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Lucha sin cuartel

Los ventanales del muro oeste del estudio de Gneiss se abrían sobre unos jardines diseñados y urbanizados en forma de rectángulos entrelazados. La estancia estaba decorada en un austero estilo militar: en las escasas colgaduras se representaban combates legendarios y arduas campañas con minucioso detalle, y armas de toda índole, antiguas y modernas, relucían en anaqueles y vitrinas. El mobiliario, de resistente madera, no podía resultar acogedor sino a los veteranos de los campos de batalla.

La zona ajardinada, bastante extensa aunque de una anchura no superior al largo de la sala, constaba de unos macizos de flores, hierbas aromáticas y arbustos que hacían de ella una de las delicias particulares del daewar.

No fue, empero, la belleza de tan adorable y pulcramente ordenado paisaje lo que atrajo al monarca hacia la cristalera en aquellos momentos. Desde donde estaba oía el vocerío de los niños en sus juegos, sus propios nietos entre otros. Tales sonidos, y la visión de los ruidosos pasatiempos de los adolescentes, arrancaron del thane una sonrisa de complacencia que habría sorprendido hasta a su amigo el hylar.

«¿Dónde has pasado todas estas horas, Hornfel? Hace rato que deberías estar de vuelta, mi querido colega. ¿Acaso tu silencio anuncia la revolución para la que nos hemos preparado?»

Nadie había tenido noticias de Realgar en aquel lapso.

El repicar de armaduras contra la piedra arrancó al rey de sus reflexiones. Giró sobre sí mismo y se encaminó hacia donde Tanis y dos humanos lo aguardaban, con mal disimulada impaciencia, en torno a una mesa cartográfica. El semielfo y un caballero, un tal Sturm, estudiaban el mapa de Thorbardin. El caballero, de ojos oscuros e incisiva mirada, señalaba las calles que conocía y las unía a vías de acceso y transporte, intentando grabar en su mente la infraestructura de la ciudad.

«Uno un estratega, el otro un cazador», los clasificó el daewar en su fuero interno.

Su compañero, un guerrero bien pertrechado y provisto de un sólido yelmo al que Tanis había presentado como Caramon, estaba repantigado en una butaca próxima. Con sus largas piernas y musculosos brazos, era el hombre más gigantesco que Gneiss hubiera visto.

En su conjunto, el trío parecía estar fuera de lugar en aquel marco.

«Son demasiado voluminosos, y no sólo ese grandullón —pensó el mandatario—. Cualquiera de ellos desentona en nuestras moradas.»

El enano se aclaró la garganta de manera un tanto brusca. Era, por encima de todo, un oficial que conducía ejércitos, no un orador, así que abordó sin preámbulos el asunto que les interesaba.

—Hornfel se dilata sospechosamente en la Puerta Norte —dijo—. Han transcurrido tres horas desde que partió, y no me gusta. Por otra parte, mis exploradores me informan de que reina en la metrópoli una paz antinatural salvo en un distrito, el de los theiwar, donde el trajín es comparable al de un avispero. Pongámonos a trabajar —propuso, señalando el documento desplegado sobre la tabla.

Familiarizó a los tres huéspedes con las seis urbes que configuraban el reino colectivo de Thorbardin, y explicó el plan de defensa que el semielfo y él habían trazado antes.

—Todavía ignoro si Ranee se levantará en apoyo de Realgar —dijo el dignatario—. Mis tropas y las de los hylar obstruirán las salidas al norte de su demarcación de modo que, si este coloso —indicó a Caramon— y la mitad de los refugiados cierran el paso entre el distrito de los daergar y los departamentos agrícolas, mientras Sturm bloquea la ruta meridional junto a los otros humanos, los guerreros de Ranee vivirían la revuelta desde una jaula.

—Puedes estar seguro —masculló el hombretón riendo entre dientes.

—De vosotros dependo —replicó el thane. Clavó entonces los ojos en el semielfo y, con forzada cortesía, le rogó—: Me harás un gran favor si diriges a tus amigos y a los ochocientos exiliados. ¿Alguna pregunta?

Tanis asintió y esbozó una media sonrisa levemente irónica.

—Únicamente una. Hasta ahora se ha hablado de posibilidades. —Pasó un dedo sobre la punta noroccidental del pergamino, donde se extendían las ciudades klar y theiwar hasta las ruinas de la Puerta Norte—. Pero ¿cuáles son las probabilidades?

—Digamos que son «certidumbres» —respondió Gneiss, señalando la ciudad de los theiwar—. Aquí empezará el conflicto. Tufa ya ha desplegado a su gente entre los theiwar y el Mar de Urkhan. No bastará para frenar a esas víboras bastardas, mas yo le enviaré refuerzos. —Alzó los ojos en una clara advertencia—. Dos frentes de batalla, y en medio los refugiados restantes.

»Tú eres quien mejor sabe cómo dirigirlos —añadió el monarca—. Asígnalos a aquel de los dos capitanes aquí presentes que juzgues más apropiado. Pero mántenlos fuera de las poblaciones.

—Eres un poco duro con tus aliados, ¿no crees? —intervino Caramon en tono reprobatorio.

Gneiss permaneció unos minutos callado, haciendo acopio del aplomo que de otro modo no habría podido mostrar ante el descaro del humano. ¡Por la Forja Sagrada, ojalá tuviera un contingente que le permitiese prescindir de su ayuda!

—Sois aliados, en efecto —repuso al fin despacio, cuidando la inflexión de cada sílaba—. Pero mis súbditos son suspicaces, y no colaborarán con los que ellos consideran extranjeros hasta que sea demasiado tarde. ¿Comprendes?

Los ojos del guerrero relampaguearon de ira, y el semielfo hubo de presionar su hombro para imponerle silencio.

Al daewar no dejaba de asombrarlo que aquella criatura de sangre mestiza, en principio aborrecible para las dos razas que sintetizaba, acaudillara no sólo a un par de humanos de fuerte carácter, sino a los nueve compañeros que habían liberado a casi mil esclavos de las minas de Verminaard. ¿Cómo no ejercía el liderazgo el joven caballero de noble prestancia? Espió a Sturm y tildó su gesto de sombrío y, acaso, impaciente.

El enano resopló mientras Caramon se apaciguaba, apretadas las mandíbulas pero mudo. El impulsivo gigante no tenía muchas luces.

—¿Queréis consultarme algo más?

No había ninguna otra cuestión pendiente, así que estudiaron el mapa aún unos segundos y los visitantes se fueron, dejando a Gneiss solo. El mandatario atravesó de nuevo el aposento hacia las ventanas y comprobó que el bullicio infantil se había extinguido: el parquecillo estaba vacío. Aguzó el oído a fin de captar el ajetreo de las avenidas al otro lado de la tapia. También en ellas la quietud era sepulcral.

El capitán de su guardia se personó poco después para relatarle que se había llevado a término un atentado contra la vida del thane de los klar. Tufa, que había salido del trance con heridas leves, había ido de inmediato a sumarse a la refriega que había estallado en el linde sur del territorio theiwar, entre el Mar de Urkhan y la ciudad de los klar.

Thane —refirió a Gneiss su oficial, cerrado el puño sobre el mango del hacha—, el klar ha dicho que los derro han dividido sus fuerzas y que unos cincuenta de ellos retrocedieron hacia la Puerta Norte. Él y un pelotón pueden tener a raya a los que quedan, pero teme que los escuadrones que se dirigen a la Puerta Norte hayan recibido la orden de perpetrar alguna atrocidad.

Gneiss se encorvó sobre su espada y se cercioró de la mortífera cualidad del filo. Ahora poseía la certeza de dónde estaba Hornfel y del porqué de la desaparición de Realgar: el nigromante le había tendido una emboscada.

—Organiza diez batallones —apremió el daewar a su hombre—. Cuatro de arqueros, los demás de espadachines. Tú ponte al servicio de Tufa y sitúa a tus soldados donde se requiera vuestra ayuda.

El thane no abrigaba muchas esperanzas de llegar a tiempo para evitar la muerte de Hornfel. Pero un centenar de sus seguidores, cuarenta armados con flechas y los otros con tizonas, atravesarían las líneas del adversario como el sol a las nubes: al menos vengaría la muerte de su amigo.

* * *

Un abrazo de Stanach susceptible de triturarle los huesos, y un cariñoso beso de Kelida, sellaron el reencuentro. Lavim alisó los pliegues de su raído capote negro, atento al interrogatorio del enano.

—¿Dices que Tyorl viene contigo?

—Sí —ratificó vigorosamente el kender—. Está de camino, no puede tardar. —Volvió la vista atrás al observar que Hauk echaba a correr hacia la abertura—. ¿Podrías ser un poco comedido al saludarlo? Viajan con él dos guerreros y quizá no sea tu amigo el primero que vislumbres. ¿Recuerdas, Stanach, que el elfo mencionaba muy a menudo a un tal Finn? Se trata de uno de sus acompañantes, y el otro responde al apelativo de Kem.

—Puedes estar tranquilo —le aseguró el guerrero, con el mismo tono con que el amo de un agresivo perro guardián calma al animal para impedir que despedace a las visitas—. Son amigos.

—Claro, viejo kender, los conozco —respondió Hauk con una sonrisa.

Una vez que se hubo esfumado el humano, Springtoe murmuró:

—Es rapidísimo con la espada. Por un instante creí que me iba a reducir a fragmentos.

»Señor —continuó, ahora encarándose con Hornfel—, ¿han puesto en tu conocimiento que unos enanos conspiran para matarte?

El thane, que se había apartado a un discreto rincón durante las efusiones de los compañeros, lo miró con dureza.

—Así es, Lavim. ¿Cómo es que tú te has enterado?

Al interpelado le asaltó la sensación de que no había en la expresión del monarca tanta severidad como parecía. Pero opinó que era preferible contestar de la mejor manera.

—Stanach me contó la historia de Vulcania, que fue forjada para ti pero que otro thane ansia arrebatártela, y que os habéis enzarzado en una guerra sin cuartel porque aquel que consiga el arma será el rey... el rey...

—Regente.

—Eso es. Una especie de rey, algo así como el tipo que vigila la tienda mientras el dueño almuerza, ¿no?

Divertido por tan ingenua descripción, Hornfel hizo un gesto de asentimiento.

—Lo que me figuraba. Pues bien, Piper me ha contado los planes de Realgar para matarte. El mismo...

—¿Piper? —se inmiscuyó Kelida sin poder evitarlo—. Lavim, el mago ha...

—Ha muerto, sí —confirmó el hombrecillo a su amiga—, pero él me lo ha dicho. Puedes preguntarle a Tyorl, que conoce lo que sucede. Verás, chiquilla, es una historia complicada que empezó en Qualinesti, cuando Stanach levantó el monumento mortuorio de Piper y...

Dos griteríos entrecruzados, uno de Hauk y el elfo en el portalón y el otro procedente del sur de la sala común, pusieron fin a la narración y provocaron un respingo en el artesano manco.

—¿Qué ocurre, Stanach?

—Que vienen a matar al thane. ¿Qué armas tienes?

—La daga, ya que perdí la jupak en los pantanos.

—Hallarás lo que quieras en el arsenal de la estancia de al lado. Escoge lo que más te convenga y regresa sin demora.

En el momento en que Springtoe se disponía a entrar en la armería, Stanach lo agarró por el cuello de la holgada camisa.

—Aguarda. ¿Qué llevan los Vengadores?

—Flechas y espadas. Excepto nuestro amigo el elfo, que extravió su arco también en los fangales.

—Enséñales dónde abastecerse y úrgelos a hacerlo con rapidez.

El enano trataba de discurrir deprisa. Un incremento de cuatro personas en los defensores de Hornfel de poco iba a servir si Realgar volvía a la carga con varios escuadrones, pero los arqueros podían ser de una gran ayuda.

Sonriente, el aprendiz tocó el brazo de Kelida con su mano fracturada.

Lyt chwaer, trae a Tyorl y...

Enmudeció, consciente de súbito de que no tenía autoridad para hacer que prevaleciera su criterio.

Kelye dha —lo apoyó el rey hylar—, una vez hayas cumplido el encargo de Stanach, da a Finn mi calurosa bienvenida a Thorbardin. Particípale nuestro aprieto, y agrega que necesito buenos combatientes y que le estaré eternamente agradecido si presta sus hombres a mi joven capitán.

Hammerfell contempló a la mujer mientras se alejaba a toda carrera para cumplir su encargo.

* * *

—Stanach —declaró Hornfel, rompiendo un pasajero silencio—, si he de morir no será como una rata en un agujero.

—Toda contribución bélica nos será de gran utilidad, mi thane, y la de tu acero más que ninguna otra.

El forjador transformado en guerrero se volvió y, en susurros, expuso su plan táctico a las seis criaturas congregadas en la habitación.

Fuera, en el vestíbulo de las garitas, se acalló el tumulto de los theiwar y se mitigó el tintineo de las espadas contra pectorales y cotas de malla. La orden de ataque de Realgar resonó más aguda y gélida que la voz del invierno.

No había espacio en la mente de Stanach sino para una plegaria que elevó al mismo tiempo que enarbolaba la tizona.

«Yo te imploro, Reorx, que nos guardes en esta hora crucial.»

* * *

Los dos arqueros, encaramados sobre el vetusto mecanismo de la puerta para mantenerse fuera del alcance de las espadas, atronaban el aire con sus flechas. Kelida no atinaba a decidir qué le provocaba más terror: si la posibilidad de morir ensartada por una espada o la de hacerlo por una saeta amiga en la espalda.

Más espantosos todavía que los proyectiles de los Vengadores eran los bodoques de la ballesta de Tyorl. Rasgaban estos últimos el aire con un aullido sollozante que tenía su indefectible eco en el angustiado estertor de un adversario.

—Deja la puntería para mis compañeros, Kelida —le había recomendado Hauk—; forma parte de su obligación. La tuya es conservar la vida.

No tuvo oportunidad de agregar nada más, porque la trifulca se encargó de distanciarlos.

La muchacha no se debatió aquí con mayor pericia que en el encuentro anterior, si bien creció su ferocidad. No había que poseer mucha experiencia para apercibirse de que, en su retroceso, se había acercado a los muros y no había entre ellos y el valle en llamas más que unas zancadas y un insondable precipicio.

Un soldado de librea negra y plata arremetió por la derecha y un segundo lo hizo por la izquierda al unísono. Kelida hendió con su daga la garganta de uno y propinó un puntapié al otro, quebrándole la rótula. Fluyó la sangre a borbotones, compacta y caliente al chorrear desde la hoja del puñal sobre sus dedos.

Alguien —al parecer, Lavim— bramó una advertencia de «echar el cuerpo a tierra» y la posadera lo hizo con celeridad, sin comprender, hasta que hubo bañado sus vestiduras en los purpúreos charcos de los desangrados, que no era ella la destinataria. A su izquierda, y tan sólo a unos palmos, un theiwar se arrodilló y enfocó su ballesta contra Hornfel.

—¡No! —gritó Kelida y acometió al enano por la espalda, con la daga en alto.

Zambulló el metal entre los hombros del theiwar, y supo que lo había aniquilado al sentir en la palma las vibraciones de su postrer aullido.

Cuando aún no había salido de su momentáneo estupor, el kender gritó una nueva advertencia y una daga pasó volando a escasos centímetros de su cabeza. Oyó entonces un gemido gorgoteante, aterrador, y dio media vuelta para averiguar de dónde provenía.

Presintió al instante que girarse había sido una tremenda equivocación. Un peso inconmensurable la derribó desde detrás y un par de manos le atenazaron los brazos contra el cuerpo, a la vez que una rodilla se clavaba en su espalda y le causaba un punzante dolor. La náusea revolvió su estómago y una película gris empañó su visión.

Débil y llena de pánico, oyó que alguien vociferaba su nombre. Nada podía hacer para desligarse, ni le restaba aliento para responder. El desagradable chirrido de una hoja acerada que arañaba un hueso atravesó su oído. ¿La había traspasado su contrincante? No podía determinarlo. No sintió ningún dolor... hasta que retiraron la hoja. Tomó conciencia de que la habían acuchillado un segundo antes de sumirse en la inconsciencia.

* * *

La batahola que invadía el lugar era una tenue resonancia de la que desgajaba el alma de Hauk. Como un ave de presa hambrienta se lanzó en picado sobre los theiwar, en los que no veía más que piezas a cobrar. Exterminaba sigiloso, erigido en un justiciero sin voz que sólo buscaba matar para calmar su sed de venganza, con la esperanza de que ésta, a su vez, lo purificara. Quienes fallecieron bajo su espada y cometieron el desatino de mirar sus ojos en sus últimos momentos, arrastraron a través de la eternidad una imagen de fuego y hielo.

—¡Kelida! —exclamó alguien.

El luchador desclavó su espada del pecho de un derro.

¡Kelida!

Estaba tendida en un charco de sangre, inmóvil, con el brazo izquierdo extendido y la palma de par en par, como si suplicara auxilio o conmiseración. Atravesado sobre su espalda, con el cuerpo acribillado de flechas y un bodoque de ballesta clavado en su cuello, yacía un theiwar con la mirada congelada en el techo.

No había forma humana de socorrerla. Los esbirros de Realgar atestaban la sala, y las mareas de la refriega apartaron al guerrero del ensangrentado suelo donde yacía Kelida, inmóvil y silenciosa como los muertos.

* * *

—¡Kelida! —previno Tyorl a la posadera, en un rugido ensordecedor pero tardío.

El disparo fue impecable y abrió casi un boquete en la garganta del theiwar, pero no llegó a tiempo. Con los ojos desorbitados, inspeccionó el escenario de la lucha en búsqueda de alguien que estuviera cerca de ella. Nadie acosaba a Lavim pero, antes de que el elfo tuviera tiempo para llamarlo, otro de los secuaces del thane hechicero saltó sobre el hombrecillo, y ambos rodaron en una maraña de extremidades.

El cerebro del Vengador se desdobló en dos áreas de pensamiento: la de localizar a un hipotético salvador de la mujer y la de no desatender su misión combativa. Empleando la ballesta como un arco, penetró con una saeta de punta de acero el corazón del enano que acababa de enderezarse a fin de apuñalar a Springtoe y llamó a Stanach, que recobraba su espada tras reventar las tripas de otro.

Los plañidos de los moribundos y los incesantes gritos de los atacantes y los defensores atronaban en sus oídos. No alcanzó a saber si Stanach le había oído pues cuatro theiwar, rezumantes sus ojos de odio, se abalanzaban sobre él.

Demasiado próximo a sus contrincantes para usar su ballesta, Tyorl la cambió por daga y espada. Con un acero en cada mano, invocando a Kelida como si fuera un grito de guerra y un talismán, pasó al contraataque.

* * *

Stanach tenía la espalda tan arrimada a la de Hornfel que ni aun la hoja de la tizona habría podido introducirse entre ambos.

El thane guerreaba con habilidad y lúcida furia, y ningún theiwar lo embestiría por detrás mientras al aprendiz le quedara un soplo de vida.

«Lo que quizás equivalga a un corto plazo», caviló Hammerfell desmoralizado.

Realgar había movilizado a cincuenta hombres, de modo que el enemigo los superaba numéricamente en una proporción que más valía no calcular. De todas maneras, el acceso al aposento era angosto y los arqueros se cobraran un buen número de víctimas, por lo que el enano estaba persuadido de que podrían defender el puesto durante un largo período siempre, naturalmente, que los siete de su bando hicieran gala de cierta maestría. Lo malo era que uno de ellos era una humana carente del más elemental adiestramiento, otro un kender senil y los tres Vengadores, aunque avezados a las escaramuzas, habían hecho un fatigoso viaje y estaban exhaustos antes ya de seleccionar los pertrechos.

«Y yo lisiado y en pleno declive.»

Como si el destino quisiera reafirmarlo en su juicio, el malogrado herrero se bamboleó cuando el rey hylar, acorralado por dos oponentes, reculó y chocó contra él.

—¡Déjame, Stanach! —jadeó Hornfel—. ¡Puedo cuidar mis espaldas! Ve a prestar tu concurso a los otros.

—A ellos no les soy tan imprescindible como a ti —gruñó Hammerfell, al tiempo que amputaba el brazo de un enemigo.

El hueso, desnudo y obsceno, exhaló destellos albos. El theiwar no lanzó más que un gemido sofocado, pero Stanach leyó el dolor en sus ojos. Se apartó para que el chorro de sangre no le rociara, mientras se esforzaba por controlar el vómito que ya afloraba a su boca. Cuando se restableció, era otro el oponente que debía enfrentar: ¡Realgar!

Con la enjoyada Vulcania lista para descargar un golpe mortal, el nigromante lo observaba con los ojos destellantes de odio. Stanach leyó su propia muerte en aquellos ojos y en las arterias bullentes del plateado acero.

El aprendiz levantó su propia tizona para rechazar la brutal descarga y, en una nebulosa, advirtió que había logrado su cometido al escuchar el estrépito de los metales cruzados y notar en su hoja las vibraciones de la Espada de Reyes. Concentró todo su peso en su espada y empujó con todas sus fuerzas.

No bastó su ya menguada fuerza. De forma tan inevitable como la rotación nocturna de las lunas, Vulcania se acercó más y más.

Hammerfell sintió los efluvios herrumbrosos de la sangre y vio que unos rojos riachuelos, densos residuos de otra existencia, se deslizaban a lo largo de la templada hoja.

En algún lugar de su mente nació la idea de que las piezas sueltas de un engranaje se ajustaban al patrón, que el círculo se cerraba: él sería inmolado bajo el filo del arma por la que había arriesgado su vida y las de sus amigos.

El nigromante siseó algo y la víctima, al captar unos temblores en los músculos de su brazo, los interpretó como sacudidas de risa.

Alguien lanzó un bramido y agarró a Stanach por las piernas. Vulcania atravesó un espacio vacío allí donde segundos antes estaba su cuello.

De resultas de aquel abrazo a sus extremidades inferiores, el enano aterrizó en las aserradas losetas y reptó sobre la resbaladiza superficie de roca. Intentando recuperar el aliento, Hammerfell buscó a tientas la espada.

—¡En pie! —aulló Lavim—. ¡Tienes que levantarte, Stanach, vienen más!

Jadeante, el enano se enderezó y dio un vistazo a su alrededor. Al instante lanzó una estentórea carcajada: ¡la mayoría de los enanos que veía llevaba el uniforme argénteo y escarlata, los colores de los daewar!

—¡Son de los nuestros, kender, los guerreros de Gneiss!

Stanach respiró profundamente y sólo entonces advirtió que había cesado el estruendo del combate. Únicamente en el vestíbulo se oía aún el entrechocar de algunos aceros, pero en la estancia comunitaria de los centinelas reinaba el silencio. Estupefacto, miró al compañero que, de nuevo, le había salvado la vida.

—¿Qué ha sido del thane?

Una gran mácula carmesí, húmeda y viscosa, teñía las manos de Springtoe hasta los codos, y su capote parecía más andrajoso que nunca con los rasgones de las estocadas. Un moretón daba matices purpúreos a sus arrugadas mejillas, y la marca de una daga le surcaba la frente. Pese a todo, se mantenía en pie y conservaba el chispeante verdor de sus iris.

—No podría garantizar hacia dónde encaminó sus pasos —confesó el kender—, pero desde luego ha ido a reunirse con Tyorl, y el endemoniado que se obstinaba en decapitarte se ha lanzado tras él. Piper dice que ese enano es el que ha fraguado la celada contra tu monarca.

«Piper dice...» Stanach meneó la cabeza confundido. Pero no era ésta la ocasión apropiada para meditar sobre los prodigios de magos muertos: debía hallar a Hornfel.

—¿Qué bajas hay entre nosotros?

—Finn presenta un tajo en el muslo, Hauk está ileso y Kelida está herida, pero acabo de ver a Kem y dice que se restablecerá.

Después de decir esto, Springtoe guardó silencio y comenzó a enroscar en su dedo la canosa trenza.

—Lavim, desembucha —ordenó el aprendiz con una voz extrañamente calma—. ¿Quién más ha sido lastimado?

—No... no sé si Tyorl está bien...

—¿Qué le ha sucedido? —preguntó con brusquedad el enano.

—Cuando tu congénere infernal perseguía al hylar, el elfo se plantó entre ambos y Vulcania...

Sordo en apariencia a las insinuaciones de su interlocutor, Hammerfell escudriñó su entorno con mayor detenimiento. Veintinueve theiwar yacían muertos o a punto de expirar; Realgar no estaba entre ellos, y Hornfel había desaparecido. Además, un interrogante se alzaba sobre la integridad de Tyorl.

—Tengo que encontrar al thane —anunció Stanach, con voz ronca por el miedo y una prematura pesadumbre—. No me queda más remedio, Lavim. ¿Está Hauk con Kelida?

—Sí.

—Ve a buscarlo. Dile que yo sé dónde puede cobrar su deuda de venganza.

Springtoe lo observó mientras partía y, demasiado tarde, se percató de que con la excitación del encuentro con sus amigos y de la batalla, no se había acordado de mencionarle al Dragón.