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La taberna de Tenny
Los habitantes de Long Ridge no se tomaron en serio las cuestiones teológicas hasta que los atacó el Dragón Rojo. La ciudad, desde el punto de vista religioso, acogía por igual a los que abrazaban el culto a los nuevos dioses, los que se aferraban a los antiguos y la muy extendida secta de los indiferentes. Los denominados «buscadores» no eran rígidos y, en cuanto a los creyentes en las divinidades de antaño, que algunos calificaban como las únicas legítimas, practicaban su credo sin alterar el orden. Había lugares donde los fieles de uno u otro grupo se enzarzaban en violentas trifulcas contra los ateos o los apáticos, pero la vida en Long Ridge era demasiado próspera, demasiado estable y cómoda para desbaratarla en revueltas de esta índole.
Alimentados por el producto de las ricas granjas que se alineaban a ambas orillas del río y por la caza que abundaba en campos y bosques, los ciudadanos confirmaban el dicho según el cual «el hambriento luchará, mientras que el bien nutrido hará tranquilo su digestión y esperará anhelante la próxima comida». Al ser destruida Solace, al norte de su territorio, las gentes de Long Ridge deberían haber alzado su mirada al cielo. No lo hicieron.
Verminaard, el de la armadura encarnada, llegó a la población fresco tras su fácil victoria en Solace y se apoderó de la población y del valle en una jornada. No necesitó una escuadra de reptiles; únicamente al suyo, a Ember. Apenas tuvo que recurrir a sus tropas de soldados, todavía saturados de la dulce fetidez de los vallenwoods quemados y de los cadáveres.
El ejército acometió contra el centro más concurrido, y entretanto el Señor del Dragón y su temible fiera la emprendieron contra las casas diseminadas por la hondonada, repartiendo ruina y muerte con puño de hierro. Tras reducir las haciendas a humeantes eriales, Verminaard supervisó la labor de sus hombres y constató que habían sitiado la ciudad, estrechando su cerco y constriñendo a sus moradores como la tira de cuero mojado del verdugo al secarse en torno a la garganta del indefenso reo.
El dignatario de las hordas malignas permitió a sus guerreros, con siniestra generosidad, que satisficieran su sed de sangre. Una vez saciada ésta, lo que significaba propagar el caos, asesinar a una considerable porción de los pobladores de Long Ridge y aprehender a la mayor parte para hacerlos trabajar como esclavos en las minas de Pax Tharkas, Verminaard dispuso que cesaran el pillaje, las violaciones y las matanzas. Puso a Carvath al mando de las fuerzas de ocupación, encargándole que le exprimiera todo el jugo posible o, en otros términos, que confiscara las riquezas que hallara a su paso. El citado Carvath, un capitán humano de ojos turbios y cuerpo enteco, recordaba a cuantos lo observaban a un chacal, aunque más de uno podría argüir que tal comparación resultaba insultante para el taciturno y agresivo animal.
Centenares de horrendos draconianos, humanos borrachines y goblins se adueñaron de las calles. Eran unos vencedores brutales y salvajes, que tomaban lo que querían a su entero capricho y no vacilaban en matar a quien osara oponerse. Se asemejaban a lobos que hubieran soltado en medio de un rebaño sin pastor.
Mientras los elfos atribuían toda la culpa a los hombres, los enanos, en su fortaleza de Thorbardin y cargados de un desdén ancestral, responsabilizaban a ambas razas de los pecados del pasado y el presente. No les habría costado nada achacarles también los desastres futuros.
En Long Ridge, aquellos que no fenecieron procuraban sobrevivir día a día a las continuas amenazas que entrañaba la presencia de los seguidores de Verminaard. Al rebelarse los prisioneros sometidos a cruel servidumbre en Pax Tharkas, el Señor del Dragón se desentendió de la insignificante ciudad y la dejó en manos de Carvath.
En las frías noches de finales de otoño, en la soledad de sus destartalados hogares, los ciudadanos se preguntaban si deberían haber considerado más seriamente a los dioses.
* * *
La taberna se llamaba sencillamente Tenny's y era, dentro de ciertos límites, un establecimiento libre. Se le aplicaba este epíteto porque los oficiales draconianos de ocupación no lo visitaban a menudo y, por orden de Carvath, estaba prohibida la entrada a los soldados rasos. Constituía un secreto a voces que los espías del capitán lo frecuentaban bien disfrazados, pero en general las misiones que les encargaban eran ajenas a las cuitas y negociados de los moradores de Long Ridge. De ahí que el provisional mandamás de la ciudad otorgase al local el privilegio de gobernarse sin intervención.
Tyorl observaba a Hauk tras el parapeto de su jarra de cerveza. Éste era el tipo de persona que Finn se enorgullecía de tener entre sus guerreros, en su Compañía de Vengadores, como él mismo la bautizó: joven y aguerrido, con una marcada animosidad hacia el ejército de los Dragones en su conjunto y hacia Verminaard en particular. Todos los integrantes del grupo habían perdido amigos o familiares bajo el acoso de los draconianos. El poblado de Hauk fue asaltado por atroces pelotones de esta híbrida raza, y su anciano padre, el único pariente que le quedaba, murió en una terrible agonía. Tyorl, aunque sus seres más allegados lograron huir a Qualinesti, se había visto privado de colegas entrañables y de una casa. Los dos encarnaban el ideal de Finn.
La Compañía de Vengadores deambulaba por las zonas limítrofes entre Qualinesti y las Montañas Kharolis con el exclusivo propósito de desahogar su resentimiento desarticulando a placer las patrullas enemigas en tránsito. Finn no encontró ninguna razón para desaprovechar la situación de privilegio de Tenny's, así que envió a los dos personajes que ahora bebían en la posada con la misión de que averiguaran los planes inmediatos de Carvath en lo referente a la vigilancia de la comarca.
Hoy mismo, Tyorl había verificado el rumor de que pronto habría movimientos militares en las estribaciones de las Montañas Kharolis. El Señor del Dragón desplazaría no sólo un contingente, sino también una base de suministros. Todavía furioso por la fuga masiva de ochocientos esclavos, y en un intento de lavar las heridas infligidas a su arrogancia, Verminaard pretendía ampliar su radio de acción, y consecuentemente la guerra, hacia el sur y el este. Su objetivo era Thorbardin: estaba dispuesto a enseñorearse del reino de los enanos antes de que llegara el invierno.
El jefe de los Vengadores emitiría una risa socarrona cuando se enterase de los proyectos de su poderoso adversario, si bien en esencia la mofa iría dirigida a los hombrecillos que se aislaban en las escarpaduras. Finn criticaba sin remilgos a los enanos, que dejaban que las compañías de luchadores traspasaran a su albedrío los confines de Thorbardin pero se resistían a participar en el conflicto. Fuera como fuese, nada impediría al adalid poner todo su empeño en atormentar a sus verdaderos rivales: los canallas al servicio del Señor del Dragón.
Mas no nos precipitemos: cada cosa a su tiempo. Hauk posó su espada encima de la mesa, al lado de la daga de puño de asta. La luz del hogar, profundo y ancho, se deslizó por la dorada guarnición de la tizona, con su cazoleta de plata y los cinco zafiros. Las reverberaciones confirieron una nueva tibieza a las cortantes y perfectas facetas de las joyas y realzaron las venas bermejas que parecían bañar el corazón vivo de la acerada hoja. Los cuatro sujetos que se refrescaban y jugaban a los cuchillos en la mesa vecina se sumieron en un total mutismo.
«Tendremos complicaciones —pensó el elfo—. Espero que ambos nos presentemos ante Finn en una pieza.» Y retorció los labios en lo que esperaba fuera una afable sonrisa.
—Llevas un arma preciosa.
Era el más fornido de los hombres el que pronunció esta alabanza, arrastrando las sílabas de un modo curioso. Se frotó la mandíbula, hirsuta con su barba de una semana, y alzó el vaso en un brindis dedicado a la espada. La espuma se desbordó y corrió, seguida del dorado líquido, por su puño y su brazo.
Hauk observó su espada y ladeó la cabeza como si no se le hubiera ocurrido antes que era, verdaderamente, un bello ejemplar. Asintió, y lo hizo con expresión risueña y franca.
—Sí. ¿Te parece lo suficientemente bonita para apostar por ella, Kiv?
El hombre consultó con sus tres acompañantes, quienes asintieron sin levantar las narices de la jarra, con los ojos congelados en la fingida impasibilidad de aquellos que no quieren delatar ninguna emoción porque el asunto les importa más de lo confesable. ¡Los zafiros de la empuñadura debían de valer una fortuna! Kiv miró en último término a Tyorl, el elfo.
—La espada es suya —se zafó éste, encogiéndose de hombros—. Puede hacer con ella lo que juzgue oportuno.
El lugareño se secó la mano, empapada de cerveza, contra los calzones, que estaban ya tiesos por la grasa acumulada de mil ágapes.
—Bien, gusano —se encaró con Hauk—, yo elegiré la diana. Si fallas o la rechazas, tu tizona pasará a ser mía.
Hauk descansó ambas manos sobre una de las tablas de la mesa, todavía sonriente y beatífico, con un candor capaz de desarmar al más insensible. Sólo su amigo captó el glacial centelleo de sus pupilas.
Con un suspiro, Tyorl cogió su jarra y se recostó contra la pared. Hacía tres años que trataba al otro Vengador, y en ese tiempo había aprendido que podía confiar en que éste le cubriría las espaldas en la batalla y que incluso se interpondría entre él y un filo hostil, si era preciso. Únicamente había que respetar una condición: no interferir jamás cuando los ojos del humano se volvían de hielo.
Él y Hauk habían jugado a los cuchillos toda la velada, con la cena y la bebida como prendas, y aún no habían tenido que pagar ni un mendrugo ni una ronda. Era ésta una circunstancia muy positiva, pues habían gastado su último dinero en el alojamiento y no les quedaba una triste moneda, ni siquiera de las de aleación. Al humano le gustaba jactarse de que él podía subvenir a las necesidades de ambos sin más tesoro que su inteligencia y su daga, mas, aunque por lo común hacía honor a tales alardes, el elfo estaba persuadido de que ahora era otro juego el que se les proponía.
El plato caliente o la pinta de rigor no entraban en el reto. El saquillo que Kiv portaba al cinto vibraba con un sugerente tintineo al caer la noche. Pese a estar mucho más ebrio que una hora atrás, el grandullón no había perdido la lucidez hasta el extremo de ignorar que debía rehacerse de las pérdidas sufridas si aspiraba a comer al día siguiente.
—¿La espada a cambio de qué? —rugió el lugareño.
—¿Por qué no lo sugieres tú?
El hombretón se apoyó en el respaldo de su silla, haciendo crujir la madera. Cruzó entonces los brazos sobre el abultado vientre y oteó el techo de la taberna, bajo y surcado por vigas negras.
—Todo lo que guardan mis amigos en sus bolsas.
Hubo en el seno del trío un murmullo azorado. Uno hasta hizo ademán de protestar, pero Kiv, prendidas todavía las pupilas de los ahumados travesaños, señaló con gesto ausente la tizona para llamar la atención de sus compañeros sobre su oro, plata y alhajas. El reticente parroquiano capituló, encendiéndose en sus ojillos oscuros la luz de la codicia.
—¿Qué garantía me das de que esos saquillos no están ya vacíos? —inquirió Hauk.
El hombretón chasqueó los dedos, y sus tres compinches se desanudaron los que habían de ser sus avales y los tiraron en la mesa. Ninguno de los Vengadores dejó de percibir el rico repiqueteo de su contenido.
El elfo, impenetrables sus rasgos salvo por los indicios de sueño, volvió a sonreír. Aquellas monedas eran bagatelas en relación con el valioso acero, pero de todas formas Hauk no erraría en su lanzamiento. En el muro más apartado habían dibujado un contorno gris y vago que pretendía representar a un hombre. Una mancha de vino delimitaba su corazón y, de las dos docenas de agujeritos que lo horadaban, todos menos cinco eran obra de Hauk.
En su derredor, los altibajos sonoros de las tertulias parecieron hallar un equilibrio colectivo en el susurro o el silencio. En una de las mesas, cuatro habituales asieron los servicios que les ofrecía la moza de la posada y retiraron las sillas para mejor presenciar el espectáculo. Otros botaban literalmente en sus asientos, respirando el aroma de una apuesta importante.
Al otro lado de la vasta sala, dos enanos ataviados con oscuros ropajes se inclinaron un poco hacia adelante. Nadie reparó en tan discreto cambio de postura salvo Tyorl, quien lo consideró interesante dado que unos segundos antes el dúo estaba enfrascado en su conversación y se mantenía ajeno a cuanto lo rodeaba.
La muchacha que atendía a los clientes, liberada de su cristalina carga, pasó junto a la mesa de Tyorl y circuló entre las otras con donaire y seguridad, erguida la espalda y recto el fino talle, mientras esquivaba sin dificultad los toqueteos de los más atrevidos. Su cabello, que brillaba con los colores del crepúsculo y capturaba las irradiaciones de las llamas como el cobre pulido, colgaba en dos trenzas sobre su espalda. «Seductora criatura», la piropeó Tyorl para sus adentros.
Kiv se arrellanó todavía más en su silla, que gimió con mayor vehemencia, y cerró los ojos.
—El blanco será la chica —decidió.
—Se refiere a su bandeja, ¿no crees? —preguntó Hauk a su amigo, a la vez que se rascaba la barba absorto en fingidas cavilaciones.
En un primer momento, el elfo estuvo a punto de contradecirlo, asaltado por la sospecha de que había que tomar al pie de la letra las palabras del grandullón. Dio un largo trago antes de, despacio, depositar la jarra en su sitio y, como si recapacitase, mirar de hito en hito a la joven, a medio camino de la barra, y la daga del otro Vengador. La cerveza derramada relucía en su hoja.
—Claro que sí —contestó al fin a su colega, a la par que sacaba su propia daga de la funda—. ¿Me equivoco, Kiv?
Aún con los párpados entornados, el hombre esbozó la mueca, perezosa, traicionera, de un felino.
—Desde luego que no. Has de apuntar a la bandeja: o aciertas en el centro geométrico o quedas descalificado... y desposeído.
El individuo que se había opuesto a que arriesgaran su bolsa lanzó una carcajada nerviosa.
—¿No se le otorgarán puntos si hace impacto en la moza?
La danza de las brasas se avivó en el filo del arma corta que había extraído Tyorl. Kiv abrió los ojos, la vio y respondió con punzante sarcasmo:
—En absoluto.
Todo el mundo calló, no oyéndose durante unos segundos sino las pisadas de la muchacha en su caminar hacia el mostrador. Frente a la repentina quietud, ésta se dio cuenta de que se había convertido en el foco de atención y se volteó sin prisas, con la fuente en las manos.
Hauk, tan dura la mirada como los zafiros de la espada, agarró el puño de su daga con determinación. Su compañero casi podía escuchar las quejas que formulaba en su mente, pero era consciente de que no desistiría.
Renegó el elfo sin exteriorizar su repulsa. Armada su mano derecha, izó el recipiente en la izquierda y lo lanzó con todas sus fuerzas.
—¡Mujer, agáchate!
Desorbitados sus ojos verdes, la muchacha obedeció y, en un acto reflejo, elevó la bandeja por encima de su testa para rechazar la jarra. La hoja del forastero humano sesgó el viciado aire cual un rayo argénteo, tan rápida que en ninguna retina se impresionó su trayectoria.
La muchacha gritó, un borracho tartamudeó una retahíla de vítores y, al morir estas voces, resonaron tan sólo en el ambiente el zumbido del acero al hender la madera y los sollozos de la joven. Los ecos de éstos quedaron unos momentos suspendidos en el vacío, hasta que los absorbió una oleada de clamores y el estruendo de una silla al volcarse, fruto del ímpetu de su ocupante que, advirtiendo que la moza iba a desmayarse, corrió a auxiliarla.
Llegó demasiado tarde. La infeliz se desplomó y con ella la fuente, clavada en su centro exacto el arma de Hauk.
Uno de los enanos del sombrío rincón de la taberna, tuerto y de rostro anguloso, se incorporó y salió del local. Una fresca ráfaga ventiló el recinto; la aureola azulada del fuego que ardía en la chimenea osciló y se distorsionó, mas se estabilizó de nuevo al ajustarse la puerta.
Tyorl no se perdió ni un detalle de ese movimiento, mientras que su amigo, pálida la parte de su tez visible por sobre la barba, se puso en pie y envainó la enjoyada tizona.
—Justo en medio, Kiv.
El interpelado renunció a calibrar el resultado, sabedor de que no haría sino aumentar su desencanto y la intensidad del rubor que ya encendía sus pómulos. El elfo, por su parte, se apresuró a cobrar la recompensa y ordenó al campeón:
—Ve a disculparte con esa joven, Hauk. Nuestros colegas partirán enseguida.
—¿Adonde? No me apetece volver a casa —replicó el otro en tono provocativo.
—Eso no le concierne a nadie más que a ti —le espetó su interlocutor, y acarició con el pulgar el mango de su arma—. Por hoy ya has bebido todo lo que puedes tolerar, y además te has quedado sin dinero.
El vacilante humano ojeó la daga de Tyorl y los dedos del humano, muy próximos a la empuñadura de la espada. Sus compinches decidieron por él.
—Vamos —ordenó uno de ellos, enderezándose—. Nos has arruinado a todos. Deja al menos que conservemos el pescuezo.
Kiv se humedeció los labios antes de, pertinaz, acusar al elfo:
—Eres un tramposo, te has inmiscuido.
—No —fue la lacónica respuesta.
Los zafiros refulgían en su guarnición como gélidos ojos azules. El hombretón avanzó hacia ellos, atraído de manera irrefrenable, pero uno de sus compañeros le estrujó el hombro y lo obligó a detenerse.
—Ya basta, Kiv. Pierde con dignidad.
El derrotado personaje propinó un puntapié a una silla que le obstaculizaba el paso y, enfurecido, desapareció. Hauk relajó la presión de sus dedos sobre la empuñadura de la espada y atravesó la habitación para recuperar su daga.
La cháchara que habían interrumpido los acontecimientos fue animándose paulatinamente, hasta restablecerse. Tyorl se recostó otra vez contra la pared. No veía el momento de abandonar Long Ridge.
* * *
El olor acre de la cerveza vertida se entremezclaba con el tufo de los paños sucios. Acurrucada detrás de la barra, Kelida se esforzó en controlar el rechinar de sus dientes cerrando los maxilares y tragando saliva. Todavía veía, como en una pesadilla, el relumbre del acero bajo el efecto de las llamas.
Oyó un plañido, y comprendió por el timbre que era suyo. ¡Aquel tipo casi la había matado! Fuera, en el salón, los clientes cuchicheaban o discutían con toda normalidad. Tenny, el tabernero, daba sus desabridas instrucciones al zagal que limpiaba el establecimiento, y la cerveza fluía a borbotones de los barriles.
Hacía dos semanas que la moza trabajaba en la taberna, y lo primero a lo que hubo de acostumbrarse fue a eludir los cuchillos, y otras armas similares, que cruzaban el local sin que nadie le avisara. A su patrón le entusiasmaban aquellas prácticas y ni siquiera le molestaba que le desconchasen la pintura. Tampoco le había afectado, al parecer, que utilizasen a su ayudante como diana.
Aunque un poco aturdida, se fue reponiendo del vahído. Alguien la había sentado y le había rociado el rostro con agua. Ahora retumbaron unas zancadas tras ella. Se giró: era el hombre que estuvo a punto de asaetearla.
El acero estaba envainado y la manaza bien lejos de él. Cenicienta la faz bajo la capa curtida por el sol, el guerrero se acuclilló a la altura de la que fuera su víctima. Sudaba a torrentes.
—Perdóname —suplicó. Su voz de barítono se quebró al tratar de suavizarla.
—Has jugado con mi vida.
—Lo sé.
Cuando el desconocido le tendió la mano, grande y áspera por las abundantes callosidades, Kelida se encogió. Aquel humano era una especie de oso con su robustez, el descomunal pecho y la barba negra. La principal diferencia respecto de un plantígrado estribaba en sus ojos azulados. La muchacha los escrutó, con la súbita conciencia de que su agresor estaba entre ella y la puerta trasera del establecimiento. Adivinando una tremenda ira en las contraídas facciones femeninas, Hauk se irguió de un brinco y dejó franca la vía que antes obstruía.
—Lo siento mucho —se ratificó.
—¡Déjame en paz! —lo repelió la mujer, levantándose y echando a andar hacia el exterior.
—Ya ha pasado todo —continuó él con una sonrisita suplicante—. Me arrepentí en cuanto la daga salió despedida.
Sin pensarlo dos veces, la moza se volvió hacia el Vengador con los puños apretados:
—¿Lo lamentarías más si hubiera muerto?
—No me planteé la posibilidad de desviarme: es algo que jamás ha ocurrido.
—¡Has jugado con mi vida! —repitió ella.
Explotaron al fin su furia y su rencor. Arremetió contra Hauk, arañándole el rostro con las uñas y descargando una lluvia de puntapiés. Antes de que el atacado capturase sus muñecas, vio manar la sangre de las incisiones practicadas en las mejillas; al sentir sus manos atenazadas y en alto, lejos de la carne que quería hincar, aún tuvo arrestos para escupir a su enemigo en plena nariz.
Hauk se secó la cara con el dorso de la mano libre —le bastaba una para abarcar las dos de la muchacha—, y desenvainó la espada. En aquel instante, la prisionera detectó un extraño brillo en sus iris. El coloso la soltó y se quedó inmóvil.
—Te pido excusas por haber jugado con tu vida —insistió.
Puso la tizona atravesada sobre sus brazos y extendió éstos como quien hace una ofrenda. Los zafiros capturaron toda la luz que había en el penumbroso cuartucho, centelleando en un singular claroscuro. El corazón ígneo del acero, que Kelida creyó al principio un cerco de sangre, palpitó en el interior del arma a través de sus ramificaciones purpúreas. El gesto inesperado del hombre hizo retroceder a la joven.
—Tómala.
—N-no deseo poseerla.
—Pero yo sí dártela. Era el trofeo que empeñé esta noche y, puesto que tú has sido la agraviada y quien de verdad ha estado en jaque, te pertenece por derecho propio.
—Estás borracho.
—No niego que me siento un poco mareado pero, beodo o sobrio, te regalo la espada muy a sabiendas de lo que hago.
Al no dar muestras la muchacha de que fuera a aceptar el presente, Hauk depositó la espada en el suelo. Desabrochó acto seguido la débil hebilla de piel sin ornamentos, que ceñía el arma al cinto, y dejó la vaina al lado de ésta. No dijo nada más; dio media vuelta y partió.
Kelida contempló largo rato la magnificencia de las gemas, el oro y el acero. Luego, con tanta precaución como si fuera una serpiente y no una pieza de metal lo que yacía a sus pies, la rodeó y se reintegró en el tumulto del abarrotado local, entre cervezas, humos y hedores familiares.
El hombre barbudo traspasó el umbral de la calle. El elfo, su compañero, estaba todavía arrimado indolentemente al tabique más próximo a su mesa. Alzó la vista de su jarra, estudió a la mujer de manera concienzuda y levantó su vaso a modo de saludo. Kelida rehuyó su mirada.
Los parroquianos agrupados en una de las esquinas, a pocos metros de Tyorl, abonaron sus consumiciones y se retiraron. Su mesa no quedó vacante más que unos segundos, ya que la reclamó un enano. El hombrecillo se desprendió de su hatillo, desató una vieja y gastada funda de la espalda y la situó donde pudiera asirla. Ordenó que le sirvieran bebida, y la moza reanudó su tarea.
* * *
El enano tuerto que merodeaba por las inmediaciones de la taberna no tenía rango ni, peor aún, un clan. Los theiwar eran, sobre todo, privilegiados moradores de Thorbardin, así que consideraban al enano apátrida un fantasma viviente del que había que hacer caso omiso, al que había que tratar como si no existiera. Los guardianes de Realgar nunca malgastaron con éste una palabra superflua. En el curso de su convivencia cotidiana, actuaban como si no existiese. ¿Qué había hecho para merecer tal castigo? Era un misterio, aunque especulaciones no faltaban.
Algunos rumoreaban que cometió su ofensa mortal a instancias del thane. Fuera cual fuere el móvil de su crimen, Realgar no se despegaba de él.
Circulaba por sus venas sangre de mago y, pese a que no era ducho en artes arcanas, hacía gala de una más que razonable competencia en la invocación de hechizos sencillos. Fue así como se granjeó la marcada predilección de Realgar, que hizo de él un consejero insustituible. El monarca se fiaba más de su agudeza visual que de la propia, y se manifestaba a través de su boca.
Su nombre era Agus, aunque entre los theiwar ostentaba el peyorativo título de Heraldo Gris. Se afirmaba, aunque en temerosos murmullos, que aquella criatura podía decapitar a un hombre y sonreírle mientras lo sacrificaba.
En las sombras de la calleja que separaba la taberna de las cuadras, Agus esperaba a Hauk. El pasadizo desembocaba en la dehesa y la herrería, una plazoleta donde se había apostado Rhuel, el secuaz del enano.
En la avenida principal dos soldados del ejército de los Dragones, ambos humanos, zigzagueaban en dirección de sus barracones. «Con una borrachera así —se regocijó el tuerto— no me causarán problemas.»
Resonaron en el callejón la coz y el piafar impaciente de un caballo que golpeaba su casilla. Notó el Heraldo Gris que la madera se combaba por los golpes, a la vez que un caballerizo maldecía al animal y éste relinchaba con toda la potencia de sus pulmones.
Se abrió la puerta de la taberna. Dos chorros, acústico uno y luminoso el otro, inundaron la quietud nocturna y se difuminaron al encajarse de nuevo la hoja. El enano espía blandió su daga, mientras las lentas y contundentes pisadas se acercaban. Rhuel se asomó desde su escondrijo.
Conteniendo el resuello, Agus oteó el panorama. El Vengador, cabizbajo y pensativo, se alejaba de la posada en dirección hacia el paseo más ancho. El vigilante hombrecillo ondeó la mano derecha en unas esotéricas evoluciones, y brotó la magia de los recovecos de la calleja.
El viajero se detuvo en la encrucijada y ladeó la cabeza, convencido de que alguien lo llamaba. Se giró hacia el lugar de donde venía y no distinguió nada: la calle estaba vacía. Lo único que vibraba en sus tímpanos eran las risas, las bullangueras pláticas de los clientes de la taberna. El enano hizo otro movimiento con los dedos, éste aún más complicado.
Aunque él creía haber enfilado la avenida, Hauk se internó en el pasaje y en un sueño encantado. El enano de un solo ojo se felicitó por su éxito, augurando que aquel forzudo nunca recordaría su interminable caída antes de estrellarse contra el suelo.
* * *
Kelida invirtió la última silla, la izó sobre la mesa y hundió la bayeta en un cubo de agua en cuya superficie nadaba una telilla de mugre. Reinaba en la sala un silencio que no rompían sino los estampidos de las cacerolas en la cocina o el rezongar blasfemo de Tenny mientras pasaba revista a los desperfectos y tiraba al callejón jarras y vasos inservibles. La muchacha despejó de su semblante los mechones que, en el ajetreo, se habían fugado al aflojarse las trenzas. Doloridos sus pies, y también los brazos después de acarrear decenas de fuentes rebosantes de cerveza, hoy se sentía más exhausta que en ninguna otra velada. Ni siquiera en la época de la cosecha, con el peregrinar entre los campos, el trigo y el heno que trillar, hacinar y transportar, había experimentado un cansancio equiparable.
Afluyó a sus ojos un llanto espontáneo, amargo, y un estrangulamiento ocluyó su garganta. Este año no habría cereal que recoger, ni tampoco el siguiente. Algunos, con ácido humor, declararon que una plaga había destrozado los cultivos. Una plaga, en efecto, pero de dragones.
«No —rectificó la moza su propia apreciación—, de un único reptil.» Aquel animal gigantesco no necesitaba refuerzos. Durante mucho tiempo, tendría pesadillas recurrentes sobre el día en que la roja bestia abrasó el territorio con sus llamaradas.
Se volteó al abrirse la puerta de la fachada frontal, suponiendo que sería algún huésped trasnochador. El amigo del forastero que había atentado contra su vida por una absurda apuesta cerró el batiente con delicadeza. La mujer se encorvó para agarrar el asa del cubo, y el elfo cruzó el salón en tres ágiles zancadas y tomó el recipiente de su mano.
—Permíteme. ¿Adónde he de llevarlo?
Kelida indicó el caballete que hacía las veces de mostrador y ella misma lo bordeó para acabar de fregar la parte posterior.
—Gracias.
El visitante dejó su carga cerca de la puerta de la cocina y regresó al salón, ahora desierto. Con los codos apoyados en la barra, sin despegar los labios, observó a la mujer que se afanaba en su quehacer.
—El local ya está cerrado —le informó la moza, fija la mirada en una viscosa mancha que habría de frotar con fuerza para eliminar.
—Es evidente. No me interesa remojar el gaznate: he venido en busca de Hauk.
—¿De quién?
—De Hauk. —Para hacerse entender, y con una mueca jocosa aunque sin malicia, Tyorl imitó a los lanzadores de cuchillos—. Os habéis tropezado hace unas horas. ¿No ha aparecido por aquí luego?
—Yo no lo he visto. —La muchacha restregó los restos secos y adheridos del charco.
—Por tu tono deduzco que lo que haya podido ser de él te deja indiferente.
La posadera cesó en sus obligaciones y reparó por primera vez en la fisionomía de su oponente. Sus ojos oblicuos y agrisados destilaban jovialidad. Todo lo que su amigo tenía de recio, de musculoso, era en él estilización y elegancia. El tal Hauk hollaba la tierra al caminar con su paso rotundo de oso, mientras que la gracia de éste emulaba la de la gacela. No pudo la joven calcular su edad, ni siquiera si era un adolescente o un anciano, ya que los rasgos de los de su raza, siempre tersos, engañaban.
—Tyorl —dijo, como si la otra hubiese indagado sobre su identidad.
—Tu amigo no ha dado señales de vida —explicó Kelida— desde que salió de la taberna.
—¿No ha hecho nada para recuperar su espada?
—Me la dio a mí.
—El exceso de alcohol suscita en ese grandullón reacciones realmente extravagantes. ¡Vaya una manera de expiar su mala conducta!
Una ojeada de soslayo al noble porte de su interlocutor hizo nacer la duda en la moza. ¿Acaso aquella espléndida tizona, tan elaborada y cara, procedía de los cofres de un dignatario elfo?
—¿Era tuya? Me garantizó que podía hacer con ella lo que se me antojase, pero si no era su genuino dueño te la restituiré.
—No te ha mentido, sosiégate. En nuestro grupo él es el espadachín, yo el arquero. En los casos de apuro, o en aquellos en que se requiere un combate cuerpo a cuerpo, recurro a mi daga. Fui su maestro en el juego de los cuchillos y todavía puedo ganarle, lo que me complace sobremanera.
Sin poder resistirse a la cordialidad del elfo, la mujer sonrió.
—Con esa arma compraría uno la ciudad entera, ¿no crees?
—La ciudad y un par más. ¿No ha intentado embaucarte para reconquistarla?
—No he tenido noticias de ese humano —se ratificó la joven—. El arma está en mi poder.
La había guardado en el trastero, envuelta en un raído saco de harina y camuflada tras unos desvencijados toneles de vino tinto. Era el mejor elixir de Tenny, así que nadie salvo él se atrevía a extraerlo de las barricas, aunque hoy no había tenido necesidad de tocarlas. La muchacha no paraba de cavilar sobre la espada y la riqueza que podían proporcionar el oro y los zafiros. Quizá la vendería y se iría de Long Ridge, estableciéndose en otra región. Pero ¿dónde?
—¿Te la traigo? —preguntó al elfo.
—¿Me la darías? —se asombró éste, enarcadas las cejas.
—¿Qué iba a hacer yo con una tizona tan imponente?
—Te pagarían por ella una suma nada despreciable.
—¿Y después?
—Eso eres tú quien debe decidirlo. Por ejemplo, marcharte de esta ciudad en ruinas.
—Para terminar en otra que no sería mejor. Todos los miembros de mi familia han muerto, y en la actualidad es muy expuesto transitar las sendas en solitario. Yo no lo haría, y menos aún ocultando en las alforjas algo digno de robarse. Además —agregó, escrutando el rostro del elfo—, esa pieza es de tu amigo. ¿Por qué me insinúas que comercie con ella?
—Yo no insinúo nada —se defendió Tyorl—. Me deja estupefacto que no saques partido de tu suerte, eso es todo. Más tarde o más temprano ese atolondrado vendrá al rescate de su arma y entonces ya nada podrás hacer.
—¿Estás sordo? La espada es mía. —Disgustada, Kelida se concentró de nuevo en su labor.
—Sé que la venganza es placer de dioses, y que nuestro buen amigo Hauk se ha hecho acreedor a padecer la tuya —sentenció el elfo con su irónico humor, retrociendo hacia la sala—. No cedas fácilmente, muchacha, hazle sudar un poco antes de devolvérsela.
La moza guardó silencio, aunque espió al viajero mientras cruzaba el local y ascendía la escalera que conducía a los aposentos. A continuación, y tras ordenar sus bártulos, recogió el arma —un desmañado fardo liado en el burdo cáñamo— y subió a su alcoba, un desván frío y desprotegido de las corrientes que le habían alquilado como vivienda.
Olía la habitación a cuadra, pues daba sobre ésta y todos sus efluvios se filtraban por las ranuras, y también a licor rancio debido a las dimanaciones de la taberna, si bien a unos y otros se había habituado. Le costaba tan mísero alojamiento dos tercios de su salario; la comida y unas pocas monedas constituían el tercio restante.
Se derrumbó en el montón de paja que hacía las funciones de lecho, junto con unas mantas de tosca lana que le irritaban la piel. Desenrolló la envoltura del acero, tiró de él hasta que sobresalió unos centímetros de la sencilla vaina y admiró los metales preciosos, las azules piedras que se empecinaban en arrebatar su luz a las estrellas. ¿Estaba loco Hauk, o fue la borrachera lo que lo indujo a cometer el desatino de utilizar la tizona como prenda? Estuvo a un tris de perderla irreparablemente. ¿Tan seguro se sentía de su destreza? Por sus pieles de cazador y sus botas altas, la muchacha intuyó que era de un guerrero de los que luchaban en las montañas.
Su timbre estentóreo, meditó, lo definía sin lugar a equívocos como alguien que solía anunciar a voz en grito la consecución de un venado o rugir un desafío. Había tenido que esforzarse para rebajarlo al tono amable de la disculpa. De pronto, Kelida deseó que transcurriese rauda la noche y amaneciera el día en que Hauk se presentaría para rescatar su espada.
«Estoy enfadada con ese tipo», hubo de recordarse a sí misma. El elfo le había aconsejado que se vengase, aunque sin excederse, y estaba resuelta a hacerle caso. Le impondría su penitencia.