26

¡Al rescate!

Tyorl se derrumbó contra el grueso tronco de un pino centenario. Sus pieles de cazador estaban empapadas, sucias por el lodo de los pantanos y cubiertas de cenizas, lo que les confería un peso inaguantable. Sin fuerza en las piernas, con los brazos y la espalda convertidos en una doliente masa de músculos, comprendió que habría caído de no haberse apoyado en el árbol.

El humo irritaba sus conjuntivas, arrancando calientes lagrimones que fluían por el manchado rostro. Yerto de frío, el elfo se enjugó los ojos con el dorso de la mano y se tiznó todavía más de hollín —salpicado de barro— los pálidos pómulos, en una triste semblanza de las plañideras de su pueblo cuando se embadurnaban la faz en los enterramientos.

Detrás de él rugía una muralla de llamas. El guyll fyr alborotaba las ciénagas y se elevaba altivo hacia el cielo. Los pilares ígneos penetraban las solidificadas volutas de la humareda que se cernía sobre las escarpaduras. El guerrero comprendió que apenas podían disponer de unos minutos de descanso.

—Finn —llamó con voz áspera—, Finn, ¿qué sabes de estas montañas?

El jefe de los Vengadores meneó la cabeza y torció la boca en una mueca amarga y cínica.

—No soy un enano. Mis conocimientos acerca de esta vertiente de la cordillera son similares a los de cualquier otro, o sea, nulos. Los habitantes de Thorbardin denominan a la falda y las laderas, hasta las cimas, el «extranjero», lo que no significa que fomenten precisamente la afluencia de visitantes. Es una lástima que tu amigo manco no esté ahora entre nosotros.

«Más lo lamento yo», pensó Tyorl. Aunque el joven Hammerfell nunca había sido su compañero de peripecias favorito, les habría sido de gran utilidad en esos momentos. Pero lo más probable era que el distante y silencioso enano hubiera muerto.

La crueldad implícita en su pensamiento le produjo escalofríos. Cierto, Stanach se había mostrado siempre hosco y reservado, pero el luchador hubo de admitir que había saltado sobre el Dragón, a despecho de su agotamiento y su condición de lisiado, más para auxiliar a Kelida que porque quisiera recuperar a Vulcania.

Sacudió la cabeza, exhausto de correr y de discurrir. Sus dos amigos habían sucumbido; formaban parte del tributo de sangre que reclamaba el condenado acero. Finn tosió en el enrarecido aire y el elfo alzó la vista.

—Vamos a la deriva, Finn —dijo—. Lo mejor que podemos hacer es centrarnos en escapar del guyll fyr.

—No todos lo lograremos —respondió el interpelado, indicando con un gesto a Lavim.

El kender, abrazado también al puntal que le brindaba un vetusto árbol, respiraba convulsivamente, sacudido por jadeos ululantes como el viento a su paso entre los juncos. Había cojeado a lo largo del último kilómetro; según sus quejas, porque le habían entrado piedras en la bota. Había un agujero de respetable tamaño en el calzado del hombrecillo, que justificaba la excusa. No obstante, Tyorl estaba seguro de que era un simple pretexto, y se confirmó su creencia cuando Springtoe, sin darse cuenta de que lo observaban, se inclinó hacia su rodilla y le administró cuidadosas fricciones. La había forzado al salir del lodazal.

El guerrero consultó con la mirada a Finn, quien de nuevo meneó la cabeza. La luz de la compasión alumbró sus ahumados ojos azules pues, aunque había abogado por decapitar al kender y abandonarlo en la tumba de las lagunas, su ira no había tardado en disiparse. De hecho, él mismo había alzado a Lavim, semiahogado y espurreando, de las aguas más hondas.

«Ese bribón y yo somos los únicos supervivientes de los cuatro que emprendimos juntos la odisea —reflexionó el elfo—, y en realidad es poco lo que sabemos de los demás aparte de sus nombres.» Se le antojó irónico que, en un puñado de días, hubieran adquirido tamaña importancia en su estima. La muerte de dos de ellos, incluso la del malhumorado Stanach, nublaría sus momentos dichosos durante años.

Se apartó del árbol y notificó a sus compañeros:

—Estamos despilfarrando nuestro ya exiguo tiempo. Aunque Stanach ya no se halle con nosotros, conozco la dirección que pretendía seguir: hacia el sudeste de la ciénaga. Para mí también es un misterio casi todo lo concerniente a Thorbardin, mas no me cabe duda de que nos encontramos al norte del reino. El viento propaga el incendio hacia el nordeste, y el camino al sur será arduo y en perenne ascenso. Sugiero que nos pongamos en movimiento mientras podamos.

»En cuanto a Lavim, llegará tan lejos como yo llegue. Yo lo transportaré si se extinguen sus energías.

Sin volver los ojos atrás, Tyorl se alejó de su jefe y fue al encuentro de Springtoe. Se agachó a su nivel y posó la mano en el hombro del viejo kender, quien, al sentir su contacto, se ladeó hacia él exhibiendo su omnipresente sonrisa.

De todos modos, le costó unos segundos infundirle a su gesto su habitual jovialidad.

—¿Cómo estás, mi pícaro amigo? ¿Puedes proseguir la marcha?

—Te seguiré adonde vayas. Y he de informarte que yo o, para ser fieles a la verdad, que Piper...

—¿Qué se le ha ocurrido al mago esta vez? —indagó el luchador con prevención.

—Que, a través de mí, él podría conducirnos hasta Thorbardin. Identifica algunos hitos, y afirma que acertaste en lo de encaminarnos hacia el sudeste. Solicita tu permiso para ser nuestro guía.

«Un guía fantasmal —meditó el Vengador receloso—. Pero, en fin de cuentas, ¿por qué no? Nuestra situación no difiere mucho de la del dueño de una casa que, al quemarse ésta, abandona todo cuanto es suyo en un esfuerzo supremo de salir vivo de la catástrofe.» Se volvió para contemplar el cielo occidental, enrojecido en los lugares donde no lo ocultaban los negros vapores.

—Nada tenemos que perder, y estamos desorientados —convino—, mas he de hablar con Finn antes de tomar una decisión. En cualquier caso, comunícale a Piper mi gratitud.

—A tu jefe no le gusta Piper —apuntó el kender.

—No le es fácil concebir que haya anidado en tu cerebro.

Tyorl paseó la palma de la mano, en actitud ausente, por la bruñida flauta de madera de cerezo. Tras quitársela a Lavim en el barrizal, la había ajustado a su cinturón mediante una de sus correas y desde entonces no había cesado de vigilarla.

Debía hallar el medio de convencer a Finn de que había llegado la hora de renunciar a todo, incluido el buen criterio que siempre se había preciado de tener.

* * *

Hauk estaba extraviado y más que hastiado de tal sensación. No había manera de fijar un itinerario en el interior de la montaña, sin indicadores de ningún tipo ni más lumbre que la que originaba la danzarina antorcha de Isarn. Avanzaba en pos de ella, cruzando oscuros y profundos pasillos, como quien en un país ignoto se aferra al aislado punto de referencia que es la estrella polar.

El viejo enano había entresacado de sus enseres de la cueva una daga y una espada, y se las había tendido al guerrero con un brillo orgulloso en sus enajenados ojos.

—Yo las templé —dijo con sencillez mientras el humano sopesaba las bonitas armas—. Llévalas tú; yo me encargaré de la tea.

Con el cuchillo en el cinto y la tizona en la mano, la moral de Hauk se restableció. Armado, volvía a ser él mismo, volvía a sentirse fuerte. Aceptó los aceros con un escueto «gracias».

Los túneles que enfilaba el forjador eran laberínticos, llenos de recodos y tramos sinuosos que no tenían razón de ser. Unos, de anchura desproporcionada, presentaban hileras de almenares en sus lisas y altísimas paredes, mientras que otros eran tan angostos, agobiantes y bajos que el luchador había de doblar el espinazo para atravesarlos. El humo que despedía el hachón se enroscaba en el vacío e intoxicaba sus pulmones. Al final de uno de los corredores, con la espalda y los hombros doloridos, asió el brazo del enano y le impuso una pausa.

—¿Cuánto falta? ¿Dónde diablos hemos venido a parar?

El anciano se escurrió de su garra.

—Éstos son los Pozos Oscuros. Arribaremos después de cruzar unos pocos pasadizos —respondió.

—¿Sí? A menos que sean más espaciosos que el último, resultarán impracticables para alguien de mi corpulencia.

Isarn no contestó. Se encogió de hombros como dando a entender que aquellas vías no habían sido cavadas pensando en fornidos extranjeros de raza humana, ni tampoco para encauzar el tráfico común en Thorbardin. La prueba estaba en que el mismo enano había de salvar de costado algunos estrechamientos. Cuando, en el extremo del enésimo túnel, Hauk reparó en que su predecesor se encorvaba, gimió desalentado y se preparó para abordar el obstáculo gateando.

«Dentro de poco me arrastraré como un ofidio —rezongó—, antes de vislumbrar el lugar adonde me lleva este viejo chiflado.»

Tanto descendía el techo en este pasillo, que el Vengador imaginó que las montañas iban a aplastarlo de un momento a otro. Las piedras de los muros le arañaban los brazos y los hombros y, para colmo de desventuras, el humo de la antorcha lo ahogaba.

De súbito, no obstante, el humo mudó su rumbo y se arremolinó hacia adelante, capturado por una corriente de aire. Hauk comprendió que no atravesaban un corredor, sino un paso entre dos o más ramificaciones. Se arrastró fuera del túnel, ayudándose con los codos, y se incorporó.

Isarn, sereno y casi firme hasta ahora, empezó a balancearse nerviosamente sobre sus pies. Se aceleró su respiración y sus manos empezaron a temblar con tal frenesí que la bamboleante luz de la tea dio a las paredes la apariencia de estar bailando y sacudiéndose.

—¿Qué sucede? —susurró el humano.

—El muchacho y la chica están aquí.

—¿Dónde? —preguntó el Vengador, con un vuelco en el corazón que por poco se lo incrusta en la caja torácica. Isarn, por toda respuesta, introdujo la antorcha en la mano de Hauk y se internó en las ondulantes sombras desplegadas ante ellos. El otro lo siguió, con la boca reseca y la sangre palpitando con fuerza en sus oídos.

¡Ella estaba allí! La joven pelirroja cuyo nombre ignoraba, la mujer alta y esbelta, de esplendorosos ojos verdes, que tuvo la virtud de mantenerlo cuerdo a través de los tormentos infligidos por Realgar. Cuando no sabía si estaba vivo o muerto, cuando vio muerto a Tyorl y creyó haberlo matado, consciente de no haberlo hecho, esos ojos femeninos lo habían preservado de la destrucción.

Y, ahora, la tenía a su alcance.

Siguió tras los pasos de Isarn, guiándose por su respiración, y, al doblar un recodo, divisó al enano arrodillado junto a una fisura en la roca de la pared de enfrente. De una anchura apenas suficiente para admitir al guerrero, la hendidura se iniciaba en el suelo y trepaba hacia un techo que desaparecía entre brumas.

—¿Tenemos que entrar ahí?

El forjador asintió.

Quedo y ominoso, un zumbido inundó el pasillo para derivar en un grito agudo en el que el Vengador percibió una nota de júbilo perverso y feroz. Los cimientos de la montaña vibraron al compás del bramido, devolviendo su estruendo a la criatura que lo había emitido.

Isarn dejó escapar un débil chillido de terror. El terrible rugido golpeó a Hauk como un mazazo y lo derrumbó sobre las rodillas. Dejó caer la espada y aferró la tea con ambas manos, sin oír siquiera el tintineo del acero al estrellarse contra el suelo. El bramido aumentó de intensidad, como si hubiera crecido quien lo emitía. Las sombras proyectadas por la zarandeada llama daban enloquecidas vueltas en torno a la grieta y los muros, mientras la anaranjada luz revelaba unas veces las rugosas paredes y otras, los nichos donde se refugiaba la oscuridad.

No había señales de Isarn.

Hauk levantó la antorcha con la mano izquierda, recogió la tizona y la esgrimió en la diestra a la vez que, precavido, susurraba:

—¡Isarn! ¿Dónde andas?

Nada se movió en el recinto salvo la trémula luz y el alocado baile de las sombras que suscitaba. El miedo se agolpó en el cerebro del guerrero y aceleró su corazón al constatar que su guía se había evaporado. Contuvo la respiración tratando de oír algo, pero sólo percibió el ígneo chisporroteo de la antorcha. ¿Qué había sido del enano?

De pronto, se esfumó de su cabeza la figura del enajenado artesano. Suave como el sollozar de la brisa, un gemido lastimero voló hasta él a través de la abertura. Antes casi de que se dijera que lo profería una mujer, perdió vigor y se extinguió.

Empujado por los intensos latidos de su corazón, no por el raciocinio, Hauk traspasó el boquete. Isarn yacía hecho un ovillo a la izquierda del acceso, pero el guerrero no se detuvo a comprobar si se movía. La atmósfera de la cueva era glacial, y flotaba en ella la mohosa y nauseabunda pestilencia de los reptiles. En un rincón estaba acurrucada la posadera de cobrizas trenzas, el sueño del viajero hecho realidad.

Tenía las manos enlazadas en derredor de las rodillas y los ojos muy abiertos, de tal modo que se destacaban aún más sobre su tez pálida y salpicada de sombras. Otro enano, de negra barba y brazos musculosos, estaba inclinado hacia ella y alargaba en su dirección una mano cubierta de vendajes.

Hauk lanzó un gruñido de oso y arremetió. Mientras cruzaba la cámara calculó que el enano estaba demasiado próximo a la cautiva para ensartarlo en una estocada sin arriesgarse a lastimarla, de modo que invirtió el arma y alzó el brazo para descargar un golpe con el pomo.

La muchacha alcanzó a verlo y a reconocerlo en el momento en que él dejaba caer el arma sobre el cráneo de Stanach.

—¡No, Hauk! —trató de detenerlo.

Su alarido fue coreado por el estruendo del impacto, el grito sofocado del enano y el golpe de su cuerpo contra el suelo. Una expresión de horror y de ira se reflejó en los ojos de la joven, al tiempo que se arrojaba sobre el cuerpo del hombrecillo para escudarlo del acero.

Con un martilleo acuciante en el pecho y con las manos temblorosas, Hauk bajó la espada. La tea resbaló de su mano, se apagó al rozar el suelo y sumió la gruta en la oscuridad. Sólo se oía el murmullo de las corrientes de aire en los corredores y la entrecortada respiración de la joven tabernera.

Estiró el brazo hacia su hombro y la tocó muy suavemente. Ella lo apartó con un grito de temor que le atravesó el corazón.

* * *

Tras un dilatado período de apabullante oscuridad, las yemas de unos dedos acariciaron la cabeza de Stanach.

—Por favor, mi estimado amigo, vive —susurró una voz familiar.

Era la súplica de una niña, hecha sin ninguna concesión a la lógica porque brotaba del corazón. El tono implorante era típico de Kelida.

El congelado aire se alborotó al surgir un fuego en su seno.

Había luz en medio de las tinieblas, más allá de sus párpados cerrados, y este hecho lo desconcertó. Apenas se acordaba de lo acaecido después del rugir del Dragón, excepto que la mujer había lanzado unos chillidos ensordecedores mientras su propio corazón se detenía. Había supuesto que los colmillos del reptil lo abrirían en canal y lo descuartizarían, no que el extremo romo de una espada lo descalabraría con semejante saña.

Lyt chwaer —susurró, sin poder aún abrir los ojos—, es una sinrazón pedir a un muerto que resucite.

La muchacha lanzó una exclamación de sorpresa y cogió la mano izquierda del enano entre las suyas.

Hammerfell entreabrió los ojos y sintió una punzada de dolor ante el repentino fogonazo de luminosidad. La temblorosa luz de la reavivada antorcha hacía bailar las sombras sobre el rostro de la muchacha, mientras sus verdes ojos parecían titilar al ritmo de las llamas.

—¿Stanach?

—Estoy mejor. ¿Qué fue lo que me golpeó?

En el sombrío fondo de la caverna, detrás de Kelida, se recortó el perfil de un hombre joven, moreno y barbudo. Sus pieles curtidas colgaban desmañadamente sobre un cuerpo que debía de haber sido mucho más robusto y musculoso.

«Robusto —meditó Stanach— cuando comía. Al parecer, a este hombre no lo han alimentado bien en varios días.»

—Fui yo quien por poco te mata, enano.

No había arrepentimiento en la postura ni en las palabras. Un halo feral relucía en los ojos azules del aventurero, los ojos de un lobo sometido a un confinamiento demasiado largo y también de un animal aislado de la manada y, por consiguiente, asustado.

Stanach consiguió sentarse, mientras el otro observaba sus más mínimos movimientos, y tuvo la inquietante impresión de que era un fantasma quien lo espiaba. Tenía el porte de un guerrero y la mirada de un depredador hambriento. De pronto comprendió de quién se trataba. Pero, ¿cómo podía estar vivo? ¿Cómo podía haber sobrevivido a los suplicios de Realgar?

Las sesiones con el nigromante debieron de ser espeluznantes, a juzgar por lo que Stanach podía leer en sus oscuros ojos: revelaban un corazón desvalido y necesitado.

El enano ojeó a Kelida. La posadera era la viva estampa de aquellas personas que, tras encontrar algo muy querido de lo que han sido despojadas, sienten luego un temor instintivo hacia él.

Hammerfell se incorporó, sintiéndose magullado en todo el cuerpo. El guerrero, con la cabeza erguida y tenso el cuello, vigilaba sus más ínfimos ademanes con una mortífera expresión en el semblante. El enano sonrió de la manera más conciliadora posible.

—Tú eres Hauk, el hombre que tanto impresionó a Kelida. Me descargaste un buen golpe.

Las contraídas mandíbulas del interpelado se relajaron, y el enano se percató de que el guerrero acababa de enterarse por él del nombre de la muchacha.

—Sí, Kelida. —El Vengador se pasó la mano por la nuca, visiblemente azorado.

La joven tragó saliva y se enderezó a su vez. Con dedos nerviosos, despejó de su rostro las pertinaces greñas desertoras de las trenzas y sacudió el polvo del ajado manto.

—¿Te... te acuerdas de mí?

Hauk movió los labios, pero ningún sonido salió de ellos y hubo de afirmar con la cabeza.

—¿Serías tan amable de envainar la espada?

El guerrero se puso muy tieso y apretó el puño en torno al pomo del acero.

—Te lo ruego —dijo la muchacha, dando un par de pasos hacia él con las manos extendidas—. Hemos hecho un largo viaje para rescatarte.

Hauk lanzó una recelosa mirada a Stanach, y por fin bajó lentamente su espada.

—¿Y Tyorl? —preguntó.

La muchacha cogió la muñeca del guerrero y terminó de hacer descender su arma.

—Bien, por lo que sé —respondió, antes de volverse hacia Stanach.

—Estoy bien —la tranquilizó el enano.

—Una pregunta más —intervino de nuevo el corpulento luchador—. ¿Qué ha sido la batahola de hace unos minutos?

Mostrando con un gesto la cueva contigua, ahora vacía, Hammerfell explicó:

—Eran las muestras de alegría de Negranoche, un Dragón Negro que Realgar nos apostó como guardián, al levantar el vuelo. Su brusca y exultante marcha me preocupa. Pero deberíamos empezar por el principio y contarte lo de Vulcania. ¿Lo harás tú, Kelida? —propuso a la joven—. Luego quizá nos saques de aquí —prosiguió, dirigiéndose otra vez al guerrero—. Supongo que si has sabido encontrarnos, sabrás salir de aquí.

Paseó entonces la mirada por la gruta y, al columbrar una figura postrada en la negrura de la entrada, ahogó una exclamación.

—Es mi turno de dar explicaciones —dijo Hauk—. Esa criatura es Isarn, y a pesar de las apariencias no creo que esté muerto. Él me trajo hasta vosotros y, al oír esa barahúnda de voces siniestras que mencionabas, se precipitó en el interior. Debió de conmocionarse al presenciar el despegue del reptil.

Tal como había pronosticado el humano, el maestro artesano no había perecido. No, todavía no. Tendido en el lecho de roca, respiraba suave y entrecortadamente.

Su discípulo apenas lo reconoció: aquella locura que durante años había arrasado su mente, las tribulaciones que tanta mella habían hecho en su espíritu, habían impreso huellas imborrables en el exterior. El anciano estaba flaco y enteco; sus brazos, otrora fuertes, no eran ahora más que huesos de los que pendían los débiles músculos y una delgada capa de carne. La poblada barba, antes atusada y nívea, era hoy un amasijo enredado y sucio.

Sus ojos, abiertos de par en par, no pestañearon al acercarse su pariente. Éste se acuclilló a su lado y recordó cuando aquellos ojos apagados se habían transfigurado, en una noche venturosa, ante la creación de una obra maestra, ante una Espada de Reyes que transformaría el futuro de Thorbardin. El frustrado aprendiz hubo de descartar tales vivencias para no romper a llorar.

—Maestro Isarn —susurró, repitiendo un título que afloró a sus labios con absoluta naturalidad.

Su timbre cavernoso era de los que no se olvidan, y el veterano, que no lo escuchaba desde hacía una eternidad, reaccionó.

—M-muchacho —musitó, falto de aire.

—Sí, maestro, soy yo. He regresado.

Isarn entrevió el polvoriento vendaje que cubría la diestra del alumno, y la aflicción nubló su mirada.

—¿Qué te han hecho en la mano, pequeño?

Stanach se estremeció, sin saber qué responder. Pero no necesitó hacerlo porque la pregunta se desvaneció del inconexo cerebro del viejo en favor de otra cuestión. Pillando a todos desprevenidos, anunció con patética convicción:

—Vulcania matará al rey supremo.

El otro enano quedó sin aliento. ¡Aquello parecía una profecía! Los presagios de esta índole solían cumplirse y a Stanach, que se jactaba de no ser supersticioso, se le erizó el vello del antebrazo al apoderarse de él un miedo sin precedentes.

«Matará al rey supremo.»

Pero en Thorbardin no había un rey supremo, nadie había ocupado ese trono desde hacía tres siglos. Tampoco se había confeccionado una tizona de propiedades mágicas en aquellas centurias.

—Maestro, no te comprendo.

La luz mortecina que alumbraba los ojos de Isarn se trocó en una débil chispa de cordura.

—Siempre te quejas de no comprender, muchacho, y al poco descubres que sí lo has hecho.

Las palabras que su superior pronunciara en otra época de su vida, cuando sus manos bullían, a la par que su cerebro, en la fiebre de instruirse, acosaron al apesadumbrado joven como espectros de una dicha que ya nunca volvería.

Tus manos han sido adiestradas en la técnica, mi pequeño Stanach, y en tu corazón ha despertado el deseo. Sólo resta que tu cabeza, en ocasiones más dura que la piedra sobre la que nos cimentamos, se ilumine también.

Después de esas palabras, Isarn impartía nuevos conocimientos a su pupilo dirigiendo sus prácticas en la fragua de armas.

—Perdóname, maestro, pero no hay un rey supremo, de modo que no comprendo...

Él mismo se interrumpió al comprobar que las cejas de su pariente se comprimían en el peculiar frunce con que solía demostrar su irritación al asistente distraído, poco atento a sus instrucciones.

—Sí hay un rey, muchacho —susurró con voz ronca e impaciente—. Hay un thane para quien yo elaboré la espada. Vulcania es suya... Lo que yo hice y bauticé... tiene un monarca.

¡Hornfel! Stanach se puso a temblar al captar el significado del discurso. El hylar sería rey supremo.

El pupilo cerró los ojos, tratando de ordenar sus ideas. Indiscutiblemente, Isarn padecía una enfermedad mental. ¿Eran éstas más divagaciones, hijas de su precario nexo con la realidad? Algunos aseveraban que el artesano se había hundido en el pozo del delirio tras el robo de la tizona, pero él sabía que su maestro había enfilado la lenta y progresiva pendiente cuando vio el inextinguible corazón de fuego de Vulcania y comprendió que había forjado una Espada Real.

Fuera cual fuese la teoría más atinada, Vulcania no habría de entronizar a un rey supremo sino a un regente. Ni siquiera Hornfel pensaba exigir más que este cargo. La mente del anciano estaba confusa y extraviada en las oscuras brumas de la alienación y la muerte. No sabía de qué hablaba.

—Maestro —dijo suavemente Stanach. Al no obtener respuesta, el aprendiz se inclinó ansiosamente sobre su maestro. Sus ojos ya no estaban desorbitados y fijos, sino velados bajo una fina película—. ¿Maestro? —repitió.

—Yo diseñé y templé la espada para un thane —murmuró el forjador—. Realgar la usará para asesinar a un rey supremo. —Su mano encallecida, plagada de cicatrices, se arrastró sobre el tórax y tocó el brazo de Stanach con sus apergaminados dedos—. Tú restituíste el arma al hogar. Ahora debes recuperarla. Hazlo, y deprisa.

Un nudo, mezcla de dolor y de una lucha denodada contra el sollozo, impidió al aprendiz articular una respuesta. Estrechó en la suya la extremidad de aquel familiar que tanto le había enseñado, y balbuceó:

—Por favor, Isarn, no... no me encomiendes esa misión...

Calló, diluidas las postreras sílabas en un suspiro. Isarn Hammerfell había muerto. Unos dedos alargados y temblorosos rozaron el hombro de Stanach. Perturbado por la pérdida de su consejero y amigo, el enano se volvió sin ver. Kelida se arrodilló a su lado.

A la oscilante luz de la tea, un negro contorno se cernió sobre la moza y el cadáver. Era Hauk, plantado detrás de su dama y con las facciones dulcificadas. Su mirada ya no era feroz, pero aún perduraba en ella la sombra de los tormentos vividos.

El hombrecillo fue a levantarse pero cayó de rodillas, demasiado cansado para resistir de pie. ¿Cómo se las arreglaría si había de soportar y transportar a Vulcania?

—Yo te ayudaré —se prestó de inmediato la posadera.

Stanach extendió su mano hacia la muchacha pero, antes de que ésta la cogiera, Hauk se interpuso entre ambos. Era la suya una manaza ancha, con los dedos endurecidos y marcados por tajos de toda suerte. Una vez que hubo alzado al enano de un tirón no lo liberó, como éste suponía, de su garra, sino que estrujó su mano en el saludo de compañerismo usual entre los guerreros. Stanach permaneció mudo. Sobraban los comentarios.

—Después de lo que te ha referido ese viejo —declaró Hauk—, y aunque hay algunos puntos oscuros para mí en la historia, no tengo más remedio que renunciar a la posesión de la valiosa arma que un buen día gané en una apuesta. Pero de ninguna manera soy ajeno al conflicto. Realgar...

El luchador hizo una pausa tras nombrar a su enemigo, y luego continuó con voz ronca:

—Realgar me destrozó con las alucinaciones a las que me hizo asistir. Me hizo ver la muerte de Tyorl, por ejemplo, dejándome colegir que yo era su verdugo. Me decís ahora que el elfo esta vivo, pero yo sigo sintiéndome un asesino. También me aniquiló a mí para luego devolverme a la vida. Y volvió a hacerme morir. —Mientras se sinceraba, el humano mantuvo los ojos clavados en el enano, eludiendo a Kelida de forma que ella no detectara el pozo vacuo que eran ahora sus pupilas—. Stanach, el derro ha contraído una deuda que debe pagarme.

El hombrecillo lanzó una mirada a su destrozada mano y entornó los párpados. Atisbó cuervos en un cielo azul e inclemente y se sobrecogió con el viento que plañía en torno a un monumento funerario construido en las peladas montañas. Los últimos vaticinios de Isarn habían sido los de un orate visionario, sueños fantasmagóricos poblados de mitos y leyendas. La verdad sin paliativos era que sus amigos y familiares habían fenecido a causa de la envenenada sed de poder del theiwar, y que aún habría más calamidades.

Al salir de su ensimismamiento, Hammerfell vio que el guerrero daba una daga a la muchacha y un escalofrío de miedo sacudió su ser.

—¿Tú también, Kelida? ¡Oh, no!

—¡Oh, sí! —dijo ella con un estremecimiento, lanzando una ojeada a la gélida caverna—. No me quedaré aquí. Acompañaré a Hauk dondequiera que vaya. Y también a ti. Pusiste un gran empeño en que aprendiera los secretos de esta arma —señaló la empuñadura de asta—, y hallé un excelente profesor en nuestro amigo Lavim. Quizá no ose matar, mas al menos me defenderé. Iré con vosotros.

»Más de una persona —continuó la moza, tocando suavemente la mano vendada del enano— ha permitido que la torturaran por mi seguridad. De modo que mi deber es acompañaros.

Stanach hizo una muda consulta a Hauk y percibió que el vacío de sus ojos había sido reemplazado también por el temor. Ambos hombres intercambiaron una mirada de complicidad. Kelida sería miembro del grupo, pero Vengador y enano sellaron el tácito acuerdo de no consentir que nadie la lastimase.