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«Más vale maña que fuerza»

En un pasaje, detrás de la que en un tiempo fuera la más próspera avenida comercial de Long Ridge, un viejo kender parpadeó para resguardar sus ojos del viento nocturno y aproximó el rostro a una puerta atrancada. Una fetidez de madera chamuscada invadía la calleja, y el hombrecillo estornudó un par de veces. Aquella tienda era de las pocas qué todavía aguantaban, pues el Dragón no la había hecho pasto de sus llamaradas —¿la había perdonado quizás ex profeso?— e incluso los soldados habían infligido unos daños más que discretos en su rapiña.

Lavim Springtoe, que así se llamaba el kender, tuvo serios problemas con la cerradura. No entraba en sus cálculos la posibilidad de que tales dificultades se debieran a su edad, al hecho de haber envejecido demasiado para forzar algo tan simple. Estaba en la sesentena, lo que no era en absoluto una excesiva acumulación de años. Al igual que todos sus congéneres, Lavim sabía que el tío Saltatrampas no se consideró un verdadero adulto antes de cumplir los setenta.

En realidad, era del dominio público que Saltatrampas vivió hasta que, convertido en un venerable nonagenario —tenía concretamente noventa y siete—, se lo llevó el terrible espectro del Pantano de Rigar. Lavim, por su parte, no estaba muy convencido de que un fantasma hubiera raptado a su pariente para arrastrarlo al otro mundo. Tan dudosa información provenía de la tía del primo de su padre, y toda la familia conocía la tendencia a desvirtuar las historias de la buena de Evalia. Él mismo oyó la versión contraria —de boca del sobrino de la hermana de su madre, una fuente mucho más fidedigna ya que quien la contó estaba emparentado con el protagonista a través de un primo segundo—, es decir, que fue el tío Saltatrampas el que venció y aniquiló al cenagoso ente. Desde luego, resultaba más emocionante que hubiera sucedido así.

El kender, ligeramente encorvado y con el cabello cano, oteó el entorno, aguzó el oído a fin de detectar el más leve crujir de pisadas y, al no percibir nada inusual, volvió a centrar su atención en el acceso trasero del comercio.

Su visión no era defectuosa; si algo la menoscababa era tan sólo la tangible película de hollín y humo en que había degenerado la atmósfera de la ciudad; y si le temblaban las manos no era por senilidad, sino por culpa del hambre. Siendo una panadería el lugar donde trataba de colarse, juzgaba probable que hubiera alguna hogaza comestible en un rincón olvidado, endureciéndose sin aprovechar a nadie. Luego, en pago al alimento, repararía el cerrojo de manera que el local quedase mejor protegido de los ladrones.

Meneó la testa y, al hacerlo, sacudió la larga trenza plateada sobre el hombro. Reanudó acto seguido su trabajo, tan enfrascado que los finos surcos de su faz, arrugada y curtida, adquirieron una nueva profundidad. Se apoyó en la puerta sin ejercer presión, no para aplicar la oreja y cerciorarse de que la guarda había cedido, sino porque deseaba apalancar el hombro en busca del equilibrio perfecto.

Se ha aseverado en múltiples ocasiones que el ángulo visual de los kenders coincide con la altura de los cerrojos por la misma razón que una ardilla listada dispone de espacio sobrante en las quijadas. Una rotación de la barra horizontal produjo el satisfactorio chasquido del rodete al desplazarse. Un segundo giro, y luego otro a fin de desactivar el seguro, provocaron que el cierre dejase de hacer honor a su nombre. «Es evidente —caviló el hombrecillo al adentrarse sigiloso en la trastienda— que esta cerradura no fue diseñada para mantener alejados a los intrusos. A su manera, constituye casi una invitación.»

Un pan integral descansaba sobre la tabla de amasar. Lavim lo guardó en su bolsillo, pensando cuánto complacería al hornero descubrir que alguien había preservado su establecimiento de los ratones, los cuales, al olfatear comida, lo habrían tomado al asalto. Preservó asimismo al panadero de otro enjambre de roedores al incautar tres pastelillos de miel no sin antes, aconsejado por su natural generosidad, librar a aquel desdichado de los ataques de las hormigas mediante la gloriosa hazaña de llenar una de sus bolsas de canutos de crema. No cejó, sin embargo, hasta poner el broche de oro a su incursión, lo que ocurrió cuando requisó cuatro porciones de coca y rescató al desprevenido propietario de las nefastas consecuencias de una incursión de cucarachas.

Persuadido de que el tendero sería plenamente feliz al día siguiente, en el momento en que pasase revista a sus pertenencias, Lavim Springtoe se deslizó por la desajustada hoja a la calleja, ajustó el cerrojo y se encaminó hacia la taberna.

Se preguntó si todavía tendrían almacenadas algunas botellas de aguardiente. La actual ocupación —su padre habría usado el término «plaga»— no animaba a la esperanza. En estos días eran escasos los abastos que alcanzaban Long Ridge, y tanto los suministros como las existencias de meses anteriores eran consumidos con avidez por el ejército de Verminaard. Era una suerte que el kender conservase su optimismo innato y que creyese a pies juntillas en una de las máximas predilectas de su progenitor: «un saquillo vacío no se colmará a menos que se abra». Configuraba su legado una vasta colección de dichos del acervo popular de su raza, que se transmitían entre los suyos de generación en generación.

Se dirigió pues a la posada, masticando un sabroso bocado de pastel y fortalecido por el espíritu jovial que le inculcaran sus antecesores.

Tenía sed después de tanto trabajar y realizar buenas obras, y aún faltaban varias horas para que los centinelas dieran el toque de queda.

* * *

Stanach se sentía oprimido por el ruido y el calor de la taberna. La sala olía a lana mojada y cuero, a vino rancio y cerveza vertida tiempo atrás. Pero, reflexionó, no era peor este tufo que el de las hosterías que Kyan y él frecuentaran en Thorbardin; su asfixia se debía más bien a la agobiante sensación de ser un extraño entre una caterva de desconocidos. El local de Tenny albergaba a más humanos de los que el enano había visto nunca reunidos. Sólo algunos grupos, esparcidos aquí y allí, se saludaban como amigos; la mayoría de los parroquianos bebían junto a sus vecinos codo con codo sin alejar por ello la soledad que embargaba sus miradas.

Lo tumultuoso de sus conversaciones y el apiñamiento sugirieron al aprendiz la idea de que la estancia no contenía aire suficiente para que todos respirasen.

«Nosotros necesitamos más oxígeno en los pulmones que los de tu especie», habría comentado Piper. Y lo habría hecho, se figuró Stanach, con una sonrisa pícara y la cabeza torcida. Ignoraba el paradero del mago, incluso si estaba vivo o muerto.

Observó el cerco dejado por su vaso en la mesa cubierta de cicatrices y frunció el entrecejo. Piper tenía que haber sobrevivido; en fin de cuentas, era un hechicero y, por añadidura, extremadamente listo. Claro que, hubo de confesárselo, era también un ciervo al que rodeaba una manada de lobos, mas un venado de recia cornamenta era capaz de romper el círculo y herir a sus perseguidores. Se aferró a esta conclusión y rezó para que el compañero hubiese extraviado en la espesura a los secuaces de Realgar.

El enano había arribado a Long Ridge la víspera, poco después del anochecer y con una gélida ventolera a su espalda. Precisaba, según su orden de prioridades, primero de un alojamiento y luego de un sitio donde comer. Ambos servicios los halló en Tenny's.

No fue posada y fonda lo único que le ofreció la ciudad: Vulcania estaba allí, o al menos, había sido vista la noche anterior.

El aprendiz enmarañó sus dedos en la lustrosa barba, dando pequeños tirones. Al visitar el local la noche anterior, bullía el ambiente en un hervidero de relatos y chismes acerca de la arriesgada apuesta del guerrero: su espada contra el dinero de tres habituales.

Aunque más o menos fantasiosos en sus versiones, todos los narradores coincidían en declarar que la tizona era majestuosa, que tenía la cazoleta de plata y la empuñadura de oro, con cinco zafiros engastados.

«¿Cómo pudo jugársela con semejante frivolidad?», criticó Stanach al aventurero.

Tratando de no armar revuelo, había investigado sobre las actividades de aquel individuo, pero nada pudo averiguar de su paradero ni del de su espada. Ni a última hora de la noche ni durante el presente día le condujeron sus pesquisas hacia una pista; tanto Vulcania como el humano que osó rebajarla a la categoría de una simple prenda se habían evaporado.

Lo acompañaba un elfo, de eso sí estaba al corriente. El enano sorbió un refrescante trago de cerveza y posó los ojos en la barra, mientras recordaba que el único personaje de esta raza que había observado en el lugar era aquel alto y delgado que ahora mismo departía con la moza pelirroja.

El futuro forjador lo examinó a conciencia. El sujeto se abrigaba con pieles de cazador y calzaba botas de caña larga. La daga que se ceñía a su cadera, y el arco y aljaba cruzados en su espalda, lo delataban como alguien acostumbrado a las armas, dada la casual soltura que exhibía en su manera de llevarlas. Stanach caviló que debía de pasar más tiempo en los bosques que en las tabernas, que era un cazador de vida montaraz.

El hospedero llamó a la muchacha. Su bramido se elevó eclipsando chácharas, matraqueos de sillas y el crepitar de la leña al arder en la chimenea, hasta que algo lo neutralizó a su vez. Murió la orden en la garganta de Tenny y, como obedientes a un mandato superior, él y todos los parroquianos se sumieron en el silencio. Acababa de abrirse la puerta, y el tufo entre seco y mohoso de la carne de reptil invadió el salón.

—Givrak —musitó alguien, atragantándose casi con su solo nombre.

El primer impulso del enano forastero fue cerrar los ojos, evadirse de la criatura que avanzaba a empellones entre la callada concurrencia. En su infancia había visualizado horrores similares a Givrak, imágenes escalofriantes que poblaban sus pesadillas. Mas se impuso la entereza y no entornó los párpados, entre otros motivos porque sus instintos le prevenían de que convenía vigilar con mucha atención al aparecido y, así, saber hacia adonde correr si se materializaba la amenaza.

Al igual que los monstruos de los endiablados sueños de Stanach, este de carne y hueso tenía la estatura de un humano, torso y hombros corpulentos y una cabeza reptiliana, plana, con una cresta de púas a modo de cimera. En la zona dorsal se vislumbraban un par de alas que, aunque dobladas, daban constancia inequívoca de su importante envergadura, su cualidad correosa y lo temible de las puntas que las festoneaban. A diferencia de los seres del subconsciente del enano, el recién llegado vestía cota de malla. Desde su mesa esquinera, el aprendiz no discernía dónde se terminaban los eslabones y empezaban las escamas del draconiano y, en cuanto a las musculosas piernas, pese a que no parecían hechas para andar, permitían a Givrak caminar de un lado a otro frente al mostrador. Sea como fuere, lo peor de todo eran sus ojos. No iluminaba aquellos pozos de negrura el menor asomo de compasión ni clemencia.

El indeseable huésped alzó el rostro, y la luz de la fogata, así como la de las velas, representaron su danza de reflejos en el metal del peto y la epidermis.

Más animal que persona, sus movimientos poseían la lentitud de los de la boa al desenroscarse. Stanach era nuevo en Long Ridge, lo que no obstaba para que se hubiese percatado de que un draconiano malhumorado no se aplacaba sin antes cobrar víctimas.

La paralización de la posada era total. El paño del tabernero estaba suspendido de su mano como una mugrienta banderola solicitando tregua, mientras que, sentados o de pie, todos los congregados en la sala comunitaria guardaban la compostura de estatuas. El único indicio de vida lo constituía el vaho de terror que envolvía semblantes y hasta muebles. Stanach, que había colocado su espada en diagonal sobre la mesa, alargó la mano hacia el pomo.

La joven que antes conferenciaba con el elfo, sobre cuya tez, más blanca que el suero de la leche, resaltaban sus pecas como una erupción de fiebre, inhaló de forma entrecortada, tensa. Givrak se volvió hacia el ruido.

Olisqueó el brutal invasor el pánico de la mujer, y su lengua bífida lamió las protuberancias que reemplazaban a los labios. Los dedos de Stanach asieron la empuñadura de su arma.

Con la desenvoltura que le era habitual, aunque no sin cautela, Tyorl se apartó de la barra. Su arco le sería de nula utilidad, pero su mano se acercó a la daga. Un fugaz escrutinio reveló al enano que también los ojos del elfo, azules y desapasionados, lo estudiaban, al parecer en actitud aprobatoria. Miró entonces a la moza y comprobó que sus ojos esmeraldinos se le salían de las órbitas a causa del pavor.

Fue entonces cuando Lavim Springtoe, el kender, irrumpió en escena. Ataviado con calzones de un amarillo chillón, botas blandas y un capote de dudoso corte que le caía hasta las rodillas, era casi un viejo y se recogía la blanca melena en una trenza. Un entramado de arrugas superficiales y la nariz respingona daban a su rostro el aspecto de uno de esos pintorescos niños «aventajados». Distinguió al draconiano de inmediato si bien, en vez de alcanzar la jupak afianzada por correas a su dorso, se plantó resuelto ante él, se frotó las empolvadas manos sobre las perneras y lo abordó sin reservas.

—¡Por fin! —suspiró—. He puesto la ciudad boca abajo para dar contigo.

Aunque los de su especie son ajenos a todo tipo de aprensiones, el aprendiz creyó percibir que el jadeo del viejo se alteraba un poco al encararse el otro con él. Pero quizá se equivocaba, no habría podido jurarlo.

—¿Conmigo, ladrón de bolsas? —lo insultó el draconiano, con una expresión tan fiera que Stanach se asustó todavía más.

El kender ni siquiera pestañeó frente a la ofensa. Sonrió ampliamente e insistió, con una voz suave y más cavernosa de lo que cabía esperar en alguien tan diminuto:

—Sí, contigo. Alguien quiere hablarte y me envió en tu busca.

—¿Quién?

—Lo ignoro. Te lo describiré, a ver si tú lo identificas: iba enfundado en una armadura roja y un yelmo inmenso, que imitaba una cabeza de dragón. En la parte de arriba se proyectaban unos cuernos y debajo de la celada, dos colmillos. Bueno, supongo que se parecía a un dragón pues en realidad nunca he visto ninguno, excepto, claro está, el que sobrevuela la ciudad cada día, y aun así lo hace desde tanta altura que no he tenido la oportunidad de...

Un resoplido de Givrak forzó al hombrecillo a enmudecer, no sin lamentar la impaciencia y los pésimos modales de su interlocutor.

—Me dijo algo —abrevió— acerca del despliegue de las tropas, o de un Señor del Dragón, no le entendí del todo.

El draconiano, y también los otros que escuchaban a Lavim, reconocieron sin dificultad en su descripción a Carvath, el capitán que supervisaba la ocupación en Long Ridge. El soldado podía desoír —si luego urdía una excusa verosímil— la convocatoria del oficial, y lo habría hecho de no mencionar éste a su mandatario. Era una incógnita contra quién Verminaard, escocido por la pérdida de ochocientos esclavos, descargaría en cada momento sus arrebatos temperamentales. Con una queja desabrida, el draconiano dio media vuelta y, tras propinar un puntapié a la mesa y volcar una docena de jarras rebosantes de espumoso líquido, partió. Tan fuerte fue el portazo que llovieron desconchados de pintura.

Se prolongó la artificial quietud unos segundos más. Al fin, una oleada de murmullos fue subiendo de tono hasta metamorfosearse en una algarabía en la que a los gemidos temerosos se mezclaron las manifestaciones de ira.

La muchacha se deslizó al otro lado de la barra y se apresuró a recoger los fragmentos del suelo. Stanach alzó un par de recipientes recuperables y se los entregó.

—Toma, jovencita. Estuvo cerca.

—Sí, desde luego —contestó la joven, todavía pálida—. He gastado toda la ración de suerte que me correspondía este año.

—Hiciste bien en adquirirla por adelantado —bromeó el viajero de Thorbardin.

La moza le dedicó una sonrisa abstraída, y el enano regresó a su sitio. Pero el oportuno kender se había instalado en el rincón y el aprendiz, remiso a compartir la velada con un emisario de un capitán del ejército de los Dragones, trató de localizar otra mesa vacante. No llegó a sentarse, pues el kender reclamó su compañía. En sus ojos, verdes como las hojas en primavera, brillaban los destellos de una jocosidad irreprimible.

—Vamos, únete a mí. Eres exactamente la persona a quien buscaba.

Stanach examinó al desconocido con resquemor, se aseguró de que todos sus objetos de valor estaban a buen recaudo y tomó asiento a su lado.

—¿A mí, kender? ¿No era a Givrak a quien te habían encomendado encontrar?

—No del todo —respondió el interrogado, encogiéndose de hombros—. ¿Givrak? ¡Su nombre es tan feo como él mismo! Verás, al entrar y reparar en él supuse que todos se alegrarían de que tuviera una cita irrenunciable en otro lugar. Me acusan de que envejezco deprisa, pero conservo la mente joven.

—Joven sí, aunque no con miras a largo plazo —repuso Stanach, tras emitir una carcajada.

—¿A qué te refieres?

—¿Qué sucederá cuando nuestro amigo draconiano se presente ante su oficial y éste niegue haberlo requerido?

—¡Ah, eso! —exclamó Lavim, y las prematuras patas de gallo que flanqueaban sus ojos rasgados se fruncieron por un leve instante. La sonrisa ganó la batalla—. Confío en que Givrak tardará unas horas en encontrar al capitán en cuestión y averiguar que lo he engañado.

—Tientas al destino —le reprendió Stanach—. Por si se precipitasen los acontecimientos, te recomiendo que te des prisa en comunicarme lo que quieres de mí. ¿En qué puedo ayudarte?

—No es a ti en particular a quien he de hacer mi consulta —puntualizó el kender—, sino a alguien de tu pueblo. Mi padre solía decir que aquel que tenga sed de aguardiente de los enanos debe perdírselo a uno de ellos. Él lo guiará hasta el licor y además lo orientará sobre si merece la pena adquirirlo. ¿Hay en estas bodegas aguardiente? ¿Es su grado el correcto?

El interpelado volvió a someter al otro personaje a una recelosa ojeada. Una copa del alcohol elaborado por su raza podía derribar a un humano musculoso. Aquel kender, delgado y frágil, no soportaría ni un ligero sorbo de tan embriagador brebaje.

En cualquier caso, la obligada contestación anulaba todo debate. En el establecimiento no había sino certeza y el translúcido vino elfo.

—Aquí no hallarás ni una gota de aguardiente: habrás de conformarte con las bebidas que ves. ¿Cómo te llamas, kender?

—Lavim Springtoe —se presentó formalmente el otro.

Tendió enseguida la mano a Stanach. Éste, al pensar en el anillo heredado de su padre que lucía en el dedo y en los bordes ribeteados de cobre de las bocamangas de su jubón, sonrió en vez de estrecharla y exponerla así a sus artes escamoteadoras.

—Stanach Hammerfell, del reino de Thorbardin. Te convido a unas copas de lo que te apetezca, y nos haremos a la idea de que es aguardiente.

Era una excelente proposición, que su acompañante no rechazó. Lavim incluso se ofreció para ir hasta el mostrador a recogerlas, mas el enano meneó la cabeza en una negativa. Por el desparpajo del kender, dedujo que se había familiarizado tanto con el entorno que sería capaz de arrancar los dientes a un dragón sin ser descubierto. No tenía más que jalonar un par de mesas y los parroquianos que en ellas se refrescaban denunciarían la milagrosa desaparición de sus monedas, dagas, navajas del bolsillo, muñequeras de cuero o de plata, y Reorx sabía qué otras propiedades, antes de empeñarse en ahorcar al culpable en la viga más próxima, valiéndose de su propia trenza a modo de soga.

El aprendiz fue personalmente a formular su pedido. Cuando se detuvo ante la barra el elfo lo saludó, asintiendo como si corroborara el intercambio que hubo entre los dos al cernerse el peligroso Givrak sobre la moza. El hombrecillo le devolvió el gesto. No era momento ni sitio adecuado, pero intuía que en cuanto pudiera sacar a la luz el tema «Vulcania» con aquel sujeto tendría la oportunidad de hacerse escuchar, aunque quizá no recibiría revelaciones.

En el fondo, se congratuló de que el azar hubiera traído al draconiano a la taberna.

* * *

Lavim Springtoe escudriñó el ya cercano fondo de su cuarta jarra y, hábil pero despreocupado, liberó a un ciudadano que pasaba por su lado del peso de su saquillo. Estaba ensimismado en sus pensamientos, de modo que apenas se dio cuenta de que se había apoderado de la bolsa y mucho se sorprendió cuando Stanach extendió su encallecida palma bajo sus narices.

—Dame eso —le ordenó secamente.

—¿Darte qué? —indagó el kender, enarcando las cejas—. ¿Esto?

—Sí.

El kender sustuvo en alto la blanda piel de tintineante contenido, y la miró como si no acertara a comprender de qué manera había ido a parar a sus garras.

—¡Qué distraído era ese hombre! No se puede extraviar algo tan valioso.

Sopesó la bolsa con satisfacción y la hizo repiquetear lanzándola de una mano a la otra. El enano la atrapó en pleno vuelo y, volviéndose, dio unas palmadas en la espalda de su dueño y se la tendió.

El humano arrebató la bolsa de manos de Stanach y se disponía a protestar cuando, al observar la ceñuda expresión del enano, prefirió abstenerse y mascullar un seco «gracias». Stanach inclinó la cabeza bruscamente y bajó de nuevo la vista hacia su bebida.

«No está meditando sobre la textura de la espuma —decidió su vecino—; es sólo un pretexto para espiar, por alguna razón que se me escapa, al elfo de ahí enfrente.»

El kender menos sagaz puede oler un secreto con sólo estar a menos de un kilómetro de quien lo guarda. Lavim Springtoe, aguzados los sentidos, vigiló al aprendiz con el mismo afán con que éste trataba de captar todos los detalles posibles de las conversaciones que tenían lugar a su alrededor.

Aunque el enano costeó gustoso las constantes peticiones de bebida que hacía el kender, y hasta renunció en algunas ocasiones a demandar el servicio de la muchacha, levantándose él mismo a fin de rellenar los vasos, su cortesía no fue tanta como para prestar oídos al cotorreo de éste. Se mantuvo ausente, y ausentes fueron sus respuestas. Al rato, Lavim se calló, y observó las reverberaciones de las llamas en la amatista de la sortija de Stanach y los fulgores del aro que adornaba su oreja izquierda.

Nada había en Stanach, ni en sus posesiones ni en su persona, que suscitara una impresión de solidez. El anillo, según Lavim, denotaba una riqueza transitoria, fruto de la casualidad; el pendiente evocaba escenas de salteadores y bandoleros y, en lo referente a la barbuda faz, su gravedad era una máscara. El avispado observador sacó la conclusión de que, tras su fachada de fiereza, se insinuaba una criatura muy distinta. Había instantes en los que el enano olvidaba que debía parapetarse tras su coraza, breves lapsos en los cuales la vulnerabilidad de la juventud dulcificaba unos ojos negros como el carbón y moteados de extrañas irisaciones azules.

«Este enano —lucubró su perspicaz compañero— se ha vuelto más reservado que antes, se ha encerrado en su concha como un molusco.» A él le gustaba, por el reto que entrañaba, todo lo que había que forzar para entrever una rendija.

Apoyó los codos en la mesa y empezó, aplicando los que él definía como métodos sutiles, a ahondar en el enigma. El primer tema sobre el que el kender hizo recaer la charla fue la espada de Stanach. Enfundada en una piel añeja, bien ungida, su empuñadura era lisa y sin interés. La confluencia de la cazoleta con el gavilán era imperfecta, aunque ésta parecía ser la única falta que podía imputarse a su creador.

—Advierto —aventuró como si realmente acabara de apercibirse— que no vas armado con el hacha tradicional.

Stanach se limitó a hacer un gesto de asentimiento.

—No es asunto de mi incumbencia, pero es que es la primera vez que me topo con un enano que no lleva hacha.

—Sí, la mayoría de mis congéneres prefieren las hachas.

—Y tú constituyes una excepción. Por cierto, tu acero es una antigualla. No te ofendas, estoy convencido de que su temple es espléndido aunque su aspecto no diga mucho en su favor.

—Es viejo, en efecto.

—¿Perteneció a tu padre?

El interrogado clavó en Lavim una mirada punzante y precavida a un tiempo.

—Es mío —afirmó, esbozando una sonrisa para contrapesar su laconismo—. Yo lo he moldeado.

—¡Eres herrero! Claro, debí haberlo adivinado por tus manos endurecidas. ¿Trabajas en la forja de tu capital?

—Acertaste.

—¿Has confeccionado muchas espadas? ¿Cuántos días se tarda en completarlas? También habrás elaborado dagas e innumerables armas. ¿Has forjado alguna vez una pala de hacha? Todo el mundo dice que las que fraguan los enanos son las mejores y...

Una risotada de Stanach atajó la parrafada del kender; era un acceso de hilaridad franco, sonoro. Acertaban quienes le habían advertido que, si permitía a alguien de aquella raza hacerle una pregunta, no viviría lo suficiente para satisfacer todas las que seguirían a continuación.

—Respira, Lavim Springtoe, y deja que intercale algunas palabras. Sí, he realizado numerosas espadas, mas a ésta le profeso un especial cariño porque me estrené con ella en el oficio. La hoja es fina, el templado del filo no tanto. Y sí, soy un experto en toda suerte de armas, incluidas las hachas.

Lavim volvió a escrutar las manos del artesano, dobladas ahora en torno a la jarra. Junto a las heridas secadas con los lustros, disimuladas bajo un halo de plata, había otras más recientes; sobre todo una muy ostensible quemadura que recorría el pulgar y estaba todavía tierna. Ninguna fogata de campaña podía causar aquel daño.

«De no ser porque Thorbardin está a centenares de kilómetros —reflexionó Levim—, a muchas jornadas de viaje, afirmaría que abandonó su fragua ayer mismo. Probablemente es del clan de los hylar, la facción dominante en su metrópoli. O me han mentido, o los de su grupo hallan tanto placer en dejar sus montañas como los peces en salir del agua.»

Long Ridge yacía bajo el yugo de Verminaard. Ember, su Dragón Rojo, pasaba revista cada veinticuatro horas a la ciudad y a sus pobladores. Aquellos que no habían fenecido en el asedio, apenas sobrevivían en la ficticia paz. ¿Quién, aparte del propio Lavim, podía sentir deseos de visitar Long Ridge? La curiosidad del kender era una chispa entre la leña.

¿Qué había arrastrado a un enano desde la seguridad de Thorbardin hasta aquel paraje malhadado?

El kender no tuvo ocasión de interrogar al enano. El estallido de una conmoción en el exterior y un rugido iracundo silenciaron a los parroquianos.

—¡Givrak! —gritó Stanach, dando un tirón del brazo de su vecino que lo puso de pie—. Baja de tus ensoñaciones, Lavim; si ese draconiano ha vuelto, no hay que ser muy imaginativo para inferir a quién persigue.

—Quizá. —El kender, con un malicioso centelleo en las pupilas, se sentó de nuevo—. Conocí una vez a un reptil semejante a ése, que nunca se acordaba de sus misiones. Le irritaba sobremanera llegar a un sitio y no ser capaz de discernir qué hacía allí, de forma que se sonrojaba hasta la raíz del pelo... Claro que quizá no era estrictamente un draconiano.

—Si no te vas ahora mismo, toda la cerveza que has ingerido escapará por tu epidermis como si fueras un colador. Debe de haber una salida privada detrás de la barra. Úsala, y sin demora.

—Pero...

—¡Huye! —ordenó el enano a su acompañante, empujándolo hacia la supuesta puerta.

Lavim tropezó, se enderezó y lanzó una mirada por encima del hombro a aquel desconcertante individuo. «¿Quién entiende a los enanos? —despotricó para sus adentros—. Huraños en un momento determinado, al siguiente cordiales y luego, sin ningún motivo, más avasalladores que el trueno y el relámpago.»

Existía, efectivamente, una puerta trasera. El kender se encaminó hacia ella, no porque estuviera amedrentado —carecía de tal capacidad— sino porque el enano parecía concederle mucha importancia a su fuga.

«Los enanos —continuó razonando— tienen tendencia a disgustarse por nada, son un poco quisquillosos. Claro que a cualquiera le pasaría lo mismo si viviera enclaustrado en las entrañas de unos riscos durante centurias.»

Obsequió a la moza con una de sus muecas entre pícaras y joviales. Aún no se había desvanecido ésta de sus labios cuando un elfo de imponente estatura, animados sus ojos por una burla amable, aferró su manga y lo empujó hacia el cuarto trasero.

—Esfúmate, kender —le susurró—, y no ceses de correr hasta alejarte de la ciudad.

«No voy a correr hacia ninguna parte —se dijo Lavim—. Me deslizaré hasta el pasaje, ya que todo el mundo parece estar obsesionado en que lo haga, pero ese tal Stanach no se desembarazará de mí.»

Y fue así como el vivaracho kender apellidado Springtoe, tras introducir en su bolsillo un sacacorchos, una redoma de vino y otros cachivaches no menos fascinadores, se escabulló por la puerta trasera de la taberna. Apenas había ajustado la hoja cuando Givrak penetró en la posada por la entrada principal e inquirió acerca de las idas y venidas del «maldito, embustero kender» que había vivido demasiado, un error al que ansiaba poner remedio cuanto antes.