15
Emboscadas
Finn vislumbró en su daga el reflejo de las primeras luces mientras hendía la yugular del draconiano. Retiró la mano deprisa, liberando la hoja de la escamosa carne del engendro antes de que quedase atrapada durante la metamorfosis de carne en piedra. La repugnancia hizo mella en su estómago, como siempre.
Detestaba en vida a aquellas bestias espurias; muertas, le repelían aún más. Los de su híbrida especie habían aniquilado a su mujer y a su hijo, y nunca se saciaría su sed de venganza.
Los hedores a sangre y fuego de la batalla llenaban el reducido espacio del claro. En la helada brisa matutina, las humosas volutas de los quemados carromatos de suministros se elevaban y se arremolinaban en torno a las copas de los pinos o flotaban hacia el vecino río. Allí, prisioneras de las corrientes de aire que sobrevolaban las aguas, eran de nuevo transportadas al llano donde la patrulla draconiana, junto a la comitiva de tres vehículos que escoltaba, había sufrido el asalto de Finn y sus hombres poco antes de que comenzase a clarear.
«Antes del amanecer —pensó Finn—, justo a tiempo para brindarles sus postreras pesadillas.»
La compañía, compuesta por un contingente de treinta guerreros, no tenía que lamentar ninguna baja aunque sí algunos heridos. Satisfecho, Finn buscó a Lehr en medio del desorden. Este último, ondeando al viento su desgreñada melena negra en un vaivén perezoso, avistó al jefe y se dirigió a la planicie a paso ligero rodeando las chamuscadas carretas erizadas de flechas, y saltando ágilmente sobre los despojos mutantes en polvo.
—¿Hay indicios de más?
—No, señor, sólo éstos. He trepado al camellón, desde donde se disfruta de una panorámica de kilómetros, y no he divisado sino cuervos que aguardan que nos vayamos para desayunar. Pobres pájaros —bromeó el subordinado—, no podrán picotear más que los desperdicios de la cena de anoche salvo, claro está, que les gusten las piedras y el polvo.
—Acamparemos junto al torrente —fue la seca instrucción de Finn—. En cuanto tu hermano termine su trabajo, reuníos ambos conmigo.
—¿Señor?
El tono interrogante era una invitación a explicar más pormenores. Al rechazarla su superior, Lehr se encogió de hombros y se alejó para cumplir las órdenes. Finn no solía manifestar sus motivos, ni el otro esperaba que lo hiciera, aunque no por ello renunciaba a efectuar alguna intentona aislada.
Encontró a su hermano Kembal atendiendo a los Vengadores más maltrechos y le transmitió la orden de Finn.
—Algo grande se fragua, Kem. ¿Qué opinas tú?
El interpelado, combatiente y curandero, contestó:
—Lo ignoro, pero debe de ser algo relacionado con las señales que descubriste ayer.
Celoso de su deber, se concentró en practicar una incisión en la pierna de un yaciente para desclavarle una flecha. El enfermo, pese a la suavidad y soltura de sus manos, tuvo un espasmo. Palideció su tez, hasta que se delinearon los surcos de la resignación al brotar la sangre de la llaga. Ambos, paciente y sanador, sabían que a menudo los draconianos envenenaban sus saetas, por lo que el fluir de la sangre ejercía como desinfectante y había que aceptarlo. Kem se apresuró a cauterizar la zona afectada, y ni siquiera se percató de que su hermano se había ido.
Era un hecho de todos conocido que a Finn no le había agradado la sorpresa de tropezarse casi de bruces contra una tropa de adversarios y su caravana de vituallas. Tampoco debía de haberle complacido que, tras enviar a Tyorl y Hauk a Long Ridge para hacer averiguaciones sobre los movimientos de Verminaard en la falda de las montañas, ninguno de tales emisarios regresara.
Lehr era del parecer que las huellas que había hallado la víspera eran precisamente del elfo. Kembal confiaba en que Finn estaría de acuerdo. Completó su vendaje y se acercó al próximo hombre que esperaba su auxilio. Suponía que Finn daría a sus hombres una tregua y aprovecharía el descanso para recular y analizar él mismo las huellas hasta decidir si pertenecían o no a Tyorl.
Pero, ¿por qué viajaría el elfo con un grupo tan misceláneo como el que indicaban los rastros? Había huellas de un enano, de un kender y de un humano muy liviano.
Y, además, ¿qué había sido de Hauk?
* * *
El sol del atardecer, extravagantemente caluroso dada la estación otoñal, salpicaba de blanco los rebordes rocosos. Las hojas viejas y marronáceas azotaban tales salientes al compás de las vigorosas ráfagas. Stanach se enjugó el sudor de la frente en el dorso de la mano e hincó la rodilla en el sombreado camino: alguien lo había transitado poco antes. Alzó los ojos hacia Tyorl, plantado a su lado, y consultó su parecer:
—¿Tus guerreros?
El elfo meneó la cabeza en un gesto negativo y señaló una roca arañada por algún objeto acerado.
—Ningún miembro de la compañía de Finn calza botas con punteras metálicas. Observa esa huella.
Fuera de la vereda, el musgo todavía saturado de escarcha bajo la sombra de un alerce mostraba una clara huella. Stanach, poco habituado a la vida en el bosque, hizo un gesto de incertidumbre.
—Pertenece a un enano —explicó el elfo—. Su tamaño apenas difiere de tu propio pie.
El hombrecillo cerró los ojos y evocó el monumento fúnebre de Piper, coronando la colina a una jornada y media de viaje a través del bosque. «Los theiwar han dado con él y ahora nos rastrean. No ha de costarles adivinar hacia dónde nos dirigimos.»
—Son los hombres de Realgar —declaró en voz alta.
—Seguramente —convino el guerrero.
Avanzó unos metros camino arriba, clavados los ojos en la tierra, hizo un breve reconocimiento general y al volver informó:
—Van hacia el río, y calculo que han pasado por aquí muy temprano.
El sendero conducía al único punto donde era posible vadear el río sin entorpecimientos, tras una andadura de menos de un día. Había otro vado, también practicable, pero estaba quince kilómetros al sur, por lo que no contaba en las presentes circunstancias. El aprendiz comenzó a resoplar, nervioso y abstraído a un tiempo.
—¡Malditos sean! —renegó—. ¡Su intención es salimos al paso!
—¿Dónde está el kender?
—Con Kelida, un poco rezagados. ¿Por qué?
—Porque hay que atravesar el torrente hoy mismo —urgió Tyorl—. Más aún, tenemos que cerciorarnos de que esos sicarios no nos esperan en la encrucijada con el cauce. Posees un puño férreo en la lucha armada, Stanach. —Hizo una pausa, en la que descolgó el arco de su hombro, lo tensó y extrajo una flecha de la aljaba—. Si se produce la confrontación seremos tres contra cuatro, sin olvidar la necesidad de proteger a Kelida puesto que la espada la señala como su objetivo. No va a ser fácil. ¿Podrías persuadir a Lavim de que le haga compañía mientras tú y yo damos un vistazo a los alrededores?
—Yo no me molestaría en comentárselo. Está refiriéndole a la muchacha sus peripecias y eso lo distraerá un buen rato. Vayamos hacia el vado antes de quedarnos sin luz.
Dubitativo, el elfo volvió la mirada atrás, pero una curva del camino ocultaba el emplazamiento donde se habían detenido la mujer y el kender. Kelida, poco avezada en prolongadas marchas y escaladas, no profería ni una queja pero aprovechaba todas las oportunidades que se le ofrecían de tomarse un respiro. Lavim, que nunca abandonaba a un buen oyente, se había acoplado a su ritmo.
Los haces solares dieron un brillo dorado a los cabellos de Tyorl al alisarlos éste en actitud reflexiva, mientras Stanach aguardaba su decisión.
Las risas de Kelida llegaban hasta ellos, amortiguadas por la brisa y por la distancia, y los acentos graves y cavernosos del narrador hacían de contrapunto a su timbre de soprano.
Tyorl y Stanach comenzaron a descender la pendiente sin poder evitar que sus pasos resonaran en la quietud de los bosques. A unos diez metros del sitio donde habían percibido las huellas, el camino describió un ángulo hacia el este y se estrechó hasta tal punto que ya no pudieron caminar lado a lado.
La nueva trocha se estrenaba con una subida casi vertical. Los húmedos y apelotonados terrones se adherían a las piedras desperdigadas; el moho rebozaba algunas íntegramente, cubría los lados de otras y formaba, en general, un verde manto que aquí y allá aparecía arañado.
—Tenían prisa —comentó Tyorl—. No se han preocupado en cubrir sus huellas. ¿Y si lo hicieron adrede para despistarnos, en la convicción de que nos lanzaríamos tras ellos mientras daban un rodeo y regresaban al punto de partida? No deberíamos haber dejado a Kelida tan desvalida.
Se recrudecieron las ráfagas, convirtiéndose en ventolera, y las negras proyecciones de los árboles que flanqueaban el sendero se agitaron en una danza macabra. Stanach aguzó el oído para captar resonancias de la voz de la muchacha, pero sólo vibró en sus tímpanos el tumulto de las hojas al barrer la roca.
—Tienes razón —dijo el enano—. Te propongo que retrocedas hasta donde los hemos dejado y, si ese parlanchín de Lavim todavía no se ha esfumado, lo mandes en mi auxilio.
Al ver que el elfo arrugaba el entrecejo, vacilante, Stanach lanzó un bufido.
—Escucha, Tyorl, no soy uno de tus guerreros, pero tampoco estoy ciego. Me considero más que capaz de seguir esas pisadas y de hacerlo de manera sigilosa.
No fue preciso que dijera que su arco defendería mejor a Kelida que una solitaria espada. El elfo asintió.
—Abandona la vereda —le ordenó al enano— y continúa agazapado entre la vegetación. Si nos aguardan un poco más adelante habrán apostado algún guardián. En cuanto lo avistes, vuelve aquí enseguida y con suma cautela. ¡Ojala nos sonría nuestra buena estrella y les demos caza nosotros a ellos!
—¿Qué haremos si no los localizamos?
—Intentaremos atravesar el río por otra parte. Lo que hay que impedir a toda costa es que esa cuadrilla de vándalos se planten ante nosotros surgidos de la nada.
—Adelante, puedes partir. Volveré pronto.
Stanach observó cómo se alejaba Tyorl. Luego se introdujo en la maleza que bordeaba el camino y comenzó a avanzar, tan silencioso como le fue posible, mientras las ramas se quebraban bajo sus pies, se enredaban en su barba o le hacían rasguños en la faz y en las manos. Estableció una ruta paralela al camino y en ella se mantuvo hasta que, tras una docena de metros, un peñasco saliente le obstruyó el paso. ¿Qué debía hacer, sortear el obstáculo o encaramarse? La roca presentaba rugosidades que harían las funciones de agarraderos. Hastiado de tanta frondosidad, decidió trepar.
Efectuó un tanteo previo, estudiando los mejores asideros. Había tanto oquedades como prominencias idóneas para sus extremidades, así que no tardó más que unos segundos en llegar a la cumbre del macizo bloque. Un joven y temerario pino se había arraigado en la plataforma superior, secundado por unos matojos escuálidos. Fuera de ellos, nada había en el desnudo montículo. Stanach se agachó en el flanco norte del tronco y, bien escondido, estudió la trocha. Estaba desierta.
Tras un tramo recto, la senda doblaba a la derecha casi sobre sí misma, pasaba debajo de la pétrea elevación donde montaba vigilancia el enano y, de repente, se desvanecía. Sin moverse de su atalaya, el enano mudó un poco de postura para mejorar su ángulo de mira.
Los árboles se terminaban de forma abrupta, y la angosta vía serpenteaba en rápido descenso hacia el valle por donde discurría el río. Era éste una fina franja de plata, y el puente natural, un espacio de escasa profundidad, ribeteado de esbeltos juncos, en el que moría la vereda. Nada hacía pensar que alguien los hubiera precedido.
Un halcón volaba en círculos concéntricos sobre la hondonada dejándose arrastrar por el viento en largas espirales, atento a la consecución de una presa. La encrespada superficie del agua se dividió al brincar al exterior una trucha, como un plateado relámpago bajo la luz del sol. Antes de que el pez se alzara hasta el cenit de su arco, el halcón bajó en picado y lo atrapó con un grito de triunfo.
«Ya tienes tu cena —pensó Stanach—. Espero que dejes algo para nosotros.»
La planicie estaba vacía, habría pesca abundante y la travesía sería coser y cantar. Sonriendo, el enano se irguió y dio media vuelta. Topó frente a frente con el theiwar tuerto conocido en Thorbardin como el Heraldo Gris.
Un latigazo de miedo le azotó el estómago. ¡Estaba acorralado! Sin embargo, en vez de paralizarse ladeó mecánicamente el hombro derecho y liberó su espada de la vaina ligada al dorso. El silbido del acero al emerger quedó ahogado por la chillona y perversa risita del mago. Stanach había presentido su derrota, y confirmó que era así cuando su mandoble rebotó a unos centímetros de la garganta de Agus. Una deslumbrante orla escarlata, que despidió chispas ígneas con el impacto, dejó constancia de los poderes arcanos del rival y causó al atacante un fuerte dolor en los brazos, como si hubiera arremetido contra una montaña.
Agus, aún carcajeándose, levantó la mano derecha, recitó unas esotéricas palabras, y la atmósfera se tornó en derredor del cautivo más gélida que en una noche invernal. El cielo, azul unos momentos antes, adquirió unas tonalidades plomizas, con el peso del pavor y la desesperanza. Stanach se desmoronó sobre las rodillas, como agredido por una zarpa invisible. Oyó débilmente el estrépito de su tizona contra el peñasco y alcanzó a distinguir al Heraldo que la recogía.
Buscó aire con que renovar sus pulmones, mas no lo había. Parecía como si Agus lo hubiera succionado todo con su encantamiento.
«Fue así como neutralizaron a Piper: envolviéndolo en su magia negra», pensó el enano.
El recuerdo de su amigo le trajo a colación el de la flauta que pendía de su talle. Aunque el hechicero la había dotado de facultades especiales y el instrumento mismo encerraba virtudes propias, a Stanach, que no estaba versado en tales enigmas, le resultaba inútil. Lo que sí acertó a cavilar fue que podía llegar a ser una valiosa herramienta en manos del Heraldo. Si el theiwar tenía ocasión de examinarla, desentrañaría sus secretos. Enmascarando su auténtica finalidad bajo un forcejeo, soltó la flauta de su atadura y la ocultó lo mejor que pudo en una fisura de la piedra.
El theiwar extendió de nuevo los brazos e hizo unos gestos que el enano reconoció. Luego pronunció tres palabras, curiosamente suaves, que no contribuyeron a tranquilizarlo: constituían la sucinta fórmula de un hechizo de desplazamiento.
Agus se agachó, tocó las sienes del artesano y fijó en él unos ojos sonrientes. Apresado en el familiar vértigo del sortilegio de traslación, Stanach se encogió en un ovillo mientras su cuerpo se insensibilizaba y el sentido de la existencia huía de su corazón y de su mente.
* * *
Lavim se sentó sobre una roca desde donde dominaba el camino y, con la jupak sobre sus rodillas, depositó a sus pies el contenido de uno de sus saquillos: una serie de piedras que iban del anodino guijarro a minerales de caprichosas texturas, medidas e irisaciones. Pasó revista a las piezas de su colección una tras otra, como haría un arquero con sus saetas. Seleccionó al fin un ejemplar de color semejante al del cobre, surcado de estrías verdes y con brillantes fragmentos de pirita y calcita, para enseñárselo a Kelida.
—Este pedrusco —alardeó, a la par que contemplaba las reverberaciones solares en sus componentes— mató a un goblin a cien pasos.
—¿Cien? —repitió, incrédula, la muchacha.
El viejo kender asintió, pasando por alto el hecho de que se cuestionara la veracidad de su aserto.
—Tal vez fueron ciento diez. Como bien imaginarás, no me detuve a hacer un cómputo exacto.
—¿Y recuperaste el proyectil después de eliminar al monstruo?
—¡Por supuesto! Es una especie de talismán de la familia, que me entregó mi padre y a él el suyo. Lo tengo desde hace años.
—Vamos, como una herencia —comentó Kelida, conteniendo una sonrisa.
—Algo parecido, aunque confieso que nunca me lo planteé en estos términos —respondió Lavim mientras guardaba su tesoro en la bolsa.
La idea de que tres generaciones de kenders recobraran sistemáticamente aquel artículo tras arrojarlo con la jupak era demasiado absurda para concederle ni siquiera un lejano viso de verosimilitud. La moza se tapó la boca para ocultar su risa, pero la jocosidad afloró a través de sus verdes iris.
—¿Qué tiene de gracioso? —se enfurruñó el kender.
—Nada en absoluto. No me río; sólo sonrío porque es grato que tengas algo capaz de suscitar en ti remembranzas de tus antecesores —se evadió Kelida.
La humana apretujó las piernas contra el pecho, apoyó la barbilla en las rodillas y observó a su interlocutor, el cual, muy serio, clasificaba sus pertenencias. Los rayos crepusculares realzaban las canas de su barba mientras que, en su curtida y ajada faz, los esmeraldinos ojos rivalizaban en intensidad con la hierba primaveral.
—Yo no tengo ningún objeto que me recuerde a mi familia. Tampoco me obsequiaron nunca, que yo sepa, un amuleto.
—¡En Khur los hay a millares! —exclamó Springtoe—. ¿La has visitado alguna vez? Es mi patria, una hermosa demarcación de sierras, montes y también algunos valles. Deberías ir a pasar una temporada. Yo siempre deseo volver pero, en cuanto me decido, algún evento inesperado me empuja en dirección opuesta. Como esa dichosa Vulcania, que ha movilizado a tanta gente y aún no he entresacado el porqué.
»Tú no siempre estuviste empleada en la taberna, ¿verdad? Si no me equivoco, vivías en una granja junto a tu familia antes de que el Dragón... de que entraras al servicio de Tenny —rectificó—. Si te gustan los trabajos de labranza, te entusiasmarán los fértiles campos de Khur. Sería un placer enseñártela en un momento más propicio, cuando hayamos solucionado lo de la espada. Haríamos una estancia corta, y yo la disfrutaría tanto como tú. Quizás al tal Hauk le apetezca añadirse a nosotros.
—¿Qué hay en tu tierra que pueda interesarle? —le interrogó la moza con asombro.
—Tu presencia. Quiero decir que si emprendes este azaroso viaje a Thorbardin para rescatarlo, lo normal es que luego desee demostrarte su gratitud. ¿Lo habrán confinado en una celda o una mazmorra? Las primeras son muy soportables, siempre que el período de reclusión no sea excesivo. La comida no es apetitosa, pero sí regular.
»Las mazmorras, por el contrario, exigen mayor fortaleza. El alimento no es mucho peor, pero no se suministra diariamente. Los celadores tienden a olvidar a los reos transcurridas un par de semanas.
»Thorbardin —prosiguió— es un reino enorme, integrado no por una ciudad sino por nada menos que seis. Se comunican entre sí, creo que con puentes, y todas ellas fueron construidas en el interior de la montaña. ¿No es alucinante?
»También hay en su recinto demarcaciones agrícolas y jardines. ¿De qué manera pueden crecer plantas en un ámbito privado de luz y de lluvia? En cuanto a esta última, deben de acumular el agua de lluvia en depósitos del exterior y luego acarrearla en cubos, lo que, por otra parte, entraña una tremenda tarea. Mas los rayos solares no pueden condensarse en ningún recipiente. ¿Qué clase de invento les permite reemplazarlos?
Habló y habló. Kelida apenas le escuchaba. Seguía pensando en las mazmorras y se preguntaba si realmente Hauk presentía que alguien iba a socorrerlo o si, por el contrario, habría cundido en él el desaliento.
«Tiene que saber que Tyorl no dejará de buscarlo —se decía—. Y asimismo tiene que saber que su encarcelamiento se debe a la espada», razonó, palpando a Vulcania dentro de su funda.
—Si uno se propone conservar el calor del sol en algún tipo de recipiente, éste habrá de tener una tapa hermética. ¿No opinas tú igual?
«Si el guerrero está vivo, se habrá hecho una representación mental de lo que pasa —proseguía el monólogo interior de la moza—. Pero, ¿lo está? Hace ya seis noches que dejó la taberna.»
Con un estremecimiento, pensó en Piper, el mago que ahora yacía en una loma boscosa, y en el familiar muerto de Stanach. Entornó los párpados y enterró la faz en sus erguidas rodillas.
Intentó oír el timbre de barítono de Hauk, el quiebro de su voz, que había puesto al descubierto la emotividad que disfrazaba bajo su bramar de oso. Kelida se dijo que, mientras la masculina voz perdurase en ella, el aventurero no perecería. Tenía que visualizar sus ojos en el momento de entregarle la tizona, para prolongar su existencia.
El cincel de sus ilusiones había esculpido, a partir del cortísimo intercambio que hubo entre ellos, una indeleble escena de galantería y mutua atracción, olvidando el temor que, en la realidad, Hauk le había causado.
—...Y tendrán que ser recipientes oscuros, quizá reforzados con plomo o algo parecido, para que los rayos del sol no se escabullan por las junturas. Me deja atónito que los enanos sean tan inteligentes.
Kelida estrujó entre sus dedos la empuñadura del arma. Stanach la había definido como una Espada de Reyes, como un ente vivo con el corazón de un volcán. Para ella siempre sería la prenda de un hombre que puso en jaque su existencia en una apuesta y luego arriesgó la suya propia a fin de salvarla.
Crujieron las ramas de unos arbustos y rodó una piedra por la senda. Lavim saltó al suelo y guardó precipitadamente sus guijarros en el saquillo. La muchacha ladeó alarmada la cabeza y vio a Tyorl a unos metros. Hizo ademán de levantarse, pero el elfo le hizo señal de permanecer donde estaba.
—Todavía no. Lavim, ¿te importunaría mucho si te pidiera que fueses al encuentro de Stanach? No tienes más que ir hacia adelante sin perder la ruta.
El kender afianzó la jupak a su espalda.
—Me encantará hacer un poco de ejercicio, Tyorl. ¿Sucede algo?
—Por ahora, no. Reúnete con el enano y no juegues a espíritu errante.
Pletórico de alegría, Lavim se alejó trotando, acompañado por el tintinear del zurrón y las bolsas.
—No ha cesado de cotorrear, ¿no es cierto? Su acento gutural invadía el ambiente aun en la lejanía. ¿De qué hablaba esta vez? —inquirió el elfo, ocupando el puesto que el kender había dejado vacante.
—De las formas viables de empaquetar el sol en cofres blindados y bajarlo a las entrañas de Thorbardin.
—¿De qué...? —Lleno de estupor, el elfo se rascó la mandíbula.
—Del sol que se necesita para los jardines de Thorbardin. Según él, está repleto de jardines. ¿Es cierto?
—No lo sé, pero en una ciudad subterránea mucho me extrañaría que subsistieran. La cháchara de un kender es siempre una mezcla de sueños y fantasía.
Kelida observó largo rato a Tyorl mientras éste se aseguraba de la correcta colocación de la cuerda del arco.
—¿Dónde está el enano?
—En el camino, explorando los alrededores.
—¿No sería preferible que nos mantuviéramos juntos?
El elfo escudriñó las sombras y, pese a no percibir sino el ulular del aire entre las copas de los árboles, hizo un ademán receloso.
—Y así será. Dentro de unos minutos nos reagruparemos. Te aviso que la cuesta es muy empinada; ya puedes empezar a hacer acopio de energías.
Tras emitir un lacónico «sí», Kelida enmudeció y se quedó observando el entramado de sombras que se dibujaba en el sendero. Tyorl, a su vez, contemplaba en silencio las hebras doradas que la luz del sol trazaba en los cabellos de la muchacha.
* * *
«Desde luego, el asunto de los cubos quizá funcione o quizá no —se decía Lavim—. De cualquier modo, habría que probarlo para saberlo.»
El viento suspiraba en las alturas mientras el kender trotaba vereda arriba.
«Sea como fuere, no hay que devanarse los sesos. Si los enanos tienen jardines, deben de haber resuelto el problema de la luz.»
Había tomado la decisión de no inquietarse por su nuevo hábito de conversar consigo mismo. En fin de cuentas, era más ameno e instructivo que dirigirse a los demás porque, como es lógico, su otro yo jamás le interrumpía.
Stanach y Tyorl, en cambio, se complacían en cortarlo en medio de las frases y, aunque Kelida sí le prestaba cierta atención, cada vez encontraba más placenteras esas conversaciones consigo mismo. Sus contestaciones eran precisas, eruditas e infalibles.
Se salió de la calzada principal allí donde los arbustos pisoteados le revelaban el cambio de trayectoria del enano.
«¡Muy propio de él! —lo criticó en su fuero interno—. Abre un atajo de un kilómetro de ancho para facilitar su captura al enemigo. Esos enanos no pueden ser más calamitosos al aire libre. ¡Claro, viven como los hurones!»
Un peñasco se recortaba, alto y gris, ante él. «Apuesto dos saquillos a que se ha metido en estos andurriales en lugar de seguir por el sendero. ¿Por qué lo habrá hecho? Bueno, se lo preguntaré cuando lo encuentre.»
Después de aquilatar los agarraderos más fiables, trepó a la cúspide de la roca. Verificó que el enano lo había precedido en los jirones de musgo que se habían desprendido de su base, o que habían sido aplastados. «Lo único que le ha faltado ha sido escribir un cartel en letras rojas rezando: He pasado por aquí.»
Un hilillo de sol puso al relieve un objeto semioculto en una hendidura. Lavim lo asió, y una expresión de asombro se dibujó en su rostro al identificar la flauta de Piper.
Respiró hondo, lanzó un silbido y murmuró:
—¡El instrumento del mago! ¡Hoy es mi día de suerte!
Acercó la boquilla a sus labios, deseoso de confirmar si la flauta tenía la capacidad de hacer de él un maestro en el arte de la música. Brotó una nota, la segunda, y un par más. Mientras tomaba aire para proseguir, un súbito pensamiento lo asaltó:
«¿Por qué habrá dejado Stanach la flauta en esta abertura? Él que es tan puntilloso en las cuestiones de orden, incluso maniático, y sobre todo con una de las posesiones de su amigo muerto. No puede haber actuado así por desidia.»
El kender frotó con ambos pulgares la tersa madera de cerezo y, alzándola hacia el agonizante resplandor, contempló las vetas castañas y bruñidas. Era impensable que el enano hubiese tirado algo tan valioso. «Además de haber sido de Piper, contiene hechizos mágicos. Uno no se deshace de un instrumento embrujado tras haberlo llevado colgado al cinto durante dos días y haberlo toqueteado cada cinco minutos para comprobar que continuaba allí.»
Investigó entonces a fondo la cima aplanada de la prominencia. Alguien más la había escalado: el mantillo que circundaba el pino tenía las huellas de dos pares de pies.
Unas eran del habitante de Thorbardin, pero las otras no pertenecían a Tyorl, puesto que sus dimensiones y configuración se asemejaban a las de Stanach. Se trataba de un enano.
¿Qué otro enano iba a aventurarse en aquella frondosidad en la que tan mal se desenvolvían? «Podría ser —se iluminó de pronto la mente de Lavim— uno de esos hechiceros del clan... del clan...»
Theiwar.
—Gracias, lo tenía en la punta de la lengua. Si el...
Cerró de golpe la boca y dio una ojeada a las inmediaciones. El viento silbaba en la maleza y el río susurraba en el fondo del valle. Un grajo, posado en lo alto de un roble, graznó y levantó un bullicioso vuelo. No había, pues, en el paraje ningún ser racional. Pero el kender había oído una voz, con un timbre que no distaba mucho del de una flauta o de esa hueca resonancia del viento en las cortezas vaciadas.
—¡Hola!
Lavim, Stanach está en aprietos.
El kender dio una vuelta completa sobre sí mismo, con el entrecejo fruncido, escrutando el valle y el bosque.
—¿Quién eres? ¿Dónde te escondes? ¿Cómo te has enterado de que el enano ha sufrido un contratiempo? —preguntó en alta voz.
Tienes que ayudarlo, Lavim.
—Sí, pero... ¡Aguarda un momento! ¿Qué garantías me ofreces de que no eres un... un...?
Theiwar.
—Exacto. ¿Cómo sé que no eres...?
No te habría prevenido que está en peligro si fuera uno de ellos.
—¿Por qué no te dejas ver? ¿Dónde diantre te metes?
Detrás de ti.
Se volvió como un torbellino. No había nadie a su espalda, ni tampoco enfrente ni a los flancos. ¿Cómo era posible que hubiera oído una voz si no había nadie? ¿Estaba hablando otra vez consigo mismo?
Pero esa voz no se parecía a la suya. Cerró los ojos para evocar el tono que adoptaba en sus soliloquios, pero no lo consiguió. Convencido de que no era su propia voz, abrió los ojos y escudriñó los alrededores.
—Atiende...
La voz, que ahora parecía proceder de todas partes, había cambiado su timbre por otro duro y acerado.
Lavim, eres tú quien me ha invocado. Ahora escúchame: ¡ve en busca de Tyorl!
El kender suspiró. Si, a pesar de todos sus pronósticos, era su personalidad desdoblada la que conferenciaba con él, había copiado del elfo y de Stanach el feo vicio de interrumpirle.
—¿Que yo te he invocado? Niego haber...
Eso ya lo debatiremos más tarde. ¡Vamos, corre con todas tus fuerzas!
Springtoe descendió a terreno liso y, dejando atrás el pétreo montecillo, se dirigió hacia la vereda. No fue el pánico el causante de que lo hiciera a toda carrera, ni tampoco su casi inexistente sentido de la obediencia, sino la convicción de que esa voz no era la suya.
«Bueno —se dijo—, es posible que haya estado hablando conmigo mismo, pero fue otro quien respondió.»
Con una sonrisa, prosiguió su carrera mientras enarbolaba la vieja flauta de madera. Creía saber quién le había respondido.