28
Tregua ajetreada
—¡Soy amigo! —rugió Stanach—. ¡Hornfel, soy de los tuyos!
No fueron sus palabras las que convencieron al thane de que era un simpatizante de su causa. Fue el simple hecho de que mientras pronunciaba el vocablo «amigo», Hammerfell rebanó el brazo de un theiwar que se abalanzaba sobre la espalda del monarca y, casi simultáneamente, al retirar el filo abrió en canal el vientre de otro de los guerreros de Realgar.
El hylar mostró los dientes en la sonrisa de bienvenida propia de los soldados. Sí, aquel congénere le era adepto y también el humano que lo acompañaba, cuidándole la retaguardia. La espada del hombre estaba cubierta de sangre y la luz refulgía en sus ojos como un guyll fyr.
Stanach pasó rápida revista al vestíbulo, explorándolo a la manera del lobo arrinconado en un angosto cañón por sus cazadores. Como habría hecho el lobo, buscaba un medio de escapar del acecho y, en tal afán, todos sus músculos se estremecían. De pronto sus ojos se iluminaron al encontrar el medio.
En su postrera y heroica muestra de lealtad, el guardián de Hornfel había apartado a su atacante. Ahora, por un breve plazo, sólo los dos recién llegados custodiaban al mandatario.
—¿Quién vigila la sala común? —preguntó Hauk.
—Nadie —contestó el rey, a la vez que miraba compungido al daewar que acababa de morir por defenderlo—. Hacia allí nos dirigíamos cuando los derro nos asaltaron.
—Vayamos en ese sentido —sugirió el Vengador con una extraña sonrisa que estaba fuera de lugar en aquel clima—. ¿Stanach?
Stanach asintió aunque sin cesar en su escrutinio, como si tratase de localizar a alguien. De repente blasfemó, en un quedo graznido que el thane oyó tan sólo gracias a su proximidad, y dio un codazo en la espalda de su colega humano mientras señalaba un punto concreto con su mano vendada.
Una mujer joven, con sangre seca en sus palmas y la tez más pálida que la de Solinari, se batía apoyada en una de las columnas que soportaban el techo del vestíbulo. Ahuyentaba a tres enanos vestidos de plata mediante una daga y, siempre que ésta fallaba —lo que ocurría más a menudo de lo deseable—, a puntapiés. Era evidente que no podría resistir mucho tiempo.
—¡Hauk, hay que auxiliar a Kelida! Recógela y encaminaos hacia donde tú mismo apuntabas.
Tras dar instrucciones al luchador, Hammerfell se cambió la espada a la izquierda para mejor sujetarla e invitó a su señor a partir.
—Detrás de ti, mi thane.
Aquel hombrecillo manco constituiría su única escolta, pero Hornfel presintió que bastaría y echó a correr hacia la habitación donde se reunían los centinelas.
* * *
Piper, que examinaba con tanta frecuencia como podía los confines de su plano intermedio, descubría en cada intentona que cada vez llegaba más lejos. No es que lo hiciera en un sentido físico sino que se ensanchaban sus fronteras de conocimiento.
No lo limitaba ningún sentido de las dimensiones, ni adelante ni atrás, ni arriba ni abajo. Oía lo mismo que sus acompañantes y, por añadidura, algo a lo que ellos estaban sordos: los pensamientos de todos y cada uno.
Fue así, captando ondas mentales, como averiguó algo peculiar. Pese a que ellos creían lo contrario, Lavim, Tyorl y los Vengadores no estaban solos en el desfiladero.
Las imponentes paredes rocosas de la garganta configuraban un canal perfecto para el humo, una cámara que transportaba y magnificaba el fragor del fuego en las vertientes de la montaña, no muy lejos de los viajeros. Tyorl maldecía amargamente.
El enrarecido aire, negruzco y apestoso con los olores de la combustión, le abrasaba los pulmones. Las lágrimas chorreaban sobre sus pómulos, hostigadas por la humareda que irritaba sus conjuntivas.
El elfo se preguntó si Piper estaría aún leyendo en su mente y enseguida rió sin alegría. Finn había respondido que era mejor preguntarse si le quedaba algo de seso a quien se ponía en manos de un guía fantasmal.
Delante del grupo, invisibles pero fáciles de detectar por sus roncas toses, Kembal y Finn inspeccionaban el terreno. Lavim andaba en el último puesto, sin hacer otro ruido que un ligero jadeo.
A Tyorl le daba mala espina aquel sibilante jadeo. Se volvió a fin de constatar sus progresos, y comprendió de inmediato que el kender no alcanzaría el otro extremo de la cañada sin ayuda.
El Vengador lo aguardó y lo detuvo asiendo su brazo, antes de agacharse a su nivel y aseverar:
—No hay tiempo para descansar, Lavim. Deja al menos que haga algo por ti.
—No es preciso —rehusó Springtoe con voz entrecortada—. Estoy bien.
Pero no era cierto lo que afirmaba. El hollín que oscurecía su rostro no lograba ocultar la palidez cenicienta de éste, ni las lágrimas provocadas por el humo disimulaban la opacidad de las córneas. Parecía como si el viciado aire apenas lograra alcanzar sus pulmones antes de que él lo expulsara nuevamente en un arranque de tos.
—Por favor —rogó el elfo con más vehemencia, y aprisionó los hombros de su amigo con manos suaves pero firmes—. Ni siquiera podemos pararnos a discutir. Monta a mi espalda hasta que salgamos a una atmósfera más límpida.
El kender meneó la cabeza, comprimida su boca en una delgada línea de terquedad y orgullo.
—Lo conseguiré, Tyorl, te...
Algo se rompió dentro del luchador y lo fustigó con dureza, como un látigo.
—¡No porfíes más!
En aquel momento no veía a Lavim, que lo miraba azorado con sus ojos verdes muy abiertos, sino a todos los seres que las implacables zarpas de la muerte y la guerra le habían arrebatado.
En primer plano se recortaban los rostros de Hauk y Kelida. ¿Cómo podía asimilar que compañeros junto a los que había luchado en primavera fuesen ahora desnudos esqueletos, sin más carne que aquella en que los arropaba su piadosa memoria? Desfilaron en su mente los semblantes de Lehr, quien había desafiado al Dragón Negro y muerto por ello, del testarudo Stanach y del mago Piper.
«¡Sólo me acompañan los fantasmas!»
—¡Ya basta! —gritó, y la voz se le quebró en la reseca garganta. Se percató de que Lavim se estremecía y no entendió el motivo, inmerso aún en aquella oleada de miedo y dolor—. ¿Me oyes, Lavim? ¡Basta!
De pronto advirtió que sus nudillos estaban blancos por la presión que ejercía sobre el hombro del kender, y tomó vaga conciencia de que lo estaba lastimando.
Se esforzó por relajarse, pero no podía hacer sino lo que en un principio había pretendido: agarrar al hombrecillo con tal fuerza que ni la Parca fuera capaz de quitárselo.
Springtoe se contrajo asustado hasta que de súbito, llevado por el mágico instinto que caracterizaba a su raza, se enderezó de nuevo y cubrió con sus palmas el dorso de las manos del elfo. Mientras hacía un gesto de asentimiento, como si de pronto hubiera comprendido las motivaciones del otro, esbozó una sonrisa.
—De acuerdo, Tyorl, no te enfades. ¿Te empeñas en llevarme a cuestas? Acepto encantado, así reposaré un poco. Apresurémonos o perderemos el rastro de Finn.
Rodeó el cuello del guerrero con los brazos, pasó las piernas en torno a la cintura y trató de distribuir su peso equitativamente. «No debo de resultar una carga abrumadora», pensó.
El elfo opina que pesas como un niño famélico.
—Muy infantil no me siento, pero en lo relativo al hambre ha acertado de lleno.
—¿Cómo? —indagó el Vengador.
—Piper me comunica que ya estamos cerca.
¡Qué embustero eres! Sin embargo, has dado en el clavo. Dile en mi nombre que estoy en mis cabales y que no me he extraviado. Falta poco más de un kilómetro para arribar a la Puerta Norte.
—Un kilómetro poco más o menos, Tyorl. Será mejor que b...
¡No te ofrezcas a bajar y caminar! Prestarte un servicio es lo único que puede compensarle por sus desgracias, o así lo cree él. Deja que te ayude.
—Será mejor que apure la oportunidad de restablecerme a tu costa —rectificó el kender—. ¡Ah! Y Piper quiere que sepas que está cuerdo y en el buen camino.
Lavim notó la sorpresa del elfo en la involuntaria suspensión de su respiración. Cuando habló, su acento era sarcástico.
—No me daría por ofendido si el mago dejara de inmiscuirse en mi intimidad.
—Me identifico con tu postura, te lo garantizo —se solidarizó Springtoe.
No duró mucho el mutismo del hechicero. Antes casi de que Lavim se acomodara a la cadencia de la marcha del luchador —«semejante a un pony enérgico pero cojo trepando a una colina», fue su pensamiento—, Piper lo interrumpió:
¡Un Dragón!
—¡Un Dragón! —repitió el hombrecillo muy exaltado.
—¿Un Dragón? —inquirió a su vez Tyorl—. ¿Dónde?
En la montaña.
—¡En la montaña! —El viejo kender saltó a tierra y tanteó sus bolsas para armarse mientras llamaba a los otros Vengadores—. ¡Finn, Kem, hay un Dragón en la montaña!
Tyorl lo zarandeó para atraer su atención.
—Sé más explícito, Lavim. ¿En qué lugar de la montaña?
El interrogado apretó los párpados, agobiado por las preguntas del elfo y las respuestas del mago. Hizo cuanto pudo para ordenarlas, pero su cerebro estaba invadido por la confusa algarabía de la voz de Piper, sus propios pensamientos y las acuciantes preguntas de Tyorl y los otros dos guerreros.
Hablando con todos a la vez, y sintiendo que hablaba consigo mismo, Lavim intentó responder:
—¿En qué lugar? En los picos, Tyorl..., muy arriba... detrás de esa... cumbre... ¿Cómo? ¿A qué te refieres? ¡Está bien! ¡Está bien!
Como si estuviera a una gran distancia, Lavim oyó que Finn le susurraba algo a Tyorl y que éste respondía. De pronto, el kender empezó a dar tirones de la manga de su amigo y habló entrecortadamente, con el corazón latiéndole enloquecido:
—¡Tyorl, ese tipo que Stanach criticaba tanto va a matar al thane hylar!
—¿Quién? ¿Qué clase de despropósito es éste, cuando lo que nos interesa es el paradero del Dragón?
—Vayamos por partes —dijo Lavim, sacudiendo la cabeza para aclarar sus ideas—. El animal que os preocupa se encuentra detrás de las cumbres que coronan Thorbardin, pero también ha entrado en escena un enano nigromante que planea matar al rey de Stanach. Ahora está ultimando los detalles, y al parecer se librará una batalla. ¡Y allí están también Stanach y Kelida!
Completamente perplejo, Tyorl no pudo articular palabra. Fue Finn quien habló.
—¡Kender, no me vengas con sandeces! El enano y la muchacha están muertos.
Sin prestarle atención, Springtoe se encaró con el elfo.
—Tyorl, Piper sabe bien de qué habla. ¡Está a punto de suceder lo que tanto temía Hammerfell!
El interpelado no dudaba de la veracidad de tal historia: Espió los contornos, la vereda del desfiladero y las sombras que se arremolinaban en lo alto. Las sombras de un Dragón y una batalla. Consciente de los resquemores de su superior, procuró usar de todo su tacto.
—Lavim, serénate —suplicó al kender—, y pregunta a Piper si lo que cuenta ya está sucediendo.
No, pero es inminente.
—Aun no, pero es inminente. Tyorl, tenemos que...
—¿Dónde están Stanach y Kelida?
—En Thorbardin. Y hay también alguien más con ellos. —Springtoe, alerta a las explicaciones de Piper, calló unos segundos. Sus pupilas se dilataron de asombro—. ¡El tercero es Hauk, también ileso! Según el mago, no nos separa de nuestro objetivo más de medio kilómetro, lo que quizá nos permita intervenir a tiempo.
—Sí, quizá —se interpuso Finn—, aunque tampoco hay que descartar la posibilidad de que nos desviemos de la ruta. Tyorl, el humo es tan denso que no se divisaría un hombre a un metro. Podemos pasar junto a la puerta sin percibirla.
—No, eso no sucederá —se apresuró a decir el kender—. El sendero termina en una plataforma rocosa, justo frente a la puerta, y es muy angosto. No tiene más de un metro y medio de ancho, por lo que no podemos desviarnos.
El cabecilla de los Vengadores estudió con detenimiento a Lavim, incierto sobre cómo debía catalogarlo.
—¿Qué más dice tu apuntador? El valle está trescientos metros más abajo del desfiladero. ¿Qué opina el fantasma? Vamos —insistió—, consúltalo acerca del peligro.
Ni un recién nacido habría podido tener una expresión más inocente que la que adoptó Lavim.
—Piper te recomienda que te fijes en dónde pisas. Y nos exhorta a todos a continuar, no sea que el Dragón dé con nosotros antes de internarnos en el reino de los enanos.
* * *
La rabia carcomía las entrañas de Realgar con tanta virulencia como el guyll fyr devastaba el valle bajo el despeñadero de la Puerta Norte. ¡Su atentado contra Hornfel había fracasado! La furia, materializada en una niebla sanguinolenta, nublaba su visión. Nada oía excepto sus desvaríos mentales, y apenas lo afectaban los gemidos de los moribundos, su propia guardia y los daewar que habían defendido al hylar.
En ese instante la voz sinuosa y ronca de Negranoche atronó las cimas del perímetro de Thorbardin. El theiwar recibió su mensaje en una comunicación cerebral, como un malhumorado zumbar dentro de su propio ser pero con diáfana claridad. Bamboleante, el derro se acopló al lenguaje extrasensorial.
¿Estás dispuesto?
Sí. Tengo apetito y huelo a sangre, repuso la bestia.
Paciencia, amigo mío, pronto comerás hasta hartarte. Los adeptos al hylar serán un sabroso plato.
El Dragón se aplacó ante la promesa. Las etéreas hebras de sus anhelos volaron hacia el alma del rey hechicero y se enlazaron con las suyas.
Realgar pasó el pulgar por la guarnición de Vulcania, y el fogoso pulsar de la espada se acompasó a su palpitación en un salvaje cántico. Reinaba ahora la paz en el vestíbulo, una quietud que tan sólo perturbaban las quejumbrosas lamentaciones de los abatidos en la escaramuza. Nuevos ríos de sangre mancillaban las losas agrietadas y desgastadas a través de los siglos, humedecían y refrescaban las manchas secas que teñían paredes y columnas. El mago contó una veintena de muertos de su facción y treinta de la de Hornfel.
No había aniquilado a todos sus rivales, y era eso lo que más lo exasperaba. Debería haber acabado con los dos humanos, y haberse asegurado de que el aprendiz de Hammerfell estuviera bien muerto.
Había sido ese aprendiz quien había estropeado todo. Sin su ayuda, los dos humanos seguirían aún en los Pozos Oscuros, extraviados en los tenebrosos laberintos, a disposición del soberano mago hasta que se ocupara de darles su merecido.
Sin la intrusión de aquel maldito aguafiestas, Hornfel no estaría atrincherado y vivo en la sala común de los centinelas.
Realgar cerró los ojos y sorbió todo el aire que cabía en sus pulmones para despejar las brumas de su ánimo y poder meditar. Una vez más tranquilo, sus ideas se fueron ordenando hasta perfilarse una solución.
Aunque veinte de sus mejores hombres habían perecido, todavía quedaba otra media docena de secuaces incólumes y, a juzgar por el odio que destilaban, deseosos de vengar a los compañeros. Eran insuficientes para sitiar y tomar el edificio donde se había parapetado el hylar, pero había un modo de proporcionarles refuerzos. Los preparativos requerían poco tiempo, menos que el que tardarían Hornfel y sus salvadores en envalentonarse y reanudar la refriega en la estancia de las garitas. «Pronto se cansará de ese agujero —pensó Realgar—, y no existe más salida que ésta. Todos los soldados de los dos cuerpos de vigilancia están muertos, y también sus custodios, de modo que no puede enviar a nadie en busca de ayuda.» El mago lanzó una carcajada, al recapacitar que, aunque se transmitiese tal llamada, nadie la atendería ya que, en breve, los amigos del hylar estarían demasiado ajetreados huyendo del fuego de la revolución.
Sabedor de que la profunda sima hasta la explanada cortaría la retirada de su adversario —y, si no, lo haría Negranoche—, el mago llamó a uno de sus seguidores.
—Cinco escuadrones para la Puerta Norte, y deprisa —ordenó.
El guardia partió a toda prisa, desapareció por la puerta del tribunal y se internó luego en los pasadizos que corrían bajo el ruinoso templo. En algún recoveco de las cavernas, los theiwar se aprestaban a invadir la ciudad klar. En estas tropas formaba el derro que había de cumplir la voluntad de su thane.
Mientras esperaba, Realgar acarició la cara plana y palpitante donde fluía la savia de Vulcania.
* * *
Hornfel escuchó los últimos estertores de los agonizantes, incapaz de distinguir desde la habitación de los vigilantes si provenían de los suyos o de los oponentes. Con los músculos agarrotados por la tensión de la lucha y los pulmones infestados de las contaminantes exhalaciones del incendio, el monarca reposaba reclinado en el eje del viejísimo mecanismo de la puerta. ¿Qué más daba quién profiriese las quejas? Eran seres que se enfrentaban a la muerte y, traidores theiwar o nobles guerreros de Gneiss, todos eran enanos.
Quisiera o no admitirlo, lo cierto era que su identidad de raza hacía de ellos parientes. Como en las Guerras de Dwarfgate, habían luchado hermano contra hermano.
«Pero entonces —pensó con amargura— tenían el atenuante de combatir por un mendrugo de pan; hoy el premio es un trono.»
La tizona que empuñaba Realgar era la Espada de Reyes. Hornfel no había visto nunca antes a Vulcania, pero su corazón ígneo y los deslumbradores zafiros eran inconfundibles. Un arma destinada a consagrar a un soberano regente había descuartizado a los soldados de Gneiss como la hoz siega el trigo. ¡Un retorno nada feliz el del acero a Thorbardin!
A la espalda del dignatario, el aventurero humano al que todos conocían como Hauk iba de un lado a otro con el andar desapacible de un animal enjaulado. Su apelativo —que en el dialecto de los enanos designaba a un tipo de halcón— era muy apropiado. En la lucha se habían puesto de manifiesto sus cualidades predatorias en los gestos concisos y letales, así como en el fuego salvaje de sus ojos.
La muchacha, de faz ahora angulosa y demacrada, le fue presentada como Kelida. Hornfel se preguntaba quién la había bautizado y si el que lo hizo estaba al corriente de que, alargando la d con una h sorda y desdoblando la i en una ye, en su idioma el vocablo significaba «errante». Kelye dha, el que deambula.
Una mano cubierta por varias capas de vendas tocó el hombro del monarca. Alzó éste la mirada y topó con los oscuros ojos de uno de los hijos de Clarm Hammerfell.
—Te debo la vida —murmuró el hylar.
—No cantemos victoria, thane Hornfel; ya haremos recuento de nuestras proezas cuando hayamos superado la prueba.
—Una sabia máxima, joven Stanach.
El aprendiz de herrero sonrió con un rictus acerbo, pero que suavizaba la reciente cicatriz de una cuchillada en su rostro.
—Temo que sí, señor. Nuestro primer problema es abandonar esta ratonera, como dice Hauk. Según él, estamos atrapados y no nos resta sino esperar la llegada de los cazadores. ¿Compartes tan desolador criterio?
—Así es —asintió Hornfel—. Las únicas direcciones practicables son el vestíbulo o el acceso, puesto que nos está negada la facultad de volar. Además, no quedamos sino cuatro y Realgar ha convocado nuevos batallones de ataque. Mi parecer es, sin embargo, que debemos forzar a esos cazadores a entrar a por nosotros. ¡Y que Reorx los ampare!
»Aunque nos superen en número, nuestros perseguidores tendrán que ganarse sus presas. Contamos con todas las armas imaginables, ya que los guardianes se sirven de la estancia como armería.
Stanach hizo un solemne asentimiento e hizo ademán de retirarse, mas el hylar lo retuvo.
—¿Qué ha sucedido con Kyan Redaxe y Piper? —preguntó, venciendo su renuencia.
—Sus túmulos fúnebres se yerguen en el extranjero, thane.
Tras exponer la cuestión de forma tan llana, Hammerfell calló. ¿Qué más había de decir? Tal descripción de la muerte era habitual entre los enanos de las montañas, y se apreciaba todavía más la simplicidad si, desgraciadamente, esta había tenido lugar fuera del territorio.
—Suministra a esa humana algo más indicado que una daga —dijo con suavidad. Su afable acento se endureció al completar las instrucciones—: Ninguno de nuestros petos o yelmos se ajustaría al hombre, pero alguno servirá para ella. Y mira también si hay algo para nosotros. Realgar verá que somos pocos, pero que estamos preparados.
* * *
Kelye dha, la errante. Vestida con un raído equipo de caza elfo y una cota de malla prestada por los enanos, en exceso holgada en los hombros y corta en la cintura, la moza se balanceó de uno a otro pie para amoldarse al nuevo peso de la prenda metálica.
La habitación donde estaban lindaba con otra muy reducida, que había sido provista de paneles claveteados a los muros. De ellos pendían, en un absoluto caos, lanzas, ballestas y espadas. A ambos flancos de la entrada, dos cofres contenían abundancia de bodoques.
La luz solar que se colaba entre los bloques de las paredes, escrupulosamente encajados, era exigua, pero la humareda y su carga de ceniza sí había logrado franquearse brechas en las junturas y oquedades.
Stanach pensaba en el guyll fyr. Había divisado el mar llameante desde el umbral y, con sólo la angosta plataforma entre él y el precipicio de trescientos metros sobre el valle en llamas, se había sentido como en el confín del mundo.
Observó cómo Hauk probaba un yelmo en la cabeza de la posadera y meneó la cabeza persuadido de que las medidas no coincidían. Tenía razón: la guarda de la nariz entorpecía su ángulo de mira. La muchacha hizo una mueca y esbozó una tímida sonrisa.
—Lyt chwaer —le aconsejó el enano—, es primordial tener la cabeza protegida. Lo que has de hacer es olvidar esa protuberancia, del mismo modo que harías con tu mano si la pusieras en visera para que el sol no dañase tus ojos. No es una obstrucción grave.
Kelida masculló un «sí» sumiso, aunque era evidente que no le apetecía enfundarse en algo tan sofocante.
—Estoy ridícula —fue la única protesta que articuló—, como si jugase a disfrazarme para el carnaval.
Con una ternura que el artesano nunca había observado en Hauk, éste levantó la barbilla de la muchacha y la besó. La muchacha se ruborizó y tuvo una sacudida en todo el cuerpo. Stanach apartó la vista y continuó hablando:
—Ridícula o no, chiquilla, nos hallamos en una de esas ocasiones en que la circunstancia dicta el atuendo. ¿Por qué no seleccionas una espada?
—No podría manipularla —declinó la mujer—. Prefiero la daga; no soy tampoco una experta pero ya he practicado con ella y he salido bien librada.
Esta frase trajo a Hammerfell reminiscencias de las exageraciones de Lavim, y sonrió a su pesar.
—Sí —apostilló el guerrero—, y si eso falla siempre queda el recurso del puntapié. Cualquiera que lo experimente en su carne lamentará mientras viva no haber sido más precavido. Y ahora, Kelida —pasó de la chanza a la autoridad, a la vez que empujaba a la posadera hacia el panel de las tizonas—, lleva algunos de esos ejemplares a Hornfel. Que sean los mejor templados: es el thane de los hylar. Stanach y yo nos las arreglaremos con lo demás.
Después de que la joven partiera hacia la sala contigua con su cargamento, Hauk se sentó en un banco adosado a la pared. Toda la ternura que había expresado su rostro al hablar con Kelida, se fundió en los frunces de su ceño como si jamás hubiera albergado emociones de esta índole.
—Stanach, vamos a morir aquí.
—No puedo apostar por un desenlace más positivo.
—No te creería si lo intentaras. He notado que llamas a nuestra amiga lyt chwaer. ¿Qué significa?
—Querida hermana.
—Una bonita forma de demostrarle afecto, si es sincero.
—Un enano no se toma a la ligera la concesión de un título de parentesco.
—Me alegra oír eso —dijo el Vengador—. Mi buen Stanach, el panorama no puede ser más descorazonador. La muchacha respaldará al thane con el talante de una luchadora pero sin su pericia y, sean quienes sean sus adversarios, no aguantará la acometida sino unos segundos. ¿No hay ninguna trampilla por donde pueda fugarse, ningún rincón en el que se esconda?
—Como no se encierre en este cuarto, no hay nada que hacer.
Al iluminarse los rasgos del guerrero como si aprobara su idea, el enano añadió:
—Tendrías que atarla para que accediera a permanecer inactiva, agazapada en un escondrijo. Te contaré algo sobre su pasado, Hauk: esa frágil criatura sobrevivió a las llamaradas de un Dragón que quemaron su hogar y a sus gentes, a la ocupación de Long Ridge y a una cabalgata a lomos de otro reptil del Mal —en la que además peleó contra un derro— a través de las Llanuras de la Muerte. Ahora, ve e indúcela a aislarse voluntariamente de lo que se avecina. Y, si en algo valoras mi punto de vista, no deberías ni siquiera planteártelo. Kelida merece más respeto.
En aquel instante, Hornfel anunció con voz tranquila:
—Stanach, ya se acercan. Y son muchos.