13
¿Recuerdos? ¿Delirios?
¿Dónde está la espada?
La voz, de una dureza tan vítrea como la obsidiana, se convirtió en negrura, al mismo tiempo que esta última se articulaba en verbosidad. Hauk no lograba discernir si veía al enano con los ojos o si lo reproducía, a modo de una pesadilla en incesante mutación, dentro de la mente.
¿Dónde está la espada?
El cautivo respondió con cautela, pues quien lo interrogaba penetraba su pensamiento... o había anidado en él.
—Lo ignoro.
Aquellas sesiones parecían una liza de esgrima en la que el humano, actuando a la defensiva, obstruía la estocada, la rechazaba, retrocedía y se preparaba para detener la siguiente. Como un luchador acorralado en el borde de un precipicio, era consciente de que poco más podría recular. Su contestación era cierta: no tenía ni la más remota idea de la suerte que había corrido la tizona.
¿Quién es ahora su poseedor?
—Tampoco lo sé.
Seguía siendo verdad, pues ella no le había mencionado su nombre.
Ocultó la fisonomía de la pelirroja posadera tras el parapeto de su voluntad.
«Su recuerdo es mío —se dijo a sí mismo una y otra vez—, me pertenece.»
Y lo sepultó en recónditas oquedades de su memoria, de la misma manera que un avaro ocultaría un tesoro de valor inconmensurable.
La risa de Realgar martilleaba penosamente las fronteras del alma de Hauk. Como un minero provisto de un rotundo zapapico, el mago horadaba su cerebro hasta exponer cada escena del pasado a una luz blanca, sin calor.
El humano olisqueó el humo que viciaba el aire de la sala comunitaria de una taberna.
Una nueva carcajada del nigromante hizo que se apagara el albo resplandor, dejando un lastre de fulgores palpitantes. Entre un latido y otro se elevaba, alta y viva, una columna de fuego.
Ululaban vendavales de tormenta.
El prisionero paladeó ahora un sorbo de cerveza y la bilis estranguló su garganta. Un destello de plata disipó las volutas de la humareda y distinguió los ojos azules de Tyorl, divertido y tolerante frente a las ocurrencias disparatadas de su amigo.
La acerada hoja de su daga se clavó, temblorosa, en el centro de una bandeja de madera. Adquirió mayor volumen la vibración del arma, tan fuerte el zumbido que sus ondas sacudieron a Hauk.
El suelo de la celda se agitó como si un terremoto fuera a resquebrajar la roca.
La oscuridad cayó, densa y plomiza, y el humano, cargado de aprensiones y repitiéndose que era benéfica, dejó que se asentara en su entorno. Las tinieblas encerraban riquezas: sólo había que reconocerlas.
Las risotadas del derro se transformaron en el estrépito del establecimiento de bebidas. El humano había encontrado a Tyorl en su mente y se aferraba a la imagen de su amigo, evocando todos los episodios de su vida que, a lo largo de los años, ambos compartieron.
La sangre se derramaba sobre las losas en un persistente goteo, hasta formar un riachuelo en una estancia sumida en sombras. Tyorl yacía muerto a los pies de Hauk, con los dedos crispados sobre la herida letal de su vientre.
Vulcania colgaba ensangrentada de la mano de Hauk mientras sus zafiros palpitaban como un tenue crepúsculo.
¿Dónde está la espada?
Agobiado por sus visiones, el reo echó atrás la cabeza y emitió un alarido en el que se condensaban pesar, rabia y rebeldía.
Nunca, ni por una fracción de segundo, se permitió a sí mismo visualizar a la muchacha de las trenzas cobrizas y los ojos verdes como esmeraldas. Ahora no era un personaje real para él, sino un luminoso recuerdo en medio de la oscuridad. El recuerdo le pertenecía y se aferraba a él tal como un náufrago a punto de ahogarse se asiría a la última plancha flotante del navío hundido en la tempestad.
Nada más le quedaba.