. Pero no había más que verlo, Robert respiraba felicidad y éxito por todos los poros.

—He pedido una subvención de tres millones de libras para investigación.

—¿Investigación de qué?

—Tratamientos de Parkinson y demencia senil. —Como Stephen tardaba en responder, agregó, no sin aspereza—: Ya sé que mi trabajo no es tan apasionante como el tuyo.

Stephen se preguntaba si Robert contemplaría las semanas que se avecinaban, en las que vivirían cerca uno de otro, con tanta prevención como él. Nunca habían sido uña y carne, ni siquiera de niños, y desde la muerte de la madre sólo se veían en bodas y entierros. No obstante, cuando Stephen lo llamó para decirle que se divorciaba y que necesitaba un lugar donde vivir, a su hermano le faltó tiempo para ofrecerle el cottage. Son los genes, diría Robert. La base biológica para el altruismo.

Circulaban por la orilla de un lago acribillado por la lluvia. Una polla de agua avanzaba a pasitos por el barrizal y desapareció en la sombra de unos sauces que dejaban caer sobre el agua unas ramas desnudas. Al otro lado del lago, por la ladera de la colina se extendía la gran mancha oscura de un bosque. Cuando se acercaron, Stephen vio que debajo de los árboles ya anochecía, y pensó que allí ni siquiera a mediodía debía de haber mucha luz. En el bosque no se veían señales de vida, aunque habían dejado atrás una indicación de paso de animales. A intervalos, en la carretera aparecían amasijos aplastados de carne y pelo: la mayoría conejos, aunque aquí y allá relucía también el plumaje irisado de un faisán.

—Es una verdadera carnicería —dijo Robert—. Aquí la gente acelera a fondo. Si les sale un ciervo, no lo cuentan.

Su casa estaba entre el pueblo y el bosque. Cuando abandonaron la sombra de los árboles, Stephen divisó una granja de piedra gris que aparecía o desaparecía a cada recodo. Armonizaba con el entorno hasta el punto de que no parecía hecha por la mano del hombre sino resultado de un proceso natural, como los peñascos de granito que la última glaciación había esparcido por el fondo del valle. La casa, desde luego, daba menos impresión de ser obra humana que el bosque que descendía hacia ella por la ladera de las colinas.

Robert enfiló la entrada y paró delante de la casa. Stephen se apeó y se sorprendió de sentirse incómodo cuando Adam, su sobrino de diez años, llegó corriendo para abrazar a su padre. Como si no supiera calcular la distancia, el niño chocó de cabeza contra el pecho de Robert.

—Papá, papá, he encontrado un tejón.

—¿Muerto? ¿Dónde?

—En el camino del bosque.

—¿Y lo has traído hasta aquí a rastras?

—Lo he metido en un cajón y he arrastrado el cajón. —Tiraba de la manga de Robert, para llevarlo a ver su hallazgo.

—Vamos, saluda al tío Stephen.

—Hola —dijo Adam sin mirarlo a la cara, porque era tímido o quizá creyendo que, si no miraba, Stephen desaparecería—. ¡Papá!

Éste se dejó llevar hacia la esquina de la casa y Stephen, sin saber qué hacer, optó por seguirlos. Un sendero bordeaba un pequeño huerto donde los tallos de las coles del año anterior asomaban del barro, reblandecidos, amarillos y marcados por las cicatrices dejadas por las hojas, como por una tiña. Stephen percibió una vaharada de fetidez pútrida y contuvo la respiración hasta que salieron a un largo prado que descendía hacia un grupo de coníferas, avanzadilla del bosque.

El tejón estaba despatarrado panza arriba. Por un lado de la boca le salía un hilo de sangre. Enseñaba los dientes al coche que no había visto hasta que ya era tarde. Al inclinarse sobre él, Stephen, tuvo la impresión de que, si miraba fijamente aquellos ojos dorados, vería unos faros en una carretera, como los antiguos creían que la imagen del asesino quedaba impresa en la retina de la víctima.

Robert se arrodilló y palpó una pata delantera del animal.

—Aún está caliente. —Acarició el tupido pelaje cubierto de hielo, que se aplastaba al contacto de su mano para volver a ahuecarse enseguida como si, por lo menos él, aún tuviera vida—. Pobre animal.

Adam estaba detrás del hombro de su padre, sintiendo que la emoción y el orgullo por el hallazgo se mezclaban con una compasión que nunca había experimentado.

La tarde de enero declinaba. Stephen veía la escena con nitidez: tres figuras de una misma familia, en un paisaje invernal, con las oscuras ventanas de la granja al fondo. Se la había sugerido la mano de Robert en el pelaje del tejón. Su propia mano. La mano de su padre.

A pesar del frío, una columna de hormigas avanzaba afanosamente hacia el reguero de sangre.

—Resistirá esta noche —dijo Robert poniéndose en pie.

—¿Puedes cortarle la cabeza, papá?

—Me parece que no. No es fácil cortar cabezas. Los ligamentos del cuello son muy duros.

«Con un machete sí es fácil», pensó Stephen, parpadeando para ahuyentar la imagen. De pronto deseó estar dentro de la casa, en lugar seguro, lejos del recuerdo de la hierba alta y los cráneos con que tropiezas en la oscuridad.

—¿Podríamos hervirlo?

—A mamá no le parecería una buena idea.

Adam seguía en cuclillas, acariciando la cabeza del animal. Stephen intuía que estaba ansioso por descubrir su secreta estructura interior.

—Vamos a tomar el té, Adam —dijo Robert—. Mañana por la mañana veré qué se puede hacer.

Agarró al niño por el hombro y lo encaminó hacia la casa. Stephen se quedó atrás, mirando el tejón, alimentándose de la fuerza salvaje. Luego, al ver que Robert y Adam lo esperaban en la puerta del patio, cruzó el césped rápidamente hacia ellos.

Encontraron a Beth en la cocina, mezclando aceite y vinagre en un bol. No estaba más vieja que la última vez, pensó Stephen, pero sí más desvaída. Sus facciones se habían difuminado como si alguien le hubiera pasado por la cara una gran goma de dibujo.

—Hola, Stephen —dijo ella animadamente y presentándole la mejilla—. ¿Habéis visto el tejón?

—Sí —dijo Adam.

Beth y Robert se miraron por encima de la cabeza del niño, con gesto cómplice de progenitores.

—Me parece que deberías lavarte las manos, jovencito. —Robert lo guió hacia la puerta.

Los mayores se quedaron charlando, mientras Beth daba los últimos toques a la cena. «Resultan extrañas estas reuniones familiares —pensó Stephen—. Un largo pasado común, y te encuentras sin saber de qué hablar, porque no tienes a mano los pequeños incidentes de la vida diaria.» Hablaron de la racha de accidentes ferroviarios, del retraso de los trenes, de la epidemia de glosopeda que había devastado la economía local... Y luego, en un plano más personal, de cómo se las arreglaba Beth con su nuevo trabajo de gerente de un hospital, a jornada completa. Siempre había trabajado a tiempo parcial y el nuevo cargo le resultaba un poco agobiante. Tardaba más de una hora en llegar a casa, y necesitaba a una persona que fuera a recoger a Adam a la escuela y le hiciera compañía hasta que llegaba ella.

—Desde que viene Justine vamos mejor. La señora Todd nos plantó sin avisar y Adam pilló la varicela. Como puedes suponer, yo estaba desesperada, pero entonces Robert se acordó de Justine. —Beth removió la sopa con una cuchara. El vapor le abría los poros y le hacía relucir la cara—. Se entiende estupendamente con Adam. No es que trabaje mucho en la casa pero, francamente, mientras Adam esté contento, no importa si queda algo por hacer. Ya lo hago yo el fin de semana.

—Tiene muy buena mano con Adam —dijo Robert, sacando los platos calientes de debajo del gratinador—. Y no es un niño fácil.

—Tampoco es difícil —dijo Beth. Se volvió hacia Stephen—. Adam te da muchas compensaciones.

«No digas más», pensó Stephen, que de niño también compensaba mucho, mucho.

Beth sirvió la sopa. Cuando se sentaban a la mesa, Stephen preguntó:

—¿Conocéis a Kate Frobisher?

—Sí —dijo Robert—. Formaba parte del jurado del concurso de ciencias y artes, y durante una temporada nos veíamos con frecuencia.

—¿Qué tal es?

Robert se encogió de hombros.

—Simpática. Sencilla. Adora su casa. Pero eso era antes de la muerte de Ben, desde luego.

—Es una casa enorme —dijo Beth—. Y ella vive sola ahora. A mí me daría miedo. —Pasó el pan—. Tú conocías a Ben, ¿verdad?

—Sí, y muy bien.

—Es raro que no la conocieras a ella.

—Ben no paraba mucho tiempo en Londres. La habré visto un par de veces. Pero me gustaría poner fotos de Ben en el libro, y tendré que ir a visitarla.

—Vive a unos ocho kilómetros del pueblo, ¿no? —preguntó Robert.

—Más o menos —dijo Beth—. Por cierto, quizá la veas con collarín. Tuvo un accidente bastante grave hace varias semanas.

—¿Pero se encuentra bien?

—Que nosotros sepamos, sí —dijo Robert.

—Está bien —dijo Beth—. Me tropecé con ella en el hospital. Va dos veces por semana a recuperación.

Adam callaba y migaba pan en la sopa, pero no comía mucho. Se manoseaba las orejas como un niño mucho más pequeño y se rascaba los brazos, donde aún tenía costras de la varicela.

—Está cansado —dijo Beth siguiendo la mirada de Stephen.

—No estoy cansado.

—¿Así que te gustan los animales? —preguntó Stephen.

Sin mirarlo, Adam hizo una vaga señal de asentimiento.

—¿Qué clase de animales prefieres?

Adam reflexionó.

—Los muertos.

—Colecciona huesos —explicó Robert rápidamente—. Será cirujano ortopédico, o así lo espero.

«O asesino en serie», pensó Stephen.

—¿Qué es lo mejor que has conseguido?

—Fémures humanos. Me los dio papá, ¿verdad, papá?

Robert sonrió.

—¿Te acuerdas? Papá los tenía en el desván. Es curioso, hoy no se puede ser tan descuidado.

—Recuerdo que jugábamos a piratas con ellos.

Incluso este recuerdo compartido provocó en Stephen cierta incomodidad. Robert había seguido los pasos del padre y estudiado Medicina, mientras él se salía por la tangente y seguía una carrera por la que nadie de la familia sentía mucho respeto.

—Podrías enseñar a Stephen tu colección —dijo Beth—. Después del té.

Adam asintió, rascándose por debajo de la camiseta.

—No hagas eso, te saldrá sangre —dijo Robert.

Adam se quedó quieto hasta que los mayores volvieron a hablar y entonces Stephen vio con el rabillo del ojo que volvía a rascarse con disimulo. Pobre criatura.

Después del café, Beth se llevó a Adam a la habitación para ponerle en las costras una pomada calmante. Una vez a solas, Robert miró a Stephen alzando las cejas.

—¿Sabes?, creo que tomaré un trago. ¿Quieres?

—Si no tienes inconveniente, prefiero darme un baño e instalarme.

—Por supuesto.

Como Stephen llevaba dos maletas y el ordenador portátil, Robert lo acompañó en el coche hasta el cottage, que estaba en el extremo del sendero. La helada relucía en cada ramita del seto de espino que rodeaba el pequeño jardín. Stephen golpeaba el suelo con los pies y exhalaba nubes de vapor mientras Robert se inclinaba para abrir la puerta. Sobre sus cabezas, una red de ramas desnudas había capturado un banco de estrellas.

—No traes mucho equipaje —dijo Robert mirando las maletas.

—No. Es que no he sacado de casa muchas cosas. Nerys lo ha llevado casi todo al almacén.

—Ah, ¿entonces es un divorcio relativamente amistoso?

—La verdad, no sabría qué decirte.

Entraron en el recibidor.

—En los armarios encontrarás lo más necesario. El fuego ha estado encendido todo el día, de manera que la casa estará caliente.

Se pasaba a la sala por una puerta baja, tanto que incluso Robert, que medía unos cinco centímetros menos que su hermano, tuvo que agacharse. Stephen lo siguió.

Una chimenea de piedra, un buen fuego en el hogar y, a cada lado, cestos con montones de leños.

—Si quieres, puedes comprar leña en un aserradero que está a unos cinco kilómetros —dijo Robert—, pero con la que hay en la carbonera —añadió haciendo un vago ademán hacia el exterior— tienes para un par de semanas.

El tronco que ardía en la chimenea, ya casi todo ceniza, tenía el costado fruncido y cuarteado como una piel de elefante. Robert se agachó y le puso otro tronco encima. Saltaron chispas y por un momento su cara fue como una máscara de bronce; luego, la madera verde empezó a crepitar y humear y la cara se tornó gris. Robert se irguió, frotándose las manos para quitarse las briznas de astilla.

—Esto es ideal —dijo Stephen mirando alrededor.

—Por lo menos, aquí podrás trabajar. Hay mucha tranquilidad. —Pareció debatir consigo mismo si debía decir más. Al fin preguntó—: Stephen, ¿estás bien?

—Estoy bien, Robert, de verdad. Sólo un poco cansado.

Se miraban, incómodos, sintiendo el peso del silencio, hasta que en algún rincón de la casa ululó una lechuza. Como obedeciendo a la señal, Robert dijo:

—Te dejaré para que puedas instalarte.