25
En el tétrico calabozo
Stanach clavó la mirada en una vacua oscuridad, alerta su oído al zumbido de la respiración del Dragón. Como un remedo disminuido del respirar del coloso, resonó a su lado un suspiro de Kelida. La muchacha se había acurrucado sobre sí misma, y desde que los habían conducido a la caverna no había mudado tal postura. Sin quitarle la vista al Dragón, deslizó la mano hacia la mujer para rodearle la muñeca y tomarle el pulso. Palpitaba la vida con regularidad, lo que no disipó los miedos del enano. El hechizo del sueño de Realgar tardaba excesivamente en perder su efecto.
Se recostó de nuevo el hombrecillo en la fría roca, dándole un vuelco el corazón cada vez que el inmenso animal bostezaba o se desperezaba o que, al rebullir la moza, el imponente guardián se ladeaba hacia ellos.
Dividida en dos, la cámara contenía la pequeña cueva donde estaban los prisioneros y otra, espaciosa y de incalculable altura, que cobijaba a la bestia. La separación entre ambas partes estaba formada por un ensanchamiento del suelo y una abrupta proyección vertical de las paredes que, advirtió, no se elevaban hacia un techo sino hacia el cielo abierto. Había de ser así, ya que desde el orificio del cubil el viento descendía a las oquedades y su implacable embestida a las yermas montañas retumbaba quejumbrosa en la cueva.
Su don innato para ver en la penumbra permitió a Hammerfell distinguir la silueta flamígera de la fiera aposentada en la madriguera. Un cómputo aproximativo de las distancias le reveló que mediaban cerca de cincuenta metros entre el centinela y ellos.
«Lo malo es que puede cubrir ese tramo en un santiamén», se lamentó.
Una latente quemazón se iniciaba en la muñeca y ardía arrasadora hasta el hombro. Los esbirros de Realgar no lo habían tratado con miramientos, si bien, pese al fuego que se había declarado en el resto de la extremidad, la mano vendada seguía insensible. Ahora sabía que la ausencia de dolor no era consecuencia de las pócimas de Kem, sino que respondía a una realidad mucho más cruda: nunca más experimentaría la sensación del tacto, ni siquiera del sufrimiento. Unos huesos fracturados podían ser devueltos a sus posiciones, pero el desgarro múltiple de los músculos era irreversible.
Atisbó el malsano fulgor de los ojos del Dragón y se aceleró su respiración, como si sus pulmones fueran sendos fuelles de repente accionados. Presintió su apetito en forma de un pavor que le corroía hasta el mismo esqueleto, y también su actitud expectante. Le habían ordenado no engullir todavía a los cautivos del derro; sólo debía custodiarlos, y eso era lo que el gigante hacía.
Negranoche era el apelativo por el que Realgar se dirigía al reptil. Un rato antes le habían servido dos cabras y un mugiente ternero para paliar su perpetua hambre. Stanach olisqueaba aún la sangre, unas emanaciones como de materia oxidada que se introducían en su nariz y le dejaban el paladar pastoso. Además, entre los huesos mordisqueados de los animales yacían los jirones negros y plateados del uniforme que lucían los soldados theiwar.
Kelida hizo un leve movimiento de la mano, y de nuevo se inmovilizó. «Lleva demasiado rato inconsciente», se preocupó el malogrado herrero.
¿Cuánto tiempo había transcurrido? Sólo conservaba recuerdos fraccionarios de haber despertado en aquel lugar muy por debajo de las ciudades. Durante un lapso asimismo indefinible tuvo la mente embotada a causa del encantamiento del nigromante y, al igual que en los sueños, el tiempo había carecido de sentido. Ni siquiera ahora, con el telón de fondo de la criatura que los había transportado, recordaba nada más allá de los minutos ulteriores al aterrizaje de ésta en la cañada en que se hundían los crestones pétreos de la Puerta Norte.
Un escuadrón de media docena de theiwar, acaudillado por Realgar, había surgido en tropel de la boca de la cueva, ofreciendo un espectáculo que poco difería del de los murciélagos al zafarse de la luz y buscar, desenfrenados, la oscuridad. Cada miembro del sexteto apuntó con su ballesta a uno de los forzados jinetes, encajados los bodoques y listos para ser lanzados en cuanto el thane lo ordenase. Pero éste no pronunció tal mandato; les indicó que desmontaran y ellos obedecieron, convencidos de que en cualquier momento los atravesarían de un disparo.
Tres de los guardias rodearon a Stanach antes casi de que pusiera el pie en tierra y procedieron a desarmarlo limpiamente, en cuestión de segundos. Mientras uno continuaba amenazándolo, los otros dos lo agarraron por los brazos y lo llevaron a empellones hasta el atemorizador agujero de tinieblas que era la abertura del complejo de grutas. Ya en el umbral, y pese a su severa escolta, el preso se acuclilló y se debatió para girar la cabeza hacia Kelida. La mujer había sido sometida a análogo trato y estaba en medio de un estrecho cerco.
Realgar se acercó a ella con ojos llameantes, sin poder controlar el temblor de sus manos ante la proximidad de la dorada guarnición de Vulcania.
Los dedos de sus aprehensores atenazaron con fiereza al enano y, al juntarle las muñecas en la espalda, ejercieron tan cruel presión sobre sus brazos que unos insoportables aguijonazos los azotaron de los codos hacia arriba hasta provocarle casi un desmayo. Atontado por el dolor, Hammerfell vio que despojaban a Kelida de sus armas.
Su estómago se contrajo al revivir la escena en que Realgar extendió la mano despacio, con veneración, hacia la espada, para retirarla antes de tocar la empuñadura de flamantes zafiros. Ordenó a sus hombres que se apartaran y, sin prisas, desabrochó la hebilla del cinto del que pendía el acero. Stanach entornó los ojos, intentando que no volvieran a resonar en su cerebro los gemidos de la muchacha, su propio grito ultrajado y preñado de espanto cuando Realgar, exultante, se ciñó al talle el trofeo recién cobrado.
Ahora, como un eco de aquel quejido de desesperanza, el aire se atoró en la garganta de la muchacha. El artesano asió cariñoso su mano y se inclinó hacia ella.
—Lyt chwaer —murmuró, en voz tan baja que a él mismo se le antojó casi inaudible—, serénate. Yo estoy contigo.
En su reducido recinto reinaba una negrura mayor que la de las noches de luna nueva, y la moza, por mucho que se empeñase en adaptar sus pupilas, carecía de esa visión nocturna peculiar de los felinos y los enanos. Stanach sintió el estremecimiento de su mano.
Negranoche, con aquel perenne ronroneo en su pecho que lo hacía comparable a una caja de resonancias, irguió el hocico al percibir señales de vida en la cámara vecina. Su cuello se onduló para observar a los reos, mas pronto reculó, al parecer indiferente. Stanach sintió que la mano de Kelida se enfriaba súbitamente, al resonar en la caverna el bronco ruido de escamas arrastrándose en la piedra y de zarpas arañándola.
El enano volvió a estrechar la mano femenina, para que se mantuviera quieta y en silencio hasta que el Dragón concluyera su retroceso. ¿Cuánto tiempo más lo retendrían las órdenes de Realgar?
Con el mayor sigilo posible, Stanach se enderezó y soltó la mano de Kelida, pero está se aferró a su brazo como haría un náufrago a la única tabla salvadora en un mar oscuro y tempestuoso. Habló en un hilillo de voz, presa del pánico.
—Me he quedado ciega.
—Nada de eso, Kelida. Tus sentidos están intactos, sólo que en estas profundidades los humanos tienen ciertas dificultades para desenvolverse. Ahora, incorpórate y domina tus nervios.
Con cierta torpeza, la muchacha se incorporó y apoyó la espalda contra la pared.
—¿Te encuentras mejor? Estoy seguro de que te aqueja una inoportuna migraña —dijo el enano, con un tono despreocupado que sonó falso incluso a sus oídos—. Son vestigios del encantamiento de ese theiwar, algo así como la resaca de unos buenos tragos de nuestro aguardiente, aunque sin haber gozado con anterioridad de la diversión de la ebriedad.
En su guarida provisional, Negranoche exhaló unos leves bufidos y su coraza escamosa siseó de nuevo al restregarse contra el lecho de roca. La muchacha sofocó un aullido y enmudeció.
—Es sólo el Dragón Negro —le informó Stanach sin poner más énfasis que si se hubiera referido a una liebre—. Por el momento estamos a salvo.
—¿Dónde está?
—En una gruta anexa. Juega a perro guardián, mas nosotros no le interesamos —mintió, compasivo, Hammerfell.
¿Le había creído la tabernera? Lo más probable era que no.
—¿Por qué no veo nada?
—Porque aquí reina una oscuridad absoluta. En el exterior, donde tú vives, aun en las noches de cielo encapotado queda atrapado algún resplandor entre la Tierra y los nublados astros. Aquí, en las entrañas del mundo, no hay más iluminación que la artificial.
—Pero tú puedes verme.
Un segundo resoplar de Negranoche les arrojó una vaharada con los efluvios inconfundibles de la sangre ingerida poco antes. Stanach comenzó a hablar más deprisa a fin de apaciguar el creciente pánico de la muchacha.
—Todos los seres vivos desprenden calor y, en cuanto a los objetos inanimados, por ejemplo los minerales de una montaña, absorben los rayos diurnos y los almacenan. Así, yo distingo la aureola de calor de unos y otros, aunque no su volumen. Debo añadir, no obstante, que si pudieras ver ahora mis ojos, te causarían terror. Tanto se han dilatado mis pupilas en su afán de capturar la más mínima luz que parecen precipicios hacia el infinito.
Kelida inhaló aire y lo expulsó en un suspiro de dudosa catalogación.
—¿Qué van a hacer con nosotros?
El enano, que desconocía la contestación, negó con la cabeza pero, al reparar en que la moza no podía percibir su gesto, se expresó en palabras.
—Lo ignoro, lyt chwaer. Realgar ya se ha adueñado de Vulcania, así que no entiendo por qué no nos ha matado.
La mujer estuvo unos segundos callada y, casi sin darse cuenta, cerró con mayor fuerza los dedos en torno a la mano de su amigo. Éste supo enseguida cuál sería su próxima pregunta.
—Entonces, ¿tú supones que Hauk está muerto?
Aunque no lo pilló de sorpresa, el enano tragó saliva y no dijo nada.
—¿Stanach?
—Sí —murmuró—. Estoy convencido.
¿Cómo podía leerse tanta aflicción, tanta angustia, en una línea rojiza que delimitaba a una figura plana?
—Lyt chwaer —fue lo único que atinó a musitar.
Kelida enterró el semblante en el hombro del enano, quien sintió la tibieza de sus lágrimas en el cuello. Cada día era más sincero el título que le daba a la muchacha: querida hermana. La muchacha lo había consolado en sus horas de dolor, lo había cuidado dulcemente después de que sus congéneres lo dejaran tullido, efectuando las curas con una devoción que no habría superado un verdadero familiar.
La abrazó mientras sollozaba y, detrás de ella, vio su brazo derecho enmarcado en la aureola de calor que emanaba de su cuerpo. La mano, vendada mediante retazos arrancados de la capa de la joven, era un peso inerte. Privada del hálito vital, ninguna orla de luz festoneaba el lugar donde debería haber estado.
—Lo lamento, Kelida, lo siento de veras —balbuceó.
Una repentina tensión agarrotó las vísceras de la moza, sucedida por una laxitud que parecía denotar su incapacidad para aguantar la carga de un nuevo pesar. Conmocionada, con la voz entrecortada por los sollozos, se recriminó:
—Yo... yo soy la responsable de su muerte.
Hammerfell, tan perplejo que incluso sospechó haber oído mal, la apartó un poco para escudriñar su faz. No pudo, ni siquiera gracias a su facultad visual, detectar más síntomas de emoción que unos temblores delineados en derredor de los rasgos.
—¿A qué viene echarse así las culpas?
—Debería... debería haber preservado la espada con mayor celo —murmuró la joven, y sepultó el rostro en sus manos, fantasmas de pájaros rojizos—. O, más prudente todavía, habérosla entregado a ti o a Tyorl. De no ser por mi terquedad quizá tú se la habrías obsequiado a tu thane y habríamos rescatado a tiempo al guerrero. ¡Oh, Stanach, cuan obtusa he sido! Siempre me perseguirán los remordimientos.
—Sería un grave error —la regañó el enano—, porque de ninguna manera contribuiste a su asesinato. Nada podrías haber hecho para evitarlo.
—Sí —insistió la desolada joven—, poner el arma bajo vuestra potestad en vez de alimentar la absurda ilusión de que... de que, mientras yo la tuviera, él estaría en mí. Me empeciné en que me la había regalado porque... porque yo le gustaba, y que de ese modo me recordaría y quizá podría...
—¡No! —vociferó Stanach fuera de sí.
Los ecos de su bramido repercutieron como débiles protestas en el recinto de la angosta cámara. De nuevo, Negranoche hizo patente su presencia mediante el áspero rascar de sus ganchudas zarpas y los murmullos dentro de su caja torácica. Por el brillo de sus iris amarillentos, el hombrecillo infirió que se reía.
Aferró el brazo de Kelida con su mano izquierda y dejó caer la otra.
—Sólo los dioses pueden aquilatar mi tribulación, chiquilla. Nunca estuvo en tu mano salvar a Hauk.
—Sí —repitió la joven—, si yo...
—No —susurró Hammerfell—, no. Hauk ha muerto, sí, pero tal suceso nada tiene que ver contigo. Probablemente había expirado antes de que partiéramos de Long Ridge.
La mujer se separó con un respingo, como si de súbito su amigo hubiera desenvainado una daga.
—Tú me dijiste... —Vaciló, y su tono se redujo a un siseo mientras se esforzaba por entender—. Tú mismo me alentaste...
—Mentí. Necesitaba a Vulcania y te mentí.
La muchacha lanzó un gemido.
Stanach apoyó la nuca en un saliente rocoso y cerró los ojos. No exteriorizó su arrepentimiento pero Reorx sabía que jamás se había detestado tanto, ni siquiera cuando atribuyó a su negligencia el robo del acero. No encontraba palabras que tradujeran la pesadumbre que lo carcomía, ni creía que existieran en ningún idioma.
Tras un lapso eterno, sólo perturbado por la respiración de la bestia y los sollozos de Kelida, ésta apoyó su ligera mano sobre el brazo derecho de Stanach y levantó los despojos que yacían arropados en los harapos de la capa. Él tomó conciencia de su segunda acción porque oyó el roce de sus dedos sobre las vendas.
* * *
El guyll fyr prosperaba en su desbocado galopar por las Llanuras de la Muerte. Sus fogosas pezuñas abrían paso al cuerpo principal del corcel, enjaezado con arneses más fulgurantes que el mismo sol. Su arremetida, no menos avasalladora que la de un ejército, practicaba el pillaje en pantanos y fangales, se nutría de hierba y helechos secos.
De pie ante su escritorio en la Cámara de la Luna Negra, Realgar contemplaba el incendio en la límpida y translúcida superficie de cristal. Un sencillo encantamiento hacía aparecer las imágenes en el cristal, y el theiwar, como el explorador que ha escalado las montañas para mejor otear el panorama, observaba el avance del fuego.
Satisfecho, murmuró unas palabras mientras pasaba la mano sobre la mesa. Había invocado un primer plano de las ciénagas, que se ofrecieron a su escrutinio hasta en los más nimios pormenores.
Una rata se escabulló entre unos juncos, en la ribera de una laguna. Murió al instante, a unos palmos de su nido, al hervirle la sangre por las dimanaciones del agua recalentada.
Un pato de cabeza verde con irisaciones pardas hizo un postrer esfuerzo por alzar el vuelo antes de perecer, pero sus pulmones estallaron al atravesar una bolsa vaciada de aire.
Una grulla de patas estilizadas y un zorro plateado se dieron juntos a la fuga ante el acoso del enemigo común. Desalmado, el guyll fyr los alcanzó y aniquiló como a las demás criaturas que se interponían en su camino. La otrora fresca brisa del paraje entraba ahora en ebullición a medida que recibía el influjo del fuego y el viento, permanente viajero sobre las Llanuras de la Muerte, trazaba la sinuosa ruta de las llamas.
El nigromante veía aquella concatenación de elementos como un animal furioso y trastocado que mostrara su cólera en furores explosivos. En estos momentos embestía la falda de las montañas, silbando sobre los pantanos y rugiendo al internarse en un bosque de pinos ricos en savia y poblados por innumerables bestezuelas.
Volvió la espalda a las imágenes de la destrucción. Éstas tejían un tapiz de muerte violenta e inexorable, mas faltaba algo para completar el diseño y el derro tenía en su poder el hilo que lo dibujaría.
Aunque durante lustros no se habían apostado cuerpos de guardia permanentes en la Puerta Norte, ahora se había designado uno. La desvencijada puerta, con su mecanismo inutilizado desde las encarnizadas batallas de las Guerras de Dwarfgate, pertenecía extraoficialmente a los theiwar. El monarca del clan tomó asiento y se carcajeó, pues la tropa de vigilantes la integraban fieles súbditos de Gneiss.
«Fieles todos ellos, o casi —se chanceó el hechicero—. Incluso un centinela daewar puede venderse si la recompensa es substanciosa.»
Uno de tales individuos buscaba en estos momentos a Hornfel, con el mensaje de que el jerarca daewar lo convocaba en la muralla de la Puerta Norte para conferenciar en privado. El corrompido traidor diría que su thane había observado la catástrofe que arrasaba las Llanuras de la Muerte y añadiría, a fin de acentuar la urgencia, que su mandamás era del parecer que el suministro de abastos en Thorbardin corría el inminente peligro de cortarse.
Aunque remiso a pisar un territorio que tácitamente había sido ocupado por el bando rival, el hylar accedería porque aquel acceso era el único enclave desde donde podía estudiarse la magnitud de la tragedia y la velocidad a la que progresaba. Además, lo reconfortaría el hecho de ir al encuentro de un aliado.
Pero no sería Gneiss quien lo aguardaría en el lugar de la cita. Lo sustituiría Realgar, armado con Vulcania.
El nigromante tanteó la vaina que, deslustrada y anónima, contenía tan codiciado tesoro.
—Has movido cielo y tierra para dar con la Espada Real, Hornfel —continuó burlándose—, y mereces examinarla antes de que te traspase las entrañas.
La mano de la diosa Takhisis, Reina de la Oscuridad, estaba tendida hacia el derro. No tenía más que estirar las yemas de los dedos para alcanzarla y encender la chispa de la revolución que agostaría el viejo reino y le permitiría instaurar el gobierno de su dinastía.
Entornados los párpados, penetró fácilmente en el lenguaje de la telepatía para llamar al Dragón Negro.
¿Has localizado al guerrero?
Negranoche hubo de decepcionarlo con un «no», si bien el soberano desechó un incipiente enojo para reponer:
Eso es ahora secundario. Pronto habrá terminado todo, entonces nos ocuparemos de él.
Impartió mentalmente una orden por la que enviaba al reptil a las cumbres. Desde allí estaría alerta para reforzar su emboscada a Hornfel, y luego lo ayudaría a desembarazarse de los guardianes de Gneiss en ambas entradas de la ciudad.
* * *
Gneiss hizo una pausa en el centro del jardín que circundaba la sala del consejo de los thanes. Aromatizaban el aire los perfumes de la rosa blanca silvestre y los empenachados y regios plumeros, algunos revestidos de librea escarlata. No era un admirador ferviente de aquellas variedades, amén de que lo incomodaba la serenidad que sugerían las avenidas del parque. Más allá de los setos, Thorbardin tenía un aspecto insólito; un extraño malestar había cundido entre sus habitantes. Los ciudadanos olían el conflicto que se avecinaba y, aunque no podían identificarlo, reaccionaban mediante arranques temperamentales o miradas anhelantes.
El monarca, resuelto a abandonar el recinto, tomó la vía más recta hacia la calle. Al pasar junto al estanque oriental, antes de mezclarse con el gentío, se dio cuenta de que los jardines no estaban tan solitarios como se había figurado. El forastero Tanis se hallaba arrodillado en el borde y, en actitud ociosa, tiraba piedrecitas al fondo.
El semielfo se giró con sobresalto al oír unas pisadas, y se relajó de manera palpable al reconocer al daewar.
—Hornfel no está aquí —anunció, presumiendo que era el hylar la razón de que el otro thane merodease por los alrededores.
—He tenido oportunidad de comprobarlo —replicó Gneiss, espiando a su oponente con minuciosa atención—. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?
—No, gracias, sólo me recreaba en esta paz. —Al notar que la mirada atenta del enano se trocaba en resquemor, el visitante sonrió—. Tranquilízate, hace unos segundos tu amigo paseaba junto a mí. Vino un soldado, uno de tus centinelas, y se lo llevó.
—¿Te mencionó adonde iba?
—No.
Se hizo un silencio incómodo entre ambos. Tanis, con los ojos entornados, se rascó despaciosamente la barba.
—Gneiss, ¿por qué me profesas antipatía?
—No es así —tartamudeo el daewar, pillado con la guardia baja—. No me he formado una opinión en ningún sentido.
—Sí que lo has hecho —inquirió Tanis, al mismo tiempo que volvía a acuclillarse para arrojar guijarros al agua—. Te disgustan todos los extranjeros, y más aún si invaden tu amada patria. Dime, ¿por qué votaste a favor de asilarnos?
—Porque los argumentos de Hornfel eran más sólidos que los de los detractores, —fue la lacónica, aunque definitiva, respuesta—. Y tú, semielfo, ¿qué es lo que ambicionas?
—Que mis exiliados estén a salvo.
Tanis se irguió con la grácil agilidad que caracterizaba a los de su raza, y dejó que sus proyectiles se deslizaran de su palma.
—Eso ya lo has conseguido —apuntó el otro.
—¿Sí? No estaré de acuerdo con ese aserto mientras les aceche el riesgo de quedar aplastados entre el yunque y el martillo o, lo que es lo mismo, entre las dos facciones de una sedición. —Miró a lo lejos, por encima del fragante macizo de boj que clausuraba aquella parte del parque—. Algo os tiene a todos en jaque; flota en el ambiente un desasosiego contagioso.
El thane guardó silencio, pues no juzgaba propio airear los asuntos políticos de Thorbardin con alguien que no pertenecía a su círculo.
—Resulta muy embarazoso estar en medio, Gneiss, aunque para tu buen gobierno te comunico que hace unos minutos prometí a tu colega la participación incondicional de los refugiados. Me agradaría que combatieran también con tu consentimiento y no a tu pesar. De cristalizar la revuelta, necesitaréis nuestra ayuda.
—No servirá de mucho la ayuda de unos granjeros sin experiencia en la lucha.
El semielfo se acercó a un plumífero penacho y rozó la naciente floración bermeja. Una mixtura entre rojiza y dorada —el polen— se espolvoreó sobre sus nudillos.
—¿Darías mejor acogida a la ayuda de quienes liberaron a los campesinos de su servidumbre —inquirió el enano— ante las mismas narices de Verminaard, y los condujeron fuera de Pax Tharkas?
«Entre casi mil humanos —recapacitó Gneiss—, bien habrá unos quinientos que sepan manejar un arma o que, al menos, sean capaces de defender los distritos orientales si es necesario.
»De todas formas, no creo que sea ésa la estrategia de Realgar. Él no organizaría el levantamiento de no estar persuadido de ganarlo. Si se ha decidido es porque Ranee y su grupo lo apoyan. En tales circunstancias, el primer golpe ha de ser rotundo y capaz de desarticular a nuestra coalición. Los derro no desperdiciarían su tiempo en asaltar las remotas zonas de labranza; no les traería más que sinsabores poner en su contra a Tanis y sus protegidos.»
¿O acaso se equivocaba?
Observó de nuevo al semielfo, esta vez sin desconfianza. Esbozó una sonrisa al cavilar que no había medio de averiguar cuándo actuarían —si es que lo hacían— los magos, pero sí un método para garantizar el fracaso de la acometida, o al menos su debilitamiento.
Los distritos cedidos a los ochocientos huéspedes se abrían al norte y al sur de la ciudad de los daergar de Ranee. Si éstos quedaban bloqueados en su burgo como roedores en su agujero, poco apoyo podrían brindarle al nigromante.
Gneiss se dirigió a Tanis.
—Apenas conozco a tus granjeros, semielfo, pero imagino que son diestros en el arte de combatir las plagas para que no dañen sus cosechas.
—Eso supongo —respondió Tanis.
—En ese caso, quizá después de todo tenga una tarea que encomendar a tu gente.
El thane, tras atusarse la barba plateada, se encorvó para recoger una de las piedras que el semielfo había dejado caer y la arrojó al estanque. El agua se rizó y, a la par que se concretaban las circunferencias de la onda expansiva, un gorgoteo similar a un suspiro recorrió la ribera.