3
Comienzos de mal augurio
La sangre empapaba el polvo del camino. Cuatro enanos yacían muertos; lo único que se movía eran sus melenas y barbas, revueltas por los frescos dedos del viento, y un cuervo que graznaba en el acerado cielo azul.
Stanach no dedicó un solo pensamiento a tres de los cadáveres, como no fuera para alegrarse de su suerte. El cuarto era Kyan Redaxe.
El aprendiz cerró los ojos y, cabizbajo, se dijo que ni siquiera el guerrero más diestro podía defenderse siempre de la emboscada de unos cobardes. Su pariente había sido atacado por la espalda con una ballesta.
«Un túmulo —se exhortó—, he de construir un túmulo.» Para uno de su raza, morir sin un hito o una tumba que cobijara su cuerpo equivalía a recibir el trato de un traidor. No era aquello lo que Kyan merecía. El joven sintió un vértigo de angustia en el estómago al comprender que tal podía ser el destino de su primo.
La brisa, ligera y pura, refrescaba y transportaba el ya mitigado olor a azufre. El humo, unos momentos antes denso y agobiante, se deslavazó en finas volutas ahora que el fuego mágico se había extinguido. Stanach dio media vuelta y buscó al hechicero. Lo descubrió a cierta distancia, en el linde del camino y reclinado sobre el acogedor tronco de un roble. Su túnica era del mismo color que la sangre del difunto Redaxe.
Sangre vertida por Vulcania.
—Piper, no podemos dejarlo aquí.
—Ni tampoco demorarnos —contestó el interpelado—. Volverán, mi buen amigo. Están en la zona por un motivo concreto, ya que esta senda no conduce más que a Long Ridge y al mar. Los hombres de Realgar se abalanzaron sobre nosotros en el instante mismo en que abandonamos la aureola del encantamiento teleportador, prueba irrefutable de que nos aguardaban. Estamos metidos en un atolladero, Stanach.
El futuro herrero, posada la mano en el pecho de Kyan como si lo auscultase con la secreta esperanza de hallar un hálito de vida, miró atentamente al mago. Al igual que todos los humanos, Piper era más alto de lo aconsejable. Tenía el rostro demacrado, y una peculiar opacidad en sus azules iris. Estaba, en resumen, extenuado. Sudaba a pesar del frío reinante, y la humedad de su transpiración aplastaba su cabello de tonos solares contra la tez y el cuello.
El mago había desatado dos sortilegios ígneos, sendas lenguas de llamas, en cuanto él y sus acompañantes salieron del ámbito del fenómeno que los había catapultado. Los guardianes de Realgar, en efecto, estaban al acecho. Ahora, exhausto tras utilizar sus artes, Piper apenas constituiría una amenaza para nadie en las próximas horas; desde luego, no para los cuatro theiwar que todavía los vigilaban desde algún escondrijo en las inmediaciones.
Stanach inspeccionó los alrededores. La sombreada línea del bosque se desdibujaba en brumas a su derecha y el yermo terreno enlazaba a la izquierda con los montes rocosos. Un peñasco derrumbado y segmentado, de una altura similar a la sección inferior de los árboles, se encaramaba hacia las cumbres en el pie de la espesura.
El áspero grito del córvido pareció acercarse.
Piper se apartó del roble, atravesó la franja umbría y se situó detrás del enano.
—Tenemos que irnos, mi querido colega. Lo lamento, pero no oso entretenerme ni aun unos minutos para dar sepultura a tu primo.
De nuevo, Stanach entornó los párpados. Kyan se distinguía por sus voces guerreras semejantes a los truenos estivales, al aullido de un orate; poseía el férreo brazo y el espíritu de un luchador, fiero y generoso. No sería honrado en un epitafio ni con un sepulcro improvisado, pero sus hermanos, y también sus enemigos, lo recordarían.
El enano se incorporó despacio. Alzó los ojos al firmamento, apercibiéndose de que el sol había iniciado su largo descenso hacia poniente y no tardaría en ocultarse. No deseaba que lo sorprendiese la noche: los theiwar se crecían cuando los amparaba la oscuridad.
—Piper, ¿cuánto falta para Long Ridge?
—Doce o trece kilómetros a través de la espesura, la mitad por la calzada principal.
Stanach exhaló un quedo gruñido. Recogió acto seguido su espada, manchada con la sangre de sus adversarios, la limpió lo mejor que pudo en la hierba que delimitaba el camino y la introdujo en la vaina que llevaba cruzada a la espalda.
—Partamos —sugirió al mago, a la vez que se colgaba el zurrón en bandolera—. Si, como afirmas, se trata de una ciudad ocupada, no permitirán la entrada de extraños después del crepúsculo.
—Lo más probable es que no —convino Piper—. Y...
Se interrumpió de manera brusca y señaló con el dedo una de las cimas de los aledaños. Siniestros como lobos, los cuatro theiwar que huyeran poco antes se recortaban en negro contraste contra el paisaje. Habían regresado. El de menor estatura tenía el índice estirado hacia la ringlera exterior de troncos.
El hechicero apoyó la palma en el hombro de su amigo.
—Será mejor que nos dividamos.
El cuarteto se deslizaba pendiente abajo sin prisas ni ruido, al estilo de las manadas de chacales en el momento de formar el círculo letal. Habían esperado que se disiparan las secuelas de los conjuros del humano, alertas a su oportunidad de completar la matanza.
—No —se rebeló Stanach—. Permaneceremos juntos.
—Y sucumbiremos juntos también —apostilló el mago, entre irónico e irritado—. Poético pero poco práctico. Uno de nosotros debe llegar a Long Ridge —agregó, aumentando la presión de las yemas en su omóplato—. Dupliquemos nuestras posibilidades, ¿de acuerdo? Tú dirígete a la ciudad. Estos bosques no son Qualinesti, aunque tampoco tú ejerces de leñador, Stanach, así que no deambules sin rumbo. No se requerirían sutiles guardas elfos ni aun grandes dosis de brujería para perderte sin remedio.
»Arrímate a las sombras y los vegetales más robustos, mantén siempre el sendero a la vista y, antes de lo que imaginas, te encontrarás en un valle cultivado. La población está en el extremo de la hondonada, en el saliente donde muere la vertiente norte. Encuentra a Vulcania, recupérala a cualquier precio y escapa.
Los agresores se desplegaron en abanico, interponiendo varios metros entre uno y otro, sin acelerar, en ningún instante, el ritmo de la marcha. La ventolera levantaba nubes de polvo en torno a sus botas, de tal forma que se diría que evolucionaban un palmo por encima del pedregoso terreno. El aprendiz espió a su amigo y consultó:
—¿Qué harás tú?
—Todavía me quedan energías para formular otro hechizo —lo tranquilizó el sereno Piper, con una sonrisa de complicidad—. Déjame obrar a mi manera, sé cuidar de mí mismo. En cuanto a esos individuos —agregó, sin inmutarse por la carcajada lupina que acababa de emitir uno de los exploradores—, les organizaré una bonita persecución en la que los extraviaré a uno tras otro. Tú concéntrate en hallar el paradero de la espada. Una vez que mi estratagema haya dado los frutos deseados, calculo que dentro de dos o tres días, volveré aquí y podrás reunirte conmigo. Estaremos de vuelta en Thorbardin antes de que cuentes hasta diez.
—Sí —protestó Stanach—, sobre las alas de otro de tus encantamientos viajeros, tambaleándome y habiendo de refugiarme en un sitio discreto donde vomitar.
—Es preferible a andar —replicó el mago.
—Bien —transigió al fin el enano—, se hará como tú propones. Sin embargo, tu espera no debe prolongarse demasiado. Si no encuentro pronto el acero tendremos que rastrearlo ambos. Concédeme cinco jornadas; en el caso de que para entonces no haya vuelto, con o sin el trofeo, haz lo que juzgues más apropiado. Suerte, Piper —concluyó, lanzando una última ojeada a Kyan y los charcos sanguinolentos.
—Suerte, compañero. Si los hados no te son favorables, vence los tropiezos según tu propio criterio. Y, ahora, vete.
Hammerfell se internó entre la tupida vegetación. Había avanzado unos cinco metros, cuando oyó unas voces que imprecaban a los dioses del Mal y se volvió con objeto de investigar.
Una nube negruzca bajó de la bóveda celeste. Un crujir multitudinario de discordes y nerviosos chillidos invadió la atmósfera al emprender el vuelo hacia la ladera, cual carroñeras de reducido tamaño, más de un centenar de murciélagos, todos ellos ciegos y guiados únicamente por la voluntad del Túnica Roja.
El enano agradeció en silencio a su amigo el tiempo que le procuraría este sortilegio, y se encaminó hacia el norte.
* * *
Stanach se sentía asfixiado por los hediondos efluvios de los recientes incendios. Había oído relatos acerca de la guerra de labios de Kyan y sus colegas, que patrullaban en rigurosos turnos la frontera occidental de los dominios de su pueblo. Por estas narraciones, el aprendiz de herrero concibió la que él creía una noción bastante exacta del panorama con que toparía en su viaje. No obstante, la destrucción que ahora se exponía a su examen excedía las previsiones de cualquier mente normal.
En un tiempo, y no muy remoto, el valle debió de ser fértil. Ahora, en cambio, la escasez era tal que los gorriones morirían de hambre antes del invierno. Como Piper le anunciara, la ciudad se erigía en una repisa aserrada que marcaba el confín septentrional del valle. Casi todo cuanto había debajo del camellón estaba socarrado y en ruinas.
La luz del sol en su ocaso bañaba, difusa y purpúrea, los otrora ricos campos, poniendo de relieve las franjas quemadas que marcaban la trayectoria seguida por los fuegos a lo largo de la explanada. Aquí y allá, diseminados, algunos retazos amarillentos determinaban las secciones que quedaron incólumes. El cereal, sin cosechar, refulgía en irregulares discos de oro. Los sauces ennegrecidos a ambas riberas del río, que cortaba la hondonada en dos mitades, la norte y la sur, mostraban sus garras esqueléticas al cielo, o así vio el observador los desnudos ramajes. En todo el perímetro del paraje, granjas, graneros y otras edificaciones anexas se habían venido abajo, convirtiéndose en montículos de escombros.
Un mortífero reptil había sobrevolado el lugar.
Unas risas roncas, de criaturas en estado de ebriedad, flotaban en el valle y arrancaban ecos del camellón donde se asentaba la villa. «Saqueadores», dictaminó el viajero. No hacía muchos días que habían arrasado la ciudad y los soldados de los ejércitos de los Dragones tardarían semanas en despojar de sus bienes o artículos de utilidad a cadáveres y casas.
Tan sólo quince días atrás, el Señor del Dragón Verminaard había tomado Pax Tharkas, en las Montañas Kharolis. Las hordas de Takhisis acometieron el asalto de Abanasinia. Los eruditos filósofos de Thorbardin dijeron que estos humanos, fanáticos buscadores de los nuevos dioses, y los elfos recientemente exiliados de Qualinesti, eran responsables de que el conflicto recayera sobre sus propias cabezas. Ahora debían convivir con el desastre que habían provocado, o morir por su causa.
«No es asunto mío», deliberó Stanach mientras desenvainaba su arma y reanudaba su viaje. Su «asunto» era dar con una Espada de Reyes, y al menos dos horas de andadura lo separaban de la ciudad. Debía apresurarse o de lo contrario las tinieblas lo atraparían en aquella tierra malhadada.
Lo llenó de júbilo dejarla atrás. Las ráfagas de aire arreciaron; su ulular plañidero, al surcar los que fueran cultivos, sonaba como las súplicas de unos espectros.
* * *
Aspirando el intenso aroma de la marga, Piper se agazapó, más sigiloso que un fantasma, detrás de una enmarañada pila de árboles desarraigados. Los theiwar eran tan tumultuosos como una estampida de ganado en comparación con él. Las hojas, tostadas y quebradizas, se rompían en audibles susurros a su paso, y las ramas sueltas producían pequeños estrépitos al pisotearlas en sus contundentes zancadas.
Al huir hacia el bosque, el mago había deplorado no conservar fuerzas suficientes para recurrir a un hechizo de invisibilidad. Ahora esbozó una mueca burlona al enmarañarse uno de los secuaces de Realgar, por añadidura herido en el brazo, con las raíces de un roble. ¡Una mula ciega y sorda habría podido esquivar a la cuadrilla!
Aguzó largo rato los sentidos mientras los enanos iban de un lado a otro, llamándose entre sí y maldiciendo la abundancia de maleza. El Túnica Roja caviló que, de haber planeado cazar una pieza para la cena en aquellas latitudes, su alboroto habría pregonado la presencia de intrusos entre los conejos, ciervos y ardillas esparcidos en varios kilómetros a la redonda.
Transcurrido un tiempo, se desviaron del confuso itinerario inicial para jalonar el borde de la espesura hacia el norte, como hiciera Stanach. Piper no se inquietó: con su velocidad, aquellos cuatro sujetos penetrarían en el valle después de que su amigo visitara y registrara Long Ridge. Aunque perteneciente a las tribus de enanos, y propenso a armar barahúndas al igual que todos sus congéneres, el aprendiz les había sacado al menos dos horas de ventaja. El humano se sentó, escudriñó los contornos y quedó convencido de que estaba solo.
«Stanach les ha tomado la delantera —recapituló— y esos enanos no han de apresar a un mago que de algún modo consigue volatilizarse sin siquiera el auxilio de sus dotes.» Satisfecho, se levantó y sacudió el polvo de sus ropajes. Oteó acto seguido el cielo, más luminoso entre las copas de los árboles que en llano abierto.
Dentro de una hora anochecería. En el intervalo, bien podía atender a Kyan.
Se aproximó el hechicero a los cadáveres, que estaban aún tumbados allí donde se desplomaran. Como atezadas criaturas noctámbulas, media docena de buitres alzaron el vuelo al distinguirlo, maldiciéndolo, naturalmente, por su intromisión. Uno, instalado en el hombro de uno de los esbirros de Realgar, tan sólo se desplazó a un agarradero más equilibrado y escrutó al recién llegado en actitud insolente. «Me estás fastidiando —parecía desafiarlo—, pero seré yo quien ría último.»
Piper se estremeció al captar el mensaje y arrojó un guijarro al ave. Ésta eludió el proyectil y se fue, con un frenético aleteo y estridentes graznidos. El mago se consagró a su tarea.
Arrastró a los sicarios del theiwar fuera de la vereda, para adentrarlos en el sombrío bosque. El único que le interesaba, como a Stanach, era el joven Redaxe.
Realizaría un auténtico túmulo en honor del enano guerrero. Tras examinar de nuevo el sol, se dijo que estaría encomendando su alma a Reorx cuando el astro sonrojara las piedras con sus postreros rayos. Era una circunstancia idónea.
—Sí —musitó a los despojos mientras trabajaba—, me aseguraré de que no quedes insepulto, amigo Kyan. Puedes reposar en el convencimiento de que será un rey regente quien presidirá tu duelo: Hornfel será investido antes de que le comuniquen la noticia de tu fallecimiento.
Mientras se afanaba en su obra, no cesó de dar vueltas en su cabeza a los acontecimientos vividos. Los luchadores de Realgar los habían embestido en unos instantes en los que sus compañeros y él mismo eran poco más que unas figuras sin materializar, fluctuantes por causa del sortilegio. «¿Tan desgraciados somos —se quejó—, o tan afortunados son esos bribones?»
Trasladó las últimas piedras al montículo y se sentó en el suelo, junto al difunto. El globo solar era un fulgor colorado del que, oblicuos, manaban haces áureos detrás del horizonte occidental. La vía del norte se había fundido ya en negrura.
Piper alisó el coleto de gamuza superpuesto a la cota de malla, delgada y ahora con un coágulo de sangre, que no había salvaguardado a Kyan de la ballesta rival.
«Quizás —conjeturó, a la par que se encorvaba para tomar al malogrado enano en sus brazos y llevarlo hasta su última morada terrenal—, quizás el derro apostó centinelas en este camino porque ya tiene un destacamento en Long Ridge con órdenes de recobrar la Espada Real. O bien volverán siguiendo el mismo trayecto, o bien el nigromante quiere cerciorarse de que ningún competidor llegue a la ciudad y le quite a Vulcania.»
Acostó al cadáver, con una delicadeza reverencial, en el enclave elegido y lo fue cubriendo poco a poco. A la vez que colocaba las rocas, réplica de las lápidas que usaban otras razas, se percató de la exactitud de su vaticinio. El sol le obsequió su tamizada luminosidad carmesí, su estertor, y sus destellos se filtraron por las oquedades.
—Es como un reflejo de las llamas que alimentan la fragua de Reorx —comentó—. Adiós, Kyan Redaxe.
Sin pensar, estiró la mano hacia la flauta de su cinto. Mientras ejecutaba su deber, unas notas dulces y tristes habían bailado en su cerebro. Pero el Túnica Roja meneó la testa y decidió que la endecha de su amigo habría de esperar aún antes de ser ejecutada. Los sones del instrumento volarían lejos en la liviana brisa nocturna.
La región circundante se ensombreció de inmediato, y el mago se acomodó en la hierba con la espalda apoyada en la tumba. Admiró las estrellas tempranas, titilantes e inciertas, y se fijó también en los puntos por donde las dos lunas, la encarnada y la de plata, comenzarían su recorrido. Aguardaría, tal como le había prometido a Stanach.
Inhaló una larga bocanada. «El aprendiz no está instruido en las artes marciales, ni tampoco en las arcanas —meditó—, pero ha empeñado su palabra y la cumplirá por encima de cualquier consideración.»
Se preguntó si debía tratar de dar alcance al enano, y descartó enseguida tal proyecto. Era una insensatez errar en plena noche por aquellos vericuetos. Si Stanach se hacía con la espada, regresaría al amanecer. «Siempre que se establece un lugar de encuentro —había sentenciado Kyan en una de sus charlas—, o te atienes a lo acordado o pasas días enteros tras el rastro de tus amigos mientras ellos pierden el sentido de la orientación en pos del tuyo.»
El malogrado luchador había hecho frecuente alarde de su sabiduría popular frente a las jarras de cerveza en las tabernas de Thorbardin. Fue en una de estas rondas por los locales de la urbe cuando mencionó el axioma que ahora evocaba Piper. Atribulado, el mago hubo de admitir contra su deseo que no volvería a escuchar tan prudentes máximas de Kyan Redaxe ni, de hecho, los relatos de sus improbables aventuras. El enano había muerto en el extranjero.