14
Decisiones importantes
Antes de que las lunas se pusieran en el horizonte, Stanach empezó a construir el túmulo funerario de Piper. Tyorl, que había estado largas horas de guardia, observó trabajar al enano y pensó que lo hacía con la fría eficiencia del albañil que edifica una pared. Había profusión de cantos rodados en la cima de la colina, y Stanach los utilizó para formar la base de la tumba.
No solicitó ayuda en su empeño, mas tampoco protestó cuando el elfo pidió a Kelida que lo relevase en la vigilancia y, en lugar de entregarse al reposo, dobló el espinazo arrastrando piedras hacia la sepultura. No intercambiaron ninguna palabra; ambos estaban cansados y absortos en sus propias meditaciones. Cuando los primeros albores del día aclararon la negrura en un azul violáceo, el monumento estaba completo y a punto para acoger los despojos del mago.
Para ese entonces, Tyorl había tomado ciertas decisiones. Aceptó agradecido el odre que le ofrecía la muchacha, dio un ávido sorbo y se lo pasó a su compañero de labor.
—Aguarda, Kelida —le dijo a la moza antes de que ésta volviera a su puesto de centinela.
Hammerfell, acomodado en el respaldo que le proporcionaba el montículo, dio una ojeada en derredor con expresión indescifrable. Sus manos marcadas por la fragua se movían intranquilas sobre la roca plana que había elegido como lecho del difunto.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Hemos de discutir sin más dilación qué vamos a hacer —contestó Tyorl, cuidando de no usar términos inconvenientes.
—Yo, desde luego, me dirigiré a Thorbardin.
—Sabía que tal era tu intención.
El elfo buscó a Lavim con la mirada y lo halló sentado, con las piernas cruzadas, al lado del cadáver de Piper. No acertaba a comprender qué encontraba en él tan fascinador como para velarlo voluntariamente.
—Tyorl —declaró Stanach—, llevaré Vulcania a mi patria. —Sonrió, sin que en sus oscuros ojos se reflejara el menor amago de humor—. En el caso de que no me acompañes, transmitiré tus saludos a Hauk... si todavía vive.
—Comienzas a excederte con tanto repetir el mismo refrán, enano —replicó con brusquedad el elfo.
—Podría seguir con vida —insistió Stanach—. ¿Por qué no te arriesgas a averiguarlo? —Agitó la cabeza hacia donde el sepulcro vacío esperaba, sumido aún en sombras, a su morador, y añadió—: Eres bastante torpe levantando esas plataformas fúnebres; quizá si visitas mi ciudad adquieras la práctica de que careces.
—No hay razón para que aprenda mientras te tenga a ti —dijo fríamente Tyorl—, un verdadero experto. Tus amigos no parecen ingeniárselas muy bien para conservar la vida, Stanach. ¿A cuántos has enterrado desde que saliste de Thorbardin?
Kelida, que había estado callada hasta entonces, intervino:
—No, Tyorl, eso es una crueldad —reprochó al elfo, zarandeando su hombro.
—Son ya varios los que han muerto por la posesión de esa espada —contestó el enano, señalando el arma—, y otros muchos les sucederán si no la restituyo allí donde pertenece. ¿Vas a rebatirme eso también?
Transcurrieron largos minutos sin que nadie hablara, pues Stanach había pronunciado una sentencia a la que Tyorl nada podía oponer. El elfo miró a Kelida, que seguía plantada entre ambos. La renacida luminosidad diurna fluía como el oro a través de sus trenzas pelirrojas. Tyorl pensó que, ataviada con las pieles grises de cazador que él le había suministrado en Qualinost y con la espada colgando de su talle, Kelida ya no parecía la temerosa muchacha que conociera en Long Ridge. Con sus ropas enlodadas y la mano posada en la empuñadura del arma, no habría desentonado en la compañía de combatientes de Finn.
Pero la verdad era otra. La muchacha casi no sabía manejar una daga y apenas ayer había aprendido a caminar con Vulcania en su cadera sin trastabillar cada dos zancadas. Nada tenía en común con los fornidos aventureros de su equipo, ni con las legendarias amazonas. Era una granjera que trabajaba de camarera en una taberna.
Como para despejarse de sus ensoñaciones, Tyorl se puso en pie y abordó al enano.
—Seré franco contigo, Stanach: ignoro si Hauk ha sobrevivido o no, pero creo tu historia acerca del acero. Mi amigo no es el legítimo propietario de Vulcania y estoy de acuerdo contigo en que debe ser devuelta a Thorbardin.
Hizo una pausa. El suspiro de alivio de Kelida tuvo un visible espejo en los oscuros ojos del enano.
—Sin embargo, antes deberá ir a otro sitio —continuó el elfo, y atajó con un imperioso gesto las protestas del enano—. Mis colegas no andan lejos de estos parajes. Ya ves que no eras tú el único que acudía al encuentro de sus allegados, Stanach. Debo informar a Finn, mi cabecilla, de lo acaecido a Hauk y también del resultado de la misión que nos llevó a Long Ridge.
Abreviando, sin dilatarse en detalles que nada aportaban al asunto, el elfo dio cuenta a su oyente de los descubrimientos hechos en la ciudad respecto a los planes de Verminaard de organizar centros de suministro en la falda de la cordillera. Al oír esto, las facciones de Stanach se contrajeron en un doloroso espasmo.
—¿El Señor del Dragón proyecta atacar Thorbardin?
—Así es —confirmó Tyorl con sequedad—. ¿Acaso creías que tu amado reducto subterráneo preservaría la inmunidad en el conflicto? ¿Te figurabas que la guerra se escindiría en dos para flanquearlo como el mar hace ante un islote? Las primeras caravanas de abastos deben de bordear ya la frontera de Qualinesti, dado que la estación avanza y Verminaard pretende tener listas las bases antes del invierno. ¿No opinas, al igual que yo, que constituiría una excelente idea llegar a las montañas antes que las hordas de draconianos? Y, asimismo, antes de que nos localice quienquiera que asesinara a Piper.
El sol, que en el ínterin ya había asomado entre las copas de los árboles, derramó sus haces sobre el lugar y confirió áureos contornos a las rocas destinadas a cubrir al mago. El enano se incorporó despacio y comenzó a descender la colina en silencio.
Kelida, con los ojos llenos de tristeza y compasión, observó cómo el kender se enderezaba para reunirse con Stanach. Luego se volvió hacia Tyorl y éste advirtió que la tristeza desaparecía de su mirada, pero no así la compasión. Con cierto malestar intuyó que él era el causante de tal sentimiento.
—Fuiste muy cruel, Tyorl.
—¿A qué te refieres?
—A la pulla que le has lanzado sobre la pérdida de los suyos.
La joven se retiró abruptamente e inició el descenso en pos de los otros. Solo en el promontorio, el elfo tuvo un violento temblor.
Las notas desafinadas y estridentes de una flauta se elevaron desde el pie de la loma. Enseguida se oyó un aullido de Lavim, cuando Stanach arrancó de sus manos el instrumento de Piper.
Tyorl bajó deprisa la ladera. Había olvidado sus dudas y resquemores. Los reptiles y los desalmados perseguidores de espadas con hálito divino palidecían al equipararlos a la pesadilla que suponía un kender tratando de ejecutar una flauta encantada.
* * *
El enano Brek paseó sus dedos rechonchos por el óvalo de la faz. El tic de su ojo derecho titiló con fuerza en el párpado.
—¿Dónde está Mica?
—Distinguí sus huellas en esta orilla de la senda. —Chert se balanceo incómodo sobre sus piernas, y expuso el único dato del que tenía conocimiento—. El mago ha muerto.
El sol del mediodía, tan agobiantemente nauseabundo como el tufo de un cadáver en fase de putrefacción, rebotaba en dorados dardos luminosos sobre el yelmo y la cota de malla de Chert y perturbaba la mansedumbre de los montes. La calzada sur de Long Ridge no era sino una delgada cinta vista desde la ondulante región, y la espesura, un límite humeante que proyectaba su sombra sobre el desprendimiento de rocas y tierra que semejaba un panteón de gigantes. La tumba real, la más pequeña, no se vislumbraba a causa de la distancia. Tras ellos, hacia levante, las cumbres azuladas de las Kharolis se erguían desafiantes hacia el cielo. En su seno estaban los Pozos Oscuros, el hogar.
Brek escupió y se preguntó si la cegadora iluminación o la daga del Heraldo no acabarían con él antes de que volviera a ver una vez más su cavernoso refugio. Miró de reojo a Agus, el enano carente de clan en cuya única y fulgurante pupila había leído una advertencia de muerte desde que, la víspera, el hechicero «doméstico» de Hornfel se había disuelto en el aire.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de que ha sucumbido?
—Porque en el bosque hay un túmulo de factura reciente —contestó Chert.
«Yo no tendré ni siquiera ese homenaje —recapacitó Brek—. Mis huesos se desmenuzarán bajo el ardiente astro del día a menos que recupere la espada.»
Atisbó de nuevo al Heraldo. Realgar no toleraba a los incompetentes y no se molestaría en tener en consideración sus leales servicios al thane durante veinte años.
—¡Y a quién le interesan los túmulos! —dijo con aspereza.
—Bueno, alguien debe de haberlo levantado, y tan sólo un amigo se entretendría en hacerlo. Descubrí el rastro de tres, quizá cuatro personas: una de ellas es sin duda un enano.
Chert esbozó una grotesca mueca mientras hablaba, amén de rascarse la barba con una mano infestada de cicatrices de combate. Si de verdad tales costurones fueran la «plata del combatiente», como las denominaban los theiwar, el hombrecillo habría poseído a esas alturas una de las mayores fortunas de Thorbardin.
Wulren, apartado del grupo, emitió una risa gutural afín al gruñido de un lobo.
—¡Un amigo! El aprendiz de Hammerfell... —comentó Brek—. ¿Pudiste comprobar hacia dónde se encaminan?
—Hacia las montañas orientales.
«Así pues —se alegró Brek—, ese desdichado artesano se propone llegar a casa a pie y sin los hechizos del encantador para protegerle. Mejoran mis expectativas de vida.»
La mano del enano que había comunicado las nuevas se deslizó hacia la ballesta mientras consultaba:
—¿Los seguimos?
—No, les cortaremos el paso —resolvió Brek—. ¡Wulfen, en marcha!
«Está mal de la cabeza», se dijo Brek para sus adentros mientras observaba cómo el delgado Wulfen se encaramaba a la vertiente. De pronto éste se detuvo, alzó los ojos, túrbidos y vidriosos como témpanos de hielo, y lanzó un extraño aullido: había olfateado a su presa.
Como si el fantasmal grito de Wulfen hubiera sido una señal, Mica apareció en la cima de la colina. Brek lo llamó y le ordenó que se reuniera con sus compañeros.
Agus, el Heraldo tuerto, emprendió silenciosamente tras ellos la marcha hacia el norte.
* * *
Tyorl agradeció volver a internarse en el bosque. En la colina se había sentido expuesto y vulnerable. Respiraba más desahogado bajo el cobijo de la espesura. Los peñascos que habían visto el día anterior, rebajada su escabrosidad por finas capas terrosas y de hojarasca, eran ahora proyecciones desnudas de roca gris que emergían del suelo y a menudo alcanzaban en altura un tercio de los troncos de los pinos más vetustos. El camino era poco más que una accidentada y tortuosa senda que se abría paso entre piedras y nudosas raíces.
El frondoso paisaje, aunque un neófito lo habría definido como parte de la franja fronteriza de Qualinesti, era el principio de lo que Finn consideraba su territorio. Este personaje, que acaudillaba a una treintena de elfos y humanos, consagraba su tiempo a la caza en un estrecho tramo que se extendía entre el país de Tyorl y las Montañas Kharolis. Las piezas que cobraba su compañía eran, mayoritariamente, patrullas de draconianos.
Los Vengadores se habían erigido en una partida de incansables y mortíferos justicieros desde que los bosques habían sido mancillados con la presencia de los hombres-dragón. «Guardianes de las comarcas limítrofes», los llamaban en los recónditos poblados y caseríos de las inmediaciones. Los campesinos colaboraban siempre que podían; unas veces proveyéndolos de una simple hogaza o permitiendo que saciaran su sed en el pozo y, otras, previniéndolos de peligros u oportunidades o bien encerrándose en un sepulcral mutismo cuando los escuadrones de criaturas reptilianas registraban los aledaños e inquirían acerca de los salvajes que habían eliminado a los «desvalidos» soldados de Verminaard.
Acostumbrado como estaba al Bosque de Elven, Tyorl se sentía a sus anchas en este pedregoso bosque. No tardaría más de un par de jornadas en dar con Finn.
«O a la inversa —caviló—, será él quien aparecerá en el instante menos pensado.»
El elfo encabezaba el cortejo, con una flecha presta en el arco tensado. Dio un vistazo por encima del hombro y captó un destello solar en el zarcillo de Stanach, que marchaba en última posición. Aunque el arma del enano reposaba embutida en la vaina de su espalda, no tenía más que alargar el brazo para blandirla. El enano no había hecho comentario alguno a su propuesta de visitar a la compañía, pero su presencia allí era suficiente respuesta. El iría donde fuera la espada y, pese a haberle censurado su actitud poco humanitaria frente al enano, también Kelida aprobaba su decisión.
Tyorl resopló disgustado. La flauta de Piper colgaba, ensartada en un bramante, del cinto de Stanach. Había intentado convencerlo de que enterrase el instrumento junto a su dueño pero el enano se había negado a hacerlo.
—He inhumado su cuerpo; no me exijas que haga lo mismo con su música —había dicho tercamente—. El mago era consejero personal de Hornfel, y sólo al thane haré entrega de tal reliquia.
En apariencia, la súbita y discorde inspiración de Lavim no les había acarreado consecuencias. Mas el potencial de peligro era enorme, ya que, según Stanach, el hechicero había investido de facultades arcanas al objeto además de las que éste ya contenía de manera intrínseca.
—Piper solía decir —les había contado el enano— que tenía una mente propia. En ocasiones interpretaba sus propias melodías, a su gusto y capricho, sin que él consiguiera extraerle otras.
Cerrándose a toda conversación ulterior sobre el particular, el habitante de Thorbardin se había anudado el fino cordel al talle a la vez que, con fervor, acariciaba la pulida madera.
Tyorl examinó al kender, que trotaba al lado de la muchacha hilando una serie de secuencias inconexas en una de sus fantasiosas narraciones. Con la misma frecuencia con que Lavim miraba a Kelida, volaban también sus ojos hacia Stanach y su flauta. El elfo habría sido feliz de poder deshacerse tanto del kender como de la flauta, pero era evidente por los risueños rasgos de la mujer que, de insinuarlo, ésta le habría presentado una feroz controversia.
Pero no se detuvo a reflexionar por qué era para él tan esencial acatar la voluntad de la muchacha.
Empezaban a alargarse las sombras y a debilitarse el calor de los rayos solares, cuando Tyorl indicó a Hammerfell que se adelantase. Kelida, patente en su demacrado rostro el agotamiento, se derrumbó sobre una piedra pintada de liquen en el mismo momento en que el enano, al pasar por su lado, presionó su hombro con un gesto de aliento. A cambio, la moza apenas pudo sonreírle.
Lavim, que no había sido invitado pero indiferente ante tal desatención, siguió al enano.
—¿Por qué nos detenemos, Tyorl?
—Nosotros, para cazar —contestó el elfo, deslizando el pulgar por la cuerda de su arco—. Tú, para montar el campamento.
—Yo no...
—No repliques, kender. Hay una depresión detrás de esas rocas —afirmó, señalando con el arco hacia un apiñamiento de árboles y peñascos que se dibujaba a su izquierda—. Allí hay un manantial y, seguramente, la leña precisa. Llena las cantimploras —agregó, tirándole la suya e instando a Hammerfell a hacer lo mismo— y enciende un fuego con el combustible y la yesca que consigas.
Lavim frunció su entrecejo surcado de arrugas.
—Lo único que hago desde que partimos es preparar la acampada, despellejar las piezas que vosotros capturáis y cargar troncos para alimentar las llamas. ¿Por qué te acompaña Stanach y no yo? —Desajustó la jupak del dorso, espió de hito en hito a ambos interlocutores y, mudando rápido su descontento en una beatitud capaz de desarmar a cualquiera, imploró—: Ponme a prueba y verás que soy un excelente cazador.
—Estoy persuadido de ello, mi pequeño amigo —se dulcificó Tyorl—. No desconfío de tu habilidad y puntería, sino de tu carácter. Me preocupa quedarme sin cena porque en el camino de vuelta te cautive el trino de un pájaro, la forma de un arbusto o el navegar de una extraña nube.
Lavim envaró la espalda, dispuesto a replicar, pero el enano se interpuso.
—Sé que las frases del elfo pueden parecer insultantes, mas no significan lo que parecen. Lo que quiere decir... —vaciló. Tyorl había dicho exactamente lo que quería decir, de modo que buscó otro argumento—. Bueno, alguien ha de velar por Kelida.
—Sí, pero somos tres. ¿Y si repartimos las funciones?
—Te equivocas, es indispensable que seas tú. No querrás herir sus sentimientos, ¿verdad?
—¿Qué majadería es ésta? No creo que si me ausento un par de horas...
Tyorl dio muestras de impacientarse, pero Stanach le impuso silencio.
—Si se quedara uno de nosotros ella tendría la impresión de que la vigilamos, que ponemos en tela de juicio su capacidad para cuidar de sí misma.
—¿Y es así?
—En cierto sentido. No tiene experiencia en viajar por la espesura y, aunque le cueste admitirlo, la valentía no basta. Tú, con tu innata diplomacia, evitarás mejor que nadie las posibles tensiones.
—De todas maneras —porfió el kender—, le he enseñado el manejo de la daga y no hay razón para que...
—No nos inquietemos tanto —lo interrumpió Hammerfell con un sonsonete burlón— pues es una espléndida estudiante. Supongo que dentro de unos días nos dará clases prácticas a todos.
—No, claro que no —se avino Springtoe—. Falta instruirla en el lanzamiento hacia atrás con doble pirueta y algún que otro truco, lo que no significa que no pueda permanecer sola durante un rato.
—¿Y dejar que haga todos los preparativos para la noche sin ayuda? ¿Supones que la encontraremos a nuestro regreso? —Stanach hizo una pausa deliberada y suspiró—. Temo que he incurrido en un craso error.
Lavim adoptó la actitud de quien sospecha haber sido atrapado en una artimaña, pero no pudo resistirse a indagar:
—¿Cuál?
—El de inferir que la habías tomado bajo tu ala. Te has instituido en su abnegado maestro, le relatas aventuras para distraerla del cansancio y el miedo, y todo ello me indujo a distorsionar la realidad. Lo lamento —susurró Stanach, con una candidez que superaba la de cualquier kender. Tyorl hubo de morderse los labios para no carcajearse mientras Lavim, caídos los hombros y dando puntapiés a los guijarros, se dirigía hacia la muchacha.
—Nunca hasta hoy había presenciado tal alarde de sapiencia —felicitó el elfo al enano—. He visto millares de tentativas de gobernar las reacciones de un kender, pero todas fracasaron.
—Le profesa a Kelida un gran afecto. Mi único mérito consiste en haber sacado partido de esa estima, pero no te hagas ilusiones: no siempre funcionará. ¿Consistirá mi trabajo en hacer que el urogallo eche a volar? —cambió de tema.
—A menos que prefieras traspasar un par de ardillas con tu espada.
Sin decir nada más, ambos personajes se internaron en el bosque.
* * *
Las estrellas prometían un día despejado. Los satélites, tanto el rojo como el argénteo, hacían su recorrido por la bóveda nocturna, filtrándose sus rayos a través de la tupida vegetación. Las sombras fluctuaban cual espectros errantes en tierra firme.
«¡Cómo me gustaría desplazarme con el sigilo y la ligereza de un espíritu! —pensó Lavim, mientras se agachaba en la margen del arroyuelo y recogía en el cuenco de la mano una ración de agua fría—. Sin serlo, desde luego, pese a quizá tenga sus ventajas.»
Los haces lunares reverberaron sobre algo que yacía en el fondo. El kender hundió de nuevo los dedos y asió del lecho un pedrusco del tamaño aproximado de su puño. La piedra tenía un color cobrizo y jalonado de estrías verdes, y relumbraba bajo el tenue influjo de los satélites. Unas manchas amarillas y blancas moteaban su exterior.
«¡Como oro y diamantes! —se excitó el kender—. No lo son, claro, sino unos minerales cuyo nombre sólo deben de conocer los gnomos o los enanos.»
Metió el tesoro en uno de sus saquillos y, en cuclillas, contempló las ondas de la luz que se dibujaban en el agua. Un zorro emitió su tauteo en la espesura, un halcón, de la noche graznó más allá del techo del bosque y un conejo, presa del pánico, se escabulló en la madriguera. Alrededor de Springtoe las hojas crujían con el ir y venir de ignotas criaturas, perseguidos y perseguidores.
«¿Por qué emplearemos el símil de un bosque en la madrugada al referirnos al silencio? ¡Este rincón es más bullicioso que un mercado!»
Se rió, sin hacer ruido, de su ocurrencia. En los últimos tiempos había adquirido el hábito de hablar consigo mismo. «Eso es un síntoma de vejez —pensó—. La gente siempre dice que los ancianos sostienen largos soliloquios porque ellos mismos son los únicos que pueden darse una respuesta satisfactoria.»
Arrellanándose confortablemente en una oquedad, continuó con sus disquisiciones.
«Pero yo no hablo conmigo mismo; simplemente reflexiono. No he llegado a tal nivel de senilidad; al fin y al cabo estoy en la sesentena y esa edad es la flor de la vida. Quizá mis ojos hayan perdido algo de agudeza, pero bien salvé a Stanach de aquellos horrendos draconianos.
»Por cierto, ahora que me refiero al enano hay algo que debo plantearme.»
El kender tenía plena conciencia —y lo reconoció con un despreocupado encogimiento de hombros— de que lo que había hecho a lo largo de la jornada —además de platicar para regalar sus propios oídos— fue tratar de urdir una estratagema a fin de adueñarse de la flauta. Stanach la llevaba sujeta a la cintura y no se desprendía de ella en todo el día.
«Sólo deseo tocarla unos minutos —se empecinó en justificarse—. No soy tan insensible como para no entender que ese tipo testarudo le otorgue un valor sentimental, puesto que perteneció a Piper y existía entre ambos una entrañable amistad. Me compadezco de Stanach, de lo triste que debe de estar sin el hechicero. Tenía unas enormes ganas de verlo. Cuando se añora el hogar se aprecia más que nunca el apretón de manos de alguien con quien se han compartido gratas vivencias. Al menos le hará feliz rendir la espada a su rey. ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí, hablaba de la flauta! ¡Qué contento se pondría después, al verificar que no la había extraviado —en el caso de que logre mi objetivo— sino que yo se la guardaba!»
Ofreció a las lunas una pícara sonrisa. No le cabía la menor duda de que se haría con el instrumento en cuanto cumpliera los requisitos de seleccionar el lugar y momento idóneos.
Con su castaña madera de cerezo, su estilizada longitud y liviandad, aquel artículo había embrujado al personaje como un amor de flechazo. Apenas había podido tocar una o dos notas antes de que Stanach se la quitara, y anhelaba escudriñar la magia recluida en sus entrañas. Quizá la propia flauta le enseñara...
Rodeó con sus brazos las rodillas juntas y en alto. Sí, quizá la propia flauta le enseñara. Él nada sabía de ejecutar músicas y canciones, pero estaba seguro de que eso cambiaría cuando tuviera entre las manos la flauta de Piper.
Se puso en pie, pues la frialdad del suelo lo calaba hasta los huesos y aún debía hacer las provisiones del desayuno. Era el único cometido que los demás le confiaban, aparte de supervisar los elementos de campaña, llenar las cantimploras y buscar ramas secas.
Echó a andar entre los umbríos matojos, en un delirio poblado de instrumentos hechizados, conejos esquivos y el caldo que aprovecharían de las sobras del urogallo.
* * *
El humo, que se esparcía en nubéculas sobre la arboleda, todavía estaba preñado de los suculentos aromas del ave asada. Stanach paseó la mirada por el campamento y se preguntó cuándo dormirían los kenders. Lavim no estaba. Kelida se había acostado cerca del fuego, y Tyorl, sentado contra un matorral de espino y con la cabeza reclinada en las piernas encogidas, había conciliado también el sueño.
«No durante mucho rato», pensó el enano mientras inspeccionaba el terreno. Había pasado ya la hora acordada para que el elfo iniciara su turno de centinela, y no pensaba esperar mucho antes de despertarlo. Lo que ahora ansiaba era el calor del fuego y un lugar para dormir que no fuera demasiado pedregoso.
A la luz del fuego, los árboles proyectaban oscuras sombras que se balanceaban silenciosamente por obra del viento. Una chispa desgranada sobre el acero hizo que Hammerfell se fijara en Vulcania, que yacía bajo la mano laxa de la moza. Las trabas de la vaina estaban sueltas, y la hoja había escapado en parte de su funda. El aprendiz se arrodilló para encajarla.
Su palma rozó la zona áspera de la cazoleta que él había estado alisando la noche en que la Espada de Reyes fue robada y las paredes de la fragua se resquebrajaron frente a sus ojos. Una llamarada había explotado en su cabeza y había notado cómo manaba la sangre por su cuello, antes de que la negrura engullera al mundo y él se desplomara desmayado.
Un relampagueo carmesí, que no era reflejo de la fogata, latía en el metal. En un impulso irreprimible, Stanach sacó la tizona de la vaina tan cautelosamente que la respiración de la joven durmiente no se alteró. Se enderezó despacio y se alejó unas zancadas, sosteniendo a Vulcania en ambas palmas.
Kyan Redaxe había dado la vida por aquel filo. Piper se sumaba ahora a la lista de los muertos en su nombre.
«Los hombres de Realgar debieron de revolver el bosque entero cuando el mago desapareció —reflexionó— y más tarde o más temprano hallaron el túmulo. Hice mal en edificarlo. No —se contradijo—, de todos modos los theiwar habrían encontrado su cadáver y así, al menos, lo puse al abrigo de las carroñeras.»
«Recupérala a cualquier precio», había sido el último consejo de su amigo antes de separarse. Era lo que estaba haciendo.
En un principio, su plan había sido encontrarse con el encantador, apoderarse de la espada y llevársela a Hornfel. Pero eso significaba condenar a sus compañeros a la muerte, si caían en poder de los secuaces del derro.
Observó a Kelida. Su corazón era un libro abierto para el enano. ¿Cuándo se daría cuenta la muchacha de que se había enamorado del guerrero borrachín que le había obsequiado la espada? «Cuando se entere de que ha fallecido», musitó la voz de su conciencia.
Volvió a concentrar su atención en la tizona que sostenía en las manos. Si la primera noche, en Qualinesti, hubiera tenido acceso al arma como ahora, ¡cuan henchido de dicha la habría sustraído! Habría dejado impunemente a la posadera, a Tyorl y a Lavim en la espesura y emprendido el regreso a su patria. Al no poder hacerlo, había recurrido a una segunda alternativa, la de darle a Kelida un motivo para trasladar a Vulcania hasta Thorbardin: un humano difunto al que consagrar su más honda ternura.
Luego, tras la muerte de Piper, la muchacha lo había consolado y fortalecido en su dolor. Recordó cómo había tomado su rugosa mano entre las suyas, transmitiéndole mediante tan cálido y prolongado contacto el mensaje de que no estaba solo, de que ella se identificaba con su pena. Y lo había hecho a la manera de un familiar, de una hermana que ofreciese su silencioso consuelo.
Aunque sabía que debía aprovechar ese momento para internarse en el bosque con la Espada de Reyes, y confiar en ganar tiempo mientras los theiwar se ocupaban de sus tres compañeros, Hammerfell se encorvó y devolvió Vulcania a su vaina.
«Tú eres quien más puede comprenderme —pensó—. Has asistido a las muertes de parientes y amigos. Por eso comprendes, lyt chwaer, querida hermana.»
Abrochó las correas de cuero de la funda, y se fue a alertar a Tyorl.