8
Las dos muertes de Hauk
No había un resquicio de luz, ni lo hubo desde que tomó conciencia de hallarse en aquel lugar. Hauk ignoraba cuánto tiempo llevaba allí. No estaba maniatado ni sujeto a cadenas, pero no podía moverse. Yacía sobre losas húmedas y el frío lo calaba hasta los huesos, estremeciéndolos con espasmos febriles.
Tenía la sensación de no haber albergado nunca calor en su ser. En su memoria flotaba un terror escalofriante, el de la muerte, y también una pregunta repetida hasta la saciedad:
¿Dónde está la espada con la empuñadura incrustada de zarifos?
Había perecido dos veces desde su llegada. La primera fue rápida y agónica, con un gélido acero hundido en su estómago y desangrándose por el corte. La segunda fue lenta y en medio de un suplicio no menos angustioso. Sumido en una noche eterna, presentía la pausada aproximación de la parca, su andar de cazadora implacable, su avance similar al de la tempestad estival al cernerse sobre el valle. Aunque libre de ligaduras, nada pudo hacer sino aguardarla inmóvil en la oscuridad. Elevó mudas plegarias a todos los dioses conocidos, mas la muerte perseveró en su marcha de pisadas atronadoras, entonando una fúnebre endecha que repetía su nombre.
Entre sus dos muertes, grabado a fuego, surgía el pertinaz estribillo:
¿Dónde está la espada de zafiros?
Hauk nunca le contestó. Ni siquiera se permitió a sí mismo pensar en la respuesta, o evocar el objeto y a la moza de taberna a la que se lo había regalado. Quienquiera que tuviera la facultad de asesinarlo por duplicado no vacilaría en extinguir la vida de los verdes ojos de la muchacha como si soplara sobre la llama de una candela.
Quienquiera que hubiera provocado sus dos muertes traspasaría el corazón de la joven con la única arma de su voluntad, más afilada que los cuchillos en su vuelo plateado a través del cargado ambiente de las posadas.
Lo que Hauk no adivinaba era por qué alguien deseaba tan vehementemente apropiarse de la enjoyada tizona.
Sea como fuere, subsistía en un desierto de espera y miedo, sin discernir los períodos de sueño de los de vela. La negrura alimentaba pesadillas y las mismas alucinaciones que sufría mientras dormía lo acuciaban despierto.
Sin embargo, y en el centro del vacío, se percató de que no estaba solo. Una alteración en la textura del aire que lo rodeaba le aportó la creciente certeza de que un ente se movía sigilosamente a su alrededor.
Alguien respiraba en las tinieblas. Sus exhalaciones arrancaron ecos en la zona circundante y gracias a este hecho dedujo que allí había paredes. Una voz susurró, masculló palabras inarticuladas. El pavor se adueñó de las entrañas del cautivo y se aposentó, pesado como un bloque de hielo, en sus tripas.
No destilaba aquel acento la crueldad que antes percibiera en quien lo había interrogado sobre la espada. El tono del otro era duro, cortante como un filo, mientras que el de ahora parecía quebrado y débil.
¿No se trataría acaso de sus propios lamentos, de sus murmullos?
* * *
Una bola luminosa estalló en la penumbra, haciendo brincar las sombras por los muros y arrojando flechas de fuego a sus pupilas. Hauk bramó de dolor. Carecía de la autonomía necesaria para volver la cabeza, incluso para entornar los párpados. Los fulgores se atenuaron de inmediato.
La figura de un enano, envuelto en una ígnea aureola y acuclillado a sus pies con un fanal enarbolado, se impresionó en toda su incandescencia en las retinas de Hauk.
—¿Quién...? —balbuceó éste.
No obtuvo más respuesta que un prolongado suspiro y el blando crujido de unas botas forradas en la roca.
—¿Quién eres? —insistió Hauk.
Resonó un sollozo, un quedo gruñido, y se hizo el silencio. El guerrero quedó de nuevo abandonado a sí mismo en la desolación.