12

Una lección con triste final

El sol del mediodía brillaba en hebras delgadas y mortecinas, irradiando escaso calor. Sus rayos se vertían entre las copas de los árboles y rebotaban como plateados dardos en las amarillentas y rojizas hojas del sotobosque. Una fresca brisa transportaba los ricos aromas de la tierra húmeda y de la enmohecida vegetación cambiante. El sendero, poco más que una trocha de venados, le parecía a Kelida a menudo invisible y se decía que Tyorl debía de seguirlo más por instinto que por distinguirlo.

El elfo encabezaba la comitiva en su caminata por la vereda moteada de sombras, y tras él marchaban Stanach y la moza. Lavim también los acompañaba, pero se mantenía en el último lugar para disfrutar de cierta libertad en sus excursiones solitarias. Al igual que un perro viejo en un territorio inexplorado, el kender escrutaba los alrededores de la ruta de tal manera que, en ambos lindes de ésta, ningún arbusto, claro, rama colgante o roca aserrada eludía su examen. Aunque había desistido tiempo atrás de llamar la atención de sus amigos sobre tan fascinadores hitos, continuaba haciendo comentarios en una voz que Kelida aún hallaba desproporcionadamente cavernosa en alguien de su pequeña estatura y que, desde luego, evidenciaba el placer del kender frente a su entorno y el soleado día.

—¡Menos mal que no tenemos que hacer la travesía de esta deleznable jungla de incógnito! —refunfuñó el enano.

La joven sonrió, pues Tyorl había proferido un comentario similar segundos antes. Ella, en cambio, se dejaba contagiar por el entusiasmo del kender. Sus gritos ante cada descubrimiento resonaban como una canción desafinada, sí, pero estimulante, pues rompía la monotonía de lo que, de otro modo, habría sido un viaje silencioso. Tyorl no estaba de humor para conversar, y del aprendiz no cabía esperar más que un adusto y hermético mutismo.

Con los ojos clavados en la espalda del habitante de Thorbardin, la mujer recordó su destemplada sugerencia de que aprendiera a usar la daga que ahora llevaba.

Cuando el enano le espetó aquella advertencia en el aposento de Qualinost, su primera reacción fue de furia, de resentimiento. La segunda, más práctica, fue proveerse de un arma de tales características. Sin embargo, no cedió la tizona de Hauk a Stanach ni la depositó en manos de Tyorl. Desde que se había ajustado Vulcania con mayor holgura, la espada se acomodaba mejor a sus caderas y muslos —aunque aún la arrastraba y el roce del cinturón le excoriaba la piel—, así que insistió en conservarla.

Centró sus aspiraciones en el modesto objetivo de instruirse en el manejo de la daga, que Lavim le ayudó a encontrar antes de abandonar la ciudad. El enano, si bien le había aconsejado que aprendiera a usarla, no se ofreció voluntario a enseñarle los rudimentos de la lucha. Según los pronósticos de Stanach, no tardarían en llegar al lugar donde se había citado con su amigo Piper. Desde allí, no mediaba a Thorbardin más que el instante requerido para pronunciar un hechizo de desplazamiento en el espacio.

Tyorl recibió la noticia con aire meditabundo y los labios sellados. Kelida abrigaba el presentimiento de que el elfo no acababa de creer la historia del enano. ¿Qué parte despertaba sus resquemores, pensó, la de la espada o la del mago?

La muchacha meneó la cabeza y pasó por encima del tronco de un árbol prematuramente caído. Stanach, que iba algo más adelante, se volvió hacia ella y, como siempre, sus ojos se desviaron hacia la ornamentada empuñadura de Vulcania.

«No —se dijo Kelida—, la historia es verdad.» La llama en las pupilas de Stanach al mirar el acero no era de fría avaricia; era la reverente mirada a una reliquia sagrada.

Independientemente de lo que Tyorl pensase, para ella era evidente que la narración del enano distaba mucho de ser una sarta de bien urdidos embustes para robar la valiosa espada. Se refería a ella como la Espada de Reyes, Vulcania o la obra maestra de su patrón y hablaba de soberanos regentes y de leyendas hechas realidad. Detrás de sus palabras y de su historia, Kelida visualizaba a Hauk, más tímido y atento de lo que aparentaba ser, defendiéndola con su silencio de la ira de un cruel mago derro que no vacilaría en matarla para recuperar el arma.

Desde su primera noche en Qualinesti la moza había concebido un afecto sincero por Stanach. Rememoró sus confidencias junto a los rescoldos de la fogata, cómo le había ahorrado el dolor de revivir la destrucción de su hogar, la muerte de sus padres y hermano, con unas palabras simples pero rebosantes de comprensión: «No sigas, pequeña».

Tan ensimismada estaba que no vio las abultadas raíces que, como tentáculos, cruzaban la senda. De pronto, su pie se atascó en una raíz y, con una exclamación ahogada, se desplomó de rodillas. Tyorl se detuvo al instante y se volvió, pero fue el enano quien acudió a socorrerla. La asió por debajo de los codos y la puso de pie sin esfuerzo.

—¿Estás herida?

—No, sólo ha sido un paso en falso —contestó la mujer—. Lo lamento —se disculpó, incierta sobre la necesidad de hacerlo.

—Más lo lamentarías si te hubieras fracturado un tobillo —la regañó Stanach, aunque suavizó la reprimenda con una sonrisa que se perdió en las honduras de su densa barba antes de que nadie la percibiera—. Procura vigilar las rugosidades del suelo, niña. Del bosque se encarga Tyorl.

Sin más incidentes, reanudaron la marcha en idénticas posiciones.

Sigiloso como un felino al acecho de su presa, Lavim apareció detrás de ella.

—¿Te has hecho daño?

—¿De dónde sales tú? —inquirió Kelida con un sobresalto.

—De dar un paseíto —respondió el kender con una amplia sonrisa—. Esos enanos son insoportables, cascarrabias y raros por demás. Lo único que los salva es que destilan un brebaje delicioso. Si tuviera en mis bodegas todo el aguardiente de los enanos que puedo ingerir sería la criatura más feliz del mundo, en lugar de preocuparme de espadas y reyes que no gobiernan. Ésa es la razón de mi viaje a Thorbardin. ¿No es fantástico? Allí debe de haberlo a torrentes y de inmejorable calidad, puesto que son sus moradores quienes poseen el secreto de su mezcla. ¡No pasaré frío el próximo invierno!

Kelida disimuló una sonrisa. Nadie había invitado al kender a unirse a la expedición, pero tampoco nadie se había mostrado inclinado a expulsarlo.

—De todas formas, a Stanach no le falta razón al aconsejarte que te fijes bien en el terreno. No estás habituada a adentrarte en la espesura, ¿verdad?

—No, pero ya me despabilaré.

Con los ojos clavados en el desdibujado camino, la muchacha aceleró el ritmo para alcanzar al elfo y a Hammerfell. Lavim se ubicó a su lado.

—Yo sólo levanto la cabeza hacia el cielo cuando duermo —le explicó—, o cuando un dragón sobrevuela la zona. Es un buen sistema.

—Sí, trataré de imitar tan sabia medida.

El kender se encogió de hombros, dio un pequeño rodeo por detrás de un macizo roble para comprobar que no anidaba en él ningún ente del más allá, y regresó al lado de la muchacha.

—Ese Stanach es un tipo huraño, ¿te habías dado cuenta?

—Así es.

—Forjaba espadas, ¿lo sabías? Aunque no es difícil imaginarlo si se observan las cicatrices de sus manos. Son quemaduras producidas por una forja.

Entusiasmado por tener un auditorio tan receptivo, Lavim rememoró el episodio de Givrak en la taberna y el de la patrulla draconiana que culminó en el almacén.

—Stanach tiene encomiables virtudes a pesar de su hosquedad; es una lástima que esté siempre importunando al prójimo. Si no pone freno a su lengua, cualquier día se meterá en un aprieto. Será un alivio que el tal Piper se sume a nuestro cortejo —aventuró, adoptando una expresión que suponía perspicaz—. Me figuro que el mago se ocupa de sacarlo de apuros. Como un ángel guardián, ya me entiendes.

También los recuerdos de Kelida se remontaron al día en que cuatro draconianos precipitaron su huida de Long Ridge.

—¿Qué fue lo que hizo enloquecer de tal modo a los draconianos?

—Oh, con ellos nunca se sabe. No son como nosotros, ya sabes. Lo toman como un sistema de vida. Stanach irritó a un grupo de ellos frente a un viejo almacén. —Lavim hizo una pequeña pausa, adoptó un aire pensativo y luego se encogió de hombros—. Quizá tuvo algo que ver con los cuatro que me perseguían o con el que se precipitó desde la ventana... Lo ignoro. Como te he dicho, nunca se sabe con ellos.

La cháchara del vivaracho Springtoe era como esas cálidas ráfagas que soplan en el estío.

—Puedo aseverar —prosiguió, haciendo un guiño a la muchacha— que sólo hay un ser viviente más agresivo y malvado que un hombre-dragón, y es el minotauro. ¿O no? Por cierto, ¿te has tropezado con alguna de esas bestias? Son extrañísimas, unas moles gigantescas cubiertas de pelo, parecidas a un toro. No aprecian una buena broma, así que no se te ocurra insinuar en su presencia que su madre fue una vaca.

—¿Por qué iba a decir nada semejante? —se asombró la moza, con los ojos muy abiertos.

—Sería un error muy comprensible. Su aspecto tiene claras reminiscencias de un bóvido —replicó Lavim con un brillo en sus iris verdes—. Amén de su rostro brutal, están dotados de cuernos y su predisposición a embestir a quien osa molestarlos los hace comparables a tales animales. El año pasado, en una travesía por el Mar Sangriento, fondeamos en Mithas, su tierra. Fue allí donde tomé conciencia de que mis piernas, aunque viejas, podían asumir una velocidad envidiable. —Lanzó una risa cristalina y pegadiza—. No les gusta en absoluto hablar de ganado vacuno. Dudo de que exista un solo minotauro aficionado a los chistes.

Kelida, muy entretenida, trató de no perderse en el sinuoso laberinto en donde la introdujo el kender al reconstruir para ella una aventura en la que participaban tres minotauros, un gnomo llamado Ish y un fardo de heno servido en la cena, cosa que el narrador no esclareció.

A medida que Lavim complicaba el relato con hipérboles y continuas digresiones, la joven tuvo que contentarse con salvar los desniveles del sendero y fingir que escuchaba a su locuaz amigo. Al rato, obsesionada por la conveniencia de adiestrarse en el gobierno de la daga, se llevó la mano a la funda. Estaba vacía: el acero había desaparecido.

—¡Lavim!

—¿Qué sucede? —preguntó el kender, cayendo de las nubes.

—¡Mi daga se ha esfumado!

—No te inquietes, te dejaré una de las mías. —Springtoe extrajo de una de sus bolsas un puñal con el puño de asta y se lo tendió a la muchacha—. La divisé por casualidad entre unos matorrales del sendero y la guardé para un caso como éste. He formado una colección de seis o siete, ¿no es estupendo?

Era, obviamente, la daga que Kelida había «extraviado». Se la arrebató al kender con brusquedad y, mientras la envainaba, le preguntó:

—¿En qué lugar exacto hiciste tan oportuno hallazgo?

—No me acuerdo —repuso el otro, rascándose la cabeza. Con mucha habilidad, se apartó de un terreno tan pantanoso:

—Oí cómo Stanach te incitaba a familiarizarte con las posibilidades de la daga. Fue un poco mal educado en la manera de decirlo, pero tiene razón. Si quieres, yo podría enseñarte.

—¿En serio?

—¡Por supuesto, querida! —Lavim espió el camino, donde los aguardaban Tyorl y el enano. Le hizo un guiño a Kelida, y ésta no pudo dejar de pensar que parecía un viejo conspirador de mala fama—. En mi juventud gané innumerables certámenes en Kendermore, mi ciudad natal. Bueno, en realidad quedé segundo —se enmendó—, pero es un lugar muy destacado si compiten al menos dos, ¿no te parece? ¡Venga, reunámonos con ese par antes de que se disgusten!

Mientras se apresuraba a seguirlo, sonriente, Kelida cerró la mano en torno a la empuñadura de su daga y se dijo que, en la primera ocasión que se presentase, debería comprobar cuantas de sus pertenencias había «encontrado» el kender.

* * *

Los peñascos recalentados ejercían un grato influjo sobre la espalda de Kelida. Aquí, en las tierras altas, el sol de la mañana y de las primeras horas de la tarde había secado el rocío escarchado de la hierba y caldeado las rocas. La línea de árboles había quedado momentáneamente debajo de ellos ya que la colina, pedregosa y árida, se erguía cual una isla por encima del bosque. Según averiguó la joven al consultar a Stanach mientras escalaban la ladera, la colina no formaba parte de las estribaciones montañosas.

—Sólo se trata de una caprichosa elevación —había explicado el enano, oteando las cumbres azuladas del sur—. Las auténticas montañas están más hacia el este.

Kelida se frotó las doloridas piernas. «Las auténticas montañas. ¡Ni que esto fuera un prado!» El saliente en el que se había reclinado era tan acogedor como los ladrillos que su madre solía colocar en la chimenea de su casa para restablecer la circulación en los pies semihelados de quienes se exponían a las inclemencias del tiempo. El contorno de una nube se dibujó en el suelo y Kelida cerró los ojos. La muerte de su madre le había dejado un doloroso vacío. Se diría que la calidez de la jornada, engullida por su vértigo, se había desvanecido al repetirse en su mente las escenas de fuego y de muerte y la visión del Dragón de anchas alas descolgándose del cielo.

A su izquierda, y en un plano inferior respecto a donde estaba sentada, fluía un riachuelo cantarín, de aguas gélidas tras su recorrido por el subsuelo. Los ecos de un chapaleo y un bufido irritado, que sólo podía provenir de Stanach, la arrancaron de sus pensamientos. Alzó los párpados aturdida y miró a su alrededor.

Lavim, que había ido a llenar sus odres en el arroyo, trepaba la cuesta brincando sobre los obstáculos rocosos que la delgada capa de tierra dejaba al descubierto, con la agilidad de una cabra montés. Una vez a la altura de Kelida, se acuclilló junto a ella.

—¡No lo hice! —vociferó sobre su hombro, con un travieso brillo en los ojos. Pasó a la muchacha su cantimplora y destapó la suya para beber un largo trago—. Stanach se ha caído al agua, y según su tendenciosa versión, cualquiera pensaría que yo lo empujé.

—¿Y no es cierto?

—¡No! Resbaló en una roca que tenía una gruesa capa de musgo. Sea como fuere, míralo: ahora al menos ha hallado una justificación para renegar y rugir.

Kelida se volvió para mirarlo. El enano, con el cuerpo chorreando, ascendía la ladera con el aire de un cazador burlado en el momento de cobrar la pieza de su vida. Al avistar a la muchacha junto al kender, alteró el rumbo de sus pasos y se encaminó hacia Tyorl. Sentados lado a lado, el elfo y el enano guardaron silencio, sin compartir sus pensamientos. Después de observarlos por unos momentos, Kelida se volvió hacia Lavim y descubrió su daga en posesión del kender.

Éste hizo un amago de sonrisa y alzó la mano, manteniendo en equilibro el arma sobre su palma.

—He vuelto a encontrarla.

—¡Devuélvemela, Lavim!

El kender retiró la mano, entrecruzó sus muñecas en un número de prestidigitación y exhibió el cuchillo en equilibrio sobre la mano opuesta.

—¿No querías que te enseñara a usarla?

—Desde luego, pero...

—Pero ¿qué?

—No es mi intención transformarme en una ilusionista ambulante —sonrió Kelida.

—¡Qué pena! Me encantaría mostrarte algunos trucos muy simples. Los malabarismos son mi especialidad. Sin ánimo de fanfarronear, he de decirte que los domino mejor que muchos de esos artistas circenses que abundan en nuestras ciudades. —Iba a seguir alabando sus excepcionales dotes, mas el entrecejo fruncido de su oyente lo obligó a interrumpirse—. Bien, probaremos algo más acorde con lo que necesitas.

Sacudió ahora la muñeca izquierda, donde sostenía la daga, la devolvió a la mano derecha y la lanzó por los aires con un movimiento rápido e imperceptible.

Kelida examinó el entorno pero no pudo distinguir el arma.

—¿Dónde está?

Lavim señaló hacia unos matorrales de tallos nudosos y deshojados:

—Suministrándonos un bocado apetitoso.

Springtoe se enderezó, se acercó con su despreocupado trotecillo a la maleza y hundió el brazo en ella. Al sacarlo, sus dedos aferraban las patas traseras de un conejo de pelaje gris. La criatura se debatió débilmente y pronto se inmovilizó. El acero le había traspasado el corazón. Lavim volvió hasta el sitio que antes ocupara, dejó el conejo en el suelo y se sentó.

—Así Tyorl desperdiciará una menos de sus preciosas saetas dentro de un rato. Las dagas sirven como armas arrojadizas o para apuñalar —explicó el kender, súbitamente serio. Era evidente que le agradaba su papel de instructor—. No ejercen otras funciones, salvo cortar la carne o forzar una cerradura.

Observó con cuidado a la muchacha y, con un leve asentimiento, reanudó su explicación:

—Tienes nervio y una nada desdeñable puntería, Kelida. Me percaté en la reyerta de las afueras de Long Ridge. Si los draconianos no hubieran tenido sus cotas de malla, se habrían desplomado bajo las andanadas de tus piedras. Deberías haber hecho diana en sus cabezas, claro, pero la situación era demasiado crítica para atinar. Ten, toma.

La sangre del animal sacrificado teñía la hoja de frío metal. La mujer agarró el puño por la punta, como si no osara tocarlo.

—No, así no. Mira. —Lavim apoyó la empuñadura en la palma y cerró los dedos en torno al mango—. ¿Lo ves? Sin apretar mucho, como si estrecharas la mano a alguien.

Kelida sintió el frío contacto del puñal en su palma. Una gota de sangre salpicó su capa. Estremecida, la humana notó que una náusea se enseñoreaba de su estómago.

—Y, ahora, arrójalo como si fuera un guijarro. Sólo que, como es más liviano, debes aumentar el arco de su trayectoria. Apunta a ese tocón carcomido.

El ennegrecido esqueleto de un árbol carbonizado se proyectaba sobre un montículo a unos cinco metros de la pareja. Kelida, repuesta del vahído, calculó la distancia y el ángulo y arrojo el arma. La daga sesgó el aire con una pequeña fluctuación, cubrió el espacio y cayó entre las robustas raíces de la chamuscada corteza.

—No está mal —la alentó Lavim—. Has apuntado bien pero no has logrado clavarlo. Inténtalo de nuevo.

En la segunda acometida, el acero arañó la capa exterior del tronco y aterrizó en el mismo punto de antes. La siguiente tentativa fue un éxito: la hoja se clavó con fuerza en la madera y allí quedó, temblando levemente.

—¡Eres un as, chiquilla! —se entusiasmó Lavim mientras desclavaba el puñal y se lo entregaba a la aventajada estudiante—. Sin embargo, no hemos terminado. Arrojar un cuchillo es lo indicado si se dispone de espacio suficiente y el propósito es acertar sin tener que conservarlo. Pero otras veces no hay más remedio que apuñalar.

Kelida se agitó en un nuevo escalofrío y, cerrando los párpados, respiró hondo a fin de mitigar el creciente mareo. Springtoe tiró de su manga e indagó:

—¿Me estás escuchando, Kelida?

La muchacha asintió en silencio.

—Bien, continuemos —dijo el kender—. Acuchillar a un adversario es emocionante o, al menos, peculiar. Si estás muy próxima al contrincante nunca descargues el golpe desde arriba, porque lo único que conseguirás es dañar el hueso y excitar la furia del agredido. Así no lograrás incapacitarlo. El golpe debe provenir de abajo. De ese modo, es muy posible que logres alcanzar un órgano importante, como el hígado o el riñón. ¿Alguna pregunta?

—N-no.

Lavim la miró con atención.

—Tu tez se ha tornado verdosa. ¿Estás enferma, muchacha?

—No, de veras que no me pasa nada —respondió Kelida, tragando saliva para intentar controlar sus náuseas.

—¿Estás segura? Quizá convenga dejar para después el apuñalamiento. ¿Por qué no lo arrojas unas pocas veces más?

Así lo hizo la moza. La primera vez falló por un par de centímetros, pero el segundo tiro fue preciso y contundente.

—Una más —la incentivó Springtoe—, y no habrá quien se te resista.

Esta vez el arma pasó a un metro del blanco.

El tocón estaba rodeado por un denso cinturón de juncias enanas y hierba agostada. Kelida registró la zona sin encontrar la daga, así que amplió su radio de búsqueda a la zona posterior, donde la vertiente de la colina descendía hacia los bosques. Delante de la primera hilera de árboles, Kelida distinguió las reverberaciones del sol en un metal y emprendió el descenso.

La recta pendiente desembocaba en una frondosa planicie que, cobijada de los rayos diurnos por las copas, estaba encharcada y mohosa. Sus botas absorbían el agua de los fangales y no ofrecían la menor estabilidad en el barro. Kelida recogió su acero y se disponía a emprender el regreso cuando, de pronto, sus ojos captaron algo que revoloteaba en los matorrales de la espesura e, intrigada, resolvió inspeccionarlo.

Apartó con precaución los espinosos ramajes, abriéndose camino hasta donde la maleza enmarcaba un retazo de genuino césped. Allí se detuvo, petrificada. Sobre el suelo yacía un hombre, con el brazo derecho contorsionado en una postura imposible, y la destrozada e hinchada mano izquierda tendida en un gesto de súplica. Desde donde se hallaba, la moza no era capaz de saber si aún respiraba.

La muchacha se llevó la mano a la boca y se mordió un dedo para contener un alarido. La larga melena rubia del postrado se ondulaba bajo un hilillo de agua que saturaba la tierra, y los mechones delanteros se apelmazaban, sucios de limo, contra sus pómulos. Un profundo tajo, con sendos ribetes de sangre coagulada en los flancos y unas tonalidades purpúreas en el surco central, desfiguraba aquel rostro desde el amoratado ojo hasta la mandíbula. También había sangre en su indumentaria. Algunas manchas eran viejas y resecas, pero en otras la sangre estaba fresca y seguía manando.

—¡Lavim, Tyorl, Stanach! —gritó Kelida.

El hombre gimió y abrió los ojos. En un tiempo quizá no muy remoto, el azul de sus iris debió de competir con el del cielo veraniego. Ahora estaba nublado y opaco por el sufrimiento.

—Señora —susurró, tan enflaquecidas sus fuerzas que hubo de apretujar los párpados, humedecerse los ensangrentados labios y sobreponerse a un jadeo antes de concluir—. Señora, ¿querrás ayudarme?

* * *

Stanach, con una congoja indescriptible, hincó la rodilla junto al malherido Piper. Tal como había hecho cinco días atrás con Kyan Redaxe, en aquel polvoriento camino, apoyó la mano en su pecho para averiguar si su corazón aún latía. El mago seguía con vida, si podía llamarse vida a su estado. Su respiración era un zumbido gorgoteante, síntoma de la inundación que anegaba sus pulmones, y desde que había pedido ayuda a Kelida no había vuelto a vocalizar una sola sílaba.

Seguía con vida, pero su muerte era inminente. Tenía rotas las falanges y varias costillas, y su derrame interno era incurable.

Tyorl, que había dejado al grupo de inmediato para rastrear a los atacantes, estuvo pronto de regreso. En la mano izquierda llevaba el arco, con una flecha lista para disparar y, en la derecha, una vieja flauta de madera de cerezo. Sin decir nada, se la entregó al enano.

Stanach asió el instrumento y deslizó los dedos por su bruñida y lisa superficie. Tras un titubeo, dejó la flauta junto a la destrozada mano derecha de Piper.

—¿Dónde estaba?

—En las inmediaciones. Stanach, hay algo que me gustaría discutir contigo.

El enano hizo un gesto de asentimiento y se puso en pie con expresión abatida.

El elfo miró a Piper con sus indescifrables ojos azules y enseguida buscó a Kelida con la mirada. La descubrió junto a Lavim en el borde del verdeante claro, y se dirigió hacia ella.

—¿Podrías velar por el enfermo mientras hablamos?

Sin malgastar saliva en frases superfluas, la muchacha, enternecida y también con cierto miedo, tomó asiento en la vecindad del mago. Lavim, por una vez silencioso, se instaló enfrente de ella, mientras Stanach se adentraba en pos de Tyorl en la selvática vegetación hasta un rincón apartado donde los otros no pudieran oírles.

El elfo guardó la flecha en su aljaba, aunque no destensó la cuerda del arco.

—Su aspecto es el de alguien que ha sido arrollado por una muchedumbre.

El enano meneó la cabeza en señal afirmativa.

—No obstante, no he hallado huellas de nadie más. Tampoco hay el más mínimo indicio de cómo llegó él hasta aquí. ¿Cómo supones que lo hizo?

—Lo ignoro. Pero es un mago... —Stanach tragó saliva para sobreponerse a la opresión que sentía en la garganta—, célebre en Thorbardin por sus conjuros para desplazarse de un lugar a otro. —Sonrió ante sus recuerdos—. Te transporta allí donde deseas, aunque el efecto de sus sortilegios es algo engorroso porque te da la sensación de que vas a vomitar la cena. Ésa es otra de las peculiaridades que han construido su reputación.

»El enfrentamiento con sus atacantes debió tener lugar cerca de aquí, ya que después de ser maltratado no debía quedarle aliento para trasladarse a confines lejanos. ¿A qué distancia estamos de la calzada de Long Ridge?

—A unos ocho kilómetros —determinó Tyorl.

—Allí fue donde sucedió, entonces. Debieron de sorprenderlo mientras me aguardaba.

—Estoy desolado.

—No tanto como yo. Al fin y al cabo, es mi amigo —masculló Stanach.

Dio media vuelta para volver junto al hechicero, pero antes de que empezara a andar el elfo lo retuvo por el brazo.

—¿Y la espada?

—¿La espada? —El enano se mesó la barba con los dedos y entrecerró los ojos—. No he llegado a tiempo de rescatar a Piper, ni tampoco puedo aliviarlo. Lo único que me resta es arrodillarme a su cabecera y ayudarlo a morir en paz, así que déjame tranquilo.

Después de estas palabras, el enano se volvió y se encaminó a través de las sombras hacia el claro. Tyorl lo siguió en silencio.

Kelida hizo sitio a Stanach en cuanto lo vio aparecer.

—Su corazón todavía palpita, aún está vivo.

Hammerfell no respondió. Pasó el dorso de la mano por sobre la boca del moribundo e hizo un asentimiento, con los ojos fijos en los descoyuntados dedos de Piper.

—¿Por qué? —susurró la moza, que había seguido su mirada.

—Para que no pudiera defenderse mediante la magia. Ignoraban los poderes de la flauta —agregó, a la vez que rozaba el instrumento con la yema del índice—. Su melodía le permitió fugarse, aunque demasiado tarde.

«¡Ay, Jordy! —sollozó el enano en su fuero interno—. ¡Cuánto te echaré de menos!»

—Propongo que acampemos aquí —sugirió Tyorl—. Es un lodazal, y por lo tanto un lecho poco saludable, pero presiento que el refugio de la elevación nos será indispensable si hemos de encender una fogata. En cuanto a la vigilancia, haremos los turnos en la cima, sin hoguera. ¿Qué tal —se dirigió al kender antes de que pudiera cuestionar tales decisiones— si nos abasteces de leña y yesca?

Con extrema prontitud, Lavim se fundió en el crepuscular ambiente del bosque. El elfo subió de nuevo a la colina para montar la primera guardia, y Kelida permaneció en su puesto, cerca de Stanach. La muchacha, que había presenciado el exterminio de sus familiares y amigos por el Dragón, supo leer el profundo dolor que nublaba los ojos del aprendiz, y comprendió que no debía dejarlo solo.

* * *

Solinari, como siempre, fue la primera en perfilarse sobre el horizonte, y poco después lo hizo Lunitari. La noche, fría y de un azul con tintes negruzcos, envolvió el claro. Las sombras y la luz de las llamas daban a los matorrales circundantes el aspecto de una siniestra alambrada.

Cuando la luna roja se alzó sobre la colina y su luz se derramó sobre el bosque, Stanach tomó conciencia de que hacía rato que no oía los carraspeos de la laboriosa respiración de Piper. Se encorvó, posó la mano en el pecho del mago y, al no notar movimiento alguno, buscó el pulso en su cuello. No existía. El enano permaneció sentado oyendo el estruendo de su propio corazón.

—Lo siento mucho —susurró Kelida.

El enano se quedó mirándola en silencio y luego volvió los ojos hacia la Espada de Reyes, suspendida de su costado. El oro monopolizaba la luz de las llamas, dejando apenas un relumbre para la cazoleta argéntea. Los cinco zafiros centelleaban, y Stanach creyó ver el rojo corazón del acero brillando a través de la gastada vaina de cuero.

Kelida apoyó su mano sobre la del enano. La música que embrujaba a los niños de Thorbardin no volvería a sonar. El mago ya no estaba. Jordy había muerto y Kyan también.

En aquellos instantes, Stanach confinó sus sentimientos en un muro de cristal para no abandonarse al llanto.