11

Encrucijadas y suplicios

El crudo vendaval de la noche laceró el valle, clamando entre las ramas de los pinos y cristalizando la lluvia del día en hielo sobre los hombros de la montaña. En algún lugar, en el interior de la montaña, estaba Thorbardin.

Cargadas las mujeres con sus recién nacidos, escoltadas por hombres en cuyos ojos ya no había esperanza, los refugiados se detuvieron en la ladera, buscando la entrada de la Puerta Sur. Algunos creyeron ver una puerta reverberante en la penumbra y otros, demasiado extenuados para explorar, volvieron la espalda.

Una risa infantil vibró en el aire. Era difícil mantener tranquilos a los niños. Sólo el agotamiento podía obrar el milagro y el viaje de la jornada había sido lento, como si los ochocientos temieran aproximarse a la fortaleza de los enanos y enterarse de que sus ilusiones habían sido en vano, que habían huido de las minas de Verminaard y los horrores de la esclavitud para ser rechazados en el único reino que conocía su peregrinaje: el de los enanos.

Encendieron fogatas, y sus luces parecían en el valle estrellas diminutas y tímidas. El humo de la leña, y luego de los guisos, se propagó por el aire y se depositó como un manto gris sobre el río.

Sería una noche de espera y oraciones, no de plácido sueño, mientras los prófugos enviaban su embajada, en las personas de Tanis el Semielfo y la princesa de las Llanuras, Goldmoon, al consejo de los thanes.

Había múltiples facetas de su pueblo que agradaban a Hornfel. Admiraba sus habilidosas manos para la artesanía, se regocijaba de su inquebrantable lealtad a sus hermanos y su clan y apreciaba su coraje como guerreros. También valoraba su cerril testarudez y sentido común, y amaba su carácter independiente.

Era este carácter independiente el que hacía que no fuera un insulto, sino una especie de tributo, la actitud del canoso soldado daewar, miembro del cuerpo de centinelas asignado a las murallas de la Puerta Sur, cuando se limitó a inclinar la cabeza a modo de parco saludo a los dos thanes y, en la rosácea claridad del alba, reanudar su vigilancia. «No los sobrecogen quienes ostentan un rango superior —pensó Hornfel—. Confían en sus soberanos porque son sus congéneres, y nadie hace sumisas reverencias a uno de los suyos.»

Lanzó una ojeada de soslayo a su acompañante, que estudiaba a los guardianes más severamente que él. Aquél era el turno de los hombres de Gneiss, y Hornfel conocía lo bastante a su amigo para saber que exigía de sus súbditos que custodiaran el recinto haciendo gala de una inmejorable precisión militar. Si Thorbardin intervenía en la guerra los daewar configurarían la fuerza de choque de su ejército, y Gneiss necesitaba sentirse orgulloso de sus luchadores.

Hornfel escuchó el tintineo del acero y las cotas de malla, el resonar de las botas sobre la piedra, la brusca orden del capitán de la guardia, y de nuevo miró a su colega, que había ido a apoyarse en una de las almenas desde donde se dominaba el lejano valle.

El viento soplaba con fuerza en las murallas. Nacido en las montañas, cuyas cimas se alzaban orgullosas hacia el cielo, el huracán transportaba aromas de pinedas escarchadas y de lagos en el trance de congelarse, como una glacial promesa de invierno. A centenares de metros bajo sus pies se extendían los valles, uno tras otro. Vestidos con los matices cobrizos de la hierba otoñal y dorados por el sol que comenzaba a desperezarse, los ondulados campos constituían el suelo más rico de las Montañas Kharolis. No obstante, la hondonada había estado en barbecho durante generaciones. La capital de Thorbardin se nutría de los productos de los viveros agrícolas enclaustrados en la montaña.

—Fíjate, Gneiss —dijo Hornfel al otro thane, trazando con el índice el perímetro de las sinuosas planicies—. Ochocientas personas podrían cultivar esos terrenos y mantenerse a prudencial distancia de nosotros.

—¿Ya vuelves a la carga sobre el mismo tema? —resopló Gneiss.

—Claro que sí, mi buen amigo. No podemos posponer por más tiempo nuestra decisión. Tú mismo me has comunicado que sólo nuestra patrulla fronteriza contiene el avance de los refugiados. ¿Cuántas horas serán capaces de tener a raya a ochocientas personas hambrientas y asustadas? De momento aguardan en paz los decretos del consejo, pero antes o después se agotará su paciencia.

—¡Es un chantaje! —vociferó el daewar y se apartó del muro con el puño apretado y los ojos chispeantes—. ¿Hemos de asilarlos o granjearnos su enemistad? Pues bien, auguro que, cuando esos llanos se alfombren de nieve dentro de poco, su blanca superficie será mancillada por sangre humana. El cónclave no aceptará coacciones.

—¿Eso es lo que piensas? —replicó Hornfel escogiendo con cuidado las palabras—. ¿Lo mismo que Realgar y Ranee?

—Tengo mi propio juicio —gruñó Gneiss.

Una ráfaga crispó su barba salpicada de plata. De espaldas todavía al muro, al valle y a la idea de que los humanos montaran un asentamiento tan cerca de Thorbardin, observó el ir y venir de sus seguidores por los despejados pasillos con los ojos semicerrados y el rostro inexpresivo. Hornfel no pudo leer en él ninguno de esos pensamientos que el daewar reclamaba como propios, sin influencias ajenas.

—Dime qué piensas, Gneiss. He hecho un sinfín de conjeturas y ninguna parece ser la correcta.

Clavados aún los ojos en sus subordinados, el reservado thane se desahogó.

—Lo que pienso es que mis guerreros morirán en el extranjero, lejos de las montañas donde nacieron. Y perecerán en una guerra que no les incumbe.

¡Otra vez el tan trillado argumento! Hornfel se había hastiado de oírlo meses atrás, y no se le ocurría más controversia que la que ya había expuesto en incontables asambleas. Procuró serenar su alterado ánimo antes de hablar.

—Estás en un error, todos hemos sido implicados en el conflicto. Gneiss, hay ochocientas criaturas en nuestras puertas y tú mismo acabas de ofrecer regar nuestras tierras con su sangre. Pero ellos no son nuestros enemigos. Nuestro enemigo es Verminaard, que ha expulsado a los elfos de Qualinesti, montado su cuartel general en Pax Tharkas y subyugado a quienes ahora solicitan nuestra hospitalidad. O eres un iluso, o admitirás que no depara a los enanos mejor destino.

»Cuando conquiste las Montañas Kharolis ejercerá un control absoluto sobre el norte y el este del continente. Si niegas que su próximo objetivo es Thorbardin, no eres el brillante estratega que yo imagino.

Fue una muestra de deferencia hacia Hornfel que el otro thane dejara los puños cerrados contra sus costados.

—Tus palabras son duras —dijo con frialdad.

—Sí, lo son, y también los tiempos que corren. Si no hacemos nuestra elección en seguida, Verminaard decidirá por nosotros. Y estoy convencido de que sus planes no favorecen nuestra supervivencia.

—El humor patibulario no va con tu personalidad —ironizó Gneiss sin alegría.

—Un patíbulo es lo que tú conseguirías.

—El patíbulo es para los traidores —replicó Gneiss con dureza.

—¿Acaso supones que Realgar te honraría como a un héroe si gobernara en nuestro reino?

—¿Realgar, ese secuaz del Señor del Dragón? Si se trata de una acusación, la encuentro de pésimo gusto.

—Es sólo una sospecha, querido colega. Gneiss inspeccionó su entorno, las cimas, los valles y el firmamento en el punto de fusión con el horizonte, como si acabara de comprender algo que debería haber percibido mucho antes. Cuando volvió sus ojos hacia Hornfel, había en ellos ira y admiración.

—Existe una Espada Real.

—En efecto —asintió Hornfel.

—¿Te burlas de mí? ¡No puedes ordenar que te hagan una! ¡Por Reorx, no puedes visitar al forjador!

—No lo he hecho —explicó el hylar, con una sonrisa fatigada—. Isarn sólo pretendía crear su obra maestra, pero nuestro dios infundió vida al acero aquella noche y el artesano forjó una Espada Real. Si has oído esos rumores, te habrán contado también que el arma ha sido robada.

—Entonces, ¿a qué preocuparse?

—Tanto Realgar como yo hemos sido informados de su paradero. —Acto seguido, Hornfel le hizo un breve relato de las circunstancias del hurto y la posterior localización del objeto—. Realgar anhela adueñarse de Vulcania tanto como yo y, válgame Reorx, ojalá no se me haya adelantado. Sea o no compinche de Verminaard, ese nigromante es peligroso.

—Yo lo detendré —propuso el daewar, llevándose la mano a la daga.

—No lo harás, a menos que no te importe provocar una revolución en Thorbardin.

Gneiss entendió al instante la advertencia. En el consejo de los thanes imperaba la discordia en el curso de las deliberaciones sobre la participación en la guerra y la acogida de los fugados. Ambos conceptos se confundían en uno solo, y las emociones, esencialmente la cólera, se desataban durante las sesiones. Si Realgar moría, por métodos lícitos o inconfesables, sus partidarios se levantarían en armas y la Espada de Reyes, fuera quien fuese su dueño, se convertiría en el símbolo de un sangriento fratricidio. Resonarían en las cavernas de Thorbardin los alaridos de los enanos aniquilados a manos de sus congéneres, algo que no sucedía desde las guerras de Dwarfgate, que habían tenido lugar hacía ahora tres siglos.

—Esta noche beberé a su «mala» salud —masculló Gneiss—, rezaré para que expire antes del amanecer.

—Estoy tentado de ponerte el apodo de «el Cauto» —se chanceó Hornfel—. Sin embargo, ha llegado la hora de dejar de serlo y dar la bienvenida a ese millar de personas. No me cansaré de repetir que nos conviene ganar aliados, más aún cuando uno de nuestra raza apoya a Verminaard.

—¿Humanos? Todos serán tan delirantes como tu mago Jordy.

—Nadie puede compararse con Piper. Es un amigo inteligente e incondicional. Me extraña que tú, tan perspicaz, no te hayas dado cuenta. Por otra parte, aunque los miembros de esa plebe tuvieran menos sensibilidad que los gully no deberíamos desdeñar el apoyo que puedan prestarnos.

Gneiss guardó unos segundos de silencio. Cuando por fin se dispuso a hablar, Hornfel intuyó que, si no había tomado partido, estaba al borde de hacerlo.

—Convoca una reunión para esta misma noche y me pronunciaré. —Echó a andar hacia la torre que, a través de una escalera interior, conducía a la ciudad y, al ver que Hornfel hacía ademán de acompañarlo, hizo un gesto para detenerlo—. Te ruego que permanezcas aquí un rato. La atmósfera es nítida. Observa el valle e intenta imaginar qué aspecto tendrá atestado de familias humanas. Luego presta atención a la barahúnda de sus voces en la Puerta Sur, sin olvidar que no pueden pasar el invierno a la intemperie y habrán de ser cobijados en la montaña. Son ochocientos —agregó, e hizo especial hincapié en la cifra—. Nos asfixiaremos todos debido a la insuficiencia de aire.

Una vez que Gneiss hubo partido, Hornfel se deleitó con la magnificencia del paisaje. Un águila surcaba el cielo sobre las llanuras, doradas sus alas por los reflejos del sol. Era inútil aventurarse respecto a la posición de Gneiss, una criatura imprevisible. Se acordó entonces del «delirante Jordy» y se preguntó dónde estaría y si él, Kyan Redaxe y Stanach, el aprendiz de Isarn, seguirían vivos.

Habían pasado cuatro días desde que Piper habíase catapultado junto a los otros dos expedicionarios hasta Long Ridge. ¿Se precisaba todo este tiempo para hallar a Vulcania? Sí, éste y más si el guerrero que la llevaba había abandonado la población antes de su llegada.

Podían haber muerto o todo lo contrario, realizado su misión con éxito. Lo único que sabía con certeza era que Realgar todavía no la había obtenido; el hecho de que él, Hornfel, conservase la vida lo atestiguaba.

Aunque nunca había examinado la Espada de Reyes, ansiaba tenerla como si fuera de su propiedad y se hubiera encariñado con ella a través de los años. Anhelaba acariciar el acero y cruzar el puente que habría de integrarlo en una saga de gobernantes con orígenes de varios siglos. Aquella espada era su herencia, una tizona hylar moldeada para el thane de este clan que sucedería en el trono a toda una estirpe de ilustres antepasados.

El ulular de la cortante ventolera se difundió en las alturas como el eco de uno de los himnos guerreros de Piper o de sus canciones de taberna. Hornfel volvió la espalda al valle y murmuró:

—Joven Jordy, si aún conservas la vida, te suplico que me traigas la espada.

«Y si has muerto —continuó para sí mientras intercambiaba una mirada de cortesía con uno de los custodios apostados en la puerta—, más vale que nos protejamos las espaldas. Si Realgar se apodera de la espada, no transcurrirá mucho tiempo antes de que la guerra, las revueltas internas y la tiranía destrocen el próspero reino de Thorbardin.»

* * *

El pusilánime enano Brek dejó la pila de roca entre su cuerpo y la luz carmesí del detestable sol. En el espacio que separaba este túmulo inmenso, tallado por la naturaleza, y el otro más reducido, de elaboración humana, había una lóbrega mancha de sombras. Era aquí donde Agus, llamado el Heraldo Gris, establecía contacto con su thane. Entornados los párpados a fin de ahuyentar la creciente luminosidad de sus retinas, el apocado súbdito esperaba que Realgar ordenara su regreso al hogar.

Su patrulla y él habían asistido a cinco salidas del astro rey en el extranjero, maldiciendo sus deslumbrantes fulgores y añorando los Pozos Oscuros de Thorbardin. Mica y Chert, que en esos momentos dormían como mejor podían en los parajes umbríos, habían soportado bien los rigores de los letales haces mientras que a Wulfen, conocido con el sobrenombre de «el Desalmado», le habían trastocado el seso. A Brek le llenaba de asombro que el mago favorito de Hornfel hubiera sobrevivido a la furia de Wulfen.

Brek puso al descubierto su dentadura en una mueca feroz. La emboscada se había desarrollado a pedir de boca en todos sus pormenores. Apresaron a Piper al ocultarse las lunas tras los riscos, cuando volvía con un conejo recién cazado para el desayuno. Incluso un encantador había de rendirse al notar una ballesta que le apuntaba a su espina dorsal y el tacto de un filo de acero hincado en la garganta.

A Brek le inquietaba la posibilidad de que Realgar quisiera al cautivo incólume. Wulfen, por lo visto, se había extralimitado en la venganza que le infligió después de la herida que sufriera en la refriega de hacía cuatro días. De pronto, el medroso enano abandonó sus cavilaciones al captar su oído el crujir de la hierba reseca, muerta de congelación, que zarandeaba la brisa matutina arrancándole un bronco siseo como el del Heraldo Gris. Se estremeció con sólo evocarlo.

No eran los prodigios de la magia los que lo hacían temblar. Aunque no era un iniciado en artes arcanas, Brek llevaba al servicio del derro el tiempo suficiente para sentirse, si no a sus anchas, sí al menos familiarizado con los conjuros. Era el propio Agus, excluido de todos los clanes, el que erizaba el cabello de su nuca.

Se abrió una fisura en la penumbra, entre los dos macizos bloques, y la figura del Heraldo se materializó. Echó hacia atrás la capucha de su capa. Una luz maléfica oscilaba en su ojo negro, mientras que las tinieblas de un pozo sin fondo colmaban la cuenca vacía donde tuviera el izquierdo. Su semblante, por lo general cambiante a la par de sus oscuros pensamientos, era ahora inescrutable en su inmovilidad. Ojeándolo como haría un fugitivo frente a una manada de lobos hambrientos, Brek se apoyó contra las rocas.

—El thane te reclama —anunció el Heraldo.

Irguió el cuello al transmitir su mensaje y un relámpago, quizá reflejo de distantes tormentas, surcó sus pupilas y se extinguió. Al retomar la palabra no lo hizo con su timbre entre el zumbido y el silbo sino que, como si Realgar se hallase tras él, lo que Brek oyó fue el acento imperioso y vibrante del thane.

Tienes al mago.

El enano humedeció sus labios con nerviosismo, cobró aliento para contestar y se apercibió de que debía repetir la operación antes de articular su informe. Agus, portavoz del thane, aguardó.

—Sí, señor. Es nuestro cautivo y todavía vive.

¿Y la espada?

—No estaba en su poder, thane. Wulfen no ha cesado de interrogarlo desde que lo hicimos prisionero esta mañana, pero ese obstinado mago no nos ha revelado nada. —Brek dirigió una fugaz mirada al montículo pequeño, el de reciente construcción, donde se vislumbraban el cerco de una fogata y los huesecillos sobrantes de una comida—. Lo que es obvio es que esperaba a alguien, y todo indica que ha permanecido aquí desde el encontronazo en que eliminamos a Kyan Redaxe.

El Heraldo Gris suspiró como si hubiese captado algo inaudible para su compañero. Pero fue Realgar, a varios kilómetros de distancia, quien habló, y también fue la llama de su furia la que refulgió en el único ojo de su segundo.

¿Y el otro, el aprendiz?

—No hay rastro de él. Pero el hechicero esperaba a alguien y creo que era a él, a Stanach Hammerfell. Sin duda es él quien se ha apropiado de la espada, o al menos sabrá su paradero.

¿Ah, sí? Quizás hayas dado en el clavo. Mantente al acecho y, si aparece con la tizona, mátalo y despójalo de ella. Es un rival solo —su tono se volvió cortante y despectivo—, así que supongo que podrás con él. En el caso de que venga pero sin el arma, el Heraldo se encargará de teleportarlo hasta mi gruta. Es posible que tenga la lengua más suelta que ese maldito guerrero.

—¿Y si no sabe nada?

Era Agus quien planteaba esta tercera opción. Brek se convulsionó en un nuevo escalofrío, pues el thane se enfrascó en una conversación privada con él y, dado que no se veía sino el físico del consejero, era como si sostuviese un monólogo de perturbado mental.

Sí, Heraldo, sí. La tarea de ponerle fin te será encomendada a ti, igual que siempre. Ahora ve y diviértete con el mago amaestrado de Hornfel. Asegúrate de que no nos cause complicaciones.

Cuando emitió su carcajada las manos del Heraldo Gris se retorcieron como las tuercas del garrote, ese terrible artefacto usado en las ejecuciones.

* * *

Piper divisó un volcán detrás de sus ojos, ígneo y resplandeciente como se aseveraba que era el corazón de la Espada de Reyes, de un purpúreo similar a la sangre que tan a menudo tiñera el hacha de Kyan Redaxe. Entrevió los albores del nuevo día, la aureola del sol, a través de sus párpados fuertemente cerrados para resistir la agonía de sus manos rotas.

Los theiwar cuchicheaban entre la tumba del patrullero y el gigantesco peñasco. Algunas frases cazadas al vuelo, al retumbar en las paredes de roca, le dieron constancia de que no tardarían en matarlo.

«Luego —pensó—, se sentarán confortablemente al amparo de los pedruscos hasta que se presente Stanach con el arma. Y lo peor es que eso sucederá hoy, aunque haya fracasado en su propósito.»

Los versículos de un encantamiento curativo se entremezclaban en su cerebro como promesas fuera de su alcance. No disponía de medios para hacerlo efectivo: Wulfen había fracturado los huesos de sus manos y, sin el consabido ritual de los gestos, el conjuro era inútil. Aquel truhán no era ningún estúpido. Había anulado cualquier alternativa de defensa que sus facultades pudieran proporcionarle. El único artículo mágico que le quedaba era la flauta de madera que pendía de su cinturón.

Habían supuesto que un instrumento musical que no valía sino para embelesar a los niños era inofensivo. Se equivocaban, aunque no del todo. Por una parte, las cualidades esotéricas del objeto eran poderosas y capaces de invocar numerosos sortilegios; por otra, los más complicados de estos últimos requerían una precisa interpretación tanto en el juego de los dedos como en el ritmo respiratorio. ¿Qué partido había de sacarles un hechicero con las falanges trituradas y el aliento entrecortado?

Sus aprehensores lo denominaban «el mago doméstico de Hornfel». No lo ofendía tan peyorativo sobrenombre pero, al igual que la mayoría de los enanos de Thorbardin, consideraba que «Piper» era más adecuado. Era un servidor del thane hylar en cuerpo y alma, así que pertenecerle le parecía justo y honroso.

Tenía sangre en los pulmones; oía su burbujear cada vez que, con gran esfuerzo, exhalaba. Al toser, como ahora, unos rojizos esputos manchaban sus labios y coloreaban luego el suelo. Sus meditaciones, fragmentadas e inconexas, estaban sujetas al vaivén de las oleadas del dolor. Necesitado de borrar todo vestigio de sus presentes calamidades, del instante, el lugar y el sufrimiento, procuraba dejarse acunar por ensueños del pasado, revivir experiencias de su vida.

Piper había llegado a Thorbardin de forma casual y repentina, sucio como un perro pulgoso, tres años atrás. La tempestad había arreciado aquella noche. Se libraba en el cielo una encarnizada batalla estival donde los litigantes eran los estruendosos truenos y los calcinadores rayos. Ni siquiera él se acordaba de los detalles de su llegada, pese a haberle sido relatada con frecuencia.

Un soldado de la guardia nocturna de la Puerta Sur había estado a punto de pisotearlo pues, empapado y sin resuello, yacía apelotonado sobre sí mismo en la garita de la muralla donde el centinela se había guarecido unos segundos antes.

—Debió de ser arrastrado como esos corrimientos de tierra que los aluviones depositan en la orilla del mar —había declarado más tarde su descubridor, mientras saciaba su sed junto a los compañeros en la sala comunitaria—. Incluso le di por muerto. Quizá lo estaba y volvió mágicamente a la vida. Con esos encantadores nunca se sabe.

No había estado muerto, aunque nunca se había hallado tan cerca de estarlo hasta ahora.

Piper tragó saliva y, conteniendo la respiración, comenzó a arrastrar el maltrecho brazo derecho, centímetro a centímetro, hacia el costado.

Los guardianes de Thorbardin, presas del desconcierto, habían corrido en busca de su capitán. Éste había llegado a la conclusión de que el mago era un espía enemigo con la secreta misión de tomar buena nota de las guarniciones militares del reino y, felicitándose por su agudeza, había encontrado una solución drástica.

Había en Thorbardin unas mazmorras hondas y lúgubres. En ellas había despertado Piper, sujeto con grilletes, y se había reprendido a sí mismo por haber sido tan torpe en la práctica de la hechicería como para condenarse al Abismo.

Él sólo aspiraba a viajar hasta Haven desde el Bosque de Wayreth, un salto no muy grande para un mago.

Había comprendido que seguía en el plano mortal al reparar que los celadores eran enanos. El que le servía sus raciones de agua tibia y pan no era muy comunicativo, y sólo respondía a sus preguntas con un gruñido o un sepulcral mutismo. Cierto que en una ocasión le había dado unas gruesas mantas para que no lo perjudicaran el frío y la humedad, mas siempre guardaba silencio y se aseguraba de que sus manos estuvieran sujetas.

«Evidentemente —recapacitó, con los párpados entornados para sustraerse a las punzadas, mientras sentía un creciente entumecimiento en la mano a medida que la arrastraba hacia la flauta— es un hábito en este pueblo inutilizar las extremidades de los magos.»

Un par de días más tarde, había sido conducido ante el consejo de los thanes. Todavía encadenado como una precaución contra cualquier intentona de atacar a sus augustos jueces a través de sus sortilegios, o de embrujarlos e inducirlos a formular un veredicto de inocencia, Piper había contado su historia, explicando su presencia allí como consecuencia del hechizo de desplazamiento erróneo a los seis mandatarios congregados en el Gran Salón.

Las deliberaciones habían sido interminables, no porque el cargo fuera de espionaje sino porque siempre les costaba sobremanera ponerse de acuerdo. Unos lo habían hallado culpable de inmediato. Otros habían alegado que ningún enviado de sus adversarios se habría dejado atrapar en tan absurdas condiciones, pero se habían mostrado remisos a absolver a alguien que incurría en el pecado de traspasar sin permiso los lindes de su jurisdicción. Habida cuenta de que los dragones sobrevolaban el país de Krynn a su entero albedrío y que los ejércitos se agrupaban para la guerra en el extranjero, cualquier duda sobre su inocencia obligaría al consejo a decretar su encierro de por vida en el calabozo.

Únicamente uno de los thanes había considerado la alternativa de ponerlo en libertad. Se trataba de Hornfel, y había defendido calurosamente al joven humano, cuya genuina colaboración en las sesiones, sus ingenuas protestas y verosímiles referencias a un error en la composición de un encantamiento habían conseguido ganarse su voluntad. El hylar se había proclamado fiador del reo empeñando su propia palabra y, ante tal muestra de confianza, había conseguido su libertad.

Piper, con su mano insensibilizada casi por completo, advirtió que había tocado el instrumento al rodar éste junto a su cadera. El fluir de la sangre por sus pulmones lo incitó a retroceder de nuevo en el tiempo.

—No suelen fallarme las primeras impresiones, joven Jordy —le había dicho Hornfel concluido el proceso—, pero debo recalcar que respondes de mi honor a partir de ahora. Sé digno de ello.

Jordy había pensado que nada habría de impedir que cumpliese tan sagrado compromiso, puesto que el enano le inspiraba una espontánea simpatía y además había logrado su libertad. A tales factores había que añadir lo fascinante que encontraba Thorbardin, un reino al que pocos hombres habían tenido antes acceso. Su reacción había sido impremeditada, y nunca había tenido que lamentarla.

—Hay algo que deseo suplicar de tu bondad, rey —le había dicho con aire grave a quien lo había salvado de la fría y oscura mazmorra—, y que multiplicará mis deberes para contigo. He contraído ya una deuda ineludible y, si tú me concedes esa gracia, la incrementaré entrando a tu servicio.

Durante sus dos años de estancia había sido Jordy para unos y el mago favorito de Hornfel para otros. Luego, los niños que correteaban por los jardines y calles de la urbe, encantados con la melodiosa música del hombretón rubio, lo habían bautizado como Piper. El hechicero se había hecho poseedor de un apodo, un señor al que obedecer y también de un hogar, pese a que nunca le había interesado aposentarse en un sitio fijo.

Sudando en el gélido amanecer y haciendo acopio de toda su energía, Piper apartó con el antebrazo la flauta, que se había escabullido bajo su flanco, y la subió a la altura del hombro. Afianzó acto seguido los pies en el duro terreno y, con un lento y penoso movimiento hacia adelante, consiguió aferrar entre los dientes la boquilla de la flauta.

Un theiwar se rió, con una risa semejante al aullido del viento. Piper se tendió cuan largo era y, al hacerlo, una costilla rota rasgó la pared de uno de sus pulmones. La sangre manó allí donde había de brotar el aire. No le quedaban ni arrestos ni tiempo para llevar a término su conjuro.

«¡Sólo un sortilegio insignificante, que me permita salir de este infierno!», pensó con desesperación.

Lo esencial era que su fórmula mágica lo trasladase. No muy lejos, pues carecía de fuerzas para ello, pero sí a algún lugar oculto del bosque donde no pudieran encontrarlo fácilmente. «No todos se desplegarán —caviló mientras, dolorosamente, inhalaba una bocanada de aire—. Sin embargo, con lo ruidosos que son, Stanach se percatará de que merodean por las inmediaciones y estará prevenido antes de que se le echen encima.»

Cerró los ojos y visualizó un claro que conocía, emplazado en plena espesura, en los aledaños de las tierras elfas. Los theiwar fraguarían todas las excusas imaginables antes de aventurarse en la mítica jungla de Qualinesti.

Tres notas obrarían el portento, dulces y suaves como la brisa primaveral en los campos. Y también tres vocablos. Sabía los vocablos y tenía suficiente aire para pronunciarlos.

Durante un período atemporal el humano no sintió dolor, ni tampoco necesidad de respirar. Cabalgó sobre la música como la reseca, ese reflujo que atrae las olas al seno del mar después de diluirse en el rompiente.