21
Dragones en acción
Stanach levantó su mano derecha con la izquierda. Bajo el vendaje, notaba los dedos fracturados tan pesados e inanimados como barrotes de hierro. Sus rodillas flaqueaban, pero aun así rechazó el soporte de Kem y logró dar un par de pasos bamboleantes. Resollando, caminó hacia la boca de la gruta mientras se repetía que, tal como había dicho el curandero, pronto estaría totalmente restablecido.
El enano se recostó en la pared rocosa de la cueva y observó el fluir de las aguas. Unas nubes de humo tan densas como la bruma flotaban río arriba con el impulso de la brisa invernal. El cielo palpitaba en irisaciones bermejas muy por encima del bosque. Kelida, con Vulcania colgada al cinto, corría junto a la orilla en pos de Lavim. El kender brincaba sin orden ni concierto, en la cumbre de la excitación, tanto que lo primero que hizo la muchacha al alcanzarlo fue atenazar sus brazos de manera que, un poco más quieto, escuchase lo que había de decirle. Luego, en medio del rebotar de sus saquillos, Springtoe fue en busca de Tyorl, que patrullaba la ribera en la vecindad.
Otros dos guerreros surgieron de la tupida muralla forestal y se reunieron con el elfo. Uno, Finn, señaló hacia el norte.
—¿Qué ocurre? —preguntó Stanach con el rostro vuelto hacia el interior de la cueva.
Kem, enmarcado el óvalo facial en una sombría aureola y visiblemente preocupado, interrumpió su tarea de guardar su equipo curativo en el botiquín.
—Se ha declarado un incendio; al menos ésas son mis noticias, y tenemos que partir sin demora. Espero que puedas andar. Finn se propone vadear cuanto antes el torrente e interponerlo entre el fuego y nosotros.
—¿Ah, sí? Entonces será mejor que esté en condiciones de caminar —respondió el enano, suavizando su gruñido con un encogimiento de hombros.
Lehr, con su desgreñada melena aún más revuelta de lo usual, entró en la caverna. Su jefe y él se habían adentrado en la espesura, de tal suerte que sus vestiduras se habían impregnado del olor a quemado. Lanzó al convaleciente una mirada escrutadora y lo palmeó en el hombro con tal vigor que Stanach se alegró de tener el respaldo de la roca.
—Así que vas a valerte por ti mismo, ¿no? ¡Bravo! Kem, hay que moverse.
Kembal se colgó del hombro el cargado zurrón.
—¿A qué distancia está el incendio? ¿Qué provocó el desastre?
—No muy lejos, y avanza muy deprisa —explicó Lehr, al mismo tiempo que se aseguraba de no dejar nada de valor—. Nos figuramos que la primera línea del fuego está entre nuestro grupo y el resto de la compañía, pero ignoramos el grado de retroceso de los flancos y no tuvimos tiempo de averiguarlo. Finn presume que el único lugar donde podemos encontrarnos todos es en la orilla oriental.
El guerrero se fue antes de que Stanach o Kembal se apercibiesen de que no había mencionado las causas que habían originado el incendio. El semblante del humano adoptó un rictus nada halagüeño.
Stanach abandonó la cámara con la tizona a la espalda y un mendrugo de pan en el estómago.
* * *
—En este punto el caudal no es excesivo: dudo que cubra por encima de la cintura —informó Tyorl—. ¿Podrás cruzarlo, Stanach?
Fuera debido a las pócimas que le habían administrado o al ímpetu que le daban el amenazador zumbido y el crepitar del fuego, el enano constató que se aceleraba su mejoría y que no se rezagaría. Una fugaz ojeada al cielo le reveló que las lunas se habían puesto: el manto carmesí que se cernía sobre los árboles era fruto de unos furores vindicativos.
—Haré lo que sea preciso.
Aunque el elfo asintió, el habitante de Thorbardin leyó en sus pupilas un cierto resquemor.
—Iré detrás de ti —ofreció Tyorl—. Según Kembal, no es conveniente que se te moje la mano.
Finn encabezó la comitiva, con el arco en alto. Apenas se había alejado de la orilla, cuando el humo lo engulló.
Con la mano derecha erguida de forma que las aguas no pudieran salpicarla, rezando para que el ungüento oleoso que había aplicado a la vaina de su espada la impermeabilizara, Stanach ocupó el segundo puesto.
Contuvo una exclamación cuando el gélido líquido lo cercó, empujando con fuerza sus piernas y arremolinándose en torno al tórax para clavarle mil agujas. El frío atacaba sus huesos y músculos, y al poco su contacto le dejó los pies tumefactos como si no los salvaguardara un recio par de botas.
Tyorl y Kelida fueron, en este orden, los siguientes. Fiel al ejemplo de Finn, la moza blandía a Vulcania envuelta en su capa y por encima de su cabeza, tanto por cuestiones de equilibrio como para mantener el arma seca. Kem marchaba a un costado de la fila, dispuesto a escoltar y socorrer a quien lo necesitase para salvar las corrientes. Lehr no se apartó de la posadera, tendiéndole la mano y sujetándola en los tramos más accidentados, en especial en uno en que hubo que rodear su talle y alzarla en volandas porque se había atascado en unas plantas acuáticas del fondo.
El guerrero emitió una risotada al posar a la mujer de nuevo en el suelo. Era evidente que no le suponía ninguna molestia llevar a una chica guapa, con la indumentaria empapada, agarrada del cuello. A Tyorl no le hizo ninguna gracia la picardía de su compañero. Perplejo ante sus propias reacciones, se planteó si un golpe de su espada le enseñaría a su imprudente compañero una lección de buenos modales. Irritado, adelantó a Stanach y lo obligó a desviarse para cederle el paso.
Lavim no siguió a los demás. Rindiéndose a lo «inevitable», se sumergió en aquel torrente y buceó por las turbulencias con el entusiasmo de un pez pero con poco de su habilidad y nada de su gracia.
Cuando Stanach por fin arribó a la orilla opuesta, entumecido por el frío y la humedad, fatigado y otra vez en tierra firme, se volvió a fin de estudiar su trayectoria. Como el aliento de una hueste espectral, ondeante y tenebrosa, la niebla desplegaba su velo sobre el otro lado. Kelida apoyó unas livianas manos en sus hombros e indagó:
—¿Cómo estás?
—Bien —repuso el enano, aunque no estaba del todo convencido. El cruce del río lo había dejado helado.
Finn hizo un gesto para indicar unas colinas bajas y pedregosas. Kem fue hacia la derecha, y Tyorl insistió en que Lehr lo acompañase hacia la izquierda. Lavim, secándose a la manera de un can, se escabulló en línea recta y enseguida dejó atrás a los guerreros.
Los aromas de la socarrada vegetación los escoltaron hasta las estribaciones. El terreno del este del cauce era rocoso y marcaba un paulatino ascenso, moteado de arbustos de espino que se apiñaban en bosquecillos dispersos. Tras los repechos, en sentido oriental, venían los páramos, siempre con tendencia a subir. La muchacha, absorta en sus pensamientos, acompasó su ritmo al de Stanach. De vez en cuando volvían la vista para atisbar la mancha escarlata del fuego recortada contra el cielo.
—Guyll fyr —murmuró el enano, que se había detenido a observar la arrasadora acción del incendio en los alrededores de la gruta.
A despecho del viento cortante y de ser la hora, previa al amanecer, en que más bajaban las temperaturas, Stanach sudaba copiosamente. El sudor corría por sus pómulos, resaltando aún más su palidez, y, antes de humedecer su velluda barba, bordeaba el no menos poblado mostacho. Kelida, al percatarse de que el enano requería unos minutos de reposo para recuperar sus fuerzas, hizo una pausa.
La joven, que había intentado inútilmente descifrar las palabras de Stanach, preguntó al fin:
—¿Qué has querido decir?
Su compañero respondió con una sonrisa forzada:
—Que el fuego del infierno se acerca. El sotobosque también ha sido afectado, pero son las copas de los árboles las que lo propagan —agregó, señalando hacia el linde meridional del bosque—. Si el viento cambia de dirección, el río no impedirá que se difunda.
—¿Así es el fuego del infierno?
Stanach examinó la penumbra que se extendía delante de ellos. Kembal los aguardaba al pie de una serie de estepas mesetarias.
—No —puntualizó—. Sería realmente el guyll fyr cuando llegue a las Llanuras de la Muerte, a unos cuarenta kilómetros de aquí.
«Si el viento continúa, sucederá mañana», pensó con ánimo ceñudo.
No volvió a despegar los labios, ni sobre este tema ni sobre ningún otro: el mero hecho de caminar reclamaba toda su atención. La posadera iba delante de él, con los ojos clavados en el traicionero suelo para detectar los montículos, baches y agujeros entre las piedras, y sujetarlo a tiempo por el brazo antes de que tropezara.
Su mano derecha colgaba a su costado como un bloque de hielo, pesada e insensibilizada. Recordó, quizás asociando ideas, el implacable fuego que había abrasado su mano, poco antes. Pero el recuerdo no estaba en su mano, no era allí donde resonaban los ecos de su reciente dolor, sino que sentía un frío en el pecho, una opresión en el vientre.
¿Cuándo se terminaría el efecto de las hierbas calmantes de Kembal?
* * *
Tyorl, de puntillas en una de las lomas, oteaba el horizonte buscando signos del nacimiento de un nuevo día. No los halló. El declinar de las estrellas le confirmaba que el firmamento debería haberse teñido de gris, pero los resplandores de la generalizada ignición, que ahora se extendía a gran velocidad hacia el sur y el este, eclipsaban a los tímidos heraldos del sol.
¿Habrían atravesado las llamas el obstáculo del agua? El elfo no lo creía así. En posición normal, estiró sus músculos y trató de no pensar en la cantidad de horas transcurridas desde que descabezara el último sueño. Tampoco sabía en qué momento podría disfrutar del próximo.
Finn escudriñó la falda de la cuesta que acababa de trepar y dio un ligero codazo a Tyorl. Kem reculaba ladera abajo para auxiliar a Stanach y Kelida.
—El enano pronto necesitará hacer un alto. A juzgar por su aspecto, creo que tendría que hacerlo antes de emprender el ascenso.
—No podemos detenernos aquí. El fuego puede atravesar el río —objetó el elfo.
—¿Puede? —repitió el otro—. Lo hará, y pronto.
Se estableció entre ambos un prolongado silencio. Tyorl exploró el oeste desde su atalaya, preguntándose si la treintena de hombres de su compañía habrían escapado de las llamas. Miró de soslayo a Finn y descubrió en sus curtidos rasgos la misma pregunta. Y en sus ojos leyó la respuesta.
No podían haberse librado. El río trazaba un espumeante itinerario, en salvajes rápidos, a lo largo de ocho kilómetros hacia el norte, sin un enclave por donde vadearlo. Al parecer, el incendio había empezado donde sus amigos estaban acampados. ¿Qué había ocurrido?
«Dioses —invocó con fervor Tyorl a los hacedores, algo que no solía hacer—, preservad la vida de algunos si no podéis salvarlos a todos.»
Kerrith, Bartt, el viejo G'Art... Los nombres y rostros de los humanos y congéneres que fueran sus compañeros durante años desfilaron por su memoria, pero cincelados sobre humo. El elfo se estremeció. Así, deprisa, morirían sus amigos, y así esparciría el viento sus cenizas.
Finn paseó unos segundos por la cumbre y luego se volvió:
—¿Qué ha sido del kender?
—Lo más probable es que se haya distanciado para eludirme.
—¿Volverá?
—Es un pájaro noctámbulo: deambula de un lado a otro y al final siempre aparece. No tendré la fortuna de que se ausente indefinidamente.
—¿A qué viene eso? —interrogó Finn con perspicacia—. Di por supuesto que erais buenos amigos. ¿Hay alguna rivalidad entre vosotros?
—Una cosa no invalida a la otra —contestó Tyorl, molesto.
Las lunas dormían desde hacía rato y ninguna estrella proyectaba ya su luz. No obstante, el elfo discernió de pronto en sus entrañas la sombra del miedo y el peligro, como si la hubiera visto recortarse en el suelo.
Finn bramó una maldición y, como un eco, la voz de Lehr gritó alertando a su hermano contra algo en la base del promontorio.
Un retazo de la noche, emitiendo un grito de guerra idéntico al de los espíritus que anuncian la muerte, emergió de la oscuridad. Era un Dragón Negro.
* * *
El momento en que resonó el alarido de la bestia pareció desgajarse del tiempo. El corazón de Kelida dio un vuelco y se aplastó contra sus costillas. Petrificada de terror, observó cómo las membranosas alas del Dragón se plegaban a ambos flancos de su coraza de ébano al tocar el suelo, enhiesta la inmensa cabeza frente a ella. Luego, en una aterradora fracción de segundo, el animal alargó las patas delanteras a modo de tentáculos a la caza de una presa. ¡Y esa presa era ella!
El aullido de horror de Stanach sesgó las ligaduras psíquicas de la muchacha como el filo de una espada. Llevada por el instinto, se arrojó a un lado.
«¡Vulcania!»
No reflexionó que, sin adiestramiento ni habilidad natural, antes se heriría a sí misma con la tizona que lastimar al Dragón. Unas zarpas punzantes como dagas, negras y curvas, la circundaron a la manera de una jaula o un rastrillo dispuesto para cerrarse. La muchacha luchó con las correas de seguridad del cinto, intentando desenvainar. El peso del arma, con su ígneo corazón y los relucientes zafiros, significaría un esfuerzo desmedido para los músculos de su brazo, pero debía intentarlo.
Una espeluznante voz de triunfo conmovió la noche antes de que Kelida hubiera conseguido empuñar a Vulcania. ¡El reptil transportaba a un jinete! Un enano embozado en un capuz que, a horcajadas en su cabalgadura, dominaba las maniobras.
Stanach lanzó un bramido, que retumbó como una imprecación sin palabras, y se plantó entre la mujer y la bestia. Con una de sus desmesuradas alas, el Dragón lo barrió de la escena. El enano rodó sobre sí mismo y se levantó trastabillando. Con la velocidad de un rayo, el Dragón sacudió su largo cuello como un látigo y descubrió sus babeantes dientes, con un brillo homicida en los ojos.
—¡No! —se horrorizó la posadera—. ¡Cuidado, Stanach!
En aquel preciso instante, y tan rotunda como un árbol que se derrumba tras la tala, una embestida por la espalda tiró a la joven al suelo y le cortó el resuello. No pudo ni siquiera esbozar una queja: no había en ella con qué hacerlo, ni aire ni arrestos. Una mano le agarró el brazo de manera brusca, la arrastró, la puso de rodillas y la dejó jadeante, entre sollozos. Mas no se trataba del enemigo sino de Lehr, que pretendía ponerla a salvo. Ensortijado su ingobernable cabello en el torbellino del aleteo del gigante, el guerrero enarboló su espada y arremetió. En su ignorancia, no previo que su tosca espada nunca hendería la escamosa armadura del adversario.
El acero chocó contra el duro pecho y se dobló sobre el caparazón color de ébano. Un ronroneo pervertido del animal, una especie de risa interior en anticipación de lo que iba a hacer, zumbó en el ambiente.
Con un displicente zarpazo, y sin quitar los ojos de Kelida, el Dragón descuartizó al luchador, segando su vida. La sangre de la víctima, como una lluvia caliente, bañó la faz y las manos de la moza. Quiso vociferar y sólo gimió; quiso correr y se desplomó.
Nuevamente la garra de la bestia, como una prisión de sólidos barrotes, se fue estrechando en torno al cuerpo femenino hasta apretujarlo y, una vez capturado, lo levantó en el aire.
«¡No! —forcejeó su mente—. ¡No he de dejarme raptar!»
El enano que ocupaba la grupa tiró de ella y la lanzó sobre la testuz. El golpe le echó la cabeza atrás y se hizo en sus tripas el vacío del vértigo.
Incapaz de pensar en otra cosa que no fuera liberarse, se dio impulso con las piernas hasta lograr sentarse con esfuerzo e hincó las uñas en el rostro de su aprehensor. Al tratar éste de esquivarla, la capucha se desprendió y dejó al descubierto su único ojo sano. Mientras el reptil tomaba un fuerte impulso y emprendía vuelo, desplegados sus apéndices voladores y encarados con las corrientes, la mujer agredió el ojo sano del enano, poniendo en tal acto toda la saña e inquina de un felino. En una nebulosa, notó que una mano aferraba con desesperación su tobillo y, un segundo después, dos brazos la rodearon por la cintura. La mano derecha, invisible bajo el vendaje improvisado con su desgarrada capa verde, hallaba dificultad en sujetarse. ¡Stanach!
La sangre fluía por el rostro del enano tuerto, que había retrocedido para escapar de sus uñas, y empapaba su barba semicana. Kelida oyó un grito de triunfo y a duras penas lo reconoció como suyo.
Poco duró la dicha. El cielo pareció hundirse como una techumbre sobre la cabeza de la posadera, quien se volteó fustigada por las ráfagas que el potente vuelo del Dragón Negro levantaba. Pese a su delgadez, era hija de granjeros y poseía insospechadas reservas. Se acomodó en el lomo del reptil igual que habría hecho en el de un caballo y renovó su hostil acometida contra el derro. No vio la daga que éste tenía hasta que una mano cubierta de cicatrices trabó la muñeca del traidor. Era Stanach, que había logrado trepar hasta las anchas espaldas del Dragón, detrás del Heraldo Gris.
Se oyó un crujido de huesos y el chillido del jinete. La poderosa musculatura del animal se tensó entre las piernas de Kelida al efectuar un abrupto ascenso y girar luego en círculos concéntricos. Como en un sueño insonoro, en el que todo aconteciera con falaz lentitud, la moza sintió que peligraba su equilibrio y contempló cómo el derro resbalaba por la rampa negra del lomo de la fiera y, falto de agarradero, abría la boca en una infructuosa petición de socorro antes de despeñarse rígido, gesticulando, hacia la lejana tierra.
Horrorizada, la muchacha advirtió que sus debilitadas manos y piernas no tenían ya fuerza suficiente para mantenerla asida, y se reclinó encima de la cerviz para mejor parapetarse de la fuerza de los vientos. La sombría extensión de montañas y rocas se precipitaba hacia ella y la arrancaba de la cabalgadura tal como había hecho con el enano tuerto.
No fue así.
Stanach abrazó a la moza por la cintura, con los brazos temblorosos y con un aliento entrecortado que al salir cristalizaba en nubéculas de hielo. La atrajo hacia atrás y la mantuvo fuertemente apretada contra él.
Ella sintió el cálido cosquilleo de la barba en su espalda y, aún como en un sueño, observó cómo él la rodeaba con su brazo izquierdo y se agarraba de la cresta del animal.
El Dragón rugió y emprendió una escalada hacia el cielo, desbaratando los cúmulos nubosos de la amanecida. Stanach suspiró y musitó algo en tono apagado, ininteligible de no ser porque Kelida ya lo había escuchado antes.
—Lyt chwaer, querida hermana.
La moza se serenó, cerró los ojos para zafarse de la abrumadora velocidad e hizo acopio de todas sus fuerzas a fin de no desfallecer antes de llegar al destino que el reptil había escogido.
La sangre de Lehr se había solidificado en sus pieles de cazadora, en sus manos y brazos. El escalofrío que la sacudió degeneró en llanto, en una afluencia de lágrimas que se trocaban en perlas de escarcha sobre sus mejillas.
* * *
Con un rugido, Negranoche trepó a las alturas. Abajo, en lontananza, el mago de Realgar que todos apodaban Heraldo Gris se perdió en las brumas azuladas como un guijarro en la inmensidad de un derrumbamiento.
Le satisfacía lo sucedido. El Dragón detestaba las tajantes órdenes del hechicero, sus cavilaciones —que captaba por telepatía— y hasta su olor. Ladeó el cuello a fin de constatar quién había reemplazado al Heraldo: otro enano, tan ligero como Agus, y una humana. Sevristh encogió los ojos frente al viento, y su bífida lengua humedeció las dagas que eran sus colmillos: olfateaba el dulce aroma del miedo de la pareja.
No había carne más fibrosa y muscular que la de los enanos, ni bocado más tierno y gustoso que una mujer joven. La que ahora lo montaba llevaba la Espada de Reyes, y el animal deseaba contentar al thane de los theiwar aunque sólo fuera para exigir sus cuerpos como recompensa. «O mejor dicho —pensó—, como cena.»
El negro ejemplar hizo cuanto pudo para que no se produjeran incidentes. Los sujetos debían llegar incólumes, así que siguió un rumbo regular sin meterse en las bolsas de aire ni fenómenos atmosféricos, del mismo modo que el capitán de una nave tomaría el timón en una tempestad con objeto de virar ante las olas embravecidas y mantener a flote el casco.
* * *
Nada conmocionó a Stanach, ni el cansancio, ni el pavor ni los sollozos de Kelida, hasta que el Dragón sobrevoló las planicies de Dergoth, las Llanuras de la Muerte. En el momento en que el reptil se remontó aprovechando una corriente favorable de aire, en una trayectoria oblicua que permitía que el viento le viniera de cola y bajo las alas, avistó la llameante alfombra que avanzaba hacia el este.
La muchacha temblaba contra él, como un álamo en una tormenta, pero no encontró palabras capaces de calmarla.
Alto en el firmamento suroriental, el nuevo sol destellaba sobre lo que se asemejaba a una larga flecha carmesí. Un segundo Dragón, un espécimen colorado que exhalaba vaharadas flamígeras, se abrió paso por encima de la negruzca humareda que despedía el bosque y, con las alas plegadas, se precipitó velozmente hacia la cordillera meridional, una sucesión de picos entre los que décadas atrás se había edificado la fortificación de Pax Tharkas.
El enano tenía ahora una prueba innegable de quién había sido el causante del desastre, aunque el porqué continuaba siendo un misterio. Si las tropas y los suministros de Verminaard se encaminaban a las montañas, ¿qué inducía a éste a correr el riesgo de organizar un incendio en el bosque y desmembrar el frente que acababa de establecer?
El Dragón se introdujo en otra corriente de aire, ésta descendente, y lo hizo con tal presteza que Stanach, con las tripas removidas, apretó todavía más a la muchacha contra sí. De pronto el enano distinguió la clave del enigma que le intrigaba. Unos profundos y anchos canales, que desde su perspectiva parecían surcos de arado, interrumpían el avance del fuego y convergían en el llano tras segmentar la espesura.
«Así es como evitan que se propague hacia el norte y el sur —pensó con amargura— y conducen el incendio hacia las Llanuras de la Muerte.»
Desde allí, el fuego realizaría su marcha hasta Thorbardin como las hordas frenéticas de un ejército. El guyll fyr que había pronosticado.
Stanach lanzó un gemido. Ni siquiera un pelotón de asalto, por feroz que fuera, podría causar mayor daño.
Un siglo atrás, otro incendio había cambiado para siempre la fisonomía de los pantanos de la región. Los enanos se agruparon para ponerle freno, para preservar las ciénagas, una parte de su territorio poco atractiva pero donde se daba cita la vida agreste de su comunidad, donde los pájaros tejían sus nidos, los mamíferos saciaban su sed y los peces medraban. Configuraban, en definitiva, la principal fuente de abastecimientos del reino de Thorbardin.
Pero no habían logrado salvar las lagunas. Cierto que los distritos de labranza de la capital producían cereales y hortalizas en abundancia, pero no lo era menos que de agostarse una cosecha de maíz de cualquier infortunio —una invasión de langosta, por ejemplo, que enfermara el grano—, la hambruna sería una de las primeras repercusiones.
«¡Nos están sitiando!», comprendió Stanach.
Kelida, extenuada, hizo una leve rotación del talle y enterró el rostro en el hombro de su compañero. Él rectificó su postura, recurriendo a otro saliente escamoso para la mano izquierda y sujetando a la moza con la diestra, todavía insensibilizada y fláccida. La muchacha nada dijo, y el enano no logró ver su rostro.
El reptil aminoró su enloquecido vuelo. Thorbardin estaba debajo de los viajeros y hacia el sudeste, al abrigo de la espléndida cima que en esos momentos monopolizaba la dorada caricia del sol. La nieve, sonrojada, cubría los picos más elevados, que ya habían recibido el invierno. Stanach alcanzó a distinguir el umbrío desfiladero que desembocaba en la Puerta Norte, reliquia de las Guerras de Dwarfgate acaecidas trescientos años antes. Abierta de par en par, como una boca que gritara silenciosamente de dolor, la puerta se asomaba a una plataforma angosta y traicionera. Su mecanismo se había roto en el conflicto y desde entonces no se había reparado. Sin embargo, era más inaccesible que la Puerta Sur.
El viento tronaba en sus oídos mientras el Dragón Negro se internaba en el collado, dejaba atrás la repisa y se sumergía en las sombras nocturnas que todavía no habían sido expulsadas del pie del macizo.
El pánico hizo mella en Stanach. La Puerta Norte, en la cúspide de la sierra, era inexpugnable por guardarla los abnegados y entrenados guerreros daewar, pero no había centinela en las honduras, en las cavernas secretas que los theiwar denominaban Pozos Oscuros.
Realgar tenía un Dragón del Mal a su servicio, que quizás incluso le daba el tratamiento de amo o señor. Ahora el thane nigromante aguardaba en su cámara el arribo de Vulcania, la espada que haría de él más que un oficial de Takhisis: lo entronizaría como rey regente de todos sus conciudadanos.
Entornados los párpados, Stanach sintió la sacudida de la bestia al aterrizar y oyó los arañazos de sus garras en las rocas. Kelida envaró la espalda, y preguntó:
—¿Dónde estamos?
El enano, con los ojos fijos en la tizona que la mujer llevaba al cinto, estuvo en un tris de confesarle que en el umbral de su tumba. Pero prefirió ocultarlo y limitarse a responder:
—En casa. —La entonación fue dubitativa, casi el tartamudeo del mentiroso—. Hemos llegado a Thorbardin.