7

Alianzas forzosas

Givrak, el draconiano, había sido abrumado con el suficiente grado de inteligencia para acatar órdenes y, en ocasiones muy especiales, organizar una estrategia sencilla. Habiendo recibido escasas encomiendas aquel día, volcó una considerable porción de su escuálido intelecto en el problema de vengarse del kender que la noche anterior le había costado una venenosa reprimenda de Carvath por perturbar su sueño.

En su opinión, la piel de su enemigo serviría, una vez desollada, para adornar la puerta de una cuadra.

El draconiano tenía dos escuadrones de soldados bajo su mando. Éstos se habían levantado al amanecer con instrucciones suyas de montar barricadas en las tres calzadas que conducían a la ciudad y luego acompañarlo en un registro exhaustivo de Long Ridge. Givrak estaba convencido de que encontraría al kender antes de la anochecida.

Mientras transitaba por las calles de la ciudad, su ira se transformó en malsana anticipación. No tardaría en pasar un rato divertido. Conocía una docena de métodos para matar a un kender e, incluso cuando aplicaba el sistema de tortura más rápido, los gimoteos y alaridos no se prolongaban menos de cuarenta y ocho horas.

* * *

El viento fresco de la mañana, que se elevaba desde el valle, no logró purificar la corrompida atmósfera de Long Ridge. Tanta era su carga de hollín que Kelida, al salir de la población, se dijo que aquella cortina agrisada no volvería a ser nunca diferente, transparente. Dio un traspié, tiró de la espada que golpeteaba su pierna y trató de acomodarse la correa de la vaina al talle, sin excesivo éxito. Emitió un bufido de impaciencia, preguntándose cómo podía nadie ceñirse algo tan engorroso e ingeniárselas para caminar.

Había intentado transportarla en las manos, pero fue aún peor. A cada zancada el acero se deslizaba de su funda o se clavaba dolorosamente en sus brazos, lo que lo hacía inmanejable. «¡Estúpido objeto! —bramó en su fuero interno—. No veo el instante de deshacerme de él.» Se detuvo en el primer recodo de la ancha senda y, de nuevo, se ajustó el cinturón, con tan mala fortuna que la blusa, tras pellizcarse en la hebilla, se desgarró.

¡Maldita espada! Crecieron sus insultos, mientras recapacitaba que no la quería y no la conservaría ni por todo el oro del mundo. Lo único que le había dado eran quebraderos de cabeza, magulladuras en la carne y jirones en la ropa. Tyorl se ocuparía de guardar la tizona hasta que apareciera su amigo. No habían tenido noticias de aquel demente de Hauk desde que le hiciera tan fastidioso regalo. Dondequiera que estuviese era obvio que no le interesaba su arma.

«Ni tampoco yo le intereso —se lamentó la moza—. No debí hacerme ilusiones. Nunca insinuó que yo le gustara y, además, me la obsequió en estado de embriaguez.»

De pronto pensó que, bebido como estaba, era más que probable que, al salir de la taberna, hubiera deambulado sin rumbo y tropezado de bruces con esbirros de Verminaard. ¡Cuánto debía haber añorado su arma si había sucedido así!

La muchacha se estremeció, en parte debido al frío y también porque le horrorizaba la idea de que Hauk hubiera caído inerme en una emboscada. Inspeccionó los alrededores: después de trazar una curva, el camino bajaba por una pendiente larga y pronunciada y se zambullía en el valle. Desde donde estaba, Kelida no divisaba la llanura. Tampoco veía el puesto de control establecido por los soldados de Carvath, aunque sabía de su existencia y que, al igual que los de los otros accesos a Long Ridge, había sido montado poco después del alba. Sin aclaraciones, un pregón había comunicado a los habitantes de la urbe que estaba prohibido abandonarla bajo ningún concepto. Algún desdichado había merecido la implacable atención de los invasores.

La mujer no deseaba visitar la granja donde había vivido durante una época, y mucho menos a las hordas que habían asolado la región.

«Ahora mi único objetivo es Tyorl», se dijo.

El elfo había dejado a Tenny el mensaje de que necesitaba hablarle. Partía de la ciudad y debía entrevistarse con ella antes de hacerlo. A Kelida le entristeció su marcha, ya que significaba que el viajero había perdido la esperanza de localizar a su amigo en Long Ridge. Ella habría estado encantada de tener la oportunidad de vengarse del joven lanzador de cuchillos porque eso le habría permitido escuchar una vez más su gruñido de oso.

Se desabrochó la tira de cuero que sostenía la espada, y ésta cayó en el ceniciento polvo. Una ráfaga trajo a la moza los ecos de una blasfemia y una gangosa risa desde la invisible empalizada, prueba de que el adversario estaba muy cerca. Resuelta a no dar un paso más, tomó asiento en la cima plana de un peñasco, encogió las rodillas, descansó la cabeza en los antebrazos y contempló los agostados cultivos que se desplegaban ante sus ojos.

El fuego de Ember había sido caprichoso en las inmediaciones de Long Ridge. Al este de la calzada reinaba una letal devastación y, sin embargo, en la orilla occidental, resguardada por la amplia franja del camino, dorada y polvorienta, aún había signos de vida. La hilera de argénteos abedules que coronaban la repisa de roca estaba casi intacta. Las juncias, con su emplumado copete del color amarillo herrumbroso del otoño, dibujaban junto a los lindes su elegante languidez. Unos matojos urticantes esparcían sus floraciones blancas, en diminutos pétalos, en torno a sus raíces, como un presagio de las nieves invernales. Incluso alguna que otra linaria osaba exhibirse entre la vegetación.

—Yo he acudido puntual a la cita —susurró la joven al acero que yacía a sus pies—. ¿Dónde se ha metido él?

Las pieles de cazador del elfo se mimetizaban con las sombras y los abedules, de modo que Kelida ahogó una exclamación de susto cuando aquél se materializó frente a ella, brotado de la nada.

—Presente y a tu servicio, mi buena amiga —saludó Tyorl. Sonriendo, estiró el índice hacia la tizona e inquirió—: ¿Qué hace esto aquí?

La muchacha, que había retenido el aliento por el susto, recuperó su ritmo normal de respiración.

—¿Qué puedo hacer con ella? Es un auténtico estorbo, así que, si has decidido irte, será mejor que te la lleves.

—Te la entregó a ti.

«¡Cuan exasperante resulta a veces este elfo!», rezongó la moza para sus adentros.

—No estoy dispuesta a quedármela, nunca quise tenerla. ¿Qué uso le daría a ese trasto inútil? —insistió—. No puedo venderlo, enarbolarlo ni cargarlo. Te pido como un favor particular que la recojas, emprendas viaje hacia tu destino y me dejes tranquila.

Su interlocutor, con la mirada ladeada en dirección de las barricadas, la exhortó a guardar silencio.

—No te excites, Kelida, o se nos echará encima toda esa caterva de monstruos. Me voy, sí, pero antes hay algo que debo comentarte. Sígueme —invitó a la sorprendida mujer, indicando con un gesto los abedules—, no es mi intención permitir que se entere de esto la mitad del ejército de los Dragones.

Ella titubeó, pero decidió casi de inmediato obedecer al elfo. La sonrisa se le había desvanecido de los ojos y su tono de voz delataba nerviosismo. La joven recogió la espada y dejó que la guiara hasta la umbría arboleda.

—Atiende, y hazlo con toda tu alma —murmuró Tyorl, imperioso pese a no sobrepasar el murmullo—. Ignoro dónde anda Hauk, aunque estoy seguro de que no se esconde en la ciudad. Una chica lista como tú habrá adivinado que somos guerreros.

Kelida asintió.

—Pues bien, nuestro cabecilla es un hombre llamado Finn. Él y nuestra cuadrilla, la Compañía de Vengadores, aguardan nuestro regreso. No puedo permanecer en estas latitudes ni un minuto más.

—¿Y tu amigo? ¿Acaso lo has olvidado ya?

La ira centelleó en las pupilas del elfo. Demasiado tarde, la posadera comprendió que sus palabras habían sido una verdadera afrenta.

—No —contestó Tyorl dominando su ira—, y no cesaré de rastrearlo. Hay mucho terreno entre este punto y las estribaciones de las montañas; te garantizo que no me pasarán inadvertidas, de haberlas, las huellas de Hauk. Mas he de volver junto a Finn. Te suplico que la pongas a buen recaudo —añadió, señalando la espada—; quizá mi compañero venga en busca de ella y de mí. ¿Le informarás de mis movimientos?

—Pero...

No concluyó la moza su objeción porque su oponente cerró los dedos sobre su muñeca y la apretó con fuerza, apremiante.

—Kelida, cualquier demora podría ser fatal. Hauk y yo conseguimos persuadir a cuantos sospechaban de nuestras actividades de que éramos cazadores furtivos, y si dilato mi estancia en Long Ridge alguien se dará cuenta de que no practico tales aficiones. De ahí a suponer que formamos una tropa clandestina, hay un corto trecho. Lo estropearía todo, entiéndelo.

Un escalofrío de miedo recorrió la espalda de Kelida. Antes de tener tiempo de pensar lo peligroso que sería conocer la respuesta, preguntó:

—¿Dónde estarás?

—En la frontera meridional de Qualinesti, pues nuestro jefe nos ha encargado un trabajo en esa zona. Siento que hayas acarreado la espada hasta las afueras de la ciudad. Me ofrecería a llevarla yo a la taberna, pero, como te he dicho, no puedo retrasar mi partida.

—¿Cómo sortearás a los centinelas de la barrera?

—No me será difícil. Finn me despellejaría si no fuera capaz de eludir a esa escoria; además de necios, los draconianos son unos empedernidos borrachines. —Tyorl, tras emitir tan severo juicio, tomó el acero de manos de la joven y acarició con su palma el perímetro de la raída vaina. La luz solar se reflejó en los zafiros, haciéndolos refulgir como el hielo en las regiones polares—. La ganó en una apuesta, jugando a los cuchillos.

—No me extraña, tiene una puntería excelente —afirmó Kelida con acento irónico.

—Sí, nadie puede negarlo —coreó el otro su chanza—. ¿Accederás a ocultarla hasta su retorno?

Arreció la ventolera, más glacial a cada segundo. La muchacha evocó las cadenas montañosas que se erguían al sur de Qualinesti, yermas e inhóspitas en el invierno, y su mente volvió hacia Hauk. ¿Dónde estaba? ¿Por qué había renunciado de un modo tan brusco, tan incomprensible, a una espada valiosa y a un amigo leal?

Se le ocurrió, de repente, una posibilidad que antes no se le había ocurrido: quizás el fornido humano simplemente se había escabullido al amparo de la noche, desertando de su grupo de guerreros. Miró de soslayo a Tyorl.

No, el elfo ni siquiera aceptaría estudiar tal eventualidad. Sin pararse a exponerla, la moza recuperó la tizona.

—Prometo no separarme de ella —dijo. Vaciló una fracción de segundo, y acto seguido se puso de puntillas y besó a Tyorl en la mejilla—. Buena suerte.

—Gracias, aunque creo que deberías reservarte también una porción para ti. A ambos nos va a hacer falta —respondió Tyorl con una sonrisa, aferrándola del brazo y echándose a andar hacia la senda.

A causa de su renovada batalla con las correas de la espada, Kelida no advirtió que les obstruían el paso hasta que los dedos del elfo se clavaron en su brazo. Levantó entonces los ojos.

Tres soldados, humano uno y draconianos los otros dos, les cerraban el paso. Uno de ellos hizo una mueca, poniendo al descubierto unas encías desdentadas salvo por alguna pieza aislada, amarillenta y carcomida.

—Un dulce adiós —se mofó y, dejando resbalar con indiferencia la mirada sobre Tyorl, la detuvo sobre Kelida.

A la muchacha se le revolvieron las tripas.

* * *

Lavim Springtoe corrió como el conejo que sabe que es demasiado veloz para el lebrel y que lo supera en aptitudes. Con la cabeza hundida sobre el pecho y aún más risueño que de costumbre, el hombrecillo ascendió la cuesta de una calle, dobló por otra, atravesó una taberna y, ya al otro lado de la portezuela trasera, hizo un alto. Entre rugidos e imprecaciones, los cuatro draconianos lo perseguían más estrepitosos que la chatarra animada, o así se los representó él a tenor de sus chillonas voces y el matraqueo de las espadas contra las armaduras.

Enfiló una neblinosa calleja, saltó una valla en un alarde de agilidad y desafió con una lluvia de malintencionadas provocaciones al cuarteto que, entorpecido por tanto pertrecho, luchaba febrilmente para escalar el mismo obstáculo que él había salvado con tanta facilidad. Antes de que el primer draconiano se posara en el suelo, el kender se introdujo entre una húmeda pared de ladrillo y un montículo de desperdicios. Debía recobrar el resuello por unos instantes.

Dejó que pasara el primero por delante de su refugio. Era el segundo el que capturaba todo su interés, el rencoroso Givrak, y no le cabía ninguna duda de que aparecería enseguida en su radio visual.

Cuando, en efecto, Givrak cruzó la rendija que hacía las funciones de mirilla, Lavim interpuso la jupak entre sus piernas y el reptil salió despedido contra el que encabezaba la comitiva. El tercero, demasiado impetuosa su carrera para frenar, cayó sobre los otros dos, y el cuarto se dio de bruces en el muro de enfrente por esquivarlos.

El kender se convulsionó en carcajadas y escaló el montón de desechos y al despatarrado trío, saltó sobre las piernas del cuarto y corrió hacia la avenida. Ya en ésta, rodeó la gruesa sobrefalda de una mujer, pasó agachado entre las patas de un caballo y se precipitó a la otra acera. Detrás, las obscenidades que proferían los draconianos lo alertaron de que, rehechos ya, habían reanudado la cacería.

Lavim conocía las calles y pasajes de Long Ridge como sólo podía hacerlo uno de su tribu o bien un golfillo. Se encaminó hacia un almacén, que había resultado medio quemado durante el sitio de la población, levantando guijarros y fragmentos sueltos de adoquines en su carrera. No había experimentado nada tan emocionante desde que descendiera por una vertiente de las montañas seguido a no más de dos metros por una estupenda avalancha de nieve y roca. (Tales mediciones eran, por cierto, un cálculo aproximado. Ish, el gnomo que lo acompañaba en esa aventura, estimó en unos cuatrocientos metros el espacio que mediaba entre ellos y el alud y, en cuanto a éste, aseveró que se trataba de un leve desprendimiento de nieve, además de especificar en su versión que la montaña no era tal sino una colina de moderada inclinación.)

El edificio donde pretendía cobijarse el kender era inmenso, con una longitud de casi una manzana de casas y una anchura que triplicaba la de cualquier otra construcción de la ciudad. En un tiempo había albergado una gran variedad de mercaderías, tanto harina, trigo y maíz como balas de níveo algodón. De cuantos suministros había en su interior el día del incendio, no quedaban más que cenizas.

Lavim entró en aquella mole sin tejado y, salpicándose al cruzar los túrbidos charcos de una reciente lluvia, alcanzó la escalera del que fuera el primer piso. Tras él resonaban los estampidos de Givrak y los otros soldados, y sus ruidosas blasfemias y amenazas espantaron a los paseantes como ganado frente a un vendaval.

El hedor a quemado impregnaba el almacén. Una vez al pie de la escalera, el viejo kender se reclinó sobre el ennegrecido muro para reponer energías. Dio un vistazo general a las alturas: todavía subsistía una porción de la segunda planta, lo que antes fuera una especie de desván, que, con sus bordes astillados y cubiertos de hollín, cubría la mitad de la superficie del edificio. Desde aquella atalaya podría lanzar impunemente las piedras que llevaba en los bolsillos.

Mientras aspiraba ávidas bocanadas de aire, no por oloroso menos reconfortante, el hombrecillo estudió las escaleras y, tras decidir que cualquier kender en relativa forma física podría coronarlas, comenzó su ascenso. En la creencia de que una pisada suave y rauda dañaría menos la inestable superficie firme y precavida, subió con rapidez. En la mitad de su ascenso, con un pie posado en un escalón y el otro, el derecho, en la grada inferior, esta última crujió de forma lastimera y se vino abajo con estruendo.

Lavim hizo gala de unos envidiables reflejos. Se dio impulso hacia el tabique, estirados los dedos en busca de agarradero. No lo halló. Como un castillo de naipes, el armazón entero se desmembró y sus partes cayeron desde el nivel superior. Lavim gritó y, de milagro, consiguió asirse al suelo del primer descansillo.

Sujetándose a las oscilantes planchas, suspendido el cuerpo en el vacío, ansió que la naturaleza lo hubiera dotado de alas.

Casi soltó el asidero cuando una risotada que más se asemejaba a un ladrido anunció abajo la presencia de sus rivales. Con sus reptilianos ojos inyectados en sangre, esparciendo funestas chispas en la penumbra, Givrak reía sacudiendo su lengua mientras observaba a su indefensa víctima.

Jamás, a lo largo de toda su existencia, pudo Lavim resistirse a una diana segura: sin previo aviso, se contorsionó y escupió contra el draconiano. Aunque su habilidad en este arte había sido motivo de orgullo y alabanzas en su juventud, había perdido algo de precisión en épocas recientes y le preocupaba fracasar. No fue así. Su «proyectil» hizo impacto entre los ojos de Givrak, cuyo aullido de furia hizo temblar hasta los escombros de la sala.

Se encogió el kender al atisbar la plateada estela de una daga y pudo, gracias a tal esfuerzo, apalancar los codos en las planchas. Abrazó entonces un pilar deteriorado pero, al notar que se mecía, hundió los dedos en una de las junturas de la plataforma.

—¡Déjalo ya, rata! —lo increpó Givrak—. No tienes escapatoria y tengo un asunto pendiente contigo.

Lavim realizó una nueva intentona de ponerse a salvo. Alzó la rodilla hasta el entarimado, pero resbaló y volvió a descolgarse, con el agravante de que, a consecuencia del vapuleo, las tablas se bambolearon en una quejumbrosa advertencia.

Se oyó un sonoro tintineo metálico, el que hacía el draconiano al despojarse de su armadura. Lavim, con aquella innata curiosidad que no se habría agotado aunque hubiese estado en un tris de sumergirse en los horrores del Abismo, torció el cuello para espiar las acciones del otro. Givrak había apilado el peto y demás piezas en una masa rojiza, y sujetaba una pequeña espada entre los dientes. Sus alas, abanicos de membrana y piel terminados en pinchos, se desplegaron en movimientos toscos y espasmódicos. Los otros tres retrocedieron, regocijándose ante el inminente final.

«Son unos meros apéndices propulsores —se recordó el kender—, los de su especie no pueden volar. Todo el mundo está al corriente de tal deficiencia.»

Givrak no poseía el don de volar, cierto. Mas, en contrapartida, sus fibrosas y potentes piernas lo facultaban para saltar a una altura mucho mayor de lo que Lavim habría imaginado. En un primer ensayo la ganchuda mano arañó el pilar que le había servido al kender de asidero. En el segundo intento, sin embargo, un mejor concertado batir de sus correosos miembros colocó a Givrak a escasos metros de Springtoe, con una zarpa clavada en el zozobrante suelo de la planta y el arma que antes estaba en su boca en la otra.

No podía el kender encontrar más urgente estímulo. Haciendo acopio de todo su vigor, alzó las rodillas y se impulsó hacia la tarima. También Givrak, vociferante y agresivo, consiguió alcanzarla.

La liebre no se las prometía ya tan felices al verse acorralada por las fauces del can.

Lavim extrajo la daga de la funda fijada al cinto y embistió salvajemente. La hoja apenas rozó la dura capa de escamas que revestía el brazo del monstruo pero el hombrecillo, tenaz en la desesperación, repitió su embate, ahora valiéndose de otra táctica. Extendió el antebrazo hacia arriba y, de un aplomado sesgo, hendió el ala izquierda de su contrincante, antes de acuclillarse mientras la bestia graznaba, presa de una rabia incontrolable, e invertir la operación en la otra, es decir, rasgarla a partir del punto más bajo y en sentido ascendente. La manaza de la criatura, de afiladas uñas, rodeó la muñeca del kender y la retorció sin conmiseración, de tal modo que el dolor lo obligó a soltar su arma.

Con un residuo aún de pertinacia, cualidad esencial de su pueblo, Springtoe incrustó su rodilla en el vientre del reptil. Givrak se dobló sobre sí mismo, circunstancia que Lavim aprovechó para propinarle un segundo puntapié en la barbilla. Rechinaron los dientes del draconiano y su cabeza fue hacia atrás como un latigazo. Lavim liberó su muñeca, recogió la daga y se dio a la fuga. No había adonde ir.

Lo que fueran paredes compactas se habían reducido a vigas, estacas y hendiduras abiertas a los cuatro vientos.

El kender se asomó a través de uno de estos boquetes y distinguió un puntal externo que se proyectaba en un lado, similar a un índice renegrido apuntando a las montañas. Debajo se dibujaban las empedradas calles de Long Ridge, en una perspectiva poco alentadora. Se volvió de nuevo hacia Givrak. El draconiano, renqueante y con las alas neutralizadas, caminaba hacia él, con un brillo asesino en sus ojos.

Los kenders no son seres dados a pensar, pero cuando lo hacen no hay quien les gane en rapidez. Lavim Springtoe esperó el lapso justo para que su enemigo tomase velocidad y despegó rumbo al firmamento.

* * *

Stanach había iniciado, aquella mañana, una infructuosa búsqueda del elfo. Del kender, por el contrario, oía hablar en todas partes sin necesidad de indagar.

El tonelero, el herrero y el empleado de la cerería tenían pliegos de quejas contra el ladronzuelo. Uno exigía que se le devolviera su azuela, otro juraba poner a Lavim bajo la autoridad de Carvath si no aparecían en su taller, antes del mediodía, el cincel y la cuña, mientras que el fabricante de velas maldecía su mala suerte por haber sobrevivido a las incursiones del ejército para que una plaga de kenders lo desposeyera de sus exiguos enseres.

Stanach no intentó aclararle al pobre hombre que un solo individuo, por mucho que perteneciera a una raza de pícaros, mal podía constituir una plaga. En tan espinoso tema, la semántica dependía del lado de la barrera desde el que se aquilataban los pormenores.

En su afán de recabar algunos datos fiables acerca de Tyorl, el enano halló el rastro de Springtoe en la carnicería, la curtiduría y el local del ceramista. Un muchacho lo había visto cruzar como una exhalación la calleja hacia la puerta posterior de una taberna. Aquí le informaron de que Lavim sólo la había pisado unos breves minutos, pues huía de una patrulla de draconianos.

¡Givrak! No podía ser otro. Stanach, no obstante, se concentró en el elfo y la espada. A cada hora que pasaba disminuían las probabilidades de que Tyorl estuviese en disposición de revelarle el paradero de la tizona, pero constituía su única esperanza. Si resultaba defraudado y el guerrero no la tenía o nada le decía, habría de empezar de nuevo con el auxilio, desde luego, de su amigo Piper.

«El kender sabrá cuidar de sí mismo —se repetía para apartarlo de su mente—. Los de su tribu saben salir de aprietos. Pero, ¿qué ocurrirá si ese draconiano lo apresa? Siento escalofríos con sólo imaginarlo.»

—¡Dichoso Lavim! —farfulló—. No va a quedarme otro remedio que ocuparme del elfo y de él al mismo tiempo.

Acto seguido, oyó de labios de un ciudadano que un sujeto achaparrado, vestido de amarillo y con una trenza blanca ondeando al viento —¿cabía descripción más inconfundible?— había enfilado una avenida «como alma que lleva el diablo», en dirección a un almacén medio derruido, acosado por unos draconianos. A regañadientes, el enano se cercioró del perfecto estado de su acero y fue hacia el edificio.

Se acercó al esqueleto de la otrora vasta despensa de víveres desde el otro lado de la calzada. La risa de un tordo americano, o de un kender, resonó en uno de los pisos.

Stanach alzó la mirada en el instante preciso en que un draconiano se desplomaba desde la agujereada pared exterior de la mole, agitando manos y pies en un enloquecido remolino. La criatura, aullando, abrió las alas, ahora inservibles por estar acuchilladas. De haber caído en un ángulo menos recto, el enano habría percibido el silbar de la brisa a través de tan impresionantes tajos. Tal como fueron las cosas, lo único que escuchó fue el seco batacazo del cuerpo al tocar el suelo, el quebranto de escamas y huesos sobre los adoquines y, a modo de telón de fondo, el singular cloqueo de Lavim.

Stanach desenvainó e, inclinándose sobre los despojos, los puso boca arriba. Era Givrak.

No había acabado de identificar el cadáver del draconiano cuando éste se petrificó. Con el pulso acelerado hasta casi estallar, el enano se apartó de la carcasa. Circulaban un sinfín de historias relativas a tal fenómeno, mas no les había dado crédito hasta entonces.

—¡Stanach! —lo llamó el kender, en difícil equilibrio sobre un saliente—. ¡Es un placer volver a coincidir contigo! ¿Ha muerto ese engendro? Cometió el gran error de olvidar las fisuras de sus alas. Como decía mi padre, lo más ínfimo puede adquirir una gran trascendencia. ¡Cuidado, amigo mío!

Los tres acompañantes de Givrak, alarmados por los gritos de su cabecilla, habían aparecido en la puerta. Casi sin detenerse a examinar los restos del fallecido —ahora disuelto en polvo—, saltaron sobre él y se lanzaron contra el enano.

El joven Hammerfell, como buen amante de las armas blancas, no se había limitado a aprender a confeccionarlas. Se instruyó a conciencia en su manejo y, aunque no era un consumado espadachín ni tenía instintos belicosos, se familiarizó tan íntimamente con todas las características y secretos de tales armas que éstas eran fulminantes en su mano. Cercenó de una estocada el brazo del primer atacante, quien hincó ambas rodillas en medio del empedrado y se abandonó a lastimeros gemidos. Se percató de que, estando sólo herida, la bestia no sufría el proceso que culminaba en la pulverización.

No perdió ni un instante en analizar el porqué. Arrinconó a los otros dos contra el flanco derecho del almacén, haciendo relampaguear su espada. La esgrimía con ambas manos, a la manera de las hachas, y así frustró las embestidas de sus rivales, obstruyendo todo amago mediante la interposición de su filo. Al ser varios palmos más bajo que los draconianos tenía una brecha permanente en sus guardias, en la que no cesaba de hurgar siempre que se le ofrecía la ocasión. Tropezó uno de los enemigos y, mientras éste intentaba recuperar el equilibrio, Stanach alzó su espada para golpearlo.

En el preciso momento en que el enano levantó su arma, descuidando su guardia, el otro draconiano arremetió por la izquierda. Lo habría atravesado de no golpear una piedra del tamaño de un puño la desnuda base de su cuello, derribándolo como un voluminoso buey.

—¡Stanach, tu hoja no debe quedar dentro de sus cuerpos! No la podrías sacar hasta que se desmenucen y... ¡Cuidado atrás! ¡Agáchate!

Así lo hizo el interpelado, y un acero silbó a escasos centímetros de su cabeza. Una nueva roca surcó el aire, esta vez sin dar en su diana. El aprendiz se puso en pie y se volvió, apenas a tiempo para frenar el impulso de una espada hostil con la suya. El draconiano siseó y, chorreantes sus mandíbulas, estirada la lengua descarnada, arrojó todo su peso contra las defensas del enano. El brazo de éste fue empujado hacia atrás de tal modo que el filo de su espada quedó a un par de centímetros de su cuello, y su mano, bañada en sudor frío, resbaló sobre la empuñadura. El agresor tenía la ventaja de su corpulencia y también su estatura y Stanach era consciente de que el otro no cejaría hasta desgarrar sus músculos, un hecho que no hizo sino infundirle fuerzas para intentar un último ataque.

De pronto, un nuevo acceso de hilaridad de Lavim inundó sus tímpanos. Otro de sus mortíferos misiles acababa de amoratar el ojo de la fiera.

El siguiente fue tan desafortunado que, con su aserrado borde, hirió el codo de Stanach y le insensibilizó el antebrazo hasta la muñeca. La espada fue a parar al suelo.

Con el corazón atronando en su caja torácica, el enano se arrodilló y buscó a tientas su arma, convencido de que sentiría la fatal zambullida del metal entre sus hombros antes de darle alcance. Denostó duramente la puntería del kender y musitó una plegaria a Reorx. En aquel instante, Springtoe gritó una atropellada disculpa y volvió a la carga.

El draconiano se vio sumido, sin saber cómo, en una tormenta de guijarros y cascotes.

—¡Es todo tuyo, Stanach! —azuzó Lavim a su aliado—. ¡No, no lo hagas, vienen más! ¡Corre, sálvate!

El ruido de unas botas retumbó en la calle y otros cuatro draconianos aparecieron en la esquina. El enano recuperó su espada, se enderezó e hizo a su colega señal de bajar.

—¡Kender, únete a mí!

A Lavim le habría encantado hacerle caso, pero no le parecía posible. «Los de mi raza deberíamos estar provistos de alas», refunfuñó. Gateó por el puntal y, aferrándose con ambas manos, se colgó del travesaño y le gritó al enano:

—¡Atrápame!

Lo único que podía hacer Stanach era amortiguar su caída. Ambos rodaron en una maraña de brazos y piernas, rasguñándose rodillas y espalda con las piedras del suelo.

Stanach tiró de Lavim hasta levantarlo y, rezando para que no hubiera fracturas, emprendió a su lado la carrera más veloz de su vida.

* * *

Tyorl escudó a Kelida tras su propia persona.

El centinela entrecerró los ojos y oprimió el pomo de su espada.

—Sí —repitió, tamborileando rítmicamente sus dedos en el arma—, una dulce despedida. No proyectabas partir, ¿verdad?

Otro de los custodios del control, riendo entre dientes, apuntó:

—Yo creo que sí, Harig. La escena que hemos contemplado debía de ser el beso de despedida.

La mano de Tyorl tanteó el cinto, ansiosa del contacto de un acero. Kelida estaba inmóvil, con los ojos desorbitados por el pánico y la respiración entrecortada. Las venas del cuello le latían con violencia.

—Te apuesto una ronda en la taberna a que esa preciosidad olvida al elfo unos minutos después de que muera. ¿Podrías abatirlo?

—¿Al elfo? —bufó el tal Harig—. Mi filo ya ha saboreado la sangre de esos cobardes en el pasado.

Tyorl dio un empellón a Kelida para hacerla a un lado, a la vez que le arrebataba la tizona de Hauk. También el draconiano que llevaba la voz cantante desenvainó, e indicó a su congénere y al humano que se mantuvieran al margen. Ninguno hizo ademán de intervenir, si bien sus ojos traicionaban viles apetitos.

—¿Qué opinas tú, elfo? ¿Merece la moza unas gotas de tu savia? —preguntó Harig, con una sonrisa que descubrió sus dientes gastados y amarillentos.

El viento ululaba y plañía en el camellón rocoso. El olor a quemado, a muerte, se derramó en alas de las crecientes ráfagas sobre el valle mientras los zafiros de la empuñadura de la espada bailaban una danza de filigrana al compás del silencioso cántico de la luz.

Tyorl adoptó la postura de combate con plena desenvoltura, como si fuera el instigador en lugar del acuciado.

—Toda tu sangre —sentenció, con la serena frialdad que tan sólo alguien de su raza podía irradiar— es una bagatela fútil que jamás podría dar la medida de sus merecimientos.

Los turbulentos ojos de Harig brillaron con furia. El elfo enarboló entonces la espada de Hauk, y descargó su primer golpe. Los otros dos guardianes, y también Kelida, chillaron: el hombre-dragón había caído muerto antes de tener tiempo a reaccionar.

Tyorl se movió deprisa. Tomó a la muchacha por la muñeca y la arrimó a su pecho, al mismo tiempo que describía círculos con el acero, amenazando a los soldados aún ilesos.

—Puedo proporcionaros, si así lo queréis, un final igual de limpio.

Los guardianes desenvainaron y se abrieron para cercar al elfo. El draconiano emitió un sonido silbante que trajo a Tyorl remembranzas del silbido de la cobra al disponerse al ataque. Antes de que acortaran la distancia, el elfo oró a dioses largo tiempo olvidados para que su bravuconada se hiciera realidad.

* * *

Cuando las avenidas de Long Ridge quedaron atrás, Stanach y Lavim aceleraron el paso, como también lo hicieron los draconianos que se empecinaban en darles caza. El kender bajó la cabeza e impuso a sus cortas piernas una cadencia insólita, sin aligerarse del incómodo rebotar de cinco saquillos, tres de cuero y dos de paño, contra sus costillas y caderas. Resoplaba ahora al estilo de un viejo fuelle y no malgastaba su resuello en carcajearse, aunque Stanach distinguía todos los síntomas de la jovialidad en sus chisporroteantes ojos verdes. Aquel atolondrado corría por el placer de enfurecer a los seres reptilianos.

Cuando uno de los perseguidores se torció el tobillo y fue a aterrizar en un charco enlodado, arrastrando a otros dos y desahogándose mediante maldiciones que ensordecieron hasta a la materia inorgánica, Springtoe aminoró la marcha para regodearse del percance y contemplar cómo deshacían el lío de sus cuerpos. Stanach lo agarró por la manga y se adentró en una calleja, arrastrándolo tras de sí. Lavim saltó sobre unas barricas de vino desvencijadas, cosa que el enano no era capaz de imitar. De modo que sorteó con dificultad el obstáculo y reemprendió su carrera en el preciso instante en que los draconianos aparecían en el extremo del pasaje.

El corazón del enano parecía a punto de estallar, las piernas le pesaban como si transportasen plomo, y una punzada en el costado amenazaba derrumbarlo a cada paso.

Se hallaba la pareja a unos metros del recodo que enlazaba con la salida de la ciudad y la pendiente del valle, cuando una mujer lanzó un alarido de terror. Ni el enano ni el kender podrían haber reducido su carrera aunque hubiesen aplicado en ello todo su esfuerzo. Estaban en la curva antes de que los estridentes ecos se dispersaran a través de los recovecos de la planicie. Lavim capturó el brazo de su acompañante e hizo que se detuviera. Un inesperado espectáculo se desplegaba ante ellos.

El elfo que el aprendiz llevaba toda la mañana rastreando luchaba denodadamente contra dos miembros de las tropas invasoras. Manaba la sangre de su hombro derecho y del rostro, mientras la moza que servía en la venta de Tenny buscaba pedruscos y se los tiraba a los soldados. No erraba en los lanzamientos pero tampoco auxiliaba a su amigo, porque sus armas arrojadizas eran repelidas por las armaduras de los enemigos. ¿Qué hacía la muchacha en semejante compañía?, se preguntó Stanach en un mar de confusiones.

Limitado por el precipicio de una de las escarpaduras de la repisa, el elfo manipulaba su espada a dos manos con admirable pericia. Pero el enano preveía que tan loable cualidad no sería suficiente contrapeso a la superioridad numérica ni al linde natural que marcaba la naturaleza a su espalda. De no dar un paso en falso y despeñarse, se encargaría de aniquilarlo uno de los contendientes rivales, puesto que eran soldados adiestrados.

Lavim Springtoe, basándose en el axioma de que cualquiera que se opusiera a un draconiano tenía que ser de su mismo bando, exhaló un entusiasta grito de guerra y acometió cual un ariete a uno de los agresores del elfo. Ambos, kender y reptil, se revolcaron en la calzada.

Stanach, más precavido, calculó mejor su intervención.

A diferencia de Lavim, no olvidó que en cualquier instante sus perseguidores doblarían el recodo. Un kender, una muchacha, un elfo sangrante y un enano exhausto nada podrían contra seis de las criaturas comandadas por Carvath. Sin embargo, dos draconianos muertos y en el trance de desintegrarse quizá contendrían al otro cuarteto los segundos precisos para intentar escapar.

No abrigaba el aprendiz mayor anhelo que el de alejarse cuanto antes de Long Ridge. Se introdujo debajo de la guardia de uno de los draconianos y logró abrir un profundo tajo en su vientre. Retiró la hoja a la par que el otro emitía su último estertor, en el mismo instante en que el elfo se derrumbaba y dejaba caer su espada.

El enano estiró el brazo para preservar la tizona de garras extrañas. El elfo, menos malherido de lo que aparentaba, se le adelantó, y diez dedos confluyeron a la empuñadura. Hammerfell bajó entonces la vista y, durante un lapso mayor de lo prudente, se le cortó la respiración.

Unos destellos carmesí, concretados en franjas palpitantes, jalonaban el interior del arma.

«¡Por el gran Reorx! —se escandalizó para sus adentros—. ¡Es Vulcania!»

Tyorl se recompuso y alzó con él la Espada Real de Thorbardin, fuera del alcance del enano.

En el escenario de la reyerta, Lavim se había apoderado de una de las rocas de la moza y la había utilizado para aplastar el cráneo de su rival. El soldado exhaló todavía un quejido, y el kender lo remató con un nuevo golpe.

El elfo jadeaba, y Stanach no pudo menos que escrutarlo en una actitud poco humanitaria. El combatiente sangraba profusamente por una herida en el hombro y tenía la mirada turbia y extraviada. «Si sucumbes ahora —pensó fríamente el enano— tomaré posesión de lo que busco, amigo mío, y nunca terminaré de agradecértelo. ¡Cuan feliz me harías!»

Sus ruegos no fueron escuchados. Tyorl irguió el mentón, se secó la sangre de los pómulos y, apelando a todo su control, clavó los ojos en Stanach.

—Estoy bien.

—¿Responderán tus piernas si hay que salir corriendo? —indagó el enano.

—Si es necesario, lo haré.

Stanach señaló el apiñamiento de casas. Tal como había vaticinado, los cuatro draconianos emergían por detrás de la curva.

—Lo es —confirmó.

«Sí —se dijo—, tú y Vulcania habréis de acompañarme hasta el final.»

Más que correr, volaron.