10

Qualinost

Lavim regresó al campamento al iluminar el cielo los albores de un nuevo y lluvioso día. Yerto y tembloroso, el kender se lamentó más que nunca por no haber encontrado en Long Ridge ni una gota del aguardiente que los enanos elaboraban. Su odre rebotaba en un sordo golpeteo sobre la cadera. La «Hecatombe Blanca», llamaban algunos al embriagador brebaje, pero Lavim siempre lo había considerado el mejor reconstituyente después de un fuego acogedor.

«A veces incluso más agradable», pensó sepultando las manos en los bolsillos de su deshilachado capote y resguardándose como podía de la helada llovizna. No había descubierto fantasmas, espectros ni espíritus, decapitados o no. Para ser un bosque aureolado de terroríficas asociaciones, Qualinesti lo había decepcionado por su tediosa monotonía. El lugar donde estaban acampados sus amigos, en contrapartida, se le antojó más prometedor.

Tyorl miraba a Stanach con aire amenazador. Kelida, con las mandíbulas apretadas y sus verdes ojos centelleantes, hacía caso omiso de ambos.

«Algo la ha disgustado», infirió Lavim mientras, cuidando de no lastimar sus músculos agarrotados por el frío, se dejaba caer delante del fuego. Estiró las manos tan cerca de los rescoldos como pudo e interrogó a Stanach:

—¿Qué ha pasado aquí?

—Un ataque de terquedad —rezongó el enano—. De estrechez mental, de maldita testarudez elfa. —Arrojó una corteza a las ya declinantes brasas y, fijando en Tyorl una mirada entre socarrona e iracunda, lo increpó—: Decídete, sabiondo, ¿vas a arriesgarte a actuar como si Hauk no hubiera sido capturado por Realgar? ¿Lo abandonas a cambio de su espada? Supongo que vivirás en la opulencia si la vendes.

Tyorl clavó sus helados ojos en el enano.

—Puedo decirte qué es lo que no haré: no te entregaré la espada de mi amigo en base a un relato que parece sacado de un cuento infantil. Allí donde vaya el arma, yo la seguiré.

—¿Cuál será nuestro destino? —intervino el kender, irguiendo las orejas.

Nadie respondió.

—De acuerdo —accedió Stanach—, viajemos juntos. De todas formas, elfo, y a pesar de tu ironía, sé que me crees. Además, Piper confirmará cuanto te he contado y disipará tus dudas. —Lanzó una amarga risotada, y añadió—: Tu obtusa mente acertará, espero, a comprender que si yo te engaño él no podrá urdir los mismos embustes sin habernos confabulado antes. Vamos, acompáñame e interrógalo antes de que yo despegue los labios. En el caso de que aceptes mi invitación, sin embargo, hazlo enseguida. Mi amigo no estará apostado eternamente en el sitio donde nos citamos; pronto me dará por muerto y partirá. Luego, lo veamos o no, me encaminaré a Thorbardin. O mucho me equivoco, o tú también vendrás.

—¿Quién es Piper? —se entremetió de nuevo Springtoe, fruncido su semblante en una trama de arrugas hijas del desconcierto—. ¿Por qué ha de asumir que estás muerto? ¿De verdad iremos a Thorbardin? Nunca visité ese reino, Stanach, y me seduce la idea ya que al fin podré conseguir el aguardiente de los enanos. Y Kelida, ¿vendrá con nosotros? —preguntó al elfo.

—No —contestó éste secamente.

La muchacha, hasta entonces muda, intervino con voz calmada:

—Si, iré.

Tyorl hizo ademán de protestar, pero ella se impuso.

—Al igual que tú, yo también estoy resuelta a no separarme de la espada. No podría retroceder hasta Long Ridge porque me extraviaría, y he de defender lo que es mío. —La joven hizo una pausa, con un brillo en los ojos que denotaba furia—. La tizona es mía, como tú mismo afirmaste. Si Hauk aún conserva la vida, el calvario que sufre en estos momentos se debe a su afán de protegerme. Cuando te convino, me convenciste de que el arma era mía porque suponías que él iría a la posada a reclamarla y que yo te prestaría el servicio de informarle de tu paradero. Bien, ahora estoy convencida de que la espada es mía y que sólo yo tengo derecho a decidir su destino.

—¿Hauk? —Lavim, cada vez más confundido por lo que oía, se lamentó de no haber permanecido en el campamento—. ¿A qué espada te refieres, a esa que está en el regazo de Kelida?

Stanach apoyó su mano, surcada de las cicatrices de su oficio, en el hombro del kender.

—Ten paciencia, amigo mío, ya habrá ocasión de ponerte en antecedentes. ¿Asi que te unes a nosotros? —dijo, volviéndose hacia Kelida.

—Sí.

—¿Has pensado bien en el riesgo que correrás? —insistió el elfo, deseoso de atemorizarla.

—¿Existen experiencias peores que las que ya me ha tocado vivir?

No había réplica a una manifestación tan contundente, aunque tampoco importaba demasiado. La víspera, Tyorl no había hablado de Finn, y ahora se alegraba de su reserva. Los hombres de Finn estaban en el linde opuesto de Qualinesti, y lo más probable era que detectaran su rastro y los alcanzaran antes de que el enano diera con Piper, el hechicero. Como subordinado fiel que era, el elfo confiaría a su jefe la tizona, la historia del enano y la noticia de que Verminaard había establecido un puesto de abastecimiento en la falda de las Montañas Kharolis. Finn sabría a qué atenerse.

—Muy bien, Kelida; en ese caso necesitarás ropa de abrigo —dijo al fin y, viendo que Stanach se disponía a hablar, lo detuvo con un gesto—. Conozco un lugar donde te conseguiremos algo adecuado. No habremos de desviarnos de la ruta.

—¿Dónde? —preguntó el enano, echando otra corteza al fuego.

—¿Dónde? —coreó el desconcertado kender.

—En Qualinost.

* * *

Rompió el sol la barrera baja, pizarrosa, de las nubes, y sus tibias columnas de luz se esparcieron sobre la ciudad. Cuatro agujas estilizadas de purísima piedra blanca se alzaban en las cuatro esquinas de Qualinost, cual hitos exactos de los puntos cardinales. Unas venas plateadas serpenteaban en diseños figurativos por las níveas losas de las torres. Partiendo de la torre septentrional, muy por encima de la urbe, un arco de aparente fragilidad comunicaba esta mole con la del sur. Un puente similar enlazaba las otras, de tal modo que el recinto quedaba perfectamente delimitado.

En el centro geográfico de la capital elfa, radiante en una luminosidad más deslumbradora aún que la del astro rey, se erguía la espectacular Torre del Sol. Laminada en oro toda su superficie, el edificio había sido desde tiempo inmemorial la morada del Orador de los Soles hasta que éste y su pueblo, sus vástagos, hubieron de recluirse en el exilio.

La metrópoli había sido construida por los enanos, tras diseñarla los elfos, en una época en que un sentimiento de amistad —no la actual antipatía, hosca y empecinada— inspiraba los intercambios entre ambas razas. Tyorl entró en la ciudad que lo vio nacer con el corazón dividido, rebosante a la par de júbilo y aflicción.

Era feliz porque ya no abrigaba la esperanza de volver a recorrerla, y desdichado porque encontraba ese lugar, otrora tan hermoso, convertido en una calavera con las cuencas vacías.

El viento otoñal, heraldo ya de los primeros rigores del invierno, gemía al atravesar las calles desiertas, sollozaba al rodear los aleros de unos edificios antes repletos de vida. En las postreras hojas doradas de los álamos que flanqueaban las ramblas, las ráfagas de una brisa, otrora poblada de risas, resonaban como una triste endecha.

Tyorl creyó reconocer en el susurro del viento las voces del recuerdo: la moderada risa de su padre, las tonadas juveniles de su hermana... ¿Dónde estaban ahora sus seres queridos? Perdidos en el destierro, como el resto de sus congéneres. ¿Volvería a verlos algún día? Meneó la cabeza para expulsar remembranzas y preguntas.

Las casas, comercios y centros oficiales de Qualinost estaban hechos de un cuarzo con un color no muy dispar de los matices del amanecer en el horizonte. Ahora vacíos, oscuros sus ventanales y poblados sus umbrales de sombras difusas, sólo en la memoria de Tyorl resonaban los ecos de antaño. Unas anchas calzadas de lustrosa grava marcaban las avenidas y paseos principales. A lo largo de sus trazados había círculos negros de fuego y montículos de cenizas, como si alguien hubiera impresionado la huella de un sucio pulgar en tan prístina hermosura.

Kelida, aterida y callada junto a Stanach, se apoyó en el tronco añejo y grisáceo de un álamo. La ciudad no estaba arrasada, sólo vacía, pero la invadió la misma sensación de desolación que al contemplar los calcinados restos de su propio hogar.

El enano, que valoraba su montaña como una de las mayores riquezas de su vida, se identificó con el pesar de Tyorl. Miró al elfo, sin patria, y a Kelida, sin familia, y se estremeció de compasión.

Fue Lavim quien rompió el silencio, con una vivacidad en su acento que en nada reflejaba el dolor del elfo ni la piedad de Stanach.

—Tyorl, ¿qué es eso? —preguntó, señalando uno de los cenicientos montones—. Parecen residuos de hogueras de vigilancia, pero hay demasiados.

—No tendríamos bastantes centinelas para encenderlas —bromeó el guerrero—. No, mi pequeño amigo, aunque yo no estaba aquí sé que las gentes de Qualinost quemaron todo lo que no podían transportar en su éxodo. En cierto sentido son vestigios de piras funerarias, de las exequias celebradas en conmemoración de un estilo de vida.

—¡Qué vergüenza! —se escandalizó Springtoe, a la vez que ocultaba sus manos amoratadas en las bocamangas—. No concibo que nadie pueda destruir así sus pertenencias. Yo habría escondido esos objetos, los habría guardado en mis saquillos o vendido a un buhonero gnomo. Cualquier cosa menos incurrir en semejante despilfarro. Ahora tendréis que volver a empezar.

—Ya nunca será lo mismo. Nuestro mundo ha cambiado —respondió el elfo, evitando decir «ha desaparecido» o «ha muerto».

—Todo aquello que vive se transforma —dijo con suavidad Stanach—. Incluso, al parecer, los elfos.

Los ojos azules de Tyorl, dulcificados segundos antes por la añoranza, se congelaron en su habitual dureza.

—No, enano. Mi pueblo ha preservado inamovibles sus tradiciones durante siglos. La única forma de evolución que conoce es la muerte.

Stanach emitió un irritado resoplido, arrepentido de su esfuerzo por consolar a aquella criatura.

—Según esa teoría, como tú ya has perecido estás malgastando un aire que podrían respirar otros y sacarle mejor partido. Tus orígenes, tu existencia se han desvanecido, así que quizá deberíamos considerarte no como a un elfo sino como a un fantasma.

Tyorl respiró profundamente antes de responder y, con los ojos fijos en la deshabitada metrópoli, se limitó a decir:

—Quizá.

Mientras se alejaban, Lavim contempló a la pareja formada por Tyorl y Kelida. Sus rasgados ojos se entrecerraron mientras enroscaba distraídamente la punta de la trenza en derredor del dedo.

—Stanach —comentó—, si los enseres de los elfos fueron pasto de las llamas, ¿cómo va a proporcionarle Tyorl ropas a Kelida?

—Es un enigma, con toda certeza —convino el joven Hammerfell—. Desde que arribamos a los aledaños de este malhadado paraje se ha comportado como un auténtico espectro, así que tal vez recurra a la magia de ultratumba para ataviarla. Vámonos de aquí, Lavim —urgió al kender, echando a andar—. Cuanto antes nos alejemos de aquí mejor me sentiré.

Lavim obedeció. Aún no comprendía todo lo que sucedía. No encajaban las piezas del rompecabezas por mucho que las manipulara: la espada de la posadera, el guerrero desaparecido y un par de thanes enfrentados entre sí. Y por último, ¿quién era Piper?

Un ciervo de madera, inmortalizado su grácil salto por el arte del tallador, estaba sepultado en un revuelto nido de collares de plata y zarcillos de oro. Era el juguete de un niño entre las alhajas de su madre. Stanach asió la estatuilla de roble y la liberó con tanta delicadeza como si aún viviera. La examinó atentamente, sonriendo al discernir en su vientre, grabado en tan hábiles trazos que apenas destacaba de la pelusa habitual en los venados, un emblema inconfundible: el de un yunque estilizado al que se yuxtaponía el dibujo de una «F». Un enano había sido el artífice de la miniatura.

Colocó a continuación la figura en un anaquel, y pasó revista a la estancia. Era un caos.

Tapices tejidos con primor, alfombras y mullidos cojines, cuyos diseños habían sido bordados con hilos de seda, se acumulaban unos sobre otros en el suelo como si los hubieran tirado de manera apresurada. Un armario, elegantemente decorado con escenas de caza, yacía volcado hacia arriba como testimonio del frenesí que había precedido al abandono masivo de la capital elfa.

Lavim penetró en el aposento, bamboleante bajo un fardo de vestiduras variopintas.

—Aquí tienes, Stanach. Tyorl te encarga a ti de seleccionar lo que juzgues más conveniente para Kelida.

—¿Dónde está ella?

—Tomando un baño. Insistió, y el elfo no quiso contrariarla. Es más, comentó que así dispondría de tiempo para buscar utensilios susceptibles de servirnos.

El kender dejó caer su abigarrada carga y se arrodilló sobre tan blando colchón, para inspeccionar zamarras, conjuntos de cacería, blusas y también botas con la jovialidad y el desorden que lo caracterizaban.

—Después de todo, no arrojaron al fuego el ajuar completo. Por lo que he podido comprobar, Stanach, esta ciudad debió de ser realmente hermosa en un pasado no muy remoto. Fue una lástima que sus moradores la abandonaran. Yo habría obligado a los draconianos a arrastrarme al exterior antes de irme de un lugar así.

El miedo flotaba como una sombra en el ambiente. Traspasaba los regios edificios, se agazapaba en la penumbra de los patios donde crecían los manzanos y los perales.

Junto con la congoja recorrían las calles y se regocijaban ante cada árbol moribundo.

El enano meneó la cabeza. El miedo era una emoción desconocida para un kender, de modo que de nada servía intentar explicarle nada.

Fue hasta un rincón de la sala y se acomodó, con las piernas cruzadas, en el gélido mármol que cubría el suelo. Dominando su ansia de alejarse de aquella lúgubre habitación, de aquella lúgubre vivienda y de aquella desolada ciudad, escogió la ropa aprovechable antes de que el kender se llevara una buena parte para enriquecer sus bolsas. Estas y sus bolsillos estaban atiborrados, de modo que su enjuta figura había engordado inusitadamente. Si el registro de las casas y tiendas de Qualinost había sido penoso en el caso de Tyorl y molesto para Kelida y Stanach, Lavim gozó de él plenamente: era un sueño hecho realidad.

El enano logró salvar una capa de lana de la codicia del kender. Tenía el color de la pinocha fresca y un forro gris de pelambre de conejo, y parecía hecha a medida para la muchacha. Llamaron asimismo su atención unas botas de ante, provistas de recias suelas, más pesadas de lo que a simple vista podía suponerse. Introdujo entonces la mano en el interior de una y practicó un ligero corte en el borde, constatando que tenía dos capas de piel curtida aisladas entre sí por plumón de ganso.

—Si se habitúa a ellas no sentirá frío en los pies.

—Son de un material excelente —opinó Springtoe, que se había apoderado de la otra bota del par—. Kelida se aislará de la intemperie mejor que todos nosotros.

—Hasta hoy es ella quien más ha tiritado; ya es hora de que su suerte dé un vuelco positivo. ¿Por qué no se las llevas, le pides que se las pruebe y luego apremias a Tyorl para que no se demore más de la cuenta? Y, Lavim...

El kender se volvió, armado ya con el calzado y la capa.

—¿Qué más puedo hacer por ti?

—En primer lugar, llamar a la puerta antes de irrumpir en la intimidad de la joven; luego, vaciar tus saquillos antes de ir a reunirte con Tyorl y, por último, atiende bien, no volver a llenarlos.

Lavim enarcó las cejas y asumió una expresión de completa inocencia.

Stanach continuó con firmeza:

—Y no te molestes en inventar excusas como la de que recogiste todas esas cosas con la idea de devolverlas luego.

—Pero...

—No hay peros que valgan. Hablo en serio, Lavim. Ese elfo es sumamente quisquilloso. Se diría que son los vestidos de su propia madre lo que nos ha cedido; sólo faltaría que nos apropiáramos de algo sin su permiso.

—Quizá tengas razón —reflexionó el kender, mostrando una súbita expresión juiciosa en sus ojos enmarcados de arrugas—. Aunque no se trata exactamente de vestidos porque lo más probable es que Kelida elija algo más cómodo, pero es posible que Tyorl conociese al dueño de todo esto.

«Sí, es posible», coincidió Stanach para sus adentros. No le dio más vueltas al asunto ni se disculpó por sus comentarios. En el fondo, era una reacción ante el palpable abatimiento que, como un polvo, impregnaba la estancia.

—Vete ya, Lavim.

Una vez solo, el enano amontonó las ropas junto a la pared y tomó asiento, con los codos apoyados en las rodillas, a la espera de que sus compañeros regresaran de sus distintas actividades.

Había hecho lo que debía, reflexionó. No le había costado trabajo convencer a Tyorl y a Kelida de la posibilidad de que Hauk hubiera sobrevivido. La muchacha incluso se había planteado por sí misma la cuestión crucial: mientras Hauk aguantase, la estaría protegiendo.

En la caminata por el bosque, Kelida se había explayado con el enano sobre las circunstancias que habían impulsado al guerrero a obsequiarle la espada. Según sus propias palabras, éste le había inspirado miedo, mas de su tono se desprendía lo mucho que le habían conmovido sus disculpas.

A estas alturas, Stanach estaba persuadido de que cualquier recelo que el elfo expresase respecto a la conveniencia de llevar a Vulcania hasta donde se hallaba Piper toparía con la discrepancia de la joven. Kelida tenía la total certeza de que el ebrio trotamundos que le había dado la tizona la estaba protegiendo, como novelesco paladín, del derro, cuya intención era matarla para apoderarse de la Espada de Reyes.

No es que el enano pusiera en tela de juicio la gallarda galantería de Hauk... mientras estuvo vivo. Sin embargo, ahora sus labios debían de estar sellados por el reposo eterno.

Stanach cerró los ojos, y sus ensoñaciones lo trasladaron al futuro. Una vez en manos de su amigo Piper, Vulcania sería mágicamente devuelta a Thorbardin y puesta en manos de Hornfel, sin dar a Tyorl ni a la mujer opción a quejarse. Lo único que había de hacer por el momento era mantener la ilusión en Kelida, alimentar sus sueños un poco más. ¿Qué peso podían tener los anhelos de una tosca moza de taberna en una balanza donde el contrapeso era el gobierno de un solo regente, Hornfel, en Thorbardin?

—Ninguno, ni el más ínfimo —masculló a media voz.

Una mano liviana, con dedos largos y esbeltos, rozó su hombro. Dando un respingo, el enano levantó la cabeza y vio a Kelida de pie frente a él.

—¿Estás bien, Stanach?

Se las había ingeniado para asearse. Enfundada en su indumentaria prestada, con un traje de cazador de lana gris y las botas de ante y la capa verde elegidas por el enano, parecía una ninfa del bosque. Vulcania pendía de su cinto.

—Nunca estuve mejor —respondió el enano, incorporándose.

—Me ha parecido oír...

—Me siento en plena forma —atajó él. Apuntó con el mentón la Espada Real, y agregó—: ¿Te empeñas en cargarla?

—Lo he hecho hasta ahora —asintió la muchacha, con los ojos brillantes.

—Sí, tropezando a cada paso. Esto no es Long Ridge, chiquilla. Todo el que vea tu espada dará por supuesto que sabes usarla. Si no aprendes a manejarla, te matarán antes de que te afirmes sobre los pies y la desenvaines. Si no quieres encomendarla a mi cuidado, entrégasela a tu amigo el elfo.

—Esta arma es mía —se obstinó Kelida.

—Sí —suspiró Stanach—, pero será tu perdición si no aprendes al menos a llevarla. No te la ciñas tanto al talle: aflójatela de manera que sea la cadera la que soporte la presión.

Obediente, Kelida desabrochó la hebilla e insertó los clavillos unos agujeros más adelante. La sensación del peso en la cadera le resultaba extraña pero más llevadera. Sonrió a Stanach e inquirió:

—¿Qué más?

—Consigue una daga. No serás capaz de batirte con la espada.

De repente, el enano se encolerizó contra la muchacha sin causa aparente y consigo mismo por millares de motivos. Su doble juego lo llenaba de soledad. Dio media vuelta y se acercó a una ventana desde donde se divisaba un patio, una visión menos mortificante que la sombra del reproche en los ojos de la mujer.

Las hojas de los álamos, cual refulgentes monedas de oro, se agitaban en sus ramas o formaban torbellinos en la calle al empuje del viento. Su crujido era el único sonido que insuflaba un soplo vital a la despoblada ciudad. Los fantasmas merodeaban a su albedrío por las calles de Qualinost. Los fantasmas y los recuerdos.

Y los susurros de su conciencia.

* * *

Con sus casi nueve metros de longitud, la cabeza maciza y ancha como la de un caballo, sus musculosas patas de una altura superior a dos hombres uno encima de otro, el Dragón Negro semejaba un inconmensurable retazo de la noche que se hubiera desgajado del manto de la borrasca y descendido en ágil vuelo sobre los riscos al este de Qualinesti. Un banco de nubes se hizo jirones al traspasarlo sus alas. Solinari se había retirado a descansar, pero los haces sanguinolentos de Lunitari, el satélite rojo, festoneaban las escamas metálicas de su cuerpo, iluminaban con bermejas incandescencias sus garras y colmillos de puntas afiladas y teñían de fuego sus ojos oblicuos, normalmente blancos y lechosos. Su nombre, en el secreto lenguaje de su especie, era Sevristh, aunque no le molestaba el apelativo común de Negranoche.

El reptil, a favor de una corriente de aire, se deslizó hacía las escarpaduras boscosas, sembradas de pinos y abetos, que delineaban la frontera entre Qualinesti y las montañas de los enanos. Acérrimo enemigo de la luminosidad, su vista era soberbia después del ocaso del sol. Aunque las irradiaciones de los satélites nocturnos no lo perturbaban, su capacidad perceptiva mejoraba cuando, como hoy, las tamizaban los cúmulos tormentosos.

El Dragón observó las tierras como un humano encaramado a una banqueta examinaría un bien dibujado mapa. Planeando aún más bajo, sobrevoló los espesos bosques que se alzaban al este del lago Crystal y las colinas que circundaban las planicies de Dergoth que los enanos denominaban Llanuras de la Muerte.

Negranoche debía entrevistarse, como emisario de Verminaard, con Realgar de Thorbardin. No tardaría en aplicar al nigromante el rango de Señor del Dragón, siempre que aceptara las condiciones de Verminaard. Dado que el thane de los theiwar era un sujeto taimado, ambicioso, atrevido y un poco loco, Sevristh daba por sentado que las aceptaría. El enano tenía el alma de un dignatario de las hordas del Mal, tan sólo inferior en arrogancia a la de una criatura reptiliana. Ahora aguardaba su llegada desde Pax Tharkas, y Sevristh estaba más que dispuesto a servir a un nuevo amo.

Al menos durante una temporada. Las dádivas de Verminaard siempre tenían dientes. Pese a que otorgaría al derro los honores de un gran mandatario, ningún escrúpulo moral haría que se alterasen sus operaciones tácticas de infiltrar tropas y centros de suministros en las cordilleras adyacentes. Con estos contingentes como respaldo, depondría al hechicero y establecería en la conquistada Thorbardin su fortaleza oriental. El Dragón estaba al tanto de todo ello, y de más iniquidades.

El viento era un helado y fiero oponente, que obligaba al oscuro Dragón a sortear sus caprichosas e invisibles olas. Riendo mientras atravesaba los pantanos, Negranoche volaba rozando las hinchadas nubes o describía espirales y piruetas con las alas extendidas como las velas de un navío, o subía más allá del espeso manto de nubes, hacia las estrellas que titilaban sobre la legendaria Thorbardin.

—Sí —rugió—, todos los presentes de mi señor poseen agudas dentaduras, y mis maxilares se cuentan entre los mejor dotados.

«Deja que haga él todo el trabajo —le había dicho el Señor del Dragón— y préstale cuanto auxilio precise. Cuando el consejo de los thanes se haya desarticulado, deshazte de él.»

Por el mero placer de ejercitar sus virtudes arcanas, el gigantesco reptil formuló un encantamiento de terror y negrura. Dentro de poco rato, refugiado en su recóndito y tenebroso cubil de las cavernas que se abrían bajo la ciudad, se dormiría arrullado por las imágenes de los habitantes de las ciénagas muertos de un paro cardíaco, víctimas de un inexplicable espanto.