17

Revelaciones de un muerto activo

«¿Dónde te escondes?», le había preguntado el kender.

Piper, como no lo sabía, le dijo que detrás de él. Fue una respuesta aceptable pues, dado que parecía estar en todas partes y en ninguna al mismo tiempo, cualquier asunción era válida. No había hitos en su neblinoso y cambiante plano, sino un flujo y reflujo continuado, eterno. Veía a través de la mente, no de los ojos, y tampoco era la magia la que posibilitaba su percepción. No le quedaba más vestigio arcano que el hechizo que ahora lo arropaba.

Piper era un espíritu, un fantasma engendrado por las virtudes de su flauta. Había muerto.

Cesó de pensar un instante, y se le antojó que era como contener el resuello. No andaba desencaminado. Del mismo modo que los vivos habían de respirar regularmente, él en su nuevo estado no podía detener su cerebro durante mucho rato. A tientas, al igual que un hombre se palparía una herida en proceso curativo, buscó en su memoria el recuerdo de sus últimos momentos de existencia.

Fue la culminación del dolor, de un agotamiento que quebraba los huesos. Oyó a una mujer joven que pedía auxilio, que pronunció el nombre de Stanach. Luego se sumió en un vacío hondo, insondable y en él permaneció un tiempo indefinido hasta que los pensamientos del enano, su callada aflicción, azuzaron los límites de su conciencia. Sintió su dolor y habría querido hablarle, hallar un medio para prevenirlo contra los hombres de Realgar. No anidaban fuerzas en él, tan sólo anhelos.

Atisbó entonces su instrumento, que Stanach había depositado a su lado. La flauta encerraba su arte de intérprete y de encantador. Tocaba para él sus canciones con amistosos sones y prestaba su voz a otras baladas que él nunca habría imaginado. Halló un resquicio de energía para ensayar un postrer sortilegio, que él invocaría y la flauta tendría que obrar.

¿Era su condición espectral distinta de la muerte misma? Inspeccionó el paraje con unos ojos que no eran sentidos, sino apéndices del intelecto. No podía «ver» todo como siempre supuso que lo hacían los entes de ultratumba; su radio era apenas mayor que el que había gozado en vida. De todas maneras, su habilidad se amplió por el mero hecho de utilizarla. Al igual que el potencial que en una ocasión había presentido en su cuerpo, el ángulo de visibilidad se perfeccionaría y agrandaría a medida que adquiriera práctica. Tendría que explorar el limbo, o lo que quiera que fuese, poniendo en ello el mismo interés que al investigar el mundo físico y dosificándose para mejor asimilarlo. No estaba solo.

Las almas que se arremolinaban entre las brumas eran escasas y no le dedicaron la menor atención. Eran, como él, seres a quienes movían propósitos particulares y que únicamente lo rozaban en forma de suspiros.

Piper se rió entristecido y la niebla se agitó. ¿Cuántas otras criaturas suspendidas en esta esfera estaban vinculadas a un kender para el resto de su ciclo vital?

Eso había hecho el instrumento de madera de cerezo: ligarlo a Lavim —el personaje que se había convertido en el factor desencadenante—, mientras éste viviera. El encantamiento no sólo había proporcionado al kender un fantasmal compañero sino también, por intermedio de Piper, acceso a los poderes mágicos contenidos en la flauta.

Naturalmente, no previó que sería el kender el primero en arrancar unas notas de la flauta. Había supuesto que lo haría Stanach. No se confirmaron sus predicciones, y el hechizo de convocatoria había llamado al mago por boca de quien menos cabía esperar. Fuera como fuese, debía acudir. Necesitó toda una noche y parte del día siguiente para hallar una senda en los laberintos de los locuaces y disgresivos pensamientos de Lavim, pero al fin localizó un punto de su mente desde donde Springtoe no tendría dificultad en oírlo.

Al ser apresado por los theiwar, el joven Hammerfell había ocultado la flauta, temeroso de que acabara en manos de un nigromante. Él ignoraba que sus dotes esotéricas sólo saldrían a la luz en obediencia a Lavim.

Confiaba Piper en que no se meterían en más apuros de los que él podía salvar. Ahora tenía que convencer al kender de que entregara el instrumento a Tyorl.

La neblina pareció espesarse y ensombrecerse con sus temores. Si no se apresuraban, sería vano todo intento de rescatar a Stanach.

* * *

Lavim saltaba impaciente de un pie a otro. Sorprendido por haber establecido contacto con Piper, no recobró la compostura hasta poco antes de alcanzar el recodo donde aguardaban Tyorl y Kelida. Su primera medida fue esconder la flauta en el bolsillo de su capote negro, de tal suerte que el elfo no se la arrebatase de un tirón.

Ahora, Tyorl lo acribillaba a preguntas en un oído mientras el mago le murmuraba instrucciones en el otro.

¿A cuál de los dos debía conceder prioridad?

Cuéntale lo de Stanach y dale la flauta.

—Lavim, ¿qué ha sido de Stanach? —preguntó el elfo, cogiéndolo por los hombros.

—Ahora mismo te lo explico. Déjame respirar —se defendió el kender, sin saber bien qué contestar.

—Di lo que sea enseguida, es urgente —lo apremió Tyorl con ojos llameantes.

¡Vamos, díselo! ¡Y entrégale la flauta!

El kender se apartó del elfo y se parapetó detrás de la muchacha, sintiéndose acosado por todos los flancos. Aunque enteco, Tyorl poseía la zarpa de un oso y era capaz de extraerle la información a golpes.

—¡De acuerdo, te narraré lo sucedido! Cerca de la vereda detecté huellas y, al ir tras ellas, de pronto bloqueó mi avance un peñasco. Me encaramé, y había rastros del enano y de otro ser de complexión similar. Stanach no estaba allí, pero he vuelto en lugar de rastrearlo porque...

Porque tienes que entregarle la flauta. ¡Háblale de la flauta!

—Porque me figuré que preferirías ser puesto en antecedentes de inmediato.

¡Lavim, haz el favor de entregarle...!

Haciendo caso omiso de su objetor mental, el kender prosiguió:

—Tyorl, ¿qué puede haberle pasado? Las otras huellas eran de un miembro de su raza, quizás uno de esos...

Theiwar, apuntó Piper.

—Theiwar —dijo al unísono Tyorl.

El kender pestañeó. Empezaba a pesar en sus sienes una molesta jaqueca.

—En definitiva, uno de esos individuos que pretenden adueñarse de la espada de Kelida.

El elfo descolgó su arco y, con los labios comprimidos en un rictus severo, asió una flecha y aplicó la muesca a su cuerda. Kelida miró a sus dos compañeros.

—Lo matarán —balbuceó, muy espantada.

La luz del sol en el camino había adquirido una tonalidad dorada y las sombras se arracimaban en los árboles y arbustos como heraldos de la inminente noche. Había refrescado, y el ulular de las ráfagas ventosas no contribuía a paliar el efecto de la desapacible atmósfera. «Sí —meditó Tyorl—, lo harán antes o después.»

—No pueden haberlo llevado muy lejos —añadió en voz alta.

Está en las cuevas de la orilla del río.

—Está en las cuevas de la orilla del río —repitió el kender.

—¿Cómo te has enterado? ¡Diablos, Lavim, no me des las noticias con cuentagotas! ¿Hay algo más?

El kender no podía justificarse. ¿Y si porfiaba que eso era todo y unos segundos más tarde le venía otra «inspiración»? Tuvo el impulso de confesar la verdad, pero selló su boca un grito del hechicero que, al resonar en su cabeza, casi lo mareó.

«¿Cómo va a creerme si no le hablo de ti? —preguntó en silencio—. Y no des esos berridos o me estallará el cráneo entero.»

Ya habrá tiempo para confidencias, Lavim; son demasiado complicadas y Stanach no dispone de todo un día, que es lo que te costaría lograr que te creyeran.

«¿Qué debo hacer entonces?»

Muy sencillo, declara haber visto tú mismo esas grutas.

«Pero sería un embuste.»

No me vengas ahora con raptos virtuosos.

—Reparé en esas oquedades —explicó Lavim— y comprendí que no podían haberlo ocultado en otro sitio. —Con ayuda de Piper, completó la historia—. Hay cinco: no cuevas, sino enanos. Cuevas, sólo conté tres. Se encuentran en este margen y...

Tyorl las conoce, incluso las ha visitado. Finn almacena armas en una cueva del bosque que se comunica con éstas, aunque él ignora la existencia de tales conexiones.

—¿Finn almacena...?

¡Alto, vas a delatarte! ¡Y dale mi flauta de una vez!

El kender se metió la mano en el bolsillo y estrujó el instrumento. No renunciaría tan fácilmente.

—¿... almacena enseres diversos, tales como alimentos o armas, en el bosque? ¿Alguna vez...?

—¿Alguna vez ha recurrido a estas ca..., quiero decir, a alguna caverna de esta zona?

El guerrero asintió, nuevamente impaciente.

—Es evidente que, viviendo en la espesura, tenemos reservas de sobrevivencia. Pero los escondrijos se eligen en rincones boscosos, que están demasiado hacia el sur para que puedan unirse mediante túneles subterráneos a las cuevas de la ribera.

—Sí, lo..., quiero decir, quizá lo hagan. —Lavim curvó los dedos alrededor de la flauta. Estaba aprendiendo a hablar con dos personas al mismo tiempo. Has oído hablar de ciertas cuevas...— Circulan ciertas habladurías acerca de unos pasadizos dentro de la tierra. ¿Dónde los he oído? Ahora no me acuerdo, pero al parecer esas vías permiten desplazarse desde el río hasta la selva.

»Alguien me relató en Long Ridge que los bandidos solían guarecerse en esas cuevas junto al agua y luego se adentraban en el subsuelo para enlazar con la salida del bosque y despistar así a sus perseguidores.

—Tyorl —intervino Kelida, apoyando su trémula mano sobre el brazo del elfo—, debemos socorrer a Stanach.

Tyorl exhaló un resoplido. Se debatía en el dilema de dar crédito a lo que un tercero había comentado a un kender —lo que significaba que éste podía haber oído realmente eso, malinterpretado sus palabras o urdido la aventura ahora mismo— y la posibilidad de que, de haberse visto forzado el cautivo a mencionar a Kelida como la actual propietaria de Vulcania, la muchacha corriera peligro.

«Estoy entre la espada y la pared», se lamentó.

Por otra parte, ella había dicho «debemos», lo que no hacía sino agravar su indecisión. No podía abandonarla sola, con una tizona que la marcaba como el objetivo a conquistar, ni tampoco se sentía proclive a incluirla en la expedición y arriesgar su vida.

Sintiéndose maniatado por las circunstancias, el elfo maldijo su suerte. ¿Dónde estaba Finn? Sus colegas formaban una compañía de treinta hombres y no había rastro de ellos, pese a que raramente salían de aquella frondosa comarca. Renegó de la espada, de los enanos y, tras desahogarse, tomó la única decisión que podía: recomendar a Lavim y a Kelida que lo siguieran en silencio, dejar la senda trillada y encaminarse hacia el sur.

El suspiro de alivio de Piper taponó los oídos de Springtoe.

* * *

Un pánico sin precedentes asfixiaba a Stanach con tentáculos viscosos y avasalladores. Atrapado en la magia del derro tuerto, no podía respirar ni pensar. Como ecos en una pesadilla, invadían sus alucinaciones voces distantes, distorsionadas.

No se desplegaba sobre él un cielo azul, despejado, sino un bajo techo de roca, en un ambiente impregnado de pestilencias de tierra encharcada donde no había cabida para el aire purificador. Acostado en un lecho también pétreo, se clavaban afilados salientes en sus omóplatos y espalda. No le habían atado las manos, pero era incapaz de moverse.

Analizó por qué estaba inerte, e infirió que el motivo era la debilidad o, acaso, que se resistía a actuar. Una laxitud agobiante le había penetrado los músculos y hasta el esqueleto.

La luminosidad que se desintegraba en el crepúsculo reverberaba todavía en el marco de la boca de la cueva. No recordaba cómo había llegado hasta allí. Sus remembranzas se condensaban en el frío refulgir del ojo del Heraldo, la súbita náusea indisociable de los hechizos de desplazamiento y un largo y resbaladizo descenso hacia un sopor provocado.

Y, también, aquellas voces insistentes y lejanas que reclamaban Vulcania.

Un enano, flacucho y con el brazo rígido en el costado, se dibujó en el campo visual del prisionero, a contraluz y privándolo de la ya exigua claridad. Lo apodaban Wulfen, y él lo reconoció como uno de los theiwar que habían sufrido el embate de su acero, cuya sangre había limpiado en la hierba que jalonaba la calzada de Long Ridge.

Un nudo de pavor tomó consistencia en el estómago de Stanach al leer en los ojos del adversario sus ansias vindicativas, al percibirlas asimismo en su risita lupina.

Hammerfell no era mago como Piper; su desvalimiento era aún mayor que el del amigo muerto. No le restaban sino un ápice de fortaleza y la esperanza de que sus compañeros no intentaran rescatarlo.

«Tyorl —trató de ordenarle por telepatía—, saca de estas latitudes la Espada de Reyes y llévala a Thorbardin. Tu cuadrilla te proporcionará escolta suficiente.»

¿Lo haría? ¿Y si había dado a Hauk por perdido? Él quizá sí, mas Kelida no cejaría hasta el final. El mismo Stanach había garantizado su persistencia al darle a alguien a quien amar. «Un cadáver —caviló—, y sin embargo no me arrepiento. Gracias a mis intrigas la muchacha transportará a tizona a mi reino, y el elfo irá donde ella decida.» Stanach clavó con firmeza los ojos en el techo de la caverna. No volvería a perder la Espada de Reyes que pertenecía a Hornfel. Había hecho lo que debía hacer, tal como habían hecho Kyan Redaxe y Piper.

Wulfen hizo un ruido gutural y Stanach se dijo a sí mismo que ya no era un artesano de fragua sino un comerciante, uno que negociaba comprando tiempo.

El escondite estaba vacío. Tyorl y Hauk habían trabajado con ahínco almacenando flechas, espadas y dagas que entre todos ordenaron la víspera de la partida de los dos Vengadores hacia Long Ridge. A juzgar por la casi total ausencia de material, Finn debía de haberse abastecido recientemente.

El elfo habría trocado sus mejores pertenencias por una indicación susceptible de orientarlo acerca de las actividades de los guerreros. El hecho de que sus amigos hubieran vaciado el escondrijo de sus armas demostraba que precisaban de ellas, que habían entablado una batalla aunque no en las inmediaciones, puesto que no se observaban señales de lucha.

«¡Maldición! —blasfemó para sus adentros—. A mí me son indispensables y ellos apreciarían mi destreza como arquero. En nombre de los dioses, ¿dónde andan? ¿Acaso se los ha tragado la tierra?»

Existía una explicación mucho más razonable. Era probable que a estas alturas Finn, de un modo u otro, hubiera averiguado lo de las caravanas de abastecimientos de las huestes de los Dragones, y que estas tropas a su vez supieran de la existencia de Finn y de su grupo de Vengadores.

La cueva era tan pequeña que Tyorl había de encorvarse un poco y, en cuanto a espacio, apenas cabían Lavim y él. Kelida vigilaba. El elfo aguzó los sentidos, y no se tranquilizó hasta notar la percusión de sus pisadas en la rocosa superficie y distinguir un destello de sus pelirrojas trenzas.

—¿Cómo puede irse desde aquí a las oquedades del río? —preguntó irritado al kender.

—Hay un paso, Tyorl —insistió el hombrecillo sacudiendo vigorosamente la cabeza y balanceando su canosa trenza—. Está detrás del muro posterior.

—Lavim, detrás de esa pared no hay más que piedra.

El guerrero recorrió el muro con la mano y su pulgar tocó una de las grietas que producían las raíces de los pinos erguidos encima, fuera de la cueva. El lugar olía a tierra rica, saturada, pero el elfo echaba de menos la calidez del sol. Las grutas eran idóneas para ocultar armas, pero su oscuridad y su aire viciado le resultaban asimismo sofocantes.

El kender se apretujó contra Tyorl y se agachó delante de la más ancha de las fisuras. Coló la mano en la hendidura y dobló los dedos sobre el reborde como si se tratara del extremo de una puerta. Alzó entonces hacia su acompañante unos ojos aún más risueños de lo acostumbrado.

—Ahí dentro corre el aire.

Evaluó acto seguido el muro con la otra mano, la izquierda, con el brazo estirado a la altura del hombro, y distinguió una grieta angosta que bajaba hasta el suelo. Examinó asimismo el techo, parpadeando debido a la oscuridad, y discernió otra rendija. Su sonrisa se hizo más pronunciada al aquilatar la distancia entre ambos accidentes.

—Podríamos internarnos de sobra en el espacio hueco —anunció.

—Quizá —ironizó Tyorl—. Sólo nos falta el pequeño detalle de traspasar la pared.

—No habrá que hacerlo —replicó el kender—. Hay... —aplicó el oído como si estuviera oyendo algo—, sí, hay ecos acuosos al otro lado. Si logramos apartar este pedrusco no tardaremos en visualizar el torrente: los aromas de humedad denotan su relativa proximidad. Dejémonos guiar por ellos hacia el este y enseguida veremos a Stanach.

—No son más que conjeturas, mi apreciado kender.

—De eso nada, me lo... —De nuevo a punto de cometer un desliz sobre la fuente de su sapiencia, Springtoe calló y se aclaró la garganta—. Sí, son conjeturas, pero oigo el murmullo del río y siento el canto de la roca. —Apartó la mano e invitó a Tyorl a estudiar el terreno—. Esta pared no es más gruesa que mi palma y tiene el canto muy pulido. Apuesto a que podríamos moverla...

Uniendo la acción a la palabra, el kender incrustó el hombro en la ranura y empujó con todas sus fuerzas.

—Lavim, no creo...

—En estos momentos, Tyorl, tu fuerza sería mucho más valiosa que tus opiniones —gruñó Lavim—. ¿Por qué no me echas una mano o, mejor, un hombro?

Deseoso de desengañarlo en sus afanes, el elfo apalancó su propio hombro en el ligero desnivel de la tapia. No bien había iniciado su tentativa cuando la roca cedió. Cruzó la abertura una vaharada de fetidez, de dimanaciones terrosas, preludio de una mixtura de tufos de los cauces fluviales: peces, légamo y vegetación en estado de podredumbre.

—¡Reductos de salteadores! —se alborozó Lavim—. ¡Teníam... tenía yo razón!

Se arrojó sobre la entrada como quien se zambulle en un lago, y el elfo tuvo que sujetarlo por el cuello del capote.

—¡Espera!

Pero el kender estaba demasiado excitado para ser reprimido. Se soltó y atravesó el umbral del túnel.

Tyorl fue rápido en búsqueda de Kelida. La muchacha se asomó a la caverna, atisbó el lóbrego acceso a lo ignoto y se giró hacia la moribunda luminosidad, como si ésta hubiera de estimularla. Sus reticencias no eran menores que las del Vengador.

—¿Dónde está Lavim?

—Lo has adivinado: se ha ido por allí —contestó el elfo señalando la hendidura—. Si estás dispuesta, deberíamos iniciar la marcha cuanto antes. No te alejes de mí, trataremos de alcanzar a ese lunático.

No había empleado el adjetivo en tono humorístico, pero al ver que los iris esmeraldinos de la muchacha lanzaban unas chispas de afable jocosidad, sonrió a su vez y le hizo una reverencia, como si invitara a su dama a visitar un confortable y acogedor aposento. Kelida, de un modo reflejo, apoyó al pasar la mano en su hombro. El contacto de sus dedos perduró en el elfo hasta mucho después de que se alejara de la entrada de la cueva y de los pálidos rayos del sol.

* * *

«¡Tres!»

Stanach se aferró a la cifra a través de otro de sus zigzagueantes vagabundeos por el universo de las tinieblas. Le habían destrozado tres dedos. «Todavía quedan siete más —se horrorizó—, o dos si sólo se proponen dejarme manco.»

El letargo del hechizo se había desvanecido, si bien continuaba sin poder moverse. Tenía la impresión de que unos grilletes inmateriales lo ataban al suelo. «Otra de las triquiñuelas del Heraldo Gris», pensó.

La estrella roja, una de las ascuas que ardían en la fragua de Reorx, brillaba en la purpúrea bóveda. Lo único que Stanach podía mover eran sus ojos, y éstos se fijaron en el astro nocturno.

«Siete o dos. En el fondo, ¿qué más da? Dentro de unos minutos ya no sentiré nada.»

Wulfen, con sus insondables ojos negros de theiwar sumergidos en la oscuridad, se inclinó hacia él.

—¿Dónde está la espada?

Al cautivo no le restaba vivacidad ni energía para tratar de adivinar por qué el tono del interrogatorio era ahora tan sereno, tan razonable. Las alas del dolor batían en su entorno pero, en un alarde de coraje, tragó bilis y un incipiente vomito y repuso:

—Ya te he dicho que no lo sé —susurró con voz ronca y débil—. No... no la encontré.

El derro tuerto hizo una señal y, sin que mediara ningún intervalo, el prisionero exhaló un aullido que casi ahogó el dolor lacerante y el brutal crujido de su dedo.

«¡Van cuatro! —jadeó su mente—. Faltan seis o uno... ¡Cinco!»

Cuando le fracturaron el pulgar, su chillido fue casi de triunfo. Su extremidad derecha era un hinchado amasijo de carne que yacía fláccida, muerta.

«Esos apéndices retorcidos no parecen dedos —pensó débilmente—. He aquí una mano que no volverá a empuñar un martillo.»

Detrás de él, el Heraldo soltó una estruendosa carcajada. Otro theiwar cruzó ante la salida de la cueva, mientras hacía su patrullaje. Fuera, impreciso como las remembranzas más remotas, se oía el crepitar de la fogata de los centinelas.

La estrella hizo a Hammerfell un guiño en su rincón, se desvaneció y volvió a aparecer. Un sudor extraño goteó en sus ojos, trazó sendos riachuelos en sus pómulos y se dispersó en la jungla de su barba. ¿O eran lágrimas? Procuró abstraerse unos segundos y, al ojear la gruta otra vez, advirtió que se difuminaban sus contornos. Wulfen sacó una daga de su cinto, y el metal de su hoja reflejó los fulgores de las brasas. Arrastrándose lentamente, el humo fue invadiendo la cueva, provocando una gran picazón en los ojos de Stanach y adhiriéndose a su garganta.

Miró a un lado y, pese al escozor, divisó el miembro izquierdo que aún tenía intacto. Se aisló entonces de la realidad y, ensimismado, visualizó la Espada de Reyes con sus vetas de savia divina, con sus cuatro zafiros del color del crepúsculo y el quinto revestido de esas tonalidades más densas que tiñen el firmamento a medianoche. Había presenciado el nacimiento de la tizona, asistido al inmenso gozo de Isarn y a su sobrecogimiento al comprender las connotaciones de aquellos centelleos que no se apagaban al enfriarse el metal. También había sido testigo, lleno de dolor y compasión, de la enajenación progresiva en que se había sumido el maestro tras el robo de Vulcania.

«Sí, Realgar, la Espada de Reyes —pensó—. ¡Juro por mi dios que no la conseguirás!»

Un acero, similar su tacto al hielo invernal, rozó la primera articulación ósea de su pulgar izquierdo, sin henderla. Stanach aspiró una larga bocanada de aire y la expelió luego en un entrecortado suspiro.

«Romperá este nudillo, y los otros, como si fuera una nuez. Un certero tajo y luego un chasquido.»

Abrió los ojos y sólo vio su propio rostro desfigurado por el miedo, reflejado en la hoja de la daga.

—¿Dónde está?

Stanach, consciente de que empezaba a desvariar, se rió, y lo hizo al compás de las ígneas palpitaciones que consumían su mano derecha.

—¿Estás sordo? ¡Repito que no la tengo yo! —«¡No, no debiste decir eso!», se recriminó al distinguir el destello de interés que iluminó los ojos de Wulfen.

—¿Quién la tiene? —preguntó con suavidad el theiwar. Hammerfell ya no veía la estrella; el guardián se la ocultaba.

Si Realgar y sus hombres encontraban a Kelida con la tizona, la matarían sin darle la oportunidad de articular una queja.

Lyt chwaer, la había llamado él, hermanita. Y así se había conducido la muchacha al acompañarlo en su duelo tras la muerte de Piper, al respetar su dolor y prodigarle las atenciones de un familiar entrañable. «Lyt chwaer, que ha entregado su amor a un guerrero muerto —pensó con amargura—. Embauco a posaderas huérfanas, velo a mis amigos fallecidos, hago cuanto he de hacer. ¿Dónde está el equilibrio, cómo encaja todo?»

El aliento de Wulfen flageló su cara. Su despiadada alma de derro se traslucía a través de su fisonomía. Se hallaba muy cerca y le había apoyado la daga en la base de su mandíbula.

—¿Quién tiene la Espada de Reyes?

El Heraldo se aproximó a su subordinado. Stanach oía su respiración, análoga al silbo de un ofidio.

Stanach clavó los ojos en su mano mutilada, tan inflamada y deforme que resultaba irreconocible. Nunca volvería a asir una herramienta de herrero, nunca volvería a sentir en sus venas la magia de su oficio. Su obra maestra yacía sin vida, muerta antes de nacer entre los despojos de sus dedos quebrantados. Wulfen había sido el asesino. Éste sería el modo en que él y los congéneres de su calaña, bajo el mando de Realgar, despojarían de todo a Thorbardin, tergiversarían y pisotearían toda belleza durante su abominable reinado.

El filo del cuchillo abrió un corte sanguinolento en la mejilla del preso casi hasta la base de su ojo derecho. Los músculos del dorso de la mano de Wulfen se endurecieron, prestos a actuar.

—Volveré a preguntártelo, pero esta vez será la última. ¿Quién tiene a Vulcania?

Stanach escupió y se preparó para que vaciaran su cuenca ocular.