31
Victoria con dolor
Hornfel no tenía espada ni daga. No le restaba sino la vida, y presentía que no la conservaría largo tiempo. Enhiesto el porte, abordó a su adversario con austera dignidad.
—Mátame ahora, theiwar, y pasarás a la historia como el Rey Maldito —dijo con ojos centelleantes—. Sabes bien que no hay peor maldición que la de un hombre asesinado a traición, así que más te vale aceptar mi desafío. Zanjemos nuestras diferencias aquí mismo, sobre el reino que ambicionas gobernar. ¿Posees la suficiente bravura para enfrentarte a mí sin tus guerreros?
Estaban cara a cara en el resalte, verdaderas semblanzas de estatuas esculpidas en la roca viva de la montaña. Aunque la ventolera los castigaba, alborotando salvajemente sus cabellos y sus ropas, Stanach veía en los thane el monumento a la guerra de un diestro tallador de piedra.
La ensangrentada espada de Realgar recogía apenas los reflejos del fantasmagórico crepúsculo. Pese a que debían de haber oído acercarse a Stanach, y a Hauk unos segundos después, ninguno de los dignatarios volvió la vista.
El aprendiz escuchó su propia voz, sus propias palabras, antes de tomar conciencia de que estaba hablando.
—Podemos arrestarlo, thane Hornfel.
Hornfel no desvió los ojos del nigromante mientras asía la espada que éste le tendía. Cuando rompió el silencio, fue para dirigirse a Stanach.
—Sí, nada te costaría. Sin embargo, le he retado a duelo y él ha aceptado.
«Es muy noble por tu parte —protestó Stanach mentalmente—, pero ¿serás tú quien venza? Thorbardin necesita un regente, no ser sojuzgada por los maléficos caprichos de un derro. ¡Señor, no sigas adelante!»
Como el suspiro de un fantasma, los postreros pronósticos de Isarn revivieron en el corazón de su pariente: «Yo diseñé y templé la espada para un thane. Realgar la usará para asesinar a un rey supremo».
En los Pozos Oscuros, el pupilo se había mostrado remiso a creer la sentencia de su viejo maestro, se había negado a analizar la profecía que entrañaba. Ahora, de pie sobre una plataforma a varios centenares de metros sobre un valle incendiado, ante el refulgente acero con su corazón carmesí iluminado por la fragua de Reorx, no le parecía tan inverosímil.
El raciocinio puro lo disuadía. ¿Dónde estaba el Mazo de Kharas, el objeto legendario que había de refrendar la ascensión al trono de un monarca absoluto? Era un enigma que a nadie interesaba, un mito relegado al olvido. No obstante, Isarn Hammerfell, creador de un arma insuflada por su dios de un hálito irrepetible, se había referido a Hornfel y lo había llamado «rey supremo» como si, en los últimos momentos de su vida, hubiera visto que las leyendas se hacían realidad.
Detrás de él, Hauk se movía inquieto. El enano lo conminó a la calma con un gesto.
—Podemos atraparlo —murmuró el Vengador—. Stanach, acabemos con esto.
—No, es un asunto que sólo el thane puede resolver. Habrá que esperar, amigo mío.
Para el guerrero, estas palabras equivalían a la sentencia de muerte de un valeroso luchador. Su mano apretó con fuerza la empuñadura de su arma.
—¿Qué es lo que esperaremos? —replicó—. ¿Que Hornfel perezca?
—Es un espléndido espadachín. No dejará que lo derroten.
La sonrisa de Realgar era glacial como el mismo hielo. Alzó un poco la cabeza, acaso husmeando los aromas del triunfo. En el gris crepúsculo los ojos del theiwar se asemejaban a los de una serpiente, comprimidas las pupilas para escudar sus retinas de lo que él debía de juzgar un resplandor deslumbrante.
Bajo el azote del viento, Stanach se estremeció más de temor que de frío.
Eran, precisamente, aquellos ojos los que despertaban sus recelos. Ningún theiwar, inveterados enemigos de la claridad, se batiría ni siquiera en el ocaso de poder evitarlo. ¿Por qué había accedido el hechicero? ¿Qué hacía al aire libre en vez de maniobrar de forma que Hornfel se hubiera internado en la penumbra de la sala anexa al portal?
El mago estiró el brazo y movió los labios en un escueto conjuro. Súbitamente, el miedo atravesó a Hammerfell como un rayo y lo llenó de terror.
—¡Hornfel!
Su advertencia llegó tarde. Sobrevino una noche negra, sin lunas ni estrellas, tan impenetrable como las tinieblas de la tumba. El belicoso alarido de un Dragón atronó las esferas y Stanach, despojado de sus fuerzas y del escaso ánimo que aún atesoraba, cayó sobre sus rodillas. Abrumado por el terror que dimanaba del reptil, cegado a consecuencia del sortilegio, no oyó sino vagamente el grito de Hauk y el iracundo bramido de Hornfel.
—¡Bastardo! —rugió Stanach—. ¡Bastardo traidor!
El desplazamiento de las corrientes que suscitó el aleteo del animal lo envolvió y lo arrastró hacia el risco, vaciando asimismo sus pulmones. Aturdido, desorientado y atontado por el miedo, el enano quedó indefenso y sin un amago de voluntad. Aprisionado en la telaraña de la oscuridad, en el pantano del horror, era incapaz de moverse. El valle seguía quemándose a sus pies; las llamas parecían crecer hacia lo alto para engullir al desvalido enano, y lo hacían con plena confianza de satisfacer su voracidad.
El viento perpetuo de las cumbres y el renovado embate del Dragón lo aproximaron tanto al borde del precipicio que comprendió que iba a caer.
Hauk vociferó su nombre. Con la energía inquebrantable de la desesperación, una mano agarro su muñeca derecha. El aprendiz no notó el contacto, pero sí el tirón que dieron de su hombro. Era el robusto humano, que tiró de él hacia atrás, alejándolo del precipicio.
Cual ecos en una pesadilla, el repiqueteo de dos metales al entrecruzarse rasgó el manto de negrura.
«¡El thane! ¡Reorx, ampáralo!», oró Hammerfell.
—¡Está combatiendo a ciegas! —gritó Hauk.
El horror traspasó como un rayo al guerrero y sacudió a Stanach a través del contacto de su mano.
* * *
Tyorl se incorporó, apoyándose con esfuerzo en el hombro de Lavim. Había visto erguirse a algunos hombres en situaciones en que a duras penas podían respirar y se había preguntado si sufrían mucho y, en tal caso, cómo podía definirse su padecer. Ahora lo experimentaba en su carne: tenía la impresión de que la vida se escabullía lentamente, al mismo ritmo que la sangre brotaba de la herida zigzagueante de su vientre.
Todo había transcurrido muy deprisa, en una fracción de segundo. La rabia y el furor de la contienda habían llegado a su clímax cuando el tropel de uniformados daewar había irrumpido en los dos centros neurálgicos de la lucha. El elfo, desde su atalaya en lo alto del mecanismo, había divisado a Realgar cuando se disponía a atravesar con su espada la espalda desprotegida del hylar y, sin tiempo para recargar su ballesta, había saltado él mismo en un acto impulsivo.
El Vengador se había interpuesto entre los dos thanes cuando el nigromante lanzaba su estocada, de tal suerte que la espada lo había traspasado como un rayo hecho de carámbanos al entrar, y de fuego al sacarla el agresor. Ahora, el guerrero no sentía dolor. Fue esta circunstancia, más que el frío que lo invadía, lo que le hizo comprender que estaba muriendo.
¿Qué significaba el halo terrorífico de un Dragón para alguien que iba a morir?
—L... la ballesta —susurró.
—Tyorl, creo que no...
—Por favor, Lavim, ayúdame.
—¡Ni soñarlo! Tu aguardarás aquí a que Kem pueda atenderte. Él te curará y te pondrás bien, ya verás —porfió el kender, en un esfuerzo fallido de transmitir a su amigo moribundo una esperanza que él no abrigaba.
El elfo recostó la cabeza en la pared y apuntaló los pies. Estos insignificantes movimientos, así como su esfuerzo para hablar, aumentaron aún más su frío. Deslizó la palma sobre la flauta de Piper, todavía en su cinto, y recordó unos comentarios de Lavim respecto a la capacidad del hechicero de penetrar el intelecto de los mortales.
«Piper —pensó—, mándale que me ayude. Puedo matar a esa bestia si el kender me ayuda.»
Haz lo que te pide, Lavim. Vamos, obedécelo.
El kender continuó con sus frenéticas objeciones, hasta que Tyorl estrujó su hombro con tal firmeza que los nudillos se tornaron blancos.
—Por favor —persistió.
Lavim le entregó por fin el arma a su compañero, aunque no cejó en sus vehementes argumentaciones.
—Tyorl, tienes que reposar hasta que Kembal se haga cargo de ti. No se demorará, acudirá en cuanto termine con Kelida.
—¡Kelida! —repitió el luchador lleno de espanto—. ¿Cómo está?
—Se recuperará. Tu colega el curandero así lo ha diagnosticado —explicó Lavim, reforzando sus palabras mediante un vigoroso asentimiento—. Por favor, deja que te ayude a sentarte hasta que Kem venga.
—Ayúdame a llegar a la plataforma.
—¡No, Tyorl!
El dolor que debería haberlo azuzado gruñó en su interior, sin ensañarse todavía pero acechándole como el lobo ansioso de dar la dentellada.
«Piper, convéncelo tú.» El elfo contempló a Springtoe, con la cabeza inclinada en actitud de alerta como si captara el discurso insonoro del mago.
Lavim, ¿te acuerdas del día en que tuviste que participar en la cura de urgencia de Stanach? No te seducía nada la idea de ver a Kelida manipular sus falanges, del mismo modo que ahora no te apetece acelerar el fatal desenlace de tu amigo. Entonces hubiste de hacerlo, y hoy también. No hay tiempo para discutir: haz todo lo que te indique.
—Pero, ¿qué puede hacer él solo? ¡Tiene que quedarse aquí esperando a Kem! Piper...
Su voz se desvaneció y se confundió con el ulular del viento. La piedra en la que ahora descansaba la espalda de Tyorl era la de la montaña, sin que él tuviera noción alguna de cómo se había trasladado al otro lado de la Puerta Norte. Lavim aún lo sujetaba con mano trémula. El Vengador encontró casi cálido el gélido aire, comparado con el vacío que iba llenando su ser.
Muy cerca, y a la vez en lontananza, dos metales se entrechocaban. La cortina de bruma ensombrecía el paraje mientras que, muy distante, como una memoria lejana, el vértigo susurraba en su corazón. Pero no era más que un susurro. Tal como no lo afectaba la aureola de miedo del Dragón, la fascinación del vacío había cesado de afectarlo.
—Lavim, carga la ballesta.
El hombrecillo se aseguró de que la cuerda estaba fija en las muescas y la tensó, gimiendo debido a la fuerza que se requería. Entre rugidos más ensordecedores que los del viento, el Dragón Negro alzó vuelo e hizo una pirueta a fin de dar una nueva pasada sobre el resalte.
La voz de Hauk, desfigurada por el horror, clamó:
—¡Stanach, está combatiendo a ciegas!
Los aceros y las botas arañaban la piedra.
Cuando el kender le devolvió su arma, el elfo abrió los ojos y se lamentó:
—¡No puedo ver al Dragón en esta oscuridad!
—Piper puede —susurró Lavim—. Él te guiará.
—¿Has metido el bodoque correctamente?
—Por supuesto, Tyorl.
Tyorl tragó saliva y sintió que todo su cuerpo se ponía rígido con la llegada del dolor y el sufrimiento que le rondaba desde hacía rato. Una feroz ráfaga de viento atronó en la oscuridad: el Dragón embestía con un chillido que destilaba un júbilo salvaje y brutal. El Vengador advirtió que los brazos que tanto le pesaban adquirían de pronto una ligereza inusitada y alzaban la ballesta. Abandonado a las directrices de Piper, el elfo se dispuso a disparar contra una criatura a la que no podía ver.
* * *
El sortilegio inductor al pánico que desencadenaba la simple presencia de Negranoche se aposentó como un mortífero peso en el corazón de Stanach. Hornfel, ciego en el océano azabache de la magia, había reunido una amplia dosis de coraje para hacer frente al pavor y a un enemigo implacable. Ciego frente a Vulcania y al asesino que la esgrimía, ciego junto a un despeñadero muy profundo, el thane seguía luchando.
Sin detenerse a reflexionar, sin recordar que le constreñían los efectos paralizadores de un encantamiento, Stanach se soltó de la garra de Hauk.
Desorientado, vacilante, con una jaqueca derivada de su empeño en ver cuando todo amago de visión era imposible, el enano se detuvo.
A pesar de su innata facultad de ver en la oscuridad, estaba ciego.
Hizo una larga inhalación con objeto de ahuyentar la agobiante náusea, y lo consiguió. Más sereno, aguzó el oído y constató que podía localizar a los combatientes gracias a sus jadeos y al estruendo de las espadas.
En algún lugar del cielo, la bestia alada evolucionaba. Las olas de terror, en su flujo y reflujo, envenenaban la atmósfera en la estrecha repisa. Concentrándose en atender sólo el ruido de la lucha, Hammerfell echó a andar con el único respaldo de una plegaria a su dios para que le permitiese identificar a cada uno de los rivales.
Él choque de dos espadas resonó en la oscuridad. Una piedra se deslizó, y enseguida Stanach oyó el arañazo del metálico calzado en la pétrea superficie, junto a un resuello entrecortado.
De pronto, el vibrante zumbido de un bodoque en pleno vuelo rasgó la oscuridad.
* * *
El elfo y el kender no eran más que motas de polvo en el paisaje, hormigas que mal habían de estimular el apetito. En todo caso, no podían suponer para Negranoche sino un aperitivo o la espoleta que avivase su crueldad. Este sentimiento se transformó en simple rabia al reparar el animal en la ballesta de Tyorl.
¿De verdad creía aquel gusano que le dañarían los proyectiles de semejante juguete?
El Dragón plegó las alas hacia atrás y abrió las zarpas para despellejar al insensato que lo amenazaba, carcajeándose mientras se lanzaba en picado.
La vibración de la cuerda de la ballesta le llegó como una leve sacudida del aire. El bodoque cruzó el cielo como un relámpago plateado y se incrustó en su ojo izquierdo. Su grito de júbilo mudó en un chillido de agonía. La sorpresa dio paso al horror cuando chocó con violencia con una corriente de aire ascendente y el fuego se extendió por su espina dorsal. Antes de que tuviera tiempo de reconocer el dolor, toda sensación comenzó a desvanecerse.
No le quedaba más que una mínima porción del cerebro, y aun en ésta sólo hubo sitio para la perplejidad durante los últimos segundos de su vida.
Con un último grito de agonía, Negranoche se hundió en el valle en llamas.
* * *
Los estertores del reptil iluminaron como una antorcha la invidencia de Stanach, y resonaron como un interminable quejido a lo largo de la ladera.
Despacio, a la manera del hielo que se derrite bajo el sol, los temores y la oscuridad hechizada se desintegraron al perecer el hijo bestial de Takhisis.
Jadeante, el artesano intentó distinguir a Hornfel. El tumultuoso rodar de unas piedras lo impulsó a volverse y sus ojos toparon con el hylar, desarmado y de espaldas al abismo. Realgar empuñaba a Vulcania, ondeante la capa en torno a su figura e inflamados sus locos ojos de derro.
—¿Qué prefieres, el fuego o la espada, la caída o el acero?
—Escojo el acero —respondió Hornfel con tal mortal serenidad en su rostro que Stanach se detuvo, al tiempo que curvaba su dedo en un burlón gesto de «vamos, adelante»—. Veamos si te atreves.
Realgar tanteó la empuñadura de la Espada Real y, so pretexto de cambiar de postura, se abalanzó contra la garganta de su adversario.
Stanach se lanzó sobre Realgar en el mismo instante en que Hornfel se agachaba y arremetía bajo la guardia del nigromante. Los dos golpearon al theiwar al unísono, uno tratando de inmovilizar su muñeca y el otro derribándolo.
Hammerfell salió proyectado al recibir un codazo en la barbilla. Atontado, el aprendiz no logró enderezarse. El derro, sin soltar la tizona, forcejeó para desembarazarse del otro mandatario mediante feroces puntapiés, uno de los cuales golpeó brutalmente el cráneo del postrado Stanach. Casi al mismo instante, dos férreas manazas lo aferraron y lo pusieron en pie. Incluso en medio de su flaqueza, el enano quiso deshacerse de Hauk y sumarse de nuevo a la lucha.
—No hay espacio ni tiempo —repuso el guerrero, sin dejar de sujetarlo.
Realgar se había liberado de Hornfel. Con Vulcania enarbolada, se arrojó sobre el hylar balanceando el arma como si fuera un hacha. El agredido rodó hacia la montaña y eludió el estoque inclinándose hacia la izquierda, de tal suerte que la hoja rebotó con un chirrido contra la roca. El nigromante, tambaleante por el golpe, volvió a cargar antes de lo debido y al fallar su acometida, trastabilló hacia el borde de la repisa. Hornfel bramó una maldición y consiguió ponerse en pie antes de que se extinguiesen los ecos de su grito.
El theiwar se bamboleaba en el linde del camellón, apretujando obsesivamente la empuñadura de Vulcania. Stanach leyó en sus ojos una amalgama de pánico y asombro cuando el derro pisó una roca que se desprendió rodando hacia abajo.
En un arranque furibundo, el monarca hylar atenazó con ambos manos el brazo derecho del mago y cayó sobre las rodillas, empujado por el peso del tambaleante theiwar.
—¡Suéltalo! —gritó Hauk.
Con los dientes apretados, Hornfel luchó por sujetar al hechicero.
—¡Suéltalo! —masculló Stanach.
Los dedos del hylar se aflojaron y su mano resbaló por el brazo de Realgar hasta la muñeca, rozando la empuñadura de Vulcania. En ese mismo instante, el nigromante cayó hacia atrás con un aullido y Hornfel se abalanzó para retener la espada.
Centelleó el acero, cautiva en su esencia volcánica la gris luminosidad, al tiempo que el hylar arrebataba el acero al precipicio.
Stanach entornó los párpados, con el llanto atenazándole la garganta. Durante un lapso indefinido no supo si era la congoja o la alegría lo que oprimía su corazón.
No eran las manos de Hauk las que lo aferraban, sino las de Lavim. El Vengador había corrido en auxilio del thane. Todavía trastocado por el puntapié, el herrero miró confusamente a su alrededor, sin entender una palabra de lo que el kender parloteaba.
—Despacio, Lavim, no me aturrulles —murmuró.
—Acompáñame, mi buen amigo. Debes venir conmigo —lo urgió, jalándolo del brazo.
El enano no despegó los labios. En su estado, lo mejor que podía hacer era someterse a Springtoe sin rechistar. Oyó el familiar acento de Kelida y ladeó la cabeza hacia ella, con la visión aún algo nublada.
La muchacha estaba arrodillada en el portal de la Puerta Norte, con la cabeza de Tyorl en el regazo. Su camisa aparecía deshilachada donde la habían herido y en el forro de su capa verde se apreciaban unos cortes limpios, efectuados por Kembal para usar las tiras a modo de vendaje. Cuchicheó algo al kender y éste, con su apergaminada tez más pálida que la cera, entró en el edificio como alma que lleva el diablo, llamando a Kem.
El semblante de Kelida era la viva estampa de la consternación y su mano temblaba al auscultar el latir del elfo en su pecho. Stanach comprendió que, de anidar aún vida en el elfo, sólo debía de ser un hálito. La sangre manchaba profusamente sus ropas.
Un crujir de pisadas incitó al aprendiz a girarse. Eran Hauk y Hornfel, quien llevaba a Vulcania en su mano.
En actitud reverencial, el hylar depositó la tizona al lado de Tyorl. El resplandor de aversión que enturbió por un leve instante los ojos del monarca al posarlos en la espada, heló el corazón de Stanach. Los zafiros de la empuñadura monopolizaban las postreras irradiaciones del astro del día, mientras que el fuego de la fragua de Reorx pulsaba en la parte plana de la hoja.
Incapaz de pronunciar palabra, Hauk se arrodilló junto al elfo y apoyó una mano temblorosa en su brazo. Sus labios se movían en silencio, repitiendo el nombre de aquel amigo que había viajado hasta tan lejos a fin de rescatarlo de los suplicios de Realgar. Los ojos del humano delataban la mayor desolación que Stanach había visto en su vida.
—Lyt chwaer —murmuró el enano, tocando suavemente el hombro de Kelida y acuclillándose a su lado.
—He enviado a Lavim en busca de Kembal —dijo ella con la voz quebrada por el dolor—. Pero de nada servirá: Tyorl se está muriendo.
—Lo lamento —susurró Stanach, rodeándola con su brazo y sosteniéndola contra sí mientras ella cobijaba al elfo.
La moza se refugió en el hombro de su pequeño amigo y enterró el rostro bajo su hirsuta barba negra. El tullido herrero, sin cesar de prodigarle caricias, observó a Hauk. Atontado por los hechos, incapaz de aceptar la pérdida de su compañero, el guerrero había adquirido de pronto el aire de un adolescente.
Tyorl rebulló y, balbuceante, entreabrió la boca como si fuera a hablar. Su mano se agitó dentro de la de Kelida, y ésta volvió hacia él su rostro anegado en lágrimas. Con mucha suavidad a fin de no causarle sobresalto, la muchacha se inclinó y lo besó con dulzura.
—Una vez me besaste para desearme suerte —susurró el elfo— ... en Long Ridge. —Alzó la mano y tocó el rostro y los cabellos de la muchacha—. Kelida...
La mano se desplomó, inerte, y la joven humana prorrumpió en sollozos. Stanach, conmovido, sintió que la pena lo ahogaba.
Tyorl había muerto bajo el acero de Vulcania.