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La batalla de la Puerta Norte

Unas ráfagas crueles azotaban la angosta y semiderruida pared de la plataforma. Aullando como las almas errantes de los condenados, el viento arrastraba a su paso la negra humareda de las Llanuras de la Muerte. Su manto era una mortaja funeraria.

Desde esta repisa montañosa, más de doscientos metros por encima del valle boscoso donde poco antes medraban las pinedas, Hornfel vio el fuego como un estandarte de seda desplegándose, ondeando y balanceándose al compás de las excentricidades de una caprichosa brisa.

Bajo la mirada del monarca, las llamas abandonaron la planicie para, de un salto veloz y antinatural, conquistar las arbóreas laderas de la montaña. Al igual que un ejército tumultuoso, el incendio aplastaba todo cuanto se interponía en su marcha.

Cambió de pronto la dirección del viento, como solía hacerlo en los collados de las empinadas cumbres. Venía ahora del noroeste y la conflagración siguió su estela en un galope enloquecido por la hondonada inmediatamente subyacente a Thorbardin.

El mensaje de Gneiss decía que debían reunirse en las garitas. El hylar lo esperó allí, conversando unos momentos con el capitán de la guardia, hasta que el olor a quemado y los tétricos sonidos de la crepitación lo atrajeron al saliente.

El soberano estaba solo en la escarpada atalaya, o al menos tanto como lo permitían sus custodios. A su espalda, en el amplio espacio donde antaño la Puerta Norte restringía el libre acceso a Thorbardin, se veían apostados cuatro robustos guerreros, dos de cara al thane y los otros vigilando el recinto unos metros hacia dentro. Los ojos de estos últimos no estaban fijos en Hornfel sino en el patio interior y en las sombras de la sala común de los centinelas, en un tiempo acogedora y hoy una ruina repleta de escombros e inmundicia. Mantenían las manos muy próximas a las empuñaduras de sus espadas. Ninguno olvidaba que su rey daewar les había encomendado la seguridad del dignatario.

Aquel lugar era, después de todo, territorio enemigo, si bien los theiwar no frecuentaban más que una porción de la entrada. El vestíbulo y el gran pasillo que comunicaba las garitas allí construidas con los salones donde siglos atrás se administraba justicia, estaban cubiertos por el polvo de generaciones. Cierto que el tribunal mismo había sido acondicionado y reparado como cuartel de la guardia de Realgar, pero las estructuras del templo y otras residencias anexas no se habían remozado desde las Guerras de Dwarfgate. Las cicatrices de la cruenta batalla marcaban muros y suelos, a menudo en forma de enormes manchas oscuras —vestigios de sangre— que mancillaban las agrietadas losetas o bloques.

Hasta que el clan de los magos reclamó la posesión de esta ala de las murallas, sólo los esqueletos de los muertos en el combate ocuparon la Puerta Norte. Y todavía la habitaban, pulverizados en montículos o astillas óseas y también en piezas de armaduras sin contenido desperdigadas a lo largo de los recodos menos iluminados. Los theiwar, aquella extraña raza de enanos derro, tenían un enrevesado placer en compartir su morada con los cadáveres.

El repiqueteo del acero en las cotas de malla y el resonar de varios pares de pies en el empedrado del ancho corredor, anunciaron el relevo de los guardianes.

Unas voces guturales formularon preguntas en un murmullo inaudible, y Hornfel imaginó que los reemplazos inquirían acerca de los progresos del guyll fyr. Notó una palpable desazón en el tono de los hombres que se retiraban.

El hylar retrocedió en la plataforma. La incombustible Thorbardin no corría un peligro inminente a causa del fuego, mas la destrucción de los pantanos y la espesura lindante acarrearía una merma en las provisiones alimenticias de la primavera.

«No moriremos de hambre, pero adelgazaremos —pensó el monarca con acritud—. ¿Quién convencerá entonces al consejo de los thanes de que no sólo hemos de continuar ayudando a los refugiados que ya albergamos, sino abrir las puertas a otros desheredados?»

Como fantasmas, asediaron a Hornfel los episodios tantas veces leídos de la época angustiosa en que estalló la confrontación llamada de Dwarfgate. El Cataclismo había impulsado a su tribu a guarecerse en un reino inexpugnable, subterráneo y elevado, después de que la ingente devastación remodelara la faz de Krynn.

Los años posteriores a la gran catástrofe destacaron por la peste y otras epidemias no menos letales, siendo éste el motivo de que los neidar, congéneres enanos que antes de la tragedia habían dejado Thorbardin para asentarse en el extranjero, en países donde según ellos podrían romper con normas anticuadas y respirar aires de libertad, solicitaran ser readmitidos en la metrópoli. Necesitaban comida, dado que se hacía imposible la siembra y también la caza en eriales que agostaba la interminable sequía y donde los animales eran víctimas de plagas y enfermedades contagiosas.

Tras difíciles discusiones en que ambos grupos de enanos se vituperaron entre sí, los neidar se aliaron con el archimago Fistandantilus, el cual, al frente de una tropa de humanos de miscelánea procedencia, sitió Pax Tharkas y más tarde Thorbardin. Circulaba entre ellos el rumor de que los moradores de la montaña almacenaban un tesoro en sus grutas.

Duncan sabía, al igual que sus oponentes de las colinas, que tal tesoro existía: era el imprescindible alimento. Sin embargo, el producto de las cosechas no bastaba ni siquiera para nutrir a la población permanente de Thorbardin.

Consciente de que se debía primordialmente a su pueblo, el rey supremo Duncan, secundado con honda reticencia por Kharas, su amigo y leal confidente, planeó su participación en las guerras que en las crónicas se registrarían como las Guerras de Dwarfgate. Lucharon, hermano contra hermano, mientras Duncan, el último rey de los enanos, elegía alimentar y proteger a los pocos que Thorbardin podía dar cabida.

Nuevamente la guerra asolaba Krynn. No obstante, y pese a que la brutalidad de la lucha no variaba de una centuria a otra, el hylar abrigaba la certeza de que esta guerra era muy diferente de la que había librado su antepasado.

«Para empezar —reflexionó mientras observaba el socarrado valle—, nosotros nos hemos mantenido neutrales. Mis súbditos han elegido quedarse cómodamente al margen de toda complicación. Por otro lado, los refugiados a los que hemos dado asilo no son enanos.

»No, son humanos, aunque no creo que eso entrañe ninguna diferencia. Desde luego, uno no puede considerar hermanos a esos seres agresivos de exagerada estatura y corta vida; pero si nos vemos involucrados en esta nueva guerra, los hombres y los elfos serán nuestros aliados contra las huestes de los Dragones. Se cumple una vez más el viejo proverbio de que un lobo en el umbral hace íntimos a dos extraños.

»Y hay otro refrán aún mejor —susurró mentalmente a su ilustre antepasado, muerto, trescientos años atrás—: el que no aprende de sus padres, nunca aprenderá nada.

»El lobo exige la sangre de nuestros hijos; huelo a su aliento en el humo del guyll fyr. Es hora de granjearnos la solidaridad incondicional de nuestros huéspedes.»

Mientras reflexionaba, el hylar dio la espalda al precipicio y al fuego, y entró en la sala comunitaria pasando entre sus dos centinelas. Ignoraba el paradero de Gneiss, mas no podía aguardarlo. Dejaría al capitán el recado de que había tenido que ausentarse y...

Una inhalación siseante incitó al soberano a girarse. Realgar estaba reclinado en el eje del obsoleto mecanismo, con los brazos cruzados en postura relajada. Se abrigaba del viento con una tupida capa, que no ocultaba el contorno de la espada suspendida, como siempre, de su cadera. Sus ojillos negros y turbios relampagueaban.

—Es semejante a un ejército —dijo el theiwar—, y se acerca a grandes zancadas.

«¡La adversidad me ronda, dentro y fuera!», pensó Hornfel. Recordó a Dhegan en el puente, al acecho de Gneiss y de él mismo, y lanzó una mirada a su escolta. Los daewar, fríos como el hielo, cerraron filas.

—Sí, como un ejército —dijo el hylar, resistiendo el ímpetu que empujaba su mano hacia la daga—. Convocaré una asamblea urgente. Hay que debatir la manera de suavizar el crudo y famélico invierno que se avecina.

—Haz como te parezca —se desentendió el otro, a la vez que se apartaba para dejar pasar al thane y a sus cuatro guardias.

Mientras se hacía a un lado, el derro repasó complacido sus proyectos de asesinato y revolución. Sus batallones de sanguinarios theiwar estaban a punto para hacerse con el control de las ciudades, y Vulcania le transmitía desde su vaina el peso de su vitalidad, de su ansia de poder.

Acortó la distancia entre su persona y los custodios particulares de Hornfel.

* * *

El mohoso corredor que culminaba en el puente de la gruta conocida como el Eco del Yunque no estaba del todo en penumbras, aunque así le pareció a Kelida tras recorrer las cálidas e iluminadas calles de Thorbardin. Sus ojos tardaron varios segundos en adaptarse a la tenue luminosidad grisácea del pasillo, que no provenía del exterior sino que era un reflejo amortiguado de los rayos solares que, capturados en los cristales de los tragaluces, eran encauzados y hasta magnificados por éstos en las vías transitadas.

Ajustada su visión, la muchacha se refugió en Hauk, que caminaba a sus talones. El puente se extendía en una cueva de insondables dimensiones y, al no ver ni suelo ni techo, la moza no acertó a fijar limites. Sendos pretiles de piedra se alineaban a los lados, sostenidos en su base mediante hileras de enanos esculpidos, de inmutables centinelas capaces de soportarlos entre sus musculosos brazos.

—Stanach —susurró la mujer, y su llamada resonó en infinidad de recovecos por las cercanías.

Sobresaltada, tragó saliva y tocó el hombro de su compañero para captar su atención. Con la mano posada en una tizona recogida en su ciudad, el enano se volvió y, al hacerlo, asusto a la posadera. Tal como la había prevenido durante su lóbrega reclusión, sus cuencas oculares solamente encerraban unos abismos negros, vacuos y espectrales. Al percatarse de que la agitaba un escalofrío, el hombrecillo sonrió con una cómica mueca burlona.

—Ya te dije que resultaba horripilante las primeras veces, pero te acostumbrarás, hermanita. Soy yo, hermanita, el mismo Stanach de siempre —agregó, y le prodigó unas palmadas tranquilizadoras con la mano vendada.

«De siempre... de siempre... de siempre...», se difundió su voz en el ambiente. Kelida tembló, y al instante sintió en su hombro la mano insegura y cálida del Vengador. Cuando habló, también sus palabras jugaron a perseguirse entre las oquedades de la caverna.

—No me gusta este agujero, Stanach. ¿Qué hace Hornfel en tan siniestros andurriales? Deberíamos haber ido a pedir socorro a los otros thanes del consejo.

Hammerfell había tomado idéntica iniciativa en un principio, pero súbitamente las circunstancias habían cambiado. En efecto, tras escapar del calabozo habían apresado a un soldado theiwar y, al interrogarlo acerca de Realgar y el hylar, el cautivo emitió una risotada y respondió jactancioso:

—Hornfel morirá en la Puerta Norte de un momento a otro, si no ha sido ya ajusticiado.

Obediente a un mudo acuerdo, el enano tiró de la muchacha y se alejó con ella mientras Hauk se dilataba para dar su merecido al repulsivo derro. El guerrero alcanzó a sus amigos un poco más tarde, después de haber ocultado los despojos de su prisionero en un sombrío nicho. El ufano alarde del muerto llenó a Stanach de ira y desesperación, sentimientos que no se mitigaron hasta que el trío hubo ascendido a los niveles superiores de la metrópoli. Fue el guerrero quien apuntó que, aunque fuese verdad lo del asesinato, quizá todavía estaban a tiempo de salvar al soberano.

—Observa —dijo, señalando una plaza atestada de mercaderes, una taberna y un parque—. Todas esas criaturas están nerviosas, pero no se comportan como si les hubieran comunicado la noticia de que uno de sus mandatarios ha cesado de existir.

Stanach comprendió que su amigo tenía razón y sintió renacer en él la esperanza. No era demasiado tarde, su thane vivía. El talante de la gente era de expectación y de temor, no de duelo.

Thorbardin entero olfateaba la tormenta, tenía conciencia de que el rayo fulminador no había de demorarse, aunque ignoraba de qué confín del cielo caería.

Elevado su ánimo, Hammerfell escudriñó la negrura circundante y explicó:

—Estamos en dependencias theiwar; ni siquiera los más intrépidos de nosotros se aventuran en tan recónditos parajes. En cuanto al puente, supongo que es sólido y de fiar.

Flanqueados por los ecos de sus propias pisadas, equiparables al murmullo de unos sigilosos fantasmas, los tres personajes emprendieron el cruce del puente.

Kelida, a medida que cruzaba, contaba los pasos para mantener la mente alejada de la diabólica sima que se abría a sus pies. Aunque la plataforma era lo bastante ancha para darles cabida a los tres de frente, ella no lograba sosegarse.

Los ecos de sus pasos se tornaron más sordos, como si rebotaran contra algo más sólido. La mujer suspiró, y la roca le devolvió su exhalación convertida en el ulular del viento entre cañones. Habían dejado atrás el puente del Eco del Yunque, y el enano, tras examinar los contornos, les hizo señal de continuar.

Su capacidad de orientarse bajo tierra, que nada tenía que envidiar a la de un elfo en un bosque lujuriante, los llevó sin una desviación hacia el norte. Jalonaron tapias ennegrecidas por el ataque masivo de las llamas y cubiertas de blancas cicatrices de lejanas batallas. En algunos rincones yacían los cadavéricos restos de los guerreros de antaño. El cuero y el tejido de su atuendo se habían podrido, mas los limpios huesos de las manos aún aferraban herrumbrosas espadas y remataban el vestuario mallas oxidadas, armaduras quebradas que colgaban en derredor de una envoltura de carne ya inexistente.

La moza iba detrás de Stanach, sintiéndose reconfortada por el sonido de la respiración de Hauk, que marchaba tras ella.

Transcurrido un rato que juzgaron prolongado por la monotonía de las tinieblas, una luz o, más concretamente, una niebla agrisada, aligeró la oscuridad que los rodeaba.

La muchacha distinguió la estructura de un edificio alto, de techo abovedado, al que se accedía por una alta escalinata. No estaban ya en uno de los mal oxigenados corredores, sino en una suerte de plaza o explanada.

—El templo —musitó el enano—. Las salas de la guardia no distan sino unos metros. ¡Escuchad!

Como siseos encadenados de un tiempo remoto, vibraron en los oídos del trío unos tintineos metálicos y el deslizarse de botas de duras punteras sobre las rocas. Presa en la sutil telaraña del miedo, Kelida ahogó una exclamación cuando la tibia mano del luchador acarició su piel.

—No os inquietéis, no es más que el relevo —susurró Stanach—. Una circunstancia por demás prometedora, puesto que sean cuales fueren los planes de Realgar, no se atreverá a asesinar a Hornfel delante de dos cuerpos completos de centinelas.

El templo debía de haber sido el más bello ejemplo de arquitectura de la ciudad. Aunque la cúpula aparecía resquebrajada, se erguía aún a una altura considerable sobre el crucero de la nave central. Algunos de sus fragmentos se apilaban en el piso de mármol negro, junto a unas cenefas de estrellas cubiertas de polvo, talladas en bajorrelieve y más oscuras que el mármol.

La mujer se preguntó por qué el artífice había hecho las estrellas más negras que el mismo cielo. Descubrió la contestación al estudiar uno de los astros: los lugares hundidos habían ostentado gruesas láminas de plata, un precioso metal que, deslustrado ahora a causa del inevitable deterioro del tiempo, había destellado sin duda a la luz de antorchas y braseros de tal modo que, en un juego de espejos, imitaba la danza de las estrellas en el firmamento.

Unas columnas de mármol rosado, en pie unas y derrumbadas otras, delimitaban los bordes del pasillo de azulejos que llevaba al altar. Este consistía en un yunque de unos dos metros de alto por uno y medio de ancho, cincelado en su totalidad a partir de un monolito de obsidiana, y delante de él se dibujaba el mango de un martillo de gigantes.

«Un monumento erigido en homenaje de Reorx —dedujo Kelida—, ¡cuan espléndido tuvo que ser!» Se estremeció al pensar que se planeara cometer un asesinato tan cerca de un reducto de oración.

Stanach rodeó el altar y encontró una puerta trasera, la que en los días de esplendor y de devoción usaban los clérigos.

«Creo que por aquí saldremos a la sala del tribunal —conjeturó—. Todo esto dependía de los juzgados. Según me han dicho, la mayoría de los visitantes eran introducidos en la antecámara para que se recogieran antes de exponer sus alegatos. De este punto en adelante no hemos de hallar tropiezos. Los theiwar se revuelcan gustosos en la mugre, pero en las garitas reina el orden ya que en un momento dado podría convenirnos montar una vigilancia de excepción.»

Hauk se inclinó hacia el enano e indagó en un murmullo apenas audible:

—¿Qué más hay al otro lado?

Antes de que el hombrecillo respondiera, un grito desgarrado y preñado de agonía retumbó fuera. No se habían disparado sus ondas sonoras cuando atronaron unas discordes voces de alarma.

Como el bodoque disparado por una ballesta, Hammerfell pasó a la habitación contigua.

Hauk asió la muñeca de la posadera. La expresión del guerrero delataba el temor de que le ocurriera algo a ella y un anhelo peculiar, feral en cierto sentido, que no guardaba ninguna relación con estas aprensiones. Identificándolo como un apasionado deseo de combatir, Kelida reculó.

—Quédate aquí —gruñó, pero enseguida, al reparar en su rudeza o acaso al entender que ninguna orden la detendría si se empecinaba en sumarse a la refriega, mudó su actitud—. Defiende la puerta. En el caso de que aún podamos auxiliar a Hornfel será nuestra única vía de escape.

No aguardó hasta cerciorarse de que la muchacha obedecía.

Sola, con el estrépito de la lucha circundándola, la mujer hubo de hacer acopio de voluntad para no suplicar al Vengador que volviera o echar a correr en pos de él. Permaneció en su puesto, mientras se repetía que lo que denotaban las pupilas del humano segundos antes era la crueldad del guerrero cuyo único propósito es matar.

Kelida tenía los dedos fríos y tiesos en derredor de la daga. Notaba el arma a la vez plomiza y absurdamente liviana en su mano. Evocó las instrucciones de Lavim, unos consejos que parecía haberle dado lustros atrás relativos al arte de manipular cuchillos.

Otras veces no hay más remedio que apuñalar.

De nuevo, la joven hizo cuanto pudo para sobreponerse a la repulsión que contraía sus tripas, al debilitamiento de sus rodillas y al acechante vahído.

«Apuñalar...»

La enorme cámara que se desplegaba junto al templo estaba algo más iluminada que los sectores en desuso de la Puerta Norte, pero la luz era tamizada y difusa. Pero aun así había suficiente claridad para que la mujer viera por qué Realgar había realizado su atentado durante el cambio de guardia: los soldados que vestían la librea negra y argéntea de los theiwar infestaban el vestíbulo de las garitas, abalanzándose sobre los custodios fieles al hylar con una superioridad numérica de dos a uno.

La barahúnda era ensordecedora. Los aceros se entrechocaban y el vocerío era tan impreciso que era imposible distinguir los gritos de muerte de los de triunfo. El hedor de la sangre y el miedo lo envolvía todo como una nube tormentosa.

En medio de tal ciclón, núcleo y objeto de su embate, un enano acorralado por multitud de contendientes se debatía para salvar la vida. Nada lo designaba como el thane de los hylar excepto el hecho de ser el foco del altercado y la nobleza que demostraba al continuar luchando aun sabiéndose derrotado.

Hornfel había sido guerrero durante mucho tiempo antes de ser soberano.

De sus aliados no sobrevivía más que uno, un joven guardia de uniforme escarlata y plateado que debía de pertenecer —Kelida así se lo figuró—, a la escolta privada del monarca. De espaldas a su soberano, el aguerrido soldado ponía a raya a todos cuantos se aproximaban con la valentía y fiereza de un perro de caza. Hacia ese apiñamiento se dirigía Stanach y, cubriéndolo en la retaguardia, Hauk. La posadera avanzó de manera mecánica. No mediaban entre ella y el vestíbulo más que media docena de metros cuando la rugiente marea la separó, en un salvaje vaivén, de sus amigos.

Algo la golpeó por detrás, un brazo atrapó sus rodillas y, demasiado abrumada para chillar, se desplomó. Gracias al terror, que adhería su mano al puño de la daga, no la soltó. Forcejeando y propinando puntapiés, consiguió apoyarse en una pierna y en la mano libre, y se irguió sobre las rodillas.

Entonces sí emitió un alarido, pero no de pánico. Lo que desahogó fue la rabia de quien vislumbra su propia muerte en los ojos de su oponente.

Si estás muy próxima al contricante nunca descargues el golpe desde arriba, porque lo único que conseguirás es dañar el hueso y excitar la furia del agredido. (...) El golpe debe provenir de abajo. De ese modo, es muy posible que logres alcanzar un órgano importante, como el hígado o el riñón.

Cogiendo la daga firmemente con ambas manos, Kelida descargó un golpe hacia arriba. La hoja arañó la cota de malla sin penetrarla. Jadeante, la muchacha afinó la puntería y clavó el arma con todas sus fuerzas en la garganta del enano.

La sangre manó de la yugular, como un espantoso manantial purpúreo, y el theiwar se vino abajo.

Conteniendo las arcadas provocadas por el asfixiante vaho de la cobriza y caliente sangre, Kelida se incorporó. Nuevamente alguien la atacó por la espalda. A ciegas, se volvió en un torbellino y lanzó una cuchillada. Al fallar su acometida, le propinó a su atacante un golpe bajo con la pierna. El enano trastabilló, doblado sobre el vientre. La muchacha, sin pensarlo, alzó con violencia la rodilla y oyó el crujido de la mandíbula al destrozarse.

Con el corazón latiéndole con fuerza, la joven giró sobre ella misma y constató que tenía el campo despejado.

Sofocando sus ganas de vomitar, de aullar o de salir corriendo, escudriñó el escenario de la pelea en busca de sus compañeros. Los soldados de negro, aunque disminuido su contingente, todavía excedían en cantidad a los defensores de Hornfel. Sobresaliendo en altura entre todos, semejante a un oso enfurecido, Hauk cuidaba las espaldas de Stanach mientras libraba un combate singular.

Hammerfell, a corta distancia ahora de su thane, decapitó bajo la mirada de la posadera a un theiwar que lo acosaba. Apartó acto seguido el cadáver y estiro la mano derecha, con el vendaje manchado de sangre, hacia el mandatario.

En esos momentos, el bravío oficial que aún defendía al hylar cayó muerto con la daga de un theiwar clavada hasta la empuñadura entre sus costillas.

Cuando Stanach lo tocó, Hornfel dio media vuelta. Chapoteando en el charco de sangre brotada de su guardia, con los ojos desorbitados en una furibunda enajenación, el soberano enarboló la espada para descargarla a dos manos.

Kelida lanzó un chillido.