5
Consejo de urgencia en Thorbardin
Había en las piedras restos de sangre, vestigios del paso de ochocientas personas. Los refugiados, alineados en una larga hilera desordenada, se bamboleaban tambaleantes. De vez en cuando alguno se derrumbaba. Unos volvían a levantarse sin ayuda mientras que otros, los de menor resistencia, quedaban yacientes y tragaban la polvareda rojiza, temblando de frío, hasta que los dejaban atrás o los auxiliaban. En este último caso, expresaban su agradecimiento a quienes los rescataban si conservaban, claro está, un ápice de aliento. De verse abandonados, hacían acopio de energías e intentaban ponerse en pie, a sabiendas de que la soledad desvalida equivaldría a la muerte.
Las mujeres, con los hijos pequeños agarrados a las faldas y los recién nacidos en el pecho, seguían a sus esposos. Hambrientas ellas y sus vástagos, rugiendo a perpetuidad el estómago, inspeccionaban ansiosas los flancos de la comitiva en busca de algo comestible que echarse a la boca. Las llanuras eran esteparias. No crecían vegetales de ningún tipo y la caza había huido mucho antes que aquel ejército de esclavos.
Sí, todos estaban hambrientos.
Las montañas se erguían frente a ellos, se alisaban bajo sus llagados pies y volvían a alzarse. Atravesaban las Colinas Sangrientas, purpúreas como su nombre y consistentes en lomas yermas, desalmadas, de rocas punteadas en sierras y un polvo que se adhería a las paredes interiores y asfixiaba a quien lo inhalaba. El agua era insalubre, con un regusto nauseabundo, así que nadie se detenía a llenar la cantimplora ni se rezagaba para saciar la sed, más agobiante aún que el apetito.
Pocos se planteaban si Thorbardin sería el refugio de su peregrinaje. Apenas les restaban fuerzas para meditar, y los que pensaban en la cuestión no discurrían tanto como para preguntarse qué les ocurriría si los enanos rehusaban darles cobijo.
«Los obligaremos a escucharnos», había dicho Tanis. Con eso bastaba para una muchedumbre que no tenía otro lugar adonde ir.
* * *
—¡Ya es suficiente! ¡Un poco de moderación!
La llamada al orden de Gneiss rasgó, como el relámpago una noche estival, la enfurecida perorata de Ranee. El Gran Salón estaba atestado de tapices en los que se describían con asombroso realismo escenas de la vida de los enanos, todos ellos primorosamente tejidos con hebras brillantes, de rico colorido. Tales colgaduras no mitigaron el estruendo del alarido de Gneiss, quien intentó ignorar la migraña que martilleaba sus sienes.
Los cortinajes jamás habían logrado apagar los rugidos y otras manifestaciones airadas de las batallas libradas en aquella estancia, la de las asambleas de los thanes. Gneiss se dijo que no tenían por qué hacerlo ahora.
Las llamas de las antorchas oscilaron en sus pedestales de plata como mecidas por el viento que precede a la tormenta, y las sombras treparon a las columnas y se fundieron con la oscuridad en el techo abovedado. Los seis enanos que celebraban consejo enmudecieron.
Hornfel, hylar y heredero de reyes supremos, esperó paciente a que se restableciera la calma. Realgar, de mirada torva y alma tan negra como su magia de derro, conspirador en mil crímenes, clavó en Gneiss una mirada más viperina que la del ofidio al acecho de su presa. Ranee, su aliado, de talante asesino y proclive a esos accesos de fiereza que nublan la mente, se envaró, a la espera no de que le concedieran la palabra, sino de que su exaltado ánimo se enfriara para poder así proseguir. Tufa se atusó la barba, insertando sus dedos entre los rizos de tal modo que el gesto no resultara insultante pero tampoco estimulante, y miró a lo lejos. Bluph, el cabecilla gully, sólo observaba el interior de sus párpados: dormía un sueño plácido, en medio de unos ronquidos que no perturbaron ni el tempestuoso discurso de Ranee ni el grito de Gneiss.
El apellidado Ranee, thane del clan daergar, apretó los puños y la mandíbula, más dura que la piedra. No era fácil acallarlo.
—¡Por la fragua de Reorx, esto rebasa los límites de lo tolerable! ¿Ochocientos? —Bajó la voz hasta mudarla en un susurro insinuante, peligroso—. Mi voto es negativo. ¿Acaso tenemos que acoger a todos los pillos y vagabundos que se presenten ante las puertas del reino? No —insistió y, en apoyo de su retórica, hizo un ademán de desdén—. No os falta sino proponer que extendamos invitaciones a los enanos de las colinas.
Las pupilas de los asistentes convergieron en Gneiss, que hasta ahora no había dejado traslucir sus opiniones. El thane no sonrió, fiel a su costumbre de controlar sus reacciones en todo momento. Espió a Tufa, cabeza de los klar, la única tribu de las colinas que en la actualidad moraba en Thorbardin. Los pardos ojos del monarca, por lo general pacífico y paciente, se endurecieron al oír el comentario arrogante y despreciativo de Ranee.
«He aquí un colega —pensó Gneiss— que está a punto de alistarse en las filas de Hornfel. —Al advertir que este último contenía una mueca de satisfacción, continuó cavilando—: Y tú, amigo mío, ríe entre la maraña de tu barba: Tufa ha pasado a ser de los tuyos.»
Gneiss suspiró y tamborileó los dedos sobre el ancho brazo de mármol de su trono. Bluph, de la familia aghar dentro de la comunidad gully, apoyaría también a Hornfel, como solía hacer siempre que estaba despierto llegada la hora de las decisiones. Era aquel hombrecillo una figura patética e inútil en casi toda contingencia, mas Hornfel no podía permitirse el lujo de rechazar ningún respaldo en su empeño de proporcionar albergue a los extranjeros, ni aun el del portavoz de una raza sin clase ni estirpe.
En aquel instante Bluph gorgoteaba y roncaba, con la cabeza plácidamente posada en el cojín del brazo del sillón. No se había movido desde que se iniciara el cónclave de urgencia, convocado, contra toda norma vigente, al caer la tarde, y ni el tumulto armado por Ranee logró perturbar su letargo.
Gneiss todavía no había determinado su posición respecto a lo que se debatía; no había sopesado los pros y los contras de dar cabida a casi un millar de fugados de Pax Tharkas aunque, al igual que a Ranee, en principio le disgustaba la perspectiva de llenar de humanos la ciudad de Thorbardin. No le extrañó que Hornfel se hubiese apiadado de aquellos desdichados; después de todo, había concebido sentimientos afectuosos hacia el larguirucho mago de melena desteñida que era objeto de su favoritismo desde hacía tres años. Por cierto, ¿dónde estaba el singular individuo, el llamado Piper?
Realgar estaba arrellanado en su correspondiente asiento, con la displicente actitud de quien presencia una riña interminable entre niños. El theiwar sostenía diversos pergaminos y la espada que solía lucir en las reuniones plenarias —la cual, según habladurías, era algo más que un adorno ceremonial—, y se abrigaba con su capa de gala. Gneiss tuvo un escalofrío cuando el derro, al notar unos ojos escrutadores en su persona, ladeó la faz y sonrió.
Era la suya la siniestra complacencia de la serpiente que ensancha sus quijadas al calentarla la tibieza del sol primaveral.
Hipnotizado, atrapado en sus pupilas de reptil, Gneiss no acertó a rehuir su mirada. Se estremeció, asaltado por la molesta sensación de que Realgar había penetrado furtivamente en su cerebro. Una magia perversa, pasiones todavía más viles, revoloteaban como sombras en los oscuros ojos del derro, que delataban la íntima felicidad de alguien que, tras confeccionar un proyecto en todos sus pormenores, constata que es infalible.
Un proyecto, sí, pero ¿cuál? La chispa del miedo prendió dentro del daewar y éste hizo un esfuerzo para apartar sus ojos de los del mago. No era ningún secreto que Realgar rivalizaba con Hornfel. Ninguno de los mandatarios presentes podía ocupar en buena ley el trono vacío del rey supremo, si bien corría el rumor de que un herrero había forjado una auténtica Espada Real destinada al hylar y que se había derramado ya sangre en la disputa por su posesión.
Gneiss daba a tales historias apenas más crédito que a la idea de que algún día se descubriría el paradero del Mazo de Kharas. No obstante, era obvio que, si se confirmaba la noticia de la existencia de este acero, Hornfel podría gobernar a su pueblo en calidad de regente, algo que el derro no consentiría: sus ambiciones de poder estaban tan arraigadas en su alma como su afición a las artes diabólicas.
«Mi querido Hornfel —pensó Gneiss—, haya o no una tizona templada para encumbrarte, será mejor que vigiles a tu adversario. Quizá sus ojos sean el indicador donde leas la fecha exacta de tu muerte.»
—Hay algo que deseo poner en claro —puntualizó en voz alta—, y es que ambas argumentaciones, aunque opuestas, encierran verdades inapelables. Por un lado se razona que esta guerra no es asunto de nuestra incumbencia, que si no la hemos desencadenado no debemos combatir en ella. Lo que humanos y elfos han descargado sobre sus cabezas tienen que asumirlo ellos.
Ranee tomó resuello para intervenir, mas Gneiss lo petrificó con una glacial mirada y continuó.
—Por otro lado, el hylar afirma, y con buen criterio, que, aunque nos obstinemos en ignorar el conflicto, éste no desaparecerá. Su fuerza destructiva no sólo existe, sino que se acerca.
»Los exploradores informan de que los refugiados acaban de obtener la libertad. Son ochocientos, debilitados por los malos tratos y las vicisitudes del éxodo, pero aún no han llegado hasta nuestras puertas. Aplacemos la resolución de este asunto, reflexionemos mientras vienen. También deberíamos empezar a preguntarnos cómo defenderemos Thorbardin cuando sean los ejércitos de los Dragones y no una multitud de inofensivos desheredados quienes crucen las Llanuras de la Muerte.
Hornfel, callado hasta entonces, examinó a Gneiss. Este último podría haber alargado su parrafada, pero prefirió mostrarse deferente con el otro monarca.
—Las apreciaciones del daewar no pueden ser más justas —dictaminó el nuevo parlante, con un acento desapasionado que no traicionaba ninguna emoción—. Disponemos de tiempo, si bien marcan su compás las pisadas que se acercan. Recapacitad, colegas, y hacedlo a fondo. Nos guste o no, necesitaremos refuerzos dentro de poco. Pax Tharkas no se ha rendido; es aún la fortaleza de las tropas del Mal y Verminaard reside entre sus paredes, tan vivo como nosotros. Los esclavos que ese engendro retenía en nuestras antiguas minas han roto sus cadenas, no gracias a una tropa de soldados, sino —y me remito a lo que me han comunicado nuestros enviados— merced a una cuadrilla de tan sólo nueve aventureros.
Se encogieron los ojos del thane, y la luz dorada de las candelas iluminó las profundidades de su barba castaña.
—Esos ochocientos hombres se dirigen hacia aquí. No nos engañemos, se trata de un hecho incuestionable... y el Señor del Dragón está al corriente.
—No lo dudo —replicó Ranee—. En ese caso, ¿por qué quieres dar la bienvenida a quienes han escapado de sus garras?
—Sencillamente, porque somos enanos de las montañas y actuamos de acuerdo con nuestro albedrío, sin interferencias. —El acento de Hornfel, de poder materializarse, habría sido de hielo—. Ni Verminaard ni nadie han de indicarnos a quién y en qué términos distribuimos la hospitalidad en nuestros dominios.
Se incorporó de forma abrupta y señaló a Bluph, entregado a su sopor y sus murmullos inarticulados.
—Es ésta la primera sugerencia aceptable del aghar que oigo en un año. Se ha hecho tarde y todos nos sentimos fatigados. Mañana volveremos a congregarnos aquí para dilucidar.
Gneiss contempló al hylar mientras se alejaba. Entraba en sus prerrogativas, como thane de su eminente clan, abrir y posponer las sesiones. Casi nunca ejercía tal privilegio, pero las pocas veces en que lo hacía no se detenía en formulismos ni cortesías. El daewar, sumido en estos y otros pensamientos, se rascó el dorso de la mano, a la vez que Ranee y Realgar intercambiaban miradas.
* * *
Realgar recorría los sombríos túneles situados debajo de los distritos de labranza con absoluta seguridad. No portaba candil ni tanteaba el camino; era un theiwar y, como tal, no sólo se acoplaba a la penumbra sino que anhelaba rodearse de ella. Su visión nocturna lo guiaba sin tropiezos en la negrura de los pasadizos. Unas muy dilatadas pupilas ensombrecían las circunferencias marrones de sus iris, y un tenue fulgor colorado, de la tonalidad de la piedra a la que el mago debía su nombre, ardía en el fondo de sus ojos. Cualquiera que mirase dentro de éstos se enfrentaría a unos insondables pozos ígneos.
Aunque lo intentó con ahínco, Hornfel todavía no había conseguido convencer al consejo para que apoyara su postura. «No tardará en engatusarlos —pensó con desdén Realgar—. La suya es la táctica del intrigante: no juega limpio al invocar la sagrada tradición de hospitalidad de los enanos y temo que su estratagema pueda tener éxito.» Eran pocos los integrantes del cónclave dispuestos a ofrecer refugio, y menos aun casa o comida, a casi un millar de exiliados, mas ninguno se cruzaría de brazos frente a quien se atreviera a poner cortapisas a su libertad de hacerlo.
A medida que se adentraba en el corazón de la montaña sus pensamientos se ensombrecían, asumiendo el tenebroso aspecto de los pasadizos.
Aquel dichoso aspirante a la regencia poseía unas dotes persuasivas que en nada favorecían los intereses del derro. Si contaba con un tiempo prudencial, persuadiría incluso a Gneiss de que diera su aprobación como los otros títeres, y entre todos contribuirían a que se abrieran las puertas del reino a las harapientas legiones de humanos que huían de una contienda de la que eran totalmente responsables.
Realgar tensó los músculos. En medio del arranque furibundo de Ranee, que tanto había desbarrado en su alocución, el theiwar había percibido, como una eterna nube arrastrada por la brisa, la presencia telepática del Heraldo Gris. Lo visualizó arrimado a la enfangada pared de una cuadra, en una calleja de Long Ridge saturada de lluvia.
Habían encontrado al guerrero, pero no la espada.
La cólera de Ranee fue una pataleta infantil comparada con el azote que convulsionó a Realgar en aquel instante. Nadie se percató, ni siquiera el avispado y siempre acechante Gneiss. Fue el Heraldo Gris el único que oyó sus blasfemias.
Habían rastreado antes al aventurero e iba armado con la tizona. La tenía cuando iniciaron su labor de espionaje; y ahora, de pronto, el acero se esfumaba.
El theiwar exhaló un gruñido. ¡Debía de habérsela confiado al otro trotamundos, al elfo! ¿A quién si no? Kyan Redaxe estaba muerto. El mago «doméstico» de Hornfel y el aprendiz de Isarn merodeaban aún por la ciudad, si bien nada habían averiguado sobre Hauk ni Vulcania ya que estaban demasiado atareados esquivando a Brek y sus guardianes. Había que poner al humano a buen recaudo y vigilar al otro sin un descuido.
«Traedme a ese guerrero —había ordenado mentalmente a Agus mientras sonreía a Gneiss—. Dentro de una hora me habré enterado de quién guarda la espada.»
Diligente y leal, el Heraldo Gris había extendido las manos sobre la cabeza del hombre que yacía dormido en el callejón y pronunciado la fórmula de un encantamiento que los teleportase en el acto. Ahora él, Rhuel y el cautivo Hauk aguardaban en las profundas cavernas de Thorbardin.
El túnel se ensanchó y sus húmedos muros cubiertos de moho retrocedieron en línea ascendente hacia un techo que parecía haberse alejado de pronto. Realgar separó los labios en una mueca letal, que puso de relieve sus dientes, al entrar en una caverna ancha y con la forma de un círculo irregular. Reinaba en el paraje una penumbra semejante a la de los pasillos, y también eran idénticos el verdín y la humedad que todo lo anegaban. En el suelo, algo más liso aquí que en el resto del subterráneo, se dibujaba el contorno inmóvil del Vengador.
Viendo que su prisionero se agitaba, el theiwar despidió con aire ausente a sus dos esbirros.