22

Cercados por el fuego

Lavim dio un puntapié a una piedra de canto redondeado y observó cómo daba tumbos colina abajo. Había oído decir —no recordaba si era Piper u otra persona quien se lo había contado— que todo aquel desierto, aquel lugar ondulante, reseco, polvoriento, vacío, aquel tedioso erial que denominaban las Colinas Sangrientas, había sido en otros tiempos una verde pradera.

Olvidas el adjetivo «monótono».

—¿Cómo?

Que no has mencionado la «monotonía» al describir la región.

—No me ha parecido preciso —replicó el kender a su interlocutor telepático—. El paisaje habla por sí mismo.

Piper sonrió, mientras Springtoe se dedicaba a remover el polvo y lo miraba alejarse, arremolinado en forma de nubéculas, en alas de la incisiva ventolera. Se le ocurrió que no dejaba de resultar curioso que pudiera determinar cuándo su fantasmal compañero asumía una u otra mueca.

El hombrecillo hundió la mano en el bolsillo y sacó un mapa realizado en pergamino cuidadosamente doblado, aunque con grietas.

—Solía guardar mi cartografía en un cofre hecho ex profeso, pero ignoro qué fue de él. Lo tenía hace poco, un mes antes de visitar Long Ridge, y ahora se ha esfumado. Constituye una molesta tendencia la que muestran mis pertenencias a desaparecer siempre que corro hacia el interior o el exterior de las ciudades.

Se acuclilló y desplegó el mapa en cuestión en el suelo, alisándolo con esmero en las fisuras.

—Fíjate en este sitio, Piper. Es horripilante hasta representado en el papel.

Mientras hablaba, Lavim iba trazando en el mapa la trayectoria de su recorrido, dándole explicaciones a un espíritu capaz de divisar horizontes mucho más lejanos que él, tanto hacia atrás como hacia adelante. El mago, condescendiente, lo dejó hacer.

—Aquí está Qualinesti. Es extraño, ¿no encuentras?, que pasara la mayor parte de las horas buscando espectros y que no me tropezara con ninguno hasta después de abandonar el país. La mancha verde —continuó el hombrecillo— es el hermoso Bosque de Elven, y la línea azul reproduce el cauce del río que cruzamos, de ahí la cantidad de meandros. Y en este otro punto es donde el diseño se hace feo y la realidad aún peor, amén de que el trazado es inexacto. Por las indicaciones deberíamos hallarnos ante unas lomas, y lo que yo atisbó son montañas de mayor envergadura.

No es cierto, son simples colinas.

—¡Cómo se nota que tú no has de recorrerlas a pie! —exclamó el kender, y volvió a guardarse el documento—. Sería mucho más liviano el viaje a Thorbardin si tomáramos el atajo de las planicies de Dergoth, las que los enanos llaman Llanuras de la Muerte. ¿A qué se debe ese apelativo, Piper?

Al hecho de que millares de ellos, tanto de las facciones de las colinas como de las montañas, murieron allí en una batalla fratricida durante las Guerras de Dwarfgate.

Lavim se incorporó y desperezó. Las ráfagas ventosas procedían ahora del este, siempre con idéntica intensidad, y propagaban el incendio infernal al que Stanach aludiera como guyll fyr. Aunque las humaredas no enturbiaban el despejado cielo, las corrientes que sobrevolaban el llano succionaban el humo y lo encauzaban hacia la comarca de los antiguos pantanos. En cualquier caso, la distancia no obstaba para que el kender oliera los efluvios.

Sin intercambiar más palabras con Piper, Springtoe inició su andadura en dirección sur, trepó a la cima más alta de las que lo rodeaban y de nuevo hizo una pausa. Desde aquella altura, el fuego, distante varios kilómetros, se asemejaba a una gran serpiente roja que, sibilante, reptara hacia la cordilla oriental. El humo se hallaba suspendido sobre las ciénagas como un negro sudario. Concentrándose mucho, encogidos los ojos, el trotamundos creyó oír el rugido de las llamas como un lejano trueno.

¿Por qué no vas a conversar con Tyorl?, propuso de pronto Piper, que hasta entonces había guardado silencio.

El kender dio un respingo.

—Temo ser inoportuno —contestó, lanzando una fugaz mirada hacia el pie de la colina—. Le trastornó sobremanera que aquel Dragón secuestrara a Kelida y Stanach, lo que juzgo muy comprensible. A mí tampoco me apetece revivir el episodio.

Me he dado cuenta. Pero quizás él necesite hablar de ello.

—Pero no lo hará conmigo. Examínalo y te convencerás.

El elfo estaba sentado, abstraído en la contemplación del firmamento. No había quitado los ojos del cielo desde que el Dragón había apresado a la posadera y se la había llevado junto a Stanach. Lavim suspiró. Se había perdido el portentoso espectáculo casi por entero; al regresar de sus vagabundeos solitarios, apenas alcanzó a distinguir la mancha oscura del reptil, aleteando rumbo a Thorbardin con sus amigos y sin su anterior jinete.

Habían descubierto al enano tuerto en una cañada, entre las paredes de sendos riscos. Sangraba a borbotones y tenía todos los huesos rotos y astillados, pero no había muerto. El kender supuso que fue la sed de venganza por el espantoso final de Lehr lo que movió a Finn a decapitarlo de un solo tajo. Según Piper, había sido una acción piadosa.

Lavim espió al jefe de la compañía de los rebeldes. Con la frente aplastada contra las erguidas rodillas, el luchador permanecía muy quieto al abrigo de la vertiente, ajeno al constante ir y venir de Kem, quien no había despegado los labios desde que el Dragón había aniquilado a su hermano. El curandero merodeaba por la falda del monte, enhiesto el cuello como un cazador antes de reanudar el rastreo de la presa.

Está afilando las cabezas de sus flechas en la piedra del desquite, afirmó el mago.

Con el cambio que se había obrado en la orientación del viento poco después del alba, la ígnea catástrofe se había extendido deprisa por las estribaciones y, en su rauda carrera hacia el sur y hacia el norte tanto como hacia el este, alzó una flamígera pared a la espalda de los viajeros. Fue Finn quien recomendó dirigirse a los desolados páramos, arguyendo que allí no crecía material combustible y estarían a salvo. Fue una jornada completa de enloquecida carrera y ahora, mientras se alargaban y oscurecían las sombras debido a la inminencia del ocaso, el cuarteto se concedió un descanso para hacer acopio de energías antes de reemprender el camino.

Vamos, Lavim, aborda a Tyorl.

—¿Y?

¿Y qué?

—Supongo que dirás que debo poner la flauta en sus manos. Me lo has repetido todo el tiempo: entrégale la flauta, entrégale la flauta...

Me satisfaría que lo hicieras.

—No lo entiendo. ¡Yo puedo usarla y él no!

Sí, mas he de ser yo quien te dicte las operaciones, suspiró Piper.

—¿Qué sentido tiene entonces que se la dé a él?

¡Lavim, ve!

El hombrecillo apretó los párpados y se tapó los oídos con las manos. Deseando que el encantador no hubiese adquirido el malsano hábito de gritarle dentro del cerebro, se acercó al elfo.

Tyorl no dio señales de verlo ni siquiera cuando la menuda silueta del kender obstruyó los últimos rayos de luz que lo caldeaban. Springtoe carraspeó para aclararse la garganta y dar constancia de su presencia. Pero Tyorl se limitó a enderezarse para estudiar un retazo de la bóveda y a declarar lacónicamente:

—Falta poco para que anochezca. No podemos perder el tiempo charlando.

Hizo acto seguido una señal a Finn, quien a su vez indicó a Kembal mediante un ademán que reemprendían la marcha.

Como de costumbre, Kem ocupó el extremo norte y avanzó a grandes zancadas. Finn se situó en la delantera y marcó el trayecto, que pronto desembocó en el humeante tapiz de las Llanuras de la Muerte.

Lavim trotaba al lado de Tyorl, acelerado el paso para no rezagarse.

—Tyorl, hay algo que me gustaría explicarte.

El elfo no se inmutó.

—Es acerca de Piper.

—Está muerto —gruñó Tyorl—. ¿Qué más puede interesarme averiguar respecto a él?

—Ya sé que está muerto —replicó el kender, cargándose de paciencia—. Pero intuyo que has concebido la idea de que, de haber estado en posesión de su flauta al arrebatarnos el Dragón a nuestros amigos, podrías haberlo impedido.

El otro se encerró en su mutismo.

—Estás en un error. Nada habrías logrado —continuó Lavim.

—¿No? ¿Y por qué?

—Porque la flauta únicamente me obecede a mí. Piper asegura...

—¿Piper asegura?

—Sí, ahoja es un fantasma que se ha instalado en mi mente y me hace revelaciones de toda índole.

—Lavim...

—Por favor, déjame terminar. Realmente es un fantasma. Él me avisó cuando el Dragón Rojo voló sobre el bosque y le prendió fuego. Bueno, no me dijo que él —el Dragón, quiero decir— haría eso sino que me advirtió de su llegada. Y... y también me advirtió acerca del Dragón Negro. —Aminoró el paso, inmerso en su relato, y tuvo la sensación de que la arena bermeja imponía a sus pies un peso plomizo—. Lo lamentable fue que estaba demasiado lejos para actuar. Lo intenté, y puse en el empeño todas mis fuerzas, pero Piper me dijo que los sortilegios no pueden rebasar su margen natural de influencia. No sabes cuánto lo siento. ¡Ojalá me hubiera hallado en la vecindad en lugar de efectuar incursiones en las montañas adyacentes! Y... y sé que crees que podrías haber ayudado a Lehr, a Kelida y a Stanach contra la fiera si hubieras tenido el instrumento mágico, pero habrías fracasado. No tienes a Piper en tu cabeza.

—Tampoco tú lo tienes. En ocasiones como ésta pienso que has perdido el juicio o que...

Dile que aún no estás senil.

—¡No estoy senil! —se exasperó Springtoe.

—¿Cómo? —preguntó Tyorl atónito, porque ésas eran las mismas palabras que él había estado a punto de decir.

—Yo... Piper me ha dicho... Bueno, no soy todavía un viejo chocho. —Respiró hondo, falto de resuello y, con las manos en las rodillas, jadeante, renovó el aire de sus pulmones—. Piper me comunica que ahora mismo estás meditando sobre la manera de acallarme antes de que Finn se entere de la historia.

—¿Sí? —pestañeó el elfo—. ¿Y qué más te susurra acerca de mis reflexiones?

—Que, según tú, ya tienes bastantes complicaciones para aguantar a un demente —recitó el hombrecillo—. ¿Así me ves a mí? ¡Estoy más cuerdo que tú, presuntuoso! No he inventado nada. Todo cuanto te he narrado es verídico. —Rebuscó en los recovecos de su atuendo y, al palpar la flauta, la extrajo y la colocó en la mano del elfo antes de que éste reaccionara—. Adelante, toca algo.

—Eso no prueba nada —se obstinó Tyorl—. Aunque tengo nociones musicales, ignoro qué secuencias de notas desencadenan hechizos.

Springtoe silbó la melodía que había activado la pestilencia en la cueva del río.

—Intenta esta tonada, es muy sencilla.

—Sí, pero...

—¡Vamos, sin remilgos! —insistió el kender—. Piper garantiza que no habrá problemas.

Lleno de aprensiones, Tyorl sostuvo la flauta entre las yemas de los dedos como si abrasara. Escrutó al kender, aún indeciso, y éste lo apremió.

—¡Es para hoy!

El elfo acometió la sencilla melodía preparado para el desastre, para asfixiarse en los mismos hedores que antes lo habían sumido en una náusea desesperante durante minutos.

No ocurrió nada, excepto que una brisa caliente se unió a los embates del viento.

—Piper asegura que el viento no guarda relación con tu intentona. Son las corrientes de aire sobre el fuego, o algo así. Vuelve a intentarlo.

El Vengador así lo hizo, con absoluta corrección como la vez anterior, y el viento volvió a soplar con idéntica fuerza, impregnado de aromas ahumados nacidos en el incendio, pero sin que aconteciera nada más. Analizó el objeto que sujetaba, y reparó demasiado tarde en el ágil gesto de Lavim para quitárselo. Lo metió en secretos pliegues sin darle oportunidad para protestar.

—¡Espera, entrégame la flauta!

Pero el hombrecillo ya no estaba allí. Se alejaba al galope en pos de Finn, con la flauta nuevamente en su poder.

Tyorl lo persiguió. Si aquel endiablado aventurero hubiera estado con el grupo al asaltarlos el Dragón Negro acaso habría evitado el sangriento percance pero, cómo no, en aquellos críticos instantes se dedicaba a sus andanzas nocturnas. De todos modos, culparlo por su ausencia no era menos desatinado que reprocharse a sí mismo por haber fallado el blanco al disparar sus flechas.

Apresuró el paso, sin cavilar ya sobre fantasmas ni oportunidades fallidas. De pronto había tomado conciencia de que, en efecto, sólo Lavim podía formular encantamientos a través del instrumento, y las implicaciones de este hecho lo espantaban.

* * *

Desde la colina donde hacía su ronda de centinela en las primeras horas de la madrugada, Tyorl divisó los estragos de las llamas en los cenagales. El viento del oeste se había calmado después del crepúsculo, si bien la ardiente conflagración no necesitaba su concurso para avanzar hacia las montañas. La hierba era al mismo tiempo pabilo y aceite de fanal: nada ni nadie detendría la implacable arremetida.

El elfo lanzó una maldición y elevó la vista hacia las estrellas, diminutos y refulgentes diamantes de helado cristal que apenas prestaban tibieza al negro cielo. Solinari, en su cenit, estaba rodeada por un difuso halo de plata, mientras que su hermana Lunitari festoneaba de encarnado los perfiles de las montañas y derramaba sombras de tonos añil sobre las tierras bajas. La orla del satélite rojo era rosácea, como la sangre aguada. No nevaba, pero la ventisca se respiraba en el ambiente.

«No llegaremos a las cumbres antes que el incendio —se lamentó el guerrero—, y eso significa que nunca entraremos en Thorbardin.»

Pasó un dedo por la pulida madera del arco, suave como la seda y muy familiar para los de su raza. «Pero inútil para defender a Kelida del Dragón.»

El dolor y el pesar lo atenazaron como una garra, haciéndolo estremecer. También estas sensaciones le eran conocidas desde que había disparado sus mejores saetas contra el reptil y, una tras otra, habían rebotado sobre su atezada piel de escamas como si las hubiera repelido un escudo de acero. Un impacto en el ojo de la criatura lo habría herido, e incluso podría haberlo eliminado, pero el animal había sido tan raudo en su maniobra que no había tenido tiempo de apuntar correctamente. Por un instante, al levantar vuelo el reptil hacia el firmamento, creyó que Stanach había liberado a la moza. En una muda plegaria, el Vengador presenció la lucha, pero el rezo se trocó en blasfemia al perderse todos en lontananza.

«Stanach —pensó con amargura—, Vulcania ya te ha costado un pariente, un amigo y tu sagrada mano de forjador. Solías decir que Reorx bendijo la espada, pero yo más bien creo que la maldijo. Pero tú intentaste salvarla y peleaste como un lobo para conquistar el arma.»

Volvió la espalda a la aureola del guyll fyr, atenuada por los kilómetros, y clavó los ojos en las pequeñas y acogedoras llamas de la fogata del campamento. El humo dibujaba sombras sobre el suelo. Rojas a la luz del sol, las rocas y el polvo del altiplano presentaban unas peculiares irisaciones púrpura en el irreal resplandor de las lunas. Lavim, fiel a sí mismo, se había esfumado antes de que se distribuyeran las tareas y aún no había aparecido.

«Ocupado en correrías nocturnas o en conferenciar con su espectral mago.»

Trató de apartar tales pensamientos. Estaba persuadido de que Lavim creía que el fantasma de Piper hablaba con él, pero él mismo no sabía qué creer. No podía negar que Springtoe había sabido lo que él estaba pensando casi antes de que él mismo lo supiera. Pero cuando le había expuesto el asunto a Finn, éste se había limitado a encogerse de hombros y manifestar una cáustica incredulidad.

Volvió a ojear el sitio donde habían acampado. Arrebujado en su capa, Finn dormía junto a las brasas. Kem, a quien el guerrero había relevado en la guardia una hora antes, permanecía sentado en las sombras con la mirada perdida. El elfo se preguntó cuándo se acostaría.

Los silencios del curandero siempre habían sido fruto de su buen carácter, de su sana afición a escuchar y observar. Sereno por naturaleza, cedía las demostraciones de oratoria a su joven hermano Lehr, locuaz por naturaleza. Ahora, la muerte de Lehr había apagado en las pupilas de Kembal aquellas chispas de humor y de cordialidad. Sólo ansiaba vengarse, tal como Tyorl.

De pronto el elfo sintió que un frío antinatural lo penetraba hasta los huesos. La causa era que admitía por primera vez, incluso ante sí mismo, que Kelida había sucumbido.

El Dragón Negro había surgido del este, de Thorbardin, lo que a todas luces confirmaba que los temores de Stanach acerca de una revolución no habían estado errados. Realgar debía de reinar en la ciudad, con las huestes de Takhisis bajo su mando, lo que equivalía a contar con Verminaard como aliado.

Tyorl dio rienda suelta a otro improperio, éste consecuencia del nudo que atenazaba su garganta. La víspera aún debatía en su interior si estaba enamorado de Kelida, rehuyendo sus propias emociones pero anhelando solazarse en el dulce sonido de su voz y en la electrizante experiencia de un contacto casual. Ahora, demasiado tarde, comprendió que la amaba. Sólo en la memoria atesoraría el delicioso timbre femenino, el placer que en él suscitaba su mano posada en la suya o la imagen de los rayos solares al filtrarse entre la pelirroja cabellera.

¿Se habría declarado a la muchacha de estar ella aún allí? ¡Sí, y de inmediato!

¿Y qué pasaba con Hauk?

El elfo sonrió con amargura. ¡Qué poco importaba todo! Ambos habían muerto, y lo único que le quedaba era un puñado de recuerdos, de momentos vividos junto a la granjera empleada en una taberna. ¿A qué especular sobre lo que podría haber sucedido con una relación cortada en su raíz?

Tyorl reanudó su ronda, con el fuego a su izquierda y un mundo de sombras delante y detrás. «No tengo más futuro que la venganza. Sea quien fuere el gobernante de Thorbardin, hallaré el medio de introducirme en la ciudad y vengaré a Hauk y también a Kelida, a quien los dos amamos.»

* * *

Desde un barranco tenebroso, al oeste del enclave escogido para la acampada, Lavim observaba a Tyorl, que hacía su ronda. Se había restablecido de su carrera y, en la total certeza de que el elfo intentaría ahora arrebatarle la flauta, se escabulló al abrigo de la exigua luz de la anochecida y esquivó a los tres guerreros. Quería departir con Piper sin que lo importunasen reclamando el instrumento. El hombrecillo había formulado en su mente determinadas cuestiones que deseaba dilucidar.

Se instaló en una postura más o menos confortable entre los peñascos, y frunció el entrecejo. Su problema radicaba en que el mago no era explícito con él; en realidad, había dejado de serlo desde que él había hecho uso de la flauta por su cuenta. Embelesado, el kender tanteó la tallada pieza y su arrobo se metamorfoseó en una pícara sonrisa. Sospechaba que la negativa de Piper a responder a su última pregunta era, de por sí, una respuesta.

—Mucho me parece —aventuró, señalando con el objeto musical el lugar donde imaginaba que habría estado el hechicero de no morar en su mente— que puedo hacer uso de la flauta siempre que me plazca.

Piper guardó silencio.

—Y, si mis deducciones son atinadas, no seleccionas tú la escala mágica apropiada a cada circunstancia.

El otro siguió callado.

—¿Sabes por qué creo eso? Porque la idea del sortilegio oloroso partió de mí, y la flauta no hizo sino acatar mi mandato en cuanto el pensamiento se formó en mi mente. Ése es también el motivo de tu empeño en que se la entregue a Tyorl, ¿no es verdad? Sus virtudes me pertenecen sin que tú intervengas. Basta con que estés dentro de mí para que el instrumento toque, pero soy yo quien decide qué hechizo ha de obrar. ¿Qué dices de todo esto?

Digo que eres un asno.

Lavim no cayó en la trampa del agravio. Sin ofenderse, comentó:

—Puede ser. Pero soy un asno con una flauta mágica.

—convino Piper con extrema frialdad—. Y no concibo nada más disparatado o peligroso.

Un haz de luna iluminó por unos segundos la satinada superficie del instrumento.

—¿Así que estás furioso? Es curioso, porque soy yo quien debería estarlo contigo por haberme dicho que te necesitaba para que me dijeras cómo hacer los encantamientos. —Hizo una pausa y luego agregó con aire solemne—: Los amigos no deben mentir.

Tampoco deben robar a un amigo, Lavim.

Sensible a este aguijonazo, el hombrecillo bajó de su pétreo asiento.

—¡Yo no la robé, el azar me la ofreció!

Sí, pero ¿cuántas veces te he suplicado que se la des a Tyorl?

—Te prometí que lo haría, y lo haré... pronto.

Lavim, no sé qué estás tramando, aunque he de implorarte que cualquiera que sea tu proyecto no involucres a la flauta. Sólo hay un puñado de hechizos que puedes realizar con ella, y tú ignoras cuales son.

—Bueno —dijo el kender, con una risita entre dientes—, conozco dos encantamientos: uno de efluvios fétidos y el otro para catapultarse en el espacio. ¡Y no es el primero el que ahora necesito!

Springtoe abandonó la cañada y, trepando a gatas por la escarpada ladera, se encaminó hacia donde estaban congregados sus acompañantes.

—¡Será sencillo! —cacareó—. Haré que la magia nos transporte a Thorbardin y rescataremos a Kelida, a Stanach y quizás a ese tipo llamado Hornfel.

¡Por favor, no lo hagas! —se horrorizó Piper—. Ese conjuro se compone también de unos vocablos, que debes recitar mentalmente mientras interpretas la tonada. Si no dices las palabras correctas, te trasladarás a una especie de limbo donde no hallarás más sociedad que las cenizas de quienes te hayan acompañado.

Lavim hizo un alto, cabizbajo y con el entrecejo fruncido, hasta que una sonrisa distendió su ajado rostro: había hallado una solución.

—En tus manos está impedir que eso pase. Deletréame los términos cuando haya que entonarlos.

Piper, sintiéndose como un jinete que condujera un caballo desbocado, deseó con desesperación tener algo a lo que aferrarse. No había quien detuviera al kender.

* * *

Todas las dudas de Tyorl sobre si Lavim estaba o no embrujado se disiparon en el instante en que lo vio, con la flauta mágica empuñada, resoplando como un fuelle por su escalada monte arriba y gesticulando para llamar su atención.

—¡Baja, amigo mío, apresúrate! ¡He fraguado un plan genial, que nos llevará a Thorbardin en menos que canta un gallo!

El elfo recordó que Stanach, cuando encontraron el maltrecho cuerpo de Piper, le había explicado que el encantador era famoso en su país por sus hechizos de desplazamiento.

«Si estás ahí en espíritu —rogó en su fuero interno al mago—, oblígalo a renunciar.»

El guerrero dio, en su precipitado descenso, un traspié contra una piedra saliente e hizo la mitad del trayecto deslizándose como en un tobogán. Sólo los dioses podían predecir qué suerte correrían si el kender no seguía correctamente las instrucciones del encantamiento de teleportación. Las palabras y los gestos necesarios para efectuar un hechizo debían ser muy precisos, así como las notas que era menester ejecutar. ¿Qué clase de encantamiento podía llegar a desencadenar por error?

Todos los presentes debieron de coincidir en sus temores, pues los tres, Tyorl, Finn y Kem, se abalanzaron al unísono sobre Lavim.

El kender se derrumbó en un revoltijo de brazos y piernas y se retorció para zafarse, mientras propinaba puntapiés sin dejar de tener la flauta fuertemente agarrada.

—¿Eh, qué os pasa? ¡Soltadme! No comprendéis que yo...

Tyorl se libró de la presión de la rodilla de Finn y cerró los dedos en torno al tobillo de Lavim, mientras los otros dos Vengadores deshacían la traba de sus respectivos codos sin dejar que se escurriera de sus zarpas la cintura del prisionero. Pero nadie le inmovilizó los brazos ni pensó en taparle la boca.

Con la absoluta convicción de que no le habían comprendido, ya que de lo contrario se habrían regocijado en vez de acosarlo, Lavim hizo provisión de aire y se llevó la boquilla a los labios.

Se defraudó un tanto porque había esperado algo más emocionante que tres simples notas. Al oír la primera de ellas, Piper bramó en su cabeza y el kender reflexionó que quizá debería haber sonado con más delicadeza, con más suavidad.

De repente tuvo la impresión de desintegrarse, de explotar en mil fragmentos, y se le revolvió el estómago en los síntomas preliminares del vómito.

«¡Qué raro! —pensó, al entumecerse todas sus vísceras como si su capacidad de sentir escapara a través de sus extremidades—. En cuanto aterrice habré de buscar un rincón discreto. Espero que el encantamiento nos traslade a las afueras de la urbe; me resultaría muy embarazoso desalojar la cena delante de una multitud de...»

También su conciencia se desvaneció.

* * *

Tyorl cayó al suelo con un golpe sordo, que le hizo rechinar los dientes. Cuando intentó aspirar una bocanada de aire para recobrarse, no tragó sino humo. Unas llamas le lamían los dedos, y habría gritado de albergar un ápice de aliento.

«¡Maldito kender!»

—¡Tyorl, levántate! —le urgieron.

Era Finn. El elfo, acostumbrado a obedecerlo, hizo un esfuerzo. Arrastró una rodilla bajo su masa corporal y resbaló, chapaleando en unas aguas glaciales.

«¡Ese insensato nos ha mandado al centro del océano!»

—¡Vamos, Tyorl, ponte en pie!

El que ahora lo instigaba era Lavim y, aunque no habría podido jurar que era pánico lo que se insinuaba en su voz, algo hubo en su apremio que lo incitó, tras más salpicaduras y forcejeos, a enderezarse. Se frotó la faz con la mano a fin de limpiarla del fango y de unas briznas de hierba pegajosas y repulsivas. Bamboleante, se volvió hacia el kender y no columbró sino una forma indefinida en la enrarecida atmósfera nocturna.

—Por todos los dioses de nuestro firmamento —gruñó—, ¿dónde estamos?

—Lo... lo siento, Tyorl —dijo, atribulado, Springtoe—. Yo no pretendía que viniéramos a parar aquí; tan sólo deseaba que el hechizo nos dejara en los aledaños de la ciudad porque tenía una ligera náusea y se me antojó que sería una grosería presentarse en un hogar ajeno sin haber sido invitados. Sufrí unos instantes de desconcierto y, al no haber nadie a quien solicitar consejo, se me fue de las manos la magia en medio de nuestro vuelo... —Se rascó la cabeza, y volvió los ojos hacia el incendio forestal—. En fin, que caímos aquí. ¿Estás herido?

—¿Dónde has metido la flauta?

—No sé, no...

¿Dónde está la flauta?

Acorralado, el kender se revistió de una inusitada sumisión:

—La tengo a buen recaudo.

—Dámela.

—Pero Tyorl, yo...

—¡Ahora mismo! —se enardeció el elfo.

—De acuerdo —dijo Lavim, tendiéndole dócilmente la flauta—. Sin embargo, Piper me anuncia...

—¿Qué te anuncia? —lo increpó el Vengador, en un tono peligrosamente frío y desafiante.

—Que podemos precisar de ella, que no la tires.

La humareda era cada vez más espesa. Tyorl apenas entrevió a Finn, quien, a poco más de un metro, socorría a Kem prestándole el soporte de su brazo. Estaban sumergidos en el líquido elemento hasta las rodillas, circundados por juncos y otras plantas de pantano. A no más de cuatrocientos metros, las eneas ardían como antorchas hasta donde alcanzaba la vista. El viento arrastraba ascuas y hierbas encendidas, ennegreciendo el aire. Tyorl vapuleó al kender por los hombros y lo hizo girar en redondo.

—¿Te das cuenta adonde nos has traído?

—S-sí —tartamudeó el otro, tratando de desasirse.

—A las ciénagas —especificó el elfo—, y estamos rodeados por el fuego. ¿Es lo que tú denominarías los arrabales de la ciudad?

—No, ya te he contado que me descontrolé y...

Finn vadeó como pudo el légamo y la estancada laguna y se acercó a Tyorl.

—Vayamos hacia el este. Ignoro las características de estos barrizales, pero al menos en esa dirección el panorama parece estar más claro. —Clavó sus acerados ojos azules en Lavim por un momento y se volvió al elfo—. Deberías matar a ese bastardo ante de salir de aquí.

Springtoe, que tenía un sinfín de excusas en la punta de la lengua, optó por enmudecer. Esperó a que Finn desapareciera en la niebla, seguido por Kembal, antes de dirigirse a Tyorl.

—No lo decía en serio, ¿verdad? ¿No irás a deshacerte de mí?

El guerrero, por toda contestación, le hizo un gesto para que caminara delante de él.

—Piper —preguntó el kender mentalmente—, ¿crees que Finn piensa matarme?

Si no lo hace, lo haré yo, respondió el mago con voz áspera y terminante.

—Pe... pero yo sólo intentaba ayudar, Piper. ¿Piper?

Se hizo un silencio sepulcral en su cerebro.

—¡Vamos, Piper! ¡Es cierto! Sólo procuraba ayudar...

Mira a tu alrededor —gruñó el mago—. Sólo has conseguido garantizar que tus amigos y tú seréis carne de asado antes de arribar a Thorbardin.

Lavim dio un somero vistazo hacia atrás y tropezó, al olvidar que era prioritario fijarse en dónde ponía los pies. La cortina de fuego se acercaba cada vez más, lanzando una lluvia de ascuas al cielo.

Cauto, el kender decidió aguardar a estar lejos del fuego y de las ciénagas para recordarles a Tyorl y a Piper que, aunque aún no estuvieran en Thorbardin, habían ganado varios días en la fatigosa ruta.